—Bonito día, ¿eh? —comentó la mujer, mirando a través del enorme ventanal del vestíbulo.
—Así es —dijo Janos mientras se alejaba hacia la zona de los ascensores—. Hermoso como un melocotón.
—Me alegro de verte, Barb —digo, cruzando el vestíbulo de Pasternak&Asociados y lanzándole un beso a la guardia de seguridad.
Ella atrapa el beso al vuelo y lo arroja a un lado. Siempre la misma broma.
—¿Cómo está Stevens? —pregunta.
—Viejo y rico. ¿Cómo… cómo está tu maridito?
—Has olvidado su nombre, ¿verdad?
—Lo siento —tartamudeo—. Es una de esas tardes.
—Todo el mundo las tiene, cariño. —Su comentario no hace que me sienta mejor—. ¿Has venido a ver a Barry?
Asiento cuando se oye la campanilla del ascensor. La oficina de Barry está en el tercer piso. Pasternak está en el cuarto. Entro en el ascensor y pulso el botón 4. En el momento en que se cierran las puertas, me apoyo contra la pared del fondo. Mi sonrisa ha desaparecido; mis hombros se hunden. Juego con la tarjeta de identificación del mensajero que llevo en el bolsillo. El ascensor asciende hasta el último piso.
Las puertas se abren en el cuarto piso con un sonido agudo y salgo al moderno corredor con su iluminación oculta. A mi derecha hay una recepcionista. Voy hacia la izquierda. El ayudante de Pasternak jamás me franquea el paso. No tengo más alternativa que dar un rodeo. El corredor acaba en una puerta de cristal opaco con un teclado digital. He visto introducir el código a Barry cientos de veces. Pulso la combinación, la cerradura se abre y me deslizo en el interior de la zona de oficinas. No soy más que otro cabildero que hace una visita.
Decorados como un bufete de abogados pero con un poco más de estilo, los corredores de Pasternak&Asociados están cubiertos con elegantes fotografías en blanco y negro de la bandera norteamericana ondeando sobre la cúpula del Capitolio, la Casa Blanca y cualquier otro monumento de la ciudad… cualquier cosa que demuestre patriotismo. El mensaje a los clientes potenciales es claro: los cabilderos de Pasternak están identificados con el sistema… y trabajan dentro de él. El trabajo interno fundamental.
Sin perder el tiempo, evito todas las oficinas y giro hacia la parte posterior, más allá de la pequeña cocina. Si tengo suerte, Pasternak se encontrará aún en la sala de conferencias, lejos de su…
—¿Harris? —dice una voz detrás de mí.
Me vuelvo rápidamente y dibujo una sonrisa falsa. Para mi sorpresa, no reconozco la cara.
—Harris Sandler, ¿verdad? —vuelve a preguntar, claramente sorprendido. Su voz rechina como una tabla suelta en el piso y sus ojos verdes de canalla poseen un inquietante matiz oscuro. Se cierran sobre mí como una trampa para osos. Pero lo único que me preocupa es la cazadora azul y amarilla del FBI que lleva puesta—. ¿Puedo hablar un momento con usted? —pregunta el hombre mientras señala hacia la sala de conferencias—. Sólo será un segundo… lo prometo.
—¿Le conozco? —pregunto, buscando información.
El hombre con la cazadora del FBI dibuja su propia sonrisa falsa y se pasa la mano por su pelo corto y rubio arena. Conozco ese movimiento. Stevens lo hace cuando se encuentra con sus electores. Un pobre intento de romper el hielo.
—Harris, tal vez deberíamos encontrar un lugar donde poder hablar.
—Se… se supone que debo ver a Pasternak.
—Lo sé. Suena como si fuese un buen amigo suyo.
Su lenguaje corporal cambia de un modo casi imperceptible. Está sonriendo, pero su barbilla se proyecta hacia mí. Me gano la vida con la política. La mayoría de la gente no sería capaz de percibirlo. Yo sí.
—Ahora bien, ¿quiere que mantengamos esta conversación en la sala de conferencias o preferiría que hablásemos delante de toda la firma? —pregunta. Como si quisiera confirmar su posición, saluda brevemente con la cabeza a una pelirroja de mediana edad que entra en la pequeña cocina en busca de café. Habla sin decir nada. Quienquiera que sea este tío, sería un magnífico congresista.
—Si se trata de Matthew…
—Se trata de algo más que de Matthew —me interrumpe el hombre—. Lo que en verdad me sorprende es el hecho de que Pasternak esté tratando de mantener su nombre al margen.
—No sé de qué me está hablando.
—Por favor, Harris, incluso un hombre que no esté acostumbrado a jugar apostaría contra eso.
La referencia es tan sutil como un incendio en mi pecho. El no sabe nada de Matthew. El sabe algo acerca del juego. Y quiere que yo lo sepa.
Lo miro fríamente.
—¿Pasternak está en la sala de conferencias?
—Por aquí —dice, señalando hacia el extremo del corredor como si fuese un experimentado jefe de comedor—. Después de usted…
Yo voy delante. El desconocido me sigue inmediatamente detrás.
