—¿Es posible incluir simplemente una compañía particular? —pregunto.
—Claro, señor… todo lo que tiene que hacer es venir y…
—¿Puedo pedirle un enorme favor? —lo interrumpo—. Mi senador está a punto de abrirme la cabeza y vomitar en mi gaznate… De modo que, si le doy el nombre ahora, ¿podría averiguarlo para nosotros? Es sólo una compañía, Gary…
Digo su nombre para la venta final. Hace una pausa, dejándome en silencio.
—Realmente me salvaría el culo —añado.
Nuevamente hace una pausa. Eso es lo que odio de estar al teléfono…
—¿Cuál es el nombre de la compañía, señor?
—Genial… eso es genial. Wendell Mining —le digo—. Wendell Mining.
Oigo el sonido de su teclado y dejo de pasearme por la habitación. Miro por debajo de las persianas cubiertas de polvo y obtengo una visión clara del estrecho camino y la barandilla de mármol que discurre a lo largo de la fachada oeste del edificio. El sol de la mañana golpea sobre el techo de cobre, pero palidece ante el calor que siento en este momento. Me enjugo un charco de sudor de la nuca y desabrocho el último botón de la camisa. El traje y la corbata fueron suficientes para entraren el edificio sin que nadie me mirase dos veces, pero si no consigo pronto algunas respuestas…
—Lo siento —dice Gary—. No aparecen.
—¿Qué quiere decir con que no aparecen? Pensaba que todos los cabilderos tenían la obligación de revelar la identidad de sus clientes…
—Así es. Pero en esta época del año… apenas estamos a mitad de camino de la pila.
—¿Qué pila?
—Los formularios de declaración… que los cabilderos tienen que cumplimentar. En cada período de registro de clientes recibimos más de diecisiete mil formularios. ¿Sabe cuánto tiempo lleva examinar y actualizar nuestra base de datos?
—¿Semanas?
—Meses. El fin de plazo fue hace unas semanas, en agosto, de modo que aún tenemos una tonelada que no han sido examinados.
—De modo que es posible que haya un cabildero que esté trabajando en su asunto…
—Esto es el Congreso, señor. Todo es posible.
Hago girar la lengua dentro de la mejilla. Detesto el humor gubernamental.
—Todos los días añaden alrededor de setecientos nombres a la base de datos —continúa Gary—. Lo mejor es que vuelva a llamarnos a mediados de la semana próxima, y de ese modo podremos comprobar si está allí.
Recuerdo que éste es el segundo año desde que Wendell Mining hizo la solicitud.
—¿Y qué hay del año pasado? —pregunto.
—Como ya le he dicho, no apareció ningún dato. Eso significa que o no tienen a nadie o que esa persona no lo ha registrado.
Esa parte realmente tiene sentido. Cuando se trata de conseguir subvenciones, las compañías más pequeñas tratan de hacerlo solas. Luego, cuando fracasan, se les enciende la bombilla y buscan la ayuda de un profesional. Si Wendell tenía a alguien apoyándolos, el nombre aparecería finalmente en la base de datos.
—Escuche, realmente aprecio…
Se oye un fuerte golpe en la puerta. Me quedo en silencio.
—Señor, ¿está ahí? —pregunta Gary a través del auricular. Vuelven a llamar a la puerta.
—¡Soy yo, encerrado! —dice Viv—. ¡Abra!
Me dirijo rápidamente a la puerta y quito la llave. El cable del teléfono se estira tanto que golpea la pila de teclados de ordenador, que caen ruidosamente al suelo cuando se abre la puerta.
—Misión cumplida, señor Bond. ¿Cuál es el siguiente paso? —canturrea Viv, acunando los dos grandes cuadernos de notas como si aún estuviese en el instituto. Es entonces cuando me doy cuenta: ella aún está en el instituto. Deslizándose dentro de la habitación, pasa rápidamente junto a mí con un nuevo y frenético balanceo en su andar. He visto lo mismo en los empleados durante su primer día en el hemiciclo del Senado. El ímpetu del poder.
La voz de Gary chirría en el auricular.
—Señor, ¿está usted…?
—Estoy aquí… lo siento —digo, volviendo al teléfono—. Gracias por la ayuda. Volveré a llamarlo la próxima semana.
Cuando cuelgo, Viv deja caer los cuadernos de notas sobre el escritorio. Antes estaba equivocado. Pensé que era la chica que se sentaba en silencio en el fondo de la clase, y aunque parte de esa versión es cierta, estoy empezando a darme cuenta rápidamente de que también es la chica que, cuando está en compañía de gente a la que conoce, nunca se calla.
—Supongo que no has tenido ningún problema —digo.
—¡Tendría que haberlo visto! No podían detenerme, era como estar en
Matrix
. Están todos allí, atónitos, luego yo avanzo a cámara lenta… esquivando sus balas… aplicando mi vudú… ¡Oh, no sabían qué les estaba golpeando!
Las bromas llegan demasiado de prisa. Conozco un mecanismo de defensa cuando lo veo. Tiene miedo. Aunque ella no lo sepa.
—Viv…
—Se hubiese sentido orgulloso de mí, Harris…
—¿Dinah dijo algo?
