El juego del cero (7 page)

Read El juego del cero Online

Authors: Brad Meltzer

Tags: #Intriga

BOOK: El juego del cero
10.64Mb size Format: txt, pdf, ePub

Saco un recibo en blanco del sobre y escribo mi número de taxi. En el espacio junto a «Tarifa» apunto «600.00 dólares». No hay duda de que es una carrera en taxi bastante jugosa.

Exactamente doce minutos después de que el mensajero abandone mi oficina, suena el teléfono. Harris acaba de recibir su entrega.

—¿Estás seguro de que esto es inteligente? —pregunta en el instante en que levanto el auricular. El eco me indica que está utilizando nuevamente el manos libres.

—No te preocupes, estamos bien.

—Hablo en serio, Matthew. No estamos jugando con dinero del Monopoly. Si sumas las apuestas por separado, ya casi superamos los seis mil pavos. ¿Y ahora quieres añadir otros seis de los grandes?

Anoche, cuando estábamos hablando acerca de los límites, le dije a Harris que tenía poco más de ocho mil dólares en el banco, incluyendo todo mi dinero de entrega inicial. El dijo que tenía cuatro de los grandes a lo sumo. Tal vez menos. A diferencia de mí, Harris envía parte de su sueldo a un tío de Pennsylvania. Sus padres murieron hace algunos años, pero… la familia sigue siendo la familia.

—Aún podemos cubrirlo —le digo.

—Eso no significa que debamos ponerlo todo en negro.

—¿Qué estás diciendo?

—No estoy diciendo nada —insiste Harris—. Yo sólo… tal vez haya llegado el momento de recobrar el aliento y marcharse. No hay ninguna razón para que arriesguemos todo nuestro dinero. Podemos apostar por el otro lado y tú te asegurarás de que el proyecto no llegue al programa.

Así es como funciona: si no tienes la puja más alta, tú y el resto de los postores más bajos se pasan al otro lado e intentan impedir que suceda. Es una manera genial de igualar las posibilidades: la persona que tiene la mayor posibilidad de hacer que suceda se enfrenta a un grupo que, una vez combinado, posee una asombrosa cantidad de músculo. Sólo hay un problema.

—¿Realmente quieres repartir las ganancias con todos los demás?

El sabe que tengo razón. ¿Por qué darle a todo el mundo un paseo gratis?

—Si quieres aliviar las apuestas, tal vez podamos invitar a alguien más a que participe —sugiero.

Harris se detiene ahí.

—¿Qué estás diciendo?

Piensa que estoy tratando de averiguar quién está por encima de él en la lista.

—Crees que se trata de Barry, ¿verdad? —pregunta.

—En realidad, creo que es Pasternak.

Harris no contesta y sonrío para mí. Pasternak tal vez sea lo más parecido que tiene a un mentor, pero Harris y yo nos conocemos desde mi primer año en la universidad. No puedes mentirles a los viejos amigos.

—No estoy diciendo que tengas razón —comienza—. Pero, en cualquier caso, mi hombre no va a por ello. Especialmente, tan tarde. Quiero decir, incluso suponiendo que 189 se haya asociado con su mentor, sigue siendo un montón de dinero.

—Y serán dos montones cuando ganemos. En el bote habrá más de veinticinco de los grandes. Piensa en el cheque que enviarás a casa después de eso.

Ni siquiera Harris puede discutir eso.

Se oye un crujido en la línea. Ha quitado el manos libres.

—Dime sólo una cosa, Matthew, ¿realmente puedes conseguirlo?

Me quedo en silencio mientras analizo todas las posibilidades. El también permanece mudo, considerando las consecuencias. Es exactamente lo contrario de nuestro baile habitual. Por una vez, yo estoy seguro; él está preocupado.

—¿O sea que puedes conseguirlo? —repite Harris.

—Eso creo —le digo.

—No, no, no, no, no… Nada de «eso creo». No puedo permitirme «eso creo». Te lo estoy preguntando como amigo, honestamente, nada de tonterías. ¿Puedes conseguirlo?