—Parece que ustedes dos se conocen desde hace mucho tiempo —dice.
—¿Pasternak y yo o Matthew y yo?
—Ambos —dice mientras endereza una fotografía en blanco y negro de la Corte Suprema que cuelga de una de las paredes del corredor. Hace preguntas pero no le importan las respuestas.
Miro por encima del hombro y le echo un rápido vistazo. Cazadora… pantalones grises… y zapatos de piel color marrón chocolate. El logo de peltre dice que son Ferragamo. Me vuelvo hacia el corredor. Bonitos zapatos para la paga del gobierno.
—Aquí —dice, señalando la puerta que hay a mi derecha.
Al igual que la que se encuentra junto a los ascensores, es de cristal opaco, y sólo me muestra el borroso perfil de Pasternak sentado en su sillón de cuero negro favorito en el centro de la gran mesa de conferencias. Es una de las primeras lecciones de Pasternak: es mejor estar en el centro que en la cabecera de la mesa; si quieres algo, es necesario estar cerca de todos los jugadores.
Apoyo la mano en el pomo y lo hago girar. No me sorprende que Pasternak eligiese esta sala de conferencias, es la más grande de la firma; pero cuando la puerta se abre me sorprende comprobar que las luces están apagadas. Al principio no lo había notado. Excepto por la menguante luz natural que entra a través de las grandes ventanas, Pasternak está sentado en la oscuridad.
La puerta se cierra detrás de mí, seguido de un leve zumbido eléctrico. Como un transistor que alguien acabase de encender. Me vuelvo justo a tiempo para ver al hombre con ojos de canalla que se abalanza sobre mí. En su mano hay una pequeña caja que parece un ladrillo negro. Retrocedo en el último momento y alzo el brazo como un escudo. La caja choca contra el antebrazo y me quema con una mordedura ardiente. Hijo de puta. ¿Acaba de apuñalarme?
El espera que me aparte. En cambio, mantengo la caja en mi brazo y me acerco aún más. Cuando pierde el equilibrio y se tambalea hacia mí, giro sobre mi pierna trasera y lo golpeo en el ojo. Su cabeza se sacude hacia atrás, el hombre trastabilla y choca contra la puerta de cristal opaco. La caja negra sale volando de su mano y cae violentamente al suelo; las pilas ruedan sobre la alfombra. El hombre no se da por vencido tan fácilmente. Palpándose el ojo con las puntas de los dedos, alza la vista y me mira con una sonrisa de admiración, casi como si estuviese disfrutando del momento. No consigues una cara como ésa sin recibir antes unos cuantos golpes, y es evidente que él ha recibido mejores golpes que yo. Se pasa la lengua por el costado de la boca y me envía el mensaje: si mi intención es hacerle daño, debo hacerlo mucho mejor que eso.
—¿Quién te enseñó a golpear? —chirría su voz mientras recoge las distintas piezas de la caja negra y las guarda en el bolsillo—. ¿Tu padre o tu tío?
Está tratando de exhibir cierto conocimiento… conseguir impresionarme. No tiene ninguna posibilidad. He pasado más de una docena de años en Capitol Hill. Cuando se trata de boxeo mental, me he enfrentado a un montón de Mohamed Ali. Pero eso no significa que vaya a arriesgarlo todo en una pelea a puñetazos.
Se pone de pie y miro a mi alrededor en busca de ayuda.
—¡Compañero! —llamo a Pasternak.
No se mueve. Está apoyado en el respaldo de su sillón, junto a la mesa de conferencias. Un brazo cuelga sobre el apoya-brazos. Tiene los ojos abiertos. El mundo se vuelve borroso cuando los ojos se me llenan de lágrimas. Corro hacia él, luego me paro en seco, levantando las manos en el aire. No tocar el cuerpo.
—Siempre pensando, ¿verdad? —dice el canalla.
Oigo el siseo de su cazadora azul y amarilla cuando se mueve lentamente a mis espaldas. FBI, y una mierda. Me vuelvo para enfrentarme a él y vuelve a esbozar una sonrisa arrogante, convencido de estar bloqueando mi única salida. Me vuelvo hacia la ventana y el patio que hay detrás. El patio. Y la puerta que lleva hasta él.
Salgo disparado como una liebre hacia la puerta vidriera que hay en la parte posterior de la habitación. Igual que antes, hay un teclado digital. Ahora, Canalla se está moviendo. Mis manos tiemblan mientras introducen el código de Barry.
—Venga… —imploro, esperando el clic magnético. El hombre corre alrededor de la mesa de conferencias, diez pasos detrás de mí. La cerradura se abre. Empujo la puerta, luego giro, tratando de cerrarla. Si consigo dejarlo encerrado en…
Él introduce la mano en el vano de la puerta justo cuando está a punto de cerrarse. Se oye un crujido agudo. Aprieta los dientes por el dolor pero no cede. Empujo la puerta con más fuerza. El me mira a través del cristal, sus ojos verdes más oscuros que nunca. Pero aun así no retira la mano. Sus nudillos se ponen morados por la fuerza que hace al aferrarse al marco de la puerta. Coloca el pie a modo de cuña y comienza a empujar. No es un empate que se pueda deshacer en mi favor.
