Con esto nos hemos acercado a las fuentes de donde nació nuestro actual concepto de la cultura. Una de las más importantes fue la más joven de las ciencias; la historia de la música y de la estética musical. Luego el vuelo casi inmediato de las matemáticas; a esto se agregó una gota de aceite de la sabiduría de los peregrinos de Oriente y, en estrecha relación con la nueva concepción e interpretación de la música, aquella valiente postura, tan gozosa como resignada, frente al problema de la edad de la cultura. Resulta superfluo explayarse mucho al respecto; estas cosas son demasiado conocidas por todos. El resultado más importante de esa nueva posición, más aún, de esta nueva ordenación en el proceso cultural, fue una muy amplia renuncia a la creación de obras de arte, la paulatina separación de lo espiritual de las actividades del mundo y —no menos importante y aun floración total— el juego de abalorios.
En los comienzos del juego ejerció la máxima influencia imaginable el ahondar en la ciencia musical, comenzado ya poco después del año 1900, todavía en pleno apogeo del folletín. Nosotros, herederos de esta ciencia, creemos conocer mejor y, en cierto sentido, comprender mejor también la música de los grandes siglos creadores, especialmente del XVII y XVIII, comparándolos con todas las épocas precedentes (inclusive las de la música clásica misma) Naturalmente, nosotros, posteridad, tenemos una relación totalmente distinta con la música clásica de la que tuvieron los hombres de las épocas de creación; nuestra veneración espiritualizada, y no siempre lo bastante libre de una resignada melancolía por la música genuina, es algo completamente diverso del suave e ingenuo gozo musical de aquellos tiempos que nos inclinamos a considerar más dichosos; ¡cuántas veces por encima de ésta su música, olvidamos las condiciones y las fatalidades entre las cuales nació! Desde generaciones atrás, como lo hizo ya el siglo XX casi en su totalidad, no consideramos más la filosofía o la literatura, sino las matemáticas y la música como la gran contribución duradera de aquel periodo cultural que corre entre el final de la Edad Media y nuestros días. Desde que nosotros —por lo menos fundamentalmente— renunciamos a competir en creación con aquellas generaciones, desde que también abdicamos del culto por el predominio de lo armónico y del dinamismo meramente sensual en la obra musical (dinamismo y armonía que desde Beethoven y el comienzo del romanticismo reinaron en la música durante dos siglos), creemos —la nuestra manera, lógicamente, una manera estéril, epígona, pero respetuosa—, creemos, repito, ver el panorama de esa cultura que heredamos, en forma más pura y más correcta. Nada poseemos ya del goloso placer de producir de aquellas épocas; para nosotros es casi un espectáculo inconcebible ver cómo pudieron mantenerse en el siglo XV y XVI los estilos musicales tanto tiempo en su intacta pureza, cómo entre la cantidad colosal de música escrita entonces no puede hallarse siquiera algo malo, cómo ya el siglo XVIII, en el que comienza la degeneración, puede volcar veloz, radioso y consciente, todo un fuego de artificio de estilos, modas y escuelas; pero creemos haber entendido y tomado por modelo en lo que hoy llamamos música clásica, el secreto, el espíritu, la virtud y la piedad de esas generaciones. No conservamos nada o muy poco, por ejemplo, de la teología y de la cultura eclesiástica del siglo XVIII o de la filosofía del lluminismo, pero vemos en las cantatas, en las Pasiones y en los preludios de Bach, la última sublimación de la cultura cristiana.
Además, la relación de nuestra cultura con la música tiene un antiquísimo modelo sumamente respetable; el juego de abalorios le otorga elevada veneración. En la China legendaria de los «antiguos reyes», debemos recordarlo, se atribuía a la música un papel directivo en la vida estatal y cortesana; hasta se identificaba el bienestar de la música con el de la cultura y la moral y aun del reino, y los maestros de música debían velar severamente por la conversación y la pureza del «antiguo lenguaje musical». La decadencia de la música era considerada una señal de la ruina del gobierno y del Estado. Y los poetas contaban terribles leyendas de las melodías prohibidas, diabólicas y enemigas del cielo, por ejemplo, la melodía Ching Chang y Chin Tse, la «música de la perdición»; cuando ella resonaba sacrílega en el castillo real, el cielo se oscurecía, los muros temblaban y se derrumbaban, y caían el príncipe y el reino. En lugar de muchas otras palabras de los viejos autores, citamos algunos pasajes del capítulo sobre música de
Primavera y otoño
, de Lue Bu We:
«Los orígenes de la música se remontan muy atrás en el tiempo. Nace ella de la medida y arraiga en el gran Uno. El gran Uno procrea los dos polos; los dos polos generan la fuerza de la tinieblas y la de la luz.