Es la primera vez que percibo una traza de pánico en la voz de Harris. No tiene miedo de saltar por el borde del precipicio, pero como cualquier político listo, necesita saber qué hay abajo, en el río. Lo bueno, en este caso, es que yo tengo el chaleco salvavidas.

—Esta creación es mía —le digo—. El único que está más cerca es el propio Cordell.

El silencio del otro lado de la línea me dice que no está convencido.

—Tienes razón —añado sarcásticamente—. Es demasiado arriesgado, deberíamos dejarlo ahora.

El silencio es incluso más prolongado.

—Te lo juro, Harris. A Cordell no le importan los arañazos en la mesa. Me han contratado para ello. No podemos perder.

—¿Lo prometes?

Mientras me hace la pregunta, miro a través de la ventana, hacia la cúpula del Capitolio.

—Por mi vida.

—No te pongas melodramático conmigo.

—Muy bien, aquí tienes algo pragmático, entonces. ¿Conoces cuál es la regla de oro de Asignaciones? Quien tiene el oro hace la regla.

—¿Y nosotros tenemos el oro?

—Tenemos el oro.

—¿Estás seguro de eso?

—Lo sabremos muy pronto —digo, echándome a reír—. Ahora bien, ¿estás dentro?

—Ya has rellenado la ficha, ¿verdad?

—Pero eres tú quien debe enviarla.

Se oye otro crujido. Vuelvo a salir por el altavoz.

—Cheese, necesito que entregues un paquete —llama a su ayudante.

Allá vamos. De vuelta al negocio.

—¿Todo despejado? —pregunta Harris, asomando la cabeza.

—Entra —digo, haciéndole señas de que se acerque a mi escritorio. Ahora que todo el mundo se ha marchado, podríamos acelerar las cosas.

Cuando entra en la oficina, baja la barbilla y sonríe ligeramente. Es una expresión que no reconozco. ¿Confianza nueva? ¿Respeto?

—Lo llevas escrito en la cara —dice.

—¿El qué…?

Sonríe y se da unos golpecitos con el dedo en la mejilla.

—Mejilla azul. Muy Duke.

Me humedezco un dedo, froto el resto de tinta de mi cara e ignoro la broma.

—Por cierto, vi a Cordell en el ascensor —dice, refiriéndose a mi jefe.

—¿Dijo algo?

—No mucho —bromea Harris—. Se siente mal porque durante todos estos años hayas firmado un contrato por su campaña y lo hayas llevado a todos esos actos sin saber que acabaría convertido en un capullo. Luego dijo que lamentaba haber renunciado a todos los temas medioambientales por cualquier cosa que le permitiese salir en la tele.

—Eso es agradable. Me alegro de que sea lo bastante grande como para reconocerlo.

En mi cara hay una sonrisa, pero Harris siempre puede ver más allá. Cuando llegamos aquí, él creía en las ganancias; yo creía en una persona. Es lo segundo lo que es más peligroso.

Harris se sienta en una esquina de mi escritorio y sigo su mirada hacia el televisor, que, como siempre, está sintonizado en C-SPAN. Los mensajeros siguen de servicio mientras la sesión de la Cámara de Representantes no haya acabado. Y por lo que parece —con la congresista por Wyoming Thelma Lewis aferrada al podio y diciendo disparates—, todavía tenemos algún tiempo. Tiempo estándar de la montaña, para sei precisos.

En este momento son las 17.30 en Casper, Wyoming —horario estelar de las noticias—, que es la razón por la que Lewis ha esperado hasta ahora para pronunciar su gran discurso, y la razón de que los congresistas de Nuevo México, Dakota del Norte y Utah estén todos alineados tras ella. ¿Por qué caerse en el bosque si no hay nadie que pueda oírte?

—Demografía de la democracia —musito.