Miro por encima del hombro el resto del patio, que está lleno de sillas de teca de los Adirondack y apoyapiés a juego. En primavera, el patio se usa principalmente para los grandes recaudadores de fondos del Congreso. ¿Por qué alquilar un lugar fuera cuando puedes tenerlo en casa? A mi derecha e izquierda hay enrejados de madera cubiertos de hiedra que crean paredes falsas para el tejado. Justo enfrente hay una impresionante vista de la cúpula del Capitolio… y lo que es más importante, el otro edificio de cuatro pisos que se alza directamente al lado. Lo único que separa a ambos edificios es el callejón de dos metros de ancho.
El hombre se prepara para la embestida final. Cuando su hombro golpea contra la puerta, me aparto y dejo que se abra por completo. El hombre cae pesadamente al suelo y yo corro hacia el borde del terrado.
—¡Jamás lo conseguirás! —grita.
Otra vez con el juego mental. No lo escucho. No pienso. Simplemente corro. Directo hacia el borde. Me digo que no debo mirar la brecha que separa ambos edificios, pero cuando me acerco al borde a toda velocidad, no veo ninguna otra cosa. Cuatro pisos de altura. Dos metros de ancho… Un metro ochenta si tengo suerte… Por favor, que sea un metro ochenta.
Mirando al frente y acelerando a través del pavimento de terracota, aprieto los dientes, piso el parapeto de hormigón y me lanzo al aire. Cuando conocí a Matthew en la universidad, me dijo que era lo bastante alto como para saltar por encima del capó de un escarabajo Volkswagen. Esperemos que también eso sea verdad para mí.
Cuando salvo el cañón de un metro ochenta de ancho, caigo sobre el terrado del edificio contiguo sobre los talones y resbalo hacia adelante hasta que caigo sobre mi trasero. Un rayo hirviente de electricidad me recorre la columna vertebral. A diferencia del patio, la superficie del terrado es de brea, y me quema cuando mi cuerpo golpea contra él. El impacto provoca un diminuto remolino de polvo del terrado dentro de mis pulmones, pero no hay tiempo de detenerse. Vuelvo la vista hacia el otro edificio. Canalla corre hacia mí y está a punto de imitar mi salto.
Me levanto y miro a mi alrededor en busca de una puerta o una escalera. Nada a la vista. En el reborde opuesto, los zarcillos metálicos de una escalera de incendios trepan sobre el parapeto como las patas de una araña. Me lanzo a la carrera hacia allí, salvo el reborde, me deslizo por los escalones oxidados y choco con un ruido metálico contra el descansillo superior de la escalera de incendios. Cogido de la barandilla y bajando en círculos, desciendo por la escalera medio peldaño por vez. Cuando alcanzo el segundo piso, oigo un ruido agudo y toda la estructura se sacude. Arriba del todo, el hombre acaba de aterrizar sobre el descansillo superior de la escalera de incendios. Mira hacia abajo a través del enrejado metálico. Le llevo una ventaja de tres pisos.
De un puntapié, desengancho la escalera de metal y la envío deslizándose hacia la acera del callejón. Y detrás de ella me lanzo yo, golpeando las suelas de los zapatos contra el cemento. A mi derecha, al otro lado de la calle, está Bullfeathers, uno de los bares más antiguos de Capitol Hill. Deben de estar en la hora punta después de la jornada de trabajo, el momento perfecto para perderse entre la multitud.
Cuando corro hacia la calle, suena una bocina y un Lexus plateado frena de golpe haciendo chirriar los neumáticos y casi me atropella. En Bullfeathers veo a Dan Dutko —probablemente el cabildero más agradable de la ciudad—, que mantiene la puerta abierta para que entre todo su grupo.
—Eh, Harris, vi a tu jefe en la tele, realmente estáis haciendo un gran trabajo de limpieza —me dice con una carcajada.
Me obligo a sonreír y me abro paso delante del grupo, casi derribando a una mujer de pelo oscuro.
—¿Puedo ayudarlo? —me pregunta la camarera cuando entro tambaleándome en el interior del bar.
—¿Dónde están los lavabos? —pregunto—. Es una emergencia.
—Al… al fondo a la derecha —dice la muchacha. Es evidente que la estoy asustando.
Sin aflojar el paso, camino velozmente junto a la barra en dirección a la parte trasera del local. Pero no giro a la derecha hacia los lavabos, sino que atravieso las puertas batientes de la cocina, paso junto al cocinero que está preparando algo en una sartén, me agacho al encontrarme con un camarero que lleva una bandeja llena de hamburguesas y supero de un salto los pocos escalones que hay al final de la cocina. Abro con un empellón la puerta trasera y salgo al callejón situado detrás del restaurante. He comido aquí una vez por semana durante más de una década. Sé perfectamente dónde están los lavabos. Pero si tengo suerte, cuando el hombre irrumpa en el restaurante y le pregunte a la camarera dónde me he metido, ella lo enviará al fondo a la derecha. Varado en los retretes.