Acelero el paso, casi corriendo hacia la esquina, mis zapatos golpeando con fuerza el pavimento. Desde aquí, Independence Avenue inicia una suave pendiente. Pero eso no afecta a mi marcha.
Asomo la cabeza en la esquina y el mensajero ya ha recorrido media manzana por South Capitol. Es rápido. Aunque está hablando por teléfono, sabe perfectamente adonde se dirige.
Inseguro de lo que debo hacer, decido seguir mi primer instinto. Busco mi móvil y llamo a Harris. Me responde el buzón de voz, lo que significa que está hablando por teléfono o bien que ha salido a almorzar. Vuelvo a intentarlo, esperando a que su ayudante responda a la llamada. Pero no lo hace.
Trato de convencerme de que sigue teniendo sentido lo que hace el mensajero. Tal vez ésta es la forma en que los amos de las mazmorras practican el juego, la última transferencia sale del campus. Debe de haber algún lugar que haga las veces de base de operaciones. Cuanto más pienso en ello, más sentido tiene para mí. Pero eso no hace que la píldora de la realidad resulte más fácil de tragar. Ese tío tiene nuestro dinero. Quiero saber adónde va.
Al final de la manzana, gira en la calle C y desaparece a la vuelta de otra esquina. Aprieto el paso tras él, ocultándome cuidadosamente detrás de cada empleado que encuentro. Cualquier cosa para mantenerme fuera de su línea de visión.
Cuando vuelve a girar en New Jersey Avenue, me encuentro a unos cincuenta metros detrás de él. Sigue andando de prisa mientras habla por teléfono. Ahora, los empleados y los edificios de oficinas del Congreso han desaparecido. Nos encontramos en la sección residencial de Capitol Hill: una casa de ladrillo pegada a otra casa de ladrillo exactamente igual. Camino por la otra acera de la calle llena de baches, simulando buscar mi coche aparcado. Es una excusa muy pobre, pero si se gira súbitamente, al menos no me verá. El único problema es que, cuanto más nos alejamos, más cambia la fisonomía del vecindario que nos rodea.
Dos minutos más tarde, las casas familiares de ladrillo y las calles bordeadas de árboles dejan paso a vallas metálicas y botellas rotas esparcidas a través del pavimento. Un coche aparcado ilegalmente tiene un cepo de metal amarillo en la rueda delantera. Al otro lado de la calle, un Jeep tiene la ventana trasera destrozada, un agujero negro y ovalado en el centro del cristal hecho pedazos. Es la gran ironía de Capitol Hill, se supone que dirigimos el país, pero no somos capaces siquiera de cuidar del vecindario.
Un poco más arriba de la calle, en diagonal a mí, el mensajero sigue con el teléfono móvil pegado a la oreja. Está demasiado lejos. No puedo oír lo que dice. Pero puedo percibirlo en su forma de caminar. Su paso tiene una nueva cadencia. Todo su cuerpo se inclina hacia la derecha con cada paso. Intento imaginar al muchacho acicalado que tosió suavemente antes de entrar en mi oficina hace cinco manzanas. Ese muchacho hace rato que ha desaparecido.
Ahora, en cambio, avanza casi brincando, golpeándose ligeramente el muslo con el sobre donde está nuestro dinero. Se mueve con decisión. Para mí, éste es un vecindario peligroso. Para el mensajero, es su casa.
Un poco más adelante, la calle se empina ligeramente, luego vuelve a nivelarse justo antes de pasar por debajo de la I-395, que discurre en sentido perpendicular por encima de nuestras cabezas. Cuando el mensajero se acerca al paso elevado, vuelve a mirar hacia atrás para comprobar que nadie sigue sus pasos. Me agacho detrás de un Acura negro y, al hacerlo, golpeo el espejo retrovisor externo con el hombro. Se oye un chillido agudo. «Oh, no». Cierro los ojos con fuerza. Y la alarma del Acura empieza a sonar, aullando como la sirena de la policía.