«Cuando el mundo está en paz, cuando todas las cosas están en calma, cuando todas en sus mutaciones siguen a las que les son superiores, la música se completa, se verifica. Cuando los deseos y las pasiones marchan por la ruta correcta, la música se perfecciona. La música perfecta tiene su causa. Nace del equilibrio. El equilibrio emana del derecho, el derecho surge del sentido del mundo. Por eso sólo se puede hablar de música con un hombre que ha conocido el sentido del mundo.
«La música descansa en la armonía entre cielo y tierra, en la concordancia entre las tinieblas y la luz.
«Los Estados decaídos y los hombros maduros para la ruina no carecen seguramente de la música, pero ella no es alegre.
Ergo
: cuanto más rumorosa es la música, más melancólicos se tornan los hombres, más amenazado está el país, más hondo cae el príncipe. De esta manera se pierde también la esencia de la música.«Lo que todos los príncipes sagrados apreciaron en la música, fue su alegría. Los tiranos Giae y Chu Sin hacían música rumorosa. Creían hermosos los sonidos fuertes e interesante el efecto de masa. Anhelaban nuevos y extraños efectos sonoros, tonalidades que no hubiese oído el hombre: trataban de superar y exceder medida y meta.
«La causa del ruina del Estado de los Chu fue porque inventaron la música mágica. Esa música es seguramente bastante ruidosa, pero en verdad ella se ha alejado de la esencia real de la música. Y porque se ha alejado de la verdadera sustancia musical, no es alegre. Si la música no es alegre, el pueblo murmura y la vida es dañada. Todo esto se debe a que se desconoce la esencia de la música y se llega solamente a rumorosos efectos sonoros.
«Por eso la música de una época bien ordenada es tranquila y alegre y el gobierno uniforme. La música de una era inquieta es excitada y rencorosa y su gobierno, invertido. La música de un Estado en decadencia es sentimental y triste y su gobierno peligra.»
Los pasajes de este chino nos indican con claridad suficiente los orígenes y el verdadero y casi olvidado sentido de toda música. Como la danza y cualquier otro ejercicio artístico, en efecto, la música fue en los tiempos prehistóricos un recurso de hechicería, uno de los antiguos y legítimos medios de la magia. Comenzando con su ritmo (batir de palmas, zapatear, golpear maderas, primitivo arte tamboril), fue un recurso enérgico y comprobado para poner de acuerdo una pluralidad y una multiplicidad de seres humanos, para llevar al mismo compás su respiración, sus latidos y sus estados de ánimo, para estimular a los hombres a la invocación y al conjuro de las potencias eternas, a la danza, a la competición, a las campañas guerreras, a la acción sagrada. Y esta esencia original, pura y primitivamente poderosa, la esencia de un hechizo, se mantuvo para la música mucho más tiempo que para las demás artes; recuérdese solamente las numerosas manifestaciones de los historiadores y los poetas acerca de la música, desde los griegos hasta la novela de Goethe. Prácticamente, la marcha y la danza nunca perdieron su importancia. ¡Mas volvamos a nuestro verdadero argumento!
Acerca de los comienzos del juego de abalorios hemos de decir ahora brevemente lo que vale la pena saber. Nació, según parece, al mismo tiempo en Alemania e Inglaterra, y precisamente en ambos países como ejercicio divertido entre aquellos reducidos círculos de sabios de la música y de músicos que trabajaban y estudiaban en los nuevos seminarios de teoría musical. Y si se compara el estado inicial del juego con el posterior y el moderno, resulta lo mismo que si se confronta una notación musical de la época de 1500 y sus primitivos signos de notación, en los que faltan hasta las barras divisorias, con una partitura del siglo XVII o ya con una del siglo XIX, con su intrincada superabundancia de indicaciones abreviadas para la dinámica, los tiempos, la fraseología, etc., que a menudo convirtió en grave problema técnico la impresión de tales partituras.