—¿Bromea? Estaba más ciega que el tío ciego que…
—¿El tío ciego?
—Todo lo que necesito ahora es un nombre en clave…
—¿Barry estaba allí?
—… algo guay, como Chica del Senado…
—Viv…
—… o Gato Negro…
—¡Viv!
—… o… o Dulce Moca. ¿Qué le parece eso? Dulce Moca. ¡Ooh, sí, entreguémonos a la Vivmanía!
—¡Maldita sea, Viv, cierra la boca!
Se detiene a mitad de una sílaba.
—¿Estás segura de que era Barry? —pregunto.
—No conozco su nombre. Es un tío ciego con un bastón y los ojos nublados…
—¿Qué dijo?
—Nada, aunque me seguía mientras yo caminaba. No puedo… él estaba un poco… es como si estuviese tratando de probar (no es que importe) que no estaba tan ciego, ¿sabe?
Me abalanzo sobre el teléfono y marco el número de su móvil. No. Cuelgo y vuelvo a empezar. Llamaré a través de la operadora. Especialmente, ahora.
Cinco dígitos más tarde, la operadora del Capitolio me pasa con la antigua oficina de Matthew.
—Interior —contesta Roxanne.
—Eh, Roxanne, soy Harris.
—Harris… ¿Cómo estás?
—Bien. ¿Puedes…?
—Sabes que estás en mis oraciones, cariño. Todo por Matthew…
—Sí… por supuesto. Escucha, lamento tener que molestarte, pero es una especie de emergencia. ¿Está Barry todavía por ahí?
Viv me hace señas para llamar mi atención, acercándose lentamente hacia la puerta.
—Volveré dentro de un momento —susurra—. Sólo una parada más…
—Espera —le digo.
Pero no me escucha. Se lo está pasando demasiado bien como para sentarse a recibir un sermón.
—¡Viv!
La puerta se cierra y desaparece.
—¿Harris? —pregunta una voz en mi oído. La reconocería en cualquier parte. Barry.
—¿Cómo estás? ¿Estás bien? —pregunta Barry.
—¿Por qué no iba a estarlo? —contesto.
—Con lo que le ha pasado a Matthew… sólo imaginé que… ¿Desde dónde estás llamando?
Es la tercera pregunta que sale de su boca. Me sorprende que no haya sido la primera.
—Estoy en casa —le digo—. Sólo necesitaba un poco de tiempo para… sólo quería tomarme un poco de tiempo.
—Te he dejado cuatro mensajes.
—Lo sé… y sabes que te lo agradezco, pero necesitaba un poco de tiempo.
—Sí, lo entiendo perfectamente.
Barry no se lo cree ni por un segundo. Pero no por lo que he dicho.
Hace años, algunos compañeros de trabajo organizaron una fiesta de cumpleaños sorpresa para llana Berger, secretaria de prensa del senador Conroy. Como viejos amigos de llana de los tiempos de la universidad, Matthew, Barry y yo fuimos invitados junto a todos los empleados de la oficina del senador, y aparentemente todo el mundo en Capitol Hill. Los amigos de llana querían un evento. De alguna manera, sin embargo, la invitación de Barry fue a parar a una dirección equivocada. Barry se quedó hecho polvo. Cuando le dijimos que seguramente se había tratado de un error, no quiso creernos. Cuando le dijimos que llamase a los organizadores de la fiesta, se negó a hacerlo. Y cuando nosotros llamamos a los organizadores, quienes se sintieron terriblemente mal por la situación y enviaron una nueva invitación, Barry lo consideró como un acto de conmiseración. Ese ha sido siempre el gran defecto de Barry: puede caminar por una calle atestada de gente sin ayuda de nadie, pero cuando se trata de interacciones personales, lo único que es capaz de ver es a sí mismo sentado en la oscuridad.
Naturalmente, cuando se trata del cotilleo de Capitol Hill, su radar sigue siendo mejor que el de la mayoría.
—¿Supongo que has oído lo de Pasternak? —pregunta.
No digo nada. Barry no es el único que tiene radar. Su tono de voz se eleva ligeramente. Tiene algo que decir.
—Los médicos dicen que fue un infarto. ¿Puedes creerlo? El tío corre ocho kilómetros todas las mañanas y bum… deja de bombear… en un latido. Carol está destrozada… toda su familia… es como el estallido de una bomba. Si los llamaras… realmente lo apreciarían, Harris.
Espero a que haya pronunciado hasta la última letra.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —digo finalmente—. ¿Tienes algún perro en esta carrera?
—¿Qué?
—Wendell Mining… la solicitud en la que estaba trabajando Matthew… ¿Estás tú también en ello?
—Por supuesto que no. Sabes que no me dedico a ese tipo de cosas…
—Yo no sé nada, Barry.
Suelta una risa festiva. Yo no me río.
—Deja que te lo diga otra vez, Harris, jamás he trabajado en los temas de Matthew.
—¡¿Qué estás haciendo entonces en su oficina?!
—Harris…
—¡No me jodas!