Pegándome al suelo con el pecho apoyado en la acera, me arrastro sobre los codos hacia la parte delantera del coche y rezo para que el mensajero no se detenga. En este vecindario las alarmas se disparan todo el tiempo. Apoyo el peso del cuerpo en los codos, que ya están húmedos, y no tardo mucho rato en darme cuenta de que estoy acostado sobre un charco de grasa. Mi traje está arruinado. Pero en este momento ése es el menor de mis problemas. Cuento hasta diez y retrocedo lentamente hacia la acera. La alarma sigue sonando. Ahora estoy del lado del acompañante, la cabeza todavía gacha. La última vez que lo vi, el mensajero se encontraba en diagonal a mí unas decenas de metros calle arriba. Levanto lentamente la cabeza y echo un vistazo. Allí no hay nadie. Giro la cabeza en todas direcciones. El mensajero ha desaparecido. Y también nuestro dinero.
En estado de pánico total, siento la tentación de echar a correr hacia el paso elevado, pero he visto demasiadas películas para saber que, en el momento en que echas a correr a ciegas, siempre hay alguien que te está esperando. En cambio, permanezco agachado, avanzando calle arriba como si fuese un pollo. Junto al bordillo hay suficientes coches para permanecer oculto durante todo el trayecto hasta el paso elevado, pero eso no me tranquiliza en absoluto. Mi corazón golpea con fuerza contra las costillas. Tengo la garganta tan seca que apenas si puedo tragar. Coche a coche, me acerco hacia al paso elevado. Cuanto más cerca estoy, más intenso es el zumbido del tráfico en la 395… y menos oigo lo que tengo delante de mí.
A mi izquierda se produce un sonido metálico y una lata de cerveza vacía llega rodando por el cemento de la pendiente que hay debajo del paso elevado. Estoy a punto de echar a correr, pero entonces veo el agitado aleteo de la paloma que alza el vuelo. El pájaro vuela por encima del paso elevado y desaparece en el cielo nublado. Incluso con los densos nubarrones que ocultan el sol, afuera brilla el mediodía, pero debajo del paso elevado las sombras en la parte superior de la pendiente son oscuras como un bosque.
Me aparto de un Cutlass marrón y la señal de «Prohibido aparcar» se lleva el último de los lugares donde puedo ocultarme. Cuando entro en el paso inferior, alzo la vista hacia las sombras y me digo que allí no hay nadie. El zumbido del tráfico es incesante encima de mi cabeza. Cuando cada vehículo atraviesa el paso elevado es como si un panal de abejas zumbara a unos metros más arriba. Pero allí abajo sigo solo. Vuelvo la vista hacia la manzana que he dejado atrás. No hay nadie. Sólo yo. En un vecindario degradado. Sin que nadie sepa dónde estoy.
¿Qué soy, un chiflado? Me doy la vuelta y me alejo de allí. Por mí puede quedarse con el dinero; no merece la pena mi…
En ese momento alcanzo a oír un sonido amortiguado en la distancia. Como el de unos dados sobre una mesa de juego. Me vuelvo para seguir el sonido. Más abajo. Al otro lado del paso elevado. Al principio no puedo verlo. Luego vuelvo a oírlo. Corro hacia uno de los enormes pilares de hormigón que sostienen el paso elevado de la autopista. Encima de mi cabeza, las abejas continúan zumbando. Pero aquí me concentro en el sonido de los dados, ladera abajo del lugar donde me encuentro. Desde mi ángulo de visión todo sigue oscuro. Dirigiéndome hacia el paso elevado, corro de un pilar a otro. Otro dado se mueve a través del tablero. Asomo la cabeza desde uno de los lados de la columna de hormigón y miro por primera vez. Fuera del paso elevado, los coches vuelven a bordear la calle. Pero lo que yo busco no se encuentra directamente delante de mí. Está hacia la izquierda.
