—¿Y qué relación tiene con mi tarjeta del Senado?
—De hecho, eso es lo que estoy tratando de averiguar.
—¿Cuál es el nombre de su amigo?
Decido intentarlo por última vez.
—Matthew Mercer.
—¿Matthew Mercer? Matthew Mercer —repite—. ¿Cómo puedo conocer ese nombre?
—No lo conoces; tú sólo…
—Espere un momento —me interrumpe—. ¿No es ése el tío al que atropello un coche?
Le quito la fotografía de las manos.
Ahora es ella quien me estudia a mí.
—¿Era él quien tenía mi identificación del Senado?
No le contesto.
—¿Por qué habría de…? —Se interrumpe, advirtiendo mi mirada—. Si hace que se sienta mejor, no sé cómo lo atropellaron. Quiero decir, entiendo que esté alterado por el accidente de su amigo…
Alzo la vista cuando pronuncia la palabra «accidente». Ella me mira fijamente. Su boca se abre, revelando su edad, pero sus ojos muestran algo diferente. Su mirada es profunda.
—¿Qué? —pregunta.
Me vuelvo, fingiendo seguir un sonido imaginario.
—Fue un accidente, ¿verdad?
—Muy bien, que todo el mundo se tranquilice —digo con una risa forzada—. Escucha, creo que deberías marcharte, Viv. Ése es tu nombre, ¿verdad? ¿Viv? Viv, soy Hams.
Le estrecho suavemente la mano y apoyo la otra sobre su hombro. Es algo que aprendí del senador. La gente no habla cuando la están tocando. Viv permanece inmóvil. Pero sigue mirándome fijamente con sus ojos castaños.
—¿Fue un accidente o no? —pregunta.
—Por supuesto que fue un accidente. Estoy seguro de que lo fue. Sin duda. Es sólo que… cuando a Matthew lo atropelló el coche, tu tarjeta apareció debajo de uno de los contenedores próximos al lugar del accidente. Eso es todo. Nada importante… nada de lo que asustarse. Sólo imaginé que si tú habías visto algo… Le prometí a su familia que haría algunas averiguaciones. Ahora, al menos sabemos que era sólo algo que estaba en la basura de los alrededores.
Es un discurso bastante bueno y daría resultado con el noventa y nueve por ciento de la gente. El problema es que aún no puedo decir si esta chica se encuentra entre el uno por ciento restante. Finalmente, sin embargo, tengo suerte. Ella asiente con expresión de alivio.
—¿Entonces, usted está bien? ¿Tiene todo lo que necesita?
En los diez minutos que han transcurrido desde que la conozco, es la pregunta más difícil que me ha hecho. Esta mañana, cuando me desperté, pensé que Viv tendría todas las respuestas. En cambio, vuelvo a estar ante una pizarra en blanco y, en este momento, la única forma de llenarla es deducir quién más forma parte del juego. Matthew tenía archivos en su oficina… Yo tengo notas en mi escritorio… es hora de buscar en el resto del material. La cuestión es que Janos no es precisamente un imbécil. En el momento en que intente volver a poner un pie en mi vida, me clavará su pequeña caja eléctrica en el pecho. Ya traté de llamar a mis amigos… Solamente un estúpido se arriesgaría a hacerlo otra vez. Echo un vistazo a la pequeña habitación, pero no hay ninguna posibilidad de evitarlo. No a menos que descubra la manera de volverme invisible… o conseguir alguna ayuda en ese departamento.
—Gracias otra vez por haber encontrado mi tarjeta del Senado —dice Viv—. Hágamelo saber, si alguna vez puedo devolverle el favor.
Sacudo la cabeza y repito sus palabras en mi cabeza.
No es la mejor apuesta que he hecho en mi vida, pero en este momento, con mi vida en juego, creo que no tengo demasiadas alternativas.
—Escucha, Viv, odio tener que ser un incordio, pero… ¿decías en serio lo de devolverme el favor?
—Por… por supuesto… ¿pero tiene algo que ver con Matthew Mercer? Porque…
—No, no… en absoluto —insisto—. Es sólo un recado… para una audiencia en la que estamos trabajando. Entrarás y saldrás al cabo de dos minutos. ¿Te parece bien?
Sin decir una palabra, Viv examina la habitación, desde los teclados de ordenador hasta la pila de sillas de oficina descartadas. Es el único lunar en mi historia. Si todo marchara bien, no estaríamos hablando en una habitación que hace las veces de almacén.
—Harris, no sé…
—Se trata solamente de recoger una cosa, nadie sabrá siquiera que has estado allí. Todo lo que tienes que hacer es coger un fichero y…
—Se supone que no debemos recoger nada a menos que el pedido llegue a través del guardarropa…
—Por favor, Viv… sólo es un fichero.
—Lamento lo que le ocurrió a su amigo.
—Ya te lo he dicho, esto no tiene nada que ver con Matthew.
Ella baja la vista, reparando en la costura que hay en la rodilla de mis pantalones. Pedí en el tinte que me cosieran el agujero que me hice ayer al saltar de un edificio al otro. Pero la cicatriz sigue ahí. Su mano vuelve a jugar con la tarjeta de identificación en su cuello.
