—¿Qué diablos es esto? —pregunta Viv.
—No tengo ni la menor idea, pero supongo que esas cosas son los fotomultiplicadores…
—¿Qué están haciendo ahí? —grita alguien desde la zona izquierda de la enorme habitación. La voz es graneada, como si se propalase a través de un sistema de megafonía.
Me vuelvo para seguir el sonido, pero casi me caigo de espaldas cuando veo lo que se nos viene encima.
—Oh, Señor… —susurra Viv.
Un hombre corre directamente hacia nosotros vestido con un traje anaranjado de material aislante, una escafandra de plexiglás y una máscara antigás. Si lleva todo ese equipo…
—Tenemos problemas… —musita Viv.
—¿Tienen idea de lo que han hecho? —grita el hombre, corriendo hacia nosotros con su traje aislante de color naranja.
Quiero echar a correr, pero mis piernas permanecen inmóviles. No puedo creer que yo mismo nos haya metido en esto… incluso la cantidad más pequeña de radiación podría…
El hombre se lleva las manos a la nuca y luego se quita la escafandra y la lanza al suelo.
—Se supone que éstas son condiciones asépticas, ¡¿saben cuánto tiempo y dinero nos están costando?! —grita, avanzando hacia nosotros con indisimulada furia.
Si tuviese que adivinar su acento, diría que es del este de Europa, pero hay algo que no encaja. Tiene los ojos oscuros y hundidos, un bigote negro y lleva gafas con montura metálica. También es mucho más delgado de lo que parecía con la escafandra puesta.
—¿No hay radiación? —pregunta Viv.
—¡¿Cómo han llegado hasta aquí?! —grita el hombre. Ignorando nuestros petos anaranjados, echa un vistazo a nuestra vestimenta. Pantalones y camisas—. Ni siquiera son gente de la mina, ¿verdad?
En la pared hay un interfono con un receptor telefónico. Al lado hay un botón rojo. El hombre se dirige resueltamente hacia allí. Reconozco una alarma cuando veo una.
—Harris…
Ya estoy alerta. El hombre del bigote se lanza hacia la alarma. Lo cojo de la muñeca y lo obligo a retroceder. Es más fuerte de lo que esperaba. Utilizando mi propio peso contra mí, me hace girar con violencia y me golpea contra la pared de cemento blanco. Mi cabeza se sacude hacia atrás y el casco choca contra la pared con tanta fuerza que realmente veo las estrellas. El tío añade un golpe corto al estómago, esperando dejarme fuera de combate. Pero él no me conoce.
Su cabeza está expuesta; yo llevo una lámpara de minero irrompible. Lo cojo con fuerza de los hombros, lanzo mi cabeza con fuerza hacia adelante con todo el peso del cuerpo detrás y lo golpeo con mi casco. El borde impacta en el puente de su nariz, haciéndole un corte. Cuando el hombre retrocede, miro a Viv.
Ella me mira inexpresivamente, sin saber qué hacer.
—¡Vete de aquí! —le grito.
—¡Los matarán por esto! —exclama el hombre del bigote.
Lo cojo con fuerza de un hombro con una mano y me preparo para volver a golpearlo. Se revuelve furiosamente y me clava los dedos en la muñeca. Cuando lo suelto, trata de escapar. Corre directamente hacia Viv, pero antes de que llegue allí consigo cogerlo de la espalda del traje y tiro de él con todas mis fuerzas. Tal vez no se trate del tío que asesinó a Matthew y Pasternak, pero en este momento es el único chivo expiatorio que tengo. Cuando pierde el equilibrio, le propino un último y violento empellón… hacia el borde del cráter.
—¡No…! —grita—. ¡Está todo…!
Se oye un violento y estridente crujido cuando pasa por encima del reborde y aterriza sobre media docena de los tubos multiplicadores. Deslizándose de cabeza por el interior de la esfera, el tío del bigote destroza cada tubo que golpea como si se tratase de un trineo humano, abriendo un camino directamente hasta el fondo de la esfera. Los tubos se rompen con suma facilidad, frenando apenas su caída… es decir, hasta que choca contra el grueso pilón metálico que hay en la base de la esfera. El tío levanta la cabeza justo a tiempo para impactar primero con la cara. Intenta darse la vuelta, pero el poste choca contra su clavícula. Se oye un crujido seco. Hueso contra metal. Cuando el hombro choca contra el pilón, el cuerpo gira torpemente alrededor del pilón, pero el hombre no se mueve. Boca abajo e inconsciente, el tipo queda tendido en la base de la esfera.
—¡Hora de irse! —dice Viv, tirando de mí hacia la entrada.
Echo un vistazo alrededor del resto de la habitación. Al otro lado de la esfera hay otras dos puertas de submarino. Ambas están cerradas.
—¡Harris, vamos! —ruega Viv, señalando al científico caído en el fondo de la esfera—. ¡Cuando se levante, comenzará a aullarle a la luna! ¡Tenemos que salir de aquí ahora!