Más arriba de la calle, una leve inclinación en la acera lleva hacia un camino particular de grava. En el camino hay un viejo contenedor industrial. Y justo al lado del contenedor se encuentra la fuente del ruido. Dados contra un tablero. O pequeños guijarros desplazados por los pies de una persona.
Un poco más allá, el mensajero avanza por el camino particular de grava y, con un movimiento rápido, se quita la chaqueta, se arranca la corbata y arroja ambas prendas al contenedor. Sin hacer siquiera una pausa, regresa a la acera, feliz de haberse despojado de su uniforme. No tiene sentido.
Mi nuez de Adán parece ahora una pelota de béisbol en mi garganta. El mensajero abandona el camino de grava, y patea nuevamente los pequeños guijarros. Cuando se aleja calle arriba, sigue golpeando el sobre contra su muslo. Y, por primera vez, me pregunto si estoy mirando siquiera a un mensajero.
¿Cómo pude ser tan estúpido? Ni siquiera le pregunté el nombre…
… en la identificación. El nombre de la identificación que llevaba en la chaqueta…
Mis ojos se desvían hacia el contenedor, luego vuelven al mensajero. Al final de la manzana gira súbitamente a la izquierda y desaparece de la vista. Le concedo unos segundos para que regrese al punto de partida. Pero no lo hace. Ésa es mi señal. Incluso con la ventaja que me lleva, aún hay tiempo de darle alcance, pero antes de que lo haga…
Me aparto rápidamente de detrás del pilar, avanzo por la acera y dejo atrás el paso elevado. Después de atravesar a la carrera el camino particular de grava, me dirijo directamente al contenedor. Es demasiado alto para poder echar un vistazo a su interior. Incluso para mí. A un lado hay una ranura lo bastante profunda como para apoyar la punta del pie. Mi traje ya está prácticamente arruinado. Arriba y por encima…
Con un fuerte impulso me encaramo a la parte superior del contenedor. Giro en el borde y dejo que mis pies cuelguen hacia el interior. Es como estar sentado en el borde de una piscina. Pero más desagradable. Y con una pestilencia que provoca náuseas. Echo una última mirada a mi alrededor y diviso un edificio rosado con un cartel de neón que dice «Platinum Gentleman's Club». No hay nadie a la vista. En este vecindario, toda la acción se desarrolla de noche.
Observo la piscina llena de bolsas de basura y me dejo caer con un ruido apagado.
Mis pies se hunden en el plástico. Espero un crujido. En cambio, consigo un chapoteo. Mis zapatos se llenan de líquido. Los calcetines lo absorben como si fuesen esponjas. Hundido hasta la cintura en los desperdicios, me digo a mí mismo que sólo es cerveza.
Me abro paso hacia la esquina posterior del contenedor con los brazos por encima de los hombros, cuidándome muy bien de no tocar nada. Me estiro hacia adelante y consigo coger la chaqueta azul marino, la sostengo encima de la basura y busco la tarjeta de identificación.
MENSAJERO DEL SENADO
VIV PARKER
¿Qué hace el nombre de una chica en la chaqueta de un tío?
Quito la identificación de la solapa y compruebo si hay alguna otra marca. Nada. Sólo un trozo estándar de plástico…
A lo lejos se cierra la puerta de un coche. Me vuelvo al oír el ruido. Pero no veo nada, excepto las paredes interiores mohosas del contenedor. Es hora de salir de aquí. Sosteniendo la tarjeta de identificación en una mano y lanzando la chaqueta por encima del hombro, me aferro al borde superior del contenedor con mis dedos largos y finos. Un ligero salto me proporciona el impulso suficiente para alzarme hacia el borde. Mis pies rascan y resbalan contra la pared metálica, luchando por encontrar la tracción necesaria. Con un impulso final, apoyo el estómago contra el borde y me balanceo hasta quedar bien afirmado. Unos neumáticos chirrían en la distancia, pero no me encuentro en la posición más indicada para echar un vistazo. Como si fuese un recluta del ejército que lucha por superar el muro de la pista americana, giro por encima del borde y me dejo caer al suelo de cara al contenedor. Cuando mis zapatos chocan con el cemento, oigo un motor que acelera a mis espaldas. Docenas de pequeños guijarros resuenan a través del pavimento. Es justo allí. En dirección al camino particular. Los neumáticos vuelven a chirriar y me giro siguiendo el sonido. Por el rabillo del ojo alcanzo a ver la rejilla del coche que viene en mi dirección. Directamente hacia mí.
