El juego de los abalorios (48 page)

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Authors: Hermann Hesse

Tags: #Clásico, Drama

BOOK: El juego de los abalorios
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Knecht leyó la nota sin demasiadas esperanzas, pero con la máxima atención. Que en la Dirección se tuviera «motivo de preocupación» podía imaginárselo perfectamente, además creía poderlo deducir de determinados signos. Había aparecido recientemente en el
Vicus Lusorum
un delegado de Hirsland con asignación regular y una recomendación de la Dirección de la Orden; el enviado pidió el derecho de huésped por algunos días, aparentemente para realizar trabajos en el archivo y en la biblioteca; solicitó también poder asistir como invitado a algunas conferencias de Josef Knecht; era un hombre tranquilo y atento, ya de edad; metiéndose en casi todas las secciones y oficinas de la colonia, se había informado acerca de Tegularius y había visitado a menudo al director de la escuela de selección de Waldzell que vivía en las inmediaciones; apenas podía caber duda de que el hombre era un observador enviado para establecer lo que pasaba en el
Vicus Lusorum
, si se notaba descuido, si el
Magister
estaba bien de salud y era fiel en su puesto, si los funcionarios eran diligentes y los alumnos tranquilos. El hombre se quedó allí una semana entera, no perdió una sola de las conferencias de Knecht; su observación y su quieta presencia en todas partes no dejó de llamar la atención de los funcionarios. La Dirección de la Orden había esperado, pues, el informe de este veedor, antes de enviar su respuesta al
Magister
.

¿Qué cabía pensar acerca de la contestación y quién podía ser su redactor? El estilo no lo traicionaba, era el estilo corriente, impersonal de la Dirección, como exigía la ocasión. Pero a un análisis más hondo el escrito revelaba mayor originalidad y personalidad de lo que se hubiese podido suponer a la primera lectura. La base de todo el documento era el espíritu jerárquico de la Orden, la justicia, el amor por el orden moral. Se podía ver claramente qué influencia desagradable, incómoda, aun molesta y además irritante había tenido la petición de Josef Knecht; su rechazo había sido resuelto seguramente por el redactor de la respuesta y a la primera lectura de la circular y sin la menor influencia del juicio de los demás. En cambio, a la antipatía y al rechazo se oponía otro movimiento y otro estado de animo, una simpatía visible, una acentuación de todos los juicios generosos o amables y de todas las manifestaciones favorables recaídas en la sesión que tratara el pedido de Knecht. Éste no dudó un instante de que el redactor de la respuesta había sido Alexander, el presidente de la Dirección de la Orden.

Hemos llegado aquí al final de nuestro camino y esperamos haber consignado todo lo esencial de