Sé que tiene razón, por lo que me vuelvo y salto a través de la puerta de submarino. Nos alejamos a toda velocidad de este lugar, corriendo a través del laboratorio, desandando nuestros pasos y pasando junto al tetracloroetileno, las mesas de laboratorio y los servidores informáticos. Justo detrás de los servidores, diviso una pequeña estantería llena de carpetas de tres anillas y tablillas con sujetapapeles vacías. Desde el ángulo visual que teníamos al llegar antes aquí resultaba fácil pasarlo por alto.
—Harris…
—Sólo un seg…
Aparto el servidor y examino las carpetas lo más aprisa que puedo. Al igual que las tablillas sujetapapeles, también están vacías. Todas menos una. En el estante superior hay una carpeta negra con una etiqueta impresa que dice: «Proyecto Midas». La saco del estante y la abro por la primera página. Está llena de números y fechas. Todos incomprensibles para mí. Pero en la esquina superior derecha de la página se leen las palabras «Llegadas / Neutrino». Paso la página y encuentro la misma inscripción en todas las demás. «Neutrino… Neutrino… Neutrino…» No tengo la más remota idea de lo que es un neutrino, pero no necesito un doctorado para entender de qué se trata.
—¡Harris, tenemos que largarnos de aquí…!
Cierro la carpeta, la meto debajo del brazo y sigo a Viv a través de la habitación.
Cuando llegamos a la primera puerta de la antecámara de compresión, le lanzo la carpeta a Viv y cojo un extintor que está apoyado contra la pared. Si hay alguien esperándonos en el túnel, al menos deberíamos tener un arma.
Viv golpea el botón negro que está junto a la puerta y esperamos el siseo hidráulico. Cuando las puertas se abren, entramos en la cámara mirando el otro juego de puertas. Viv vuelve a golpear el botón negro.
—Enciende la lámpara del casco —le digo.
Acciona un interruptor y la luz parpadea. Detrás de nosotros, las puertas del laboratorio se cierran herméticamente pero, a diferencia de lo que sucedió antes, la puerta que está frente a nosotros no se abre. Estamos atrapados. Esperamos un segundo más.
—¿Por qué no se…?
Se oye otro fuerte siseo. Las puertas comienzan a abrirse lentamente.
—¿Cree que hay alguien ahí fuera? —pregunta Viv.
Quito la clavija de seguridad del extintor.
—En seguida lo sabremos.
Pero cuando las puertas se abren finalmente, allí no hay nada más que la interminable oscuridad del túnel. No durará mucho. En el momento en que alguien encuentre al tío del bigote, las alarmas comenzarán a sonar. Lo mejor que podemos hacer es ponernos en marcha.
—Vamos… —le digo, internándome en el túnel.
—¿Sabe adónde vamos?
—A buscar la jaula. Una vez que lleguemos a la superficie, estaremos a salvo.
De pie delante del pozo vacío del ascensor, Janos estudió el cable de acero entrecerrando los ojos y esperó a que comenzara a moverse.
—¿Ha intentado ponerse en contacto con su hombre ahí abajo? —preguntó en su teléfono móvil.
—He estado intentándolo desde esta mañana, pero no hay respuesta —contestó Sauls.
—Bien, luego no me culpe a mí cuando no consiga lo que quiere —dijo Janos—. Tendría que haber avisado a los tíos de seguridad cuando le dije que se dirigían en esta dirección.
—Te lo he repetido un montón de veces: los tíos que viven ahí… pueden estar excitados por haber podido volver al trabajo, pero no conocen el alcance de todo esto. Si empezamos a llamar a los guardias armados, también podemos hacer que el microscopio enfoque hacia nuestros culos. Puedes creerme, cuanto más tiempo crean que se trata de un laboratorio de investigaciones, mejor estaremos todos.
—Odio tener que darle esta noticia, pero se trata de un laboratorio de investigaciones.
—Ya sabes lo que quiero decir —replicó Sauls secamente.
—Pero eso no significa que deba arriesgarlo todo por…
—Escucha, no me digas cómo debo llevar mi propia operación. Te contraté porque…
—Me contrató porque hace dos años un pequeño y miserable traficante de seda taiwanés con el pelo descolorido a lo Andy Warhol demostró tener un ojo para el arte mucho más fino del que usted había anticipado. Y, curiosamente, justo después de haber llamado al inspector para que usted interviniese en el caso de ese Pissarro burdamente falsificado (que, debe reconocer, no tenía nada de la exuberancia del original), esa maldita rata desapareció. Qué coincidencia, ¿verdad? —preguntó Janos.
—Así es —contestó Sauls, sorprendentemente tranquilo—. Y, por cierto, el Pissarro era el original (la falsificación está en el museo), y no es que tú o el señor Lin hayáis sido lo bastante listos como para considerar siquiera esa posibilidad, ¿me equivoco?
Janos no contestó.