—Lo siento —dice, y su voz se quiebra ligeramente—. No puedo hacerlo.
Sabiendo que no merece la pena rogar, hago un gesto con la mano y esbozo una sonrisa forzada.
—Bien, lo entiendo. No hay ningún problema.
Cuando tenía diecisiete años y me venía un pensamiento a la cabeza, salía directamente por la boca. En favor de Viv debo decir que permanece en absoluto silencio. Abre la puerta, su cuerpo aún a medio camino dentro de la habitación.
—Escuche, yo debería…
—Deberías irte —digo.
—Pero si usted…
—Viv, no le des más vueltas. Llamaré al guardarropa y todo quedará resuelto en un momento.
Ella asiente, mirándome fijamente.
—Realmente siento lo de su amigo.
Le doy las gracias, asintiendo a mi vez.
—Supongo que lo veré en el Capitolio —dice.
Vuelvo a sonreír forzadamente.
—Por supuesto —digo—. Y si alguna vez necesitas algo, no tienes más que llamar a mi oficina.
Eso le gusta.
—Y no olvide —añade, bajando la voz en su mejor imitación de mí mismo— que lo mejor que puede hacer en la vida es hacer los enemigos correctos…
—De eso no me cabe duda —le digo cuando la puerta se cierra. Se ha ido, y mi voz se convierte en un susurro—: De eso no me cabe ninguna duda.
Mientras la puerta se cerraba a sus espaldas y recorría rápidamente el corredor del cuarto piso, Viv se obligó a no volverse. Comoquiera que su tarjeta de identificación hubiese llegado allí, sólo necesitó ver la expresión desesperada en el rostro de Harris para saber adónde llevaba ese asunto. Cuando lo vio por primera vez en su disertación a los mensajeros, se había deslizado tan suavemente por la habitación que ella sintió la tentación de mirar sus pies para ver si tocaban el suelo. Incluso hoy no estaba segura de la respuesta. Y no era solamente debido a su encanto. En su iglesia de Michigan, Viv había visto mucho encanto. Pero Harris tenía algo más.
De los cuatro oradores encargados de dar la bienvenida a los mensajeros durante el curso de orientación, dos les hicieron advertencias, uno les dio consejos… y Harris… Harris les planteó un desafío. No sólo como mensajeros, sino como personas. Como él había dicho, ésa era la primera regla de la política: no debes descartar ni siquiera a la persona más insignificante. Cuando las palabras abandonaron sus labios, toda la sala se puso en pie. Hoy, sin embargo, lo que ella acababa de ver en esa habitación, hoy, el hombre que había tenido los huevos de hacer ese discurso… ese hombre hacía mucho que había desaparecido. Hoy, Harris estaba conmocionado… nervioso… No cabía duda de que su confianza estaba hecha pedazos. Lo que fuera que lo había golpeado, lo había hecho claramente en el esternón.
La chica aceleró el paso y se dirigió hacia el ascensor. No era necesario haber estado metido toda la vida en política para ver cuándo se avecinaba un huracán, y en ese momento, lo último que quería era introducirse en el torbellino. «No es tu problema —se dijo—. Sigue andando». Pero cuando pulsó el botón de llamada del ascensor, no pudo evitarlo. Con un giro abrupto, echó un vistazo a la puerta de Harris. Seguía cerrada. No le sorprendía. Por la expresión cenicienta de su rostro, no asomaría la nariz durante un buen rato.
Un ruido sordo rompió el silencio y la puerta del ascensor se abrió, revelando la presencia de la ascensorista, una mujer negra de piel oscura con telas de araña de pelo gris en las sienes. Desde su taburete de madera en el ascensor, alzó la vista hacia Viv y arqueó una ceja ante su altura.
—Mamá te alimentó bien, ¿eh?
—Sí… supongo que sí…
Sin decir otra palabra, la ascensorista levantó su periódico delante de sus narices. Viv ya estaba acostumbrada a esas cosas. Desde el instituto hasta allí, nunca le resultó fácil encajar.
—¿Base de operaciones? —preguntó la mujer desde detrás del periódico.
—Sí —contestó Viv, encogiéndose de hombros.
La ascensorista apartó la vista del periódico, estudiando la reacción de Viv.
—Un día de mierda, ¿eh?
—Extraño, más bien.
—Mira el lado bueno: hoy tenemos ensalada de atún para almorzar —dijo la mujer, volviendo a concentrarse en la lectura del periódico mientras el ascensor descendía lentamente.
Viv asintió a modo de agradecimiento, pero su gesto pasó inadvertido.
Sin alzar la vista, la ascensorista añadió:
—No sufras, cariño… Se te arruinará el maquillaje.
—Yo no… yo… —Viv se interrumpió.