—Sé que esta semana has sufrido dos pérdidas terribles…
—¿Qué diablos pasa contigo, Barry? ¡Acaba ya con el masaje mental y contesta a la jodida pregunta!
En el otro extremo de la línea se produce una larga pausa. Está conmocionado o bien aterrado. Necesito saber cuál de ambas cosas.
—Harris —comienza a decir finalmente, su voz titubeando en la primera sílaba—. Llevo… llevo aquí diez años… éstos son mis amigos… ésta es mi familia, Harris… —Mientras pronuncia las palabras, cierro los ojos y hago un esfuerzo por no llorar—. Hemos perdido a Matthew. Vamos, Harris. Se trata de Matthew…
Si está tratando de ablandarme, lo mataré por ello.
—Escúchame —me ruega—. No es momento de encerrarte en una concha.
—Barry…
—Quiero verte —insiste—. Sólo dime dónde estás realmente.
Abro unos ojos como platos, mirando fijamente el teléfono. Cuando Pasternak me contrató hace un montón de años me dijo que un buen cabildero es alguien que, si estás sentado junto a él en el avión y su rodilla toca la tuya, no se siente incómodo. Al preguntarme dónde estoy, Barry se siente oficialmente incómodo.
—Ahora tengo que irme —le digo—. Te llamaré más tarde.
—Harris, no…
—Adiós, Barry.
Cuelgo el auricular, me vuelvo una vez más hacia la ventana y estudio la luz del sol mientras rebota sobre el terrado. Matthew siempre me advertía acerca de las amistades competitivas. No puedo seguir discutiendo con él.
Janos se acercó al escritorio de Cheese y dio un pequeño paso hacia atrás con una sonrisa semiamistosa. Por la expresión ansiosa en el rostro del ayudante de Harris, la cazadora del FBI era más que suficiente. Como Janos muy bien sabía, si aprietas el huevo con demasiada fuerza, se rompe.
—¿Cree que se encuentra bien? —preguntó Janos con su mejor tono de preocupación.
—Sonaba bien en el mensaje que dejó —contestó Cheese—. Cansado, más que nada. Ha tenido una semana muy dura, ya sabe, lo que es obviamente la razón de que se haya tomado la semana libre.
—¿De modo que ha llamado esta mañana?
—De hecho, fue anoche a última hora. Ahora repítame por qué necesita hablar con él.
—Estamos investigando la muerte de Matthew Mercer. El accidente se produjo en terreno federal, de modo que quieren que hablemos con algunos de sus amigos. —Al ver la expresión en el rostro de Cheese, Janos añadió—: No debe preocuparse, es sólo una investigación de rutina…
La puerta de la oficina se abrió en ese momento y una chica negra vestida con uniforme azul asomó la cabeza.
—Mensajera del Senado —anunció Viv, haciendo equilibrios con tres pequeñas cajas rojas, blancas y azules—. Entrega de banderas.
—¿Qué?
—Banderas —repitió Viv, estudiando a Cheese y a Janos—. Banderas norteamericanas… ya sabe, las que ondean sobre el Capitolio, luego se venden a la gente porque estuvieron en un mástil en el terrado… De todos modos, tengo tres aquí para… —Leyó el nombre que estaba escrito en la caja superior— para alguien llamado Harris Sandler.
—Puedes dejarlas aquí —dijo Cheese, señalando su propio escritorio.
—¿Y desordenar sus cosas? —preguntó Viv. Señaló a través de la pared de cristal que separaba la recepción del escritorio de Harris, que estaba cubierto de cosas—. ¿Ésa es la pocilga de su jefe? —Antes de que Cheese pudiese contestar, Viv pasó al otro lado de la separación entre ambos espacios—. Él quiere las banderas… que se encargue de ellas.
—Esto es lo que necesitamos por aquí —exclamó Cheese, golpeándose el pecho—. ¡Respeto por la gente!
Sin quitarle la vista de encima, Janos observó cómo Viv se acercaba al escritorio de Harris. Estaba de espaldas a él y su cuerpo bloqueaba la mayor parte de lo que estaba haciendo, pero por lo que Janos podía ver, se trataba simplemente de una entrega de rutina. Sin decir nada, Viv despejó una zona para las cajas de las banderas, las colocó encima del escritorio de Harris y, con un movimiento fluido, se volvió hacia el resto de la oficina. La chica se sobresaltó al comprobar que Janos la estaba mirando fijamente. Allí estaba. Contacto.
—H… hola —dijo cuando sus miradas se encontraron—. ¿Va todo bien?
—Por supuesto —contestó Janos escuetamente—. Todo está perfectamente.
—¿De modo que se puede hacer ondear cualquier cosa sobre el Capitolio? —preguntó Cheese—. ¿Calcetines? ¿Ropa interior? Tengo una camiseta Barney Miller clásica a la que le encantaría ondear un rato.
—¿Quién es Barney Miller? —preguntó Viv.
Cheese se llevó las manos al pecho fingiendo un intenso dolor.
—¿Tienes idea del dolor físico que produce eso? Estoy destrozado, en serio. Estoy sangrando por dentro.
—Lo siento —dijo Viv, echándose a reír y dirigiéndose hacia la puerta.