—Limítate a hacer tu trabajo —exigió Sauls—. ¿Lo has entendido? ¿Está el camino despejado en la mina ahora? Una vez que el sistema esté instalado y nos hayamos librado de toda la basura local, ese lugar quedará más herméticamente cerrado que el culo de un cochinillo relleno. Pero en cuanto a llamar a los tíos de seguridad, ¿sabes qué? Ya lo he hecho… y tú eres la única seguridad con la que contamos. Ahora soluciona nuestro problema y acaba de una vez con los jodidos sermones. Encontraste su coche, encontraste sus chapas… es sólo cuestión de esperar en la mina.
Al oír el clic en su oído, Janos se volvió hacia el pozo del ascensor. Sintió la tentación de llamar a la jaula y bajar a los túneles, pero también sabía que, si lo hacía, y Harris y Viv salían por un nivel diferente, los perdería. Por ahora, Sauls tenía razón, todo lo que baja vuelve a subir. Todo lo que tenía que hacer era esperar.
La puerta de seguridad de metal oxidado dejó escapar un agudo chillido cuando tiré de ella desde el techo de la jaula y la llevé con fuerza contra el suelo. Los rodillos metálicos giraron cuando encajó en su sitio. Nos encontramos en el nivel 1,450 de la mina, dentro de la jaula que nos llevará el resto del camino hasta la cima. Igual que antes, ignoro el agua que cae desde arriba y me dirijo directamente al interfono.
—Detener la jaula —anuncio al tiempo que pulso el botón cubierto de moho—. Estamos preparados, vamos a uno-tres.
—Uno-tres —repite la operadora. El mismo nivel desde donde empezamos.
—Elevar la jaula —digo.
—Elevar la jaula —repite la mujer.
Se siente un fuerte tirón desde arriba. El cable de acero se tensa, la jaula sale disparada hacia arriba, y mientras volamos hacia la superficie, mis testículos caen hasta los tobillos.
Frente a mí, los ojos y la mandíbula de Viv están cerrados. No por miedo, sino por pura obstinación. Ya perdió los estribos una vez; no permitirá que eso vuelva a suceder. La jaula golpea violentamente contra las paredes de madera del pozo, arrojando aún más agua contra la parte superior de nuestros cascos. Luchando por mantener el equilibrio, Viv se apoya contra las paredes grasientas, pero el viaje es como estar practicando surf en el techo de un montacargas en movimiento. Aparte de una rápida mirada al detector de oxígeno —20.4, dice—. Viv permanece en absoluto silencio.
Yo sigo respirando agitadamente, pero hay algunas cosas que no pueden esperar. Sin perder un segundo, abro la carpeta del «Proyecto Midas».
—¿Quieres orientar esa luz hacia aquí? —le digo, esperando apartar su mente de este viaje frenético.
Entre los dos, ella es la que sigue teniendo la única lámpara en condiciones, pero en este momento está apuntando hacia el suelo metálico de la jaula. Para Viv, hasta que no hayamos salido de aquí, esta caja no es sólo un ataúd en movimiento y lleno de filtraciones. Es una montaña. Una montaña que debe ser conquistada.
La única buena noticia es que, mientras nos dirigimos velozmente hacia la superficie, no tenemos que ir demasiado lejos. Los números que marcan el nivel de oxígeno siguen subiendo: 20.5… 20.7… El aire fresco y la libertad están apenas a un minuto de nosotros.
En el instante en que el cable de acero comenzó a moverse, Janos se abalanzó sobre el teléfono que estaba sujeto a la pared.
—Montacargas… —contestó la operadora.
—Esta jaula que sube en este momento, ¿puede asegurarse de que su siguiente parada será en la rampa? —preguntó Janos, leyendo la ubicación que aparecía en el rótulo.
—Claro, ¿pero por qué…?
—Escuche, tenemos una emergencia aquí, sólo traiga esa jaula lo más aprisa que pueda.
—¿Están todos bien?
—¿Ha oído lo que acabo de…?
—Lo he oído… la rampa.
Abrochándose la chaqueta, Janos observó el agua que caía y sintió una ráfaga de aire frío que soplaba desde la boca del agujero abierto. Metió las manos en los bolsillos laterales de su cazadora tejana, buscó la caja negra y accionó el interruptor. Gracias al estruendo que producía la jaula que se acercaba velozmente a la superficie, ni siquiera él podía oír el zumbido eléctrico que emitía la caja.
Detrás de él, los bancos de madera comenzaron a temblar. Las luces empezaron a titilar dentro del túnel. El tren bala estaba de camino, y por el ruido ensordecedor que producía, no tardaría mucho en llegar a su destino.
Con un jadeo final, el ataúd metálico surgió del abismo.
Janos se lanzó hacia el cerrojo de la puerta amarilla corroída por el óxido. «No debes darles oportunidad de recobrar el aliento. Cógelos y manténlos encerrados». Tiró del cerrojo y abrió la puerta. Un bofetón de agua del pozo del ascensor le dio en pleno rostro. Cuando la puerta chocó contra la pared, la mandíbula de Janos se movió hacia la derecha. Apretó los dientes con más fuerza aún.
—Hijos de puta…
En el interior de la jaula, las gruesas gotas de agua caían desde el techo y se deslizaban por la superficie grasienta de las paredes metálicas. Aparte de eso, la jaula estaba vacía.