—Si fuesen listos, esperarían otra media hora —señala Harris—. Es entonces cuando los números de las noticias locales realmente causan efecto y…

Antes de que pueda acabar la frase, se oye un golpe en la puerta.

—¿Matthew Mercer? —pregunta una mensajera con flequillo castaño mientras se acerca con un sobre en la mano.

Harris y yo cruzamos una mirada fugaz. Ya está.

—Espere… ¿usted no es Harris? —dice abruptamente la chica.

Harris no se inmuta.

—Lo siento. ¿Nos conocemos?

—En orientación… usted dio esa conferencia.

Pongo los ojos en blanco, sin sorprenderme. Todos los años, Harris es uno de cuatro funcionarios a los que se les pide que hablen en el curso de orientación para los mensajeros. Para la mayoría, es un trabajo detestable. No para Harris. Los otros tres disertantes hablan monótonamente acerca del valor del gobierno. Harris les ofrece el discurso del vestuario de
Hoosiers
y les dice que estarán escribiendo el futuro. El club de admiradores aumenta cada año.

—Fue realmente asombroso lo que dijo —añade la muchacha.

—Creía en cada palabra —le dice Harris. Y lo hacía.

No puedo apartar los ojos del sobre.

—Harris, realmente deberíamos…

—Lo siento —dice la chica.

No puede apartar sus ojos de él. Y no debido al discurso. Los hombros cuadrados de Harris… su barbilla hendida… incluso sus pobladas cejas negras; siempre ha tenido un aspecto clásico, como alguien a quien ves en una vieja fotografía en blanco y negro de los años treinta pero que, de alguna manera, se conserva bien. Todo lo que debes añadir son los profundos ojos verdes… Nunca ha tenido que trabajárselo.

—Escuche, usted… usted tiene algo —añade la mensajera sin dejar de mirarlo mientras se marcha.

—Tú también —dice Harris.

—¿Puedes cerrar la puerta al salir? —le digo.

La puerta se cierra con fuerza y Harris me arranca el sobre de las manos. Si estuviésemos en la universidad, me abalanzaría sobre él y lo recuperaría. Ya no. Hoy los juegos son más importantes.

Harris desliza el dedo a lo largo de la solapa y la abre casualmente. No sé cómo consigue mantener la compostura. Mi pelo rubio ya está húmedo por el sudor; sus mechones oscuros están secos como el heno.

Tratando de calmarme, me vuelvo hacia la fotografía del Gran Cañón que cuelga de la pared. La primera vez que mis padres me llevaron allí yo tenía quince años y ya medía metro ochenta. Al mirar hacia abajo desde el borde sur del cañón fue la primera vez en mi vida que me sentí pequeño. Me siento de la misma manera cuando estoy junto a Harris.

—¿Qué dice? —pregunto.

Echa un vistazo al interior del sobre y permanece totalmente callado. Si han subido la apuesta, habrá un nuevo recibo. Si nosotros somos los vencedores, entonces nuestro viejo recibo es lo único que encontraremos. Trato de leer su expresión. No tengo una plegaria. Harris ha estado en política demasiado tiempo. La arruga de la frente no cambia. Sus ojos apenas si parpadean.

—No me lo puedo creer —dice finalmente. Saca el recibo del taxi y lo esconde en la palma de la mano.

—¿Qué? —pregunto—. ¿Ha subido la apuesta? Lo ha hecho, ¿verdad? Estamos muertos…

—De hecho —comienza a decir Harris, alzando la vista para mirarme y levantando lentamente una excitada ceja—, yo diría que estamos muy vivos.

El recibo del taxi brilla en su mano como la placa de un policía. Es mi letra. Nuestra vieja apuesta. Por seis mil dólares.

Rompo a reír a carcajadas en el momento en que lo veo.

—Es día de cobro, Matthew. Ahora bien, ¿estás preparado para ponerle nombre a esa melodía…?

Capítulo 5

—Buenos días, Roxanne —digo cuando entro en la oficina al día siguiente—. ¿Todo preparado?

—Tal como lo pediste —contesta sin alzar la vista.