El Toyota negro se lanza hacia mis piernas y me aplasta contra el contenedor. Mi rostro vuela hacia adelante y golpea con violencia sobre el capó del coche. Se produce un crujido espantoso, como el de un leño seco en un hogar. Mis piernas se hacen añicos. «Oh, Dios mío». Lanzo un alarido de dolor. Huesos convertidos en polvo, y cuando el coche empuja el contenedor hacia atrás, el metal tritura contra el metal, conmigo entre ambos. Mis piernas… m-mi pelvis está ardiendo. Creo que se ha partido en dos. El dolor es lacerante… Me retracto. El dolor remite. Todo se vuelve difuso. El tiempo se congela en un movimiento curvo a cámara lenta. Todo mi cuerpo está conmocionado.
—¡¿Qué pasa contigo, tío?! —grita una voz masculina desde el interior del coche.
La sangre brota de mi boca y se desliza a través del capó del Toyota. «Dios mío, por favor, no permitas que me desmaye».
En mi ojo izquierdo sólo puedo ver un rojo brillante. Debo reunir todas mis fuerzas para alzar la cabeza y mirar a través del parabrisas. En el coche sólo hay una persona… aferrada al volante. El mensajero que se llevó nuestro dinero.
—¡Todo lo que tenías que hacer era quedarte sentado en tu jodido escritorio! —grita, golpeando el volante con el puño. Grita algo más, pero queda amortiguado… todo mutilado… como alguien que grita cuando estás debajo del agua.
Trato de enjugarme la sangre de la boca pero mi brazo cuelga inerte al costado del cuerpo. Miro al mensajero a través del parabrisas, inseguro de cuánto rato hace que está gritando. Alrededor de mí, todo está en silencio. Lo único que alcanzo a oír es mi propia respiración jadeante, un resuello asmático que se arrastra de rodillas por la garganta. Intento convencerme de que, mientras siga respirando, estaré bien, ¿de acuerdo? Pero como me dijo mi padre la primera vez que salimos de acampada, todos los animales saben cuándo están a punto de morir.
A través del parabrisas veo que el tipo mete la marcha atrás y el coche retrocede. El Toyota se desliza debajo de mi pecho. Mis largos dedos arañan desesperadamente las escobillas del limpiaparabrisas… la parrilla del capó… cualquier cosa de la que poder asirme. No tengo ninguna posibilidad. El mensajero pisa a fondo y el coche sale volando hacia atrás, lanzándome fuera del capó. Cuando la espalda choca contra el contenedor, las ruedas del coche giran, levantando una nube de piedras y polvo que se me mete en los ojos y la boca. Intento levantarme pero no siento nada. Mis piernas se derrumban debajo de mí y todo el cuerpo cae desmadejado al suelo.
Justo delante de mí, el coche frena en seco. Pero el mensajero permanece en su interior. No lo entiendo. Con mi único ojo sano, veo a través del parabrisas que el tipo mueve violentamente la cabeza. Se oye un suave sonido metálico. Vuelve a meter primera. «Oh, Dios mío». Pisa el acelerador y el motor ruge. Los neumáticos muerden la grava. Y la parrilla oxidada del Toyota negro se acerca a toda velocidad. Le imploro que se detenga, pero de mi boca no sale ningún sonido. Mi cuerpo tiembla, agitándose contra el contenedor. El coche avanza con un sonido atronador. La… lamento haberte metido en esto, Harris… Recitando una silenciosa plegaria, cierro los ojos con fuerza y trato de imaginar el río Merced en Yosemite.