Si algo había aprendido en las últimas semanas, era el beneficio que suponía quedarse callada. Era algo que su familia siempre intentaba enseñar; desde el trabajo de su padre en las fuerzas armadas hasta el trabajo de su madre en la práctica dental, ella conocía perfectamente el valor de mantener la boca cerrada y los oídos abiertos. De hecho, ésa era una de las razones por las que Viv había conseguido ese trabajo. Hacía un año, mientras su madre estaba inclinada sobre el sillón dental, a un paciente vestido con un traje de rayas finas le estaban extrayendo las muelas del juicio con carácter de urgencia. Si ella no hubiese estado escuchando la conversación trivial que mascullaba el paciente, jamás se habría enterado de que se trataba del senador Kalo por Michigan, uno de los más antiguos impulsores del programa de mensajeros. Más tarde, y con cuatro muelas menos, el senador abandonó la consulta de su dentista con el nombre de Viv en el bolsillo de la chaqueta. Eso fue todo lo que necesitó para cambiar su vida: un amable favor de parte de un desconocido.
Inclinándose contra la barandilla posterior del ascensor, Viv leyó el periódico por encima del hombro de la ascensorista. Otro juez de la Corte Suprema que se jubilaba. La hija del presidente volvía a meterse en problemas. Pero ninguna de esas noticias parecía importante. El resto del periódico estaba en el suelo, junto al taburete de madera. La sección de noticias locales estaba encima de todo. Los ojos de Viv fueron directamente al titular: «Desvelada la identidad del conductor que huyó después de atropellar a una persona». Debajo del titular estaba la fotografía que Harris le había enseñado hacía unos minutos. El joven negro de sonrisa agradable.
Toolie
Williams. Viv no podía quitarle los ojos de encima. Por alguna razón, su tarjeta de identificación del Senado había sido hallada junto a un hombre muerto. Incluso la mejor de las razones podía no ser buena.
—¿Puede prestarme esta sección del periódico un momento? —preguntó mientras se agachaba y cogía el periódico de debajo del taburete.
Sus ojos se entrecerraron al acercarse la fotografía. La imagen se convirtió en una mancha confusa de puntos grises. Parpadeó y la imagen se aclaró.
Toolie
Williams volvía a mirarla directamente a la cara. Sus pensamientos retrocedieron nuevamente al senador. Aquello fue todo lo que necesitó para cambiar su vida. Un amable favor de parte de un desconocido.
—Hemos llegado —anunció la mujer cuando el ascensor se detuvo y la puerta se abrió con un chirrido—. Segundo piso…
Desde el momento en que Viv bajó la cabeza para pasar junto al senador por Illinois y su mirada lasciva, pudo oír la insistente reprensión de su madre en el fondo de su cerebro. «Defiéndete. Siempre debes defenderte». Ese era, en parte, uno de los motivos por los que su madre había querido que ella fuese a Capitol Hill. Pero en aquel momento, mientras Viv contemplaba la foto granulada en el periódico, comprendió que su madre sólo tenía una parte del cuadro. «No se trata sólo de que te defiendas, sino también de dar la cara por aquellos que lo necesiten».
—¿Te bajas aquí o no? —preguntó la ascensorista.
—En realidad, he olvidado algo arriba —contestó Viv.
—Tú mandas. Al cuarto piso, entonces.
Deslizándose fuera del ascensor en el momento en que se abrió la puerta, Viv recorrió velozmente el pasillo, esperando que no fuese demasiado tarde. La chaqueta del uniforme, un par de tallas más grande, se agitaba tras ella mientras corría. Si lo perdía ahora… No. No quería pensarlo. «Debes ser positiva. Debes ser positiva».
—Lo siento… tengo prisa… —dijo, pasando entre dos empleados que portaban sendas carpetas de fuelle.
—Más despacio —le advirtió el más alto de los dos.
«Típico —pensó Viv—. A todo el mundo le encanta mandar a los mensajeros». Redujo instintivamente la velocidad a un ritmo normal, pero después de dar dos pasos, se volvió para mirar a los dos hombres. No eran más que empleados. Sí, ella era una mensajera, pero… ellos sólo eran empleados. Aceleró el paso y comenzó a correr. Se sintió incluso mejor de lo que pensaba.
Al final del corredor se paró en seco y se aseguró de que el corredor estuviese vacío. Luego llamó a la puerta.
—¡Soy yo! —dijo en voz alta.
Nadie contestó.
—Harris, soy Viv. ¿Está ahí?
Nuevamente no hubo respuesta. Probó con el pomo. No se movió. Cerrado con llave.
—¡Harris, es una emergencia…!
Se oyó un clic. El pomo giró y la pesada puerta se abrió ligeramente. Harris asomó la cabeza, mirando cautelosamente a ambos lados del corredor.
—¿Estás bien? —preguntó finalmente.
Secándose el sudor de la mano contra el pantalón, Viv volvió a formularse la misma pregunta. Si quería largarse de allí, ésa era su oportunidad. Podía sentir la identificación colgando del cuello. No intentó cogerla. Ni una sola vez. En cambio, miró a Harris fijamente a los ojos.
—Yo… eh… yo sólo… ¿sigue necesitando ayuda para esa recogida?
Harris trató de ocultar su sonrisa, pero ni siquiera él era lo bastante bueno como para conseguirlo.