Continúo hacia la sala trasera y encuentro a Dinah, Connor y Roy en sus posiciones habituales frente a sus escritorios, ya perdidos entre papeles y notas de Conferencia. En esta época del año, eso es todo lo que hacemos: construir
La semilla del diablo
de veintiún mil millones de dólares.

—Te esperan en la sala de audiencias —me informa Dinah.

—Gracias —contesto mientras cojo mi cuaderno de notas del escritorio y me dirijo hacia la enorme puerta beige que comunica con la habitación contigua.

Una cosa es apostar sobre el hecho de que puedo introducir a hurtadillas este tema entre los tíos del Senado y hacer que llegue al anteproyecto. Otra cosa muy distinta es conseguirlo.

—Es agradable llegar a la hora —me sermonea Trish cuando entro.

Soy el último de los cuatro jinetes en llegar. Es premeditado. Dejemos que piensen que no estoy en absoluto ansioso por el orden del día. Como de costumbre, Ezra está sentado de mi lado en la gran mesa ovalada; Trish y Georgia, nuestras homologas del Senado, están frente a nosotros. En la pared de la derecha hay una fotografía en blanco y negro del Parque Nacional de Yosemite hecha por Ansel Adams. La foto muestra la clara superficie del río Merced dominado por el pico cubierto de nieve de Half Dome. Algunas personas necesitan café; yo necesito el aire libre. Como la fotografía del Gran Cañón del Colorado que tengo en mi oficina, la imagen produce una calma instantánea.

—¿Y bien, alguna novedad? —dice Trish, preguntándose qué escondo debajo de la manga.

—No —contesto, preguntándome exactamente lo mismo con respecto a ella.

Los dos conocemos muy bien el tanto pre Conferencia. Todos los días hay un proyecto nuevo que uno de nuestros jefes «olvidó» poner en el proyecto de ley. La semana pasada le entregué a Trish trescientos mil dólares destinados a la protección del manatí en Florida; ella me devolvió el favor entregándome cuatrocientos mil dólares para financiar un estudio del moho tóxico en la Universidad de Michigan. Como resultado de estas transacciones, ahora el senador por Florida y el congresista por Michigan tienen algo de lo que alardear durante las elecciones. Por aquí, a los proyectos se los conoce como «inmaculadas concepciones». Favores políticos que —¡puf!— aparecen de la nada.

Llevo una relación mental de cada proyecto —incluyendo el de la mina de oro— que necesito incluir para cuando haya acabado la pre Conferencia. Trish tiene la misma. Ninguno de los dos quiere mostrar primero sus cartas. De modo que, durante dos horas, nos ceñimos al guión.

—La biblioteca presidencial FDR —comienza Trish—. El Senado le concedió seis millones. Vosotros le disteis cuatro millones.

—¿Cerramos el trato en cinco millones? —pregunto.

—Hecho.

—Pasemos a Filadelfia —digo—. ¿Qué me dices de los nuevos caminos para Independence Hall? Nosotros le dimos novecientos mil; el Senado, por alguna razón, ni un centavo.

—Eso fue sólo para enseñarle al senador Didio a mantener la boca cerrada. Se permitió hacer un comentario sarcástico sobre mi jefe en
Newsweek
. No vamos a consentirlo.

—¿Tienes idea de lo vengativa e infantil que es esa actitud?

—Ni la mitad de vengativo de lo que hacen en Transportes. Cuando uno de los senadores por Carolina del Norte tuvo un altercado con aquel presidente del subcomité, cortaron los fondos de Amtrak para que los trenes no parasen en Greensboro.

Other books

The Story of the Blue Planet by Andri Snaer Magnason
Final Days by Gary Gibson
The Sacrifice of Tamar by Naomi Ragen
Execution Style by Lani Lynn Vale
The Bright One by Elvi Rhodes
The Yearbook by Peter Lerangis
A Family Christmas by Glenice Crossland
For the King's Favor by Elizabeth Chadwick