El juego fue, en principio, solamente una ingeniosa forma de ejercicio de memoria y combinaciones entre estudiantes y músicos y, como se dijo, se jugó tanto en Inglaterra como en Alemania, mucho antes que aquí lo «inventaran» en la Universidad musical de Colonia, y recibiera su nombre, tal como lo lleva aún hoy después de tantas generaciones, aunque desde hace mucho tiempo nada tenga que ver con los abalorios. De estos abalorios, se servía el inventor, Bastián Perrot, de Calw, un teórico de la música un poco raro, pero inteligente y socialmente agradable, en lugar de letras, números, notas musicales u otros signos gráficos. Perrot, que además ha dejado un manual sobre
Florecimiento y decadencia del contrapunto
, encontró en el seminario de Colonia un hábito de juego ya bastante desarrollado por los estudiantes: consistía en lanzarse mutuamente determinados motivos o comienzos de composiciones clásicas en su forma científica abreviada; el interpelado debía contestar o bien con la continuación de la pieza o, mejor todavía, con voz más alta o más baja, un contratema opuesto, etc. Se trataba de un ejercicio de memoria e improvisación, como en forma parecida (aunque no teóricamente en fórmula, sino prácticamente con el clavecín, el laúd, la flauta o la vos) estuvo posiblemente en auge un tiempo entre los alumnos de música y contrapunto de Schuetz, Pachelbel y Bach. Bastían Perrot, aficionado a la actividad manual del artesano, con sus propias manos construyó varios pianos y clavicordios a la manera antigua, que muy probablemente pertenecía a los peregrinos de Oriente; cuenta la leyenda que supo tocar el violín a la usanza antigua desde 1800 olvidada, con arco de gran curvatura y tensión a mano de las cuerdas; Perrot fabricó también, según el modelo del sencillo ábaco para niños, un marco con algunas docenas de alambres tendidos, en los cuales se podían acomodar, corriéndolas, cuentas de vidrio de diverso tamaño y de varios colores y formas. Los alambres correspondían a las líneas del pentagrama, las cuentas a los valores de las notas, etc., y de esta manera, con abalorios construía, variaba, transportaba, desarrollaba, cambiaba citas musicales o temas inventados y los contraponía a otros Por su técnica este juego, que agradaba a los alumnos, fue imitado y estuvo de moda también en Inglaterra, y por un tiempo, el ejercicio musical se realizó en esta forma de primitiva gracia. Y así, como sucede a menudo, una institución luego permanente e importante recibió su denominación por algo momentáneamente accesorio. Lo que más tarde nació de aquel juego de seminario y de la pauta de abalorios de Perrot, lleva aún hoy el nombre popularizado de juego de abalorios.
Apenas dos o tres décadas más tarde, parece que el juego perdió su favor entre los estudiantes de música, pero fue adoptado por los matemáticos y por mucho tiempo subsistió como rasgo distinto en la historia del juego el que fuera preferido siempre y empleado y perfeccionado por la ciencia que periódicamente experimentaba un florecimiento o renacimiento especial. Entre los matemáticos, el juego alcanzó notable movilidad y capacidad de sublimación y logró ya conciencia de sí y de sus posibilidades; este hecho corrió parejas con la evolución general de la conciencia cultural de entonces, que había superado la gran crisis, y —como lo dice Plinius Ziegenhals— «con modesto orgullo se vio confiado el papel de pertenecer a una cultura final, a un estado que correspondió quizá a la de la última antigüedad, a la de la era greco-alejandrina.»
Así dice Ziegenhals. Tratamos de llevar a su conclusión nuestro esbozo de una historia del juego de abalorios y establecemos: al pasar de los seminarios musicales a los matemáticos (migración que en Francia y en Inglaterra se cumplió mucho más rápidamente que en Alemania), el juego estaba tan desarrollado que podía expresar con signos y abreviaturas especiales procesos y hechos matemáticos; los jugadores colaboraban mutuamente, desarrollándolo, y con estas fórmulas abstractas representaban recíprocamente series evolutivas y posibilidades de su ciencia. Este juego matemático-astronómico de fórmulas requería gran atención, espíritu alerta y concentración; entre los matemáticos valía mucho entonces el nombre de buen jugador de abalorios, porque equivalía al de matemático muy distinguido.
El juego fue aceptado e imitado de vez en cuando por casi todas las ciencias, es decir, empleado en su propio terreno por ellas, como está demostrado en el campo de la filología clásica y la lógica. La consideración analítica de las obras musicales había llevado a concebir secuencias musicales mediante fórmulas físico-matemáticas. Poco después comenzó a trabajar con este método la filología y a calcular figuras idiomáticas en la misma forma en que la física calculaba procesos naturales. Se agregó después la investigación de las artes plásticas, que estaban en relación con las matemáticas desde mucho antes por la arquitectura. Nuevas relaciones, analogías y correspondencias se fueron fraguando luego en las fórmulas abstractas descubiertas de este modo. Cada ciencia que se apoderaba del juego, creó para sí misma con este fin una lengua de juego compuesta de fórmulas, abreviaturas y posibilidades de combinación; en todas partes la más selecta juventud espiritual prefería los juegos de series y los diálogos formulistas. El juego no era mero ejercicio ni mera diversión, era concentrado autosentido de una disciplina del espíritu; lo practicaban especialmente los matemáticos con virtuosismo a la vez ascético y deportivo, y formal seriedad, y hallaban en esto un gozo que les ayudaba a soportar la renuncia, entonces ya consecuentemente realizada de lo espiritual, a todo goce y esfuerzo mundanos. El juego de abalorios tuvo gran participación en la completa superación del folletín y en aquella alegría nuevamente despertada por los ejercicios más exactos del espíritu, a la que debemos el nacimiento de una nueva disciplina moral de monacal severidad. El mundo había cambiado. Se podría comparar la vida espiritual de la época folletinesca con una planta degenerada, que se prodiga en crecimientos hipertróficos, y las correcciones posteriores con una poda radical de la planta hasta las raíces; Los jóvenes que ahora querían dedicarse a los estudios espirituales, no entendían ya más por estudio un olisquear en las universidades, donde profesores famosos y locuaces, sin autoridad alguna, les impartían los residuos de la antigua cultura superior; debían estudiar tan seriamente y aun más seria y metódicamente que un tiempo los ingenieros en las escuelas politécnicas. Tenían que subir por empinado camino: debían pulir y acrecer su poder mental en las matemáticas y en ejercicios aristotélicos escolásticos y, además, aprender a renunciar totalmente a todos los bienes que antes una serie de generaciones de sabios habían considerado dignos de lograrse: a la rápida y fácil ganancia de dinero, a la gloria y a los honores de la publicidad, a las loas de la prensa, a matrimonios con las hijas de banqueros e industriales, a los goces y al lujo de la vida material. Los escritores de grandes ediciones, premios Nobel y hermosas casas de campaña, los grandes médicos de condecoraciones y sirvientes de librea, los académicos de esposas ricas y salones brillantes, los químicos con cargos de asesores en la industria, los filósofos con fábricas de folletines y seductoras conferencias en salas colmadas y aplausos y ramos de flores, todas estas figuras habían desaparecido y hasta hoy no han vuelto a la luz. Sí, había aún muchísimos jóvenes de talento para quienes aquellas figuras eran modelos envidiables, pero los caminos a los honores públicos, a la riqueza, a la gloria y al lujo no pasaban más a través de las aulas, los seminarios y las tesis doctorales; las profesiones espirituales profundamente decaídas habían quebrado a los ojos del mundo y reclamaron nuevamente una entrega expiatoria y fanática al espíritu. Los hombres de talento que más anhelaban esplendor y bienestar, debieron volver la espalda a la espiritualidad condenada y buscar las profesiones a las que se había dejado la posibilidad del triunfo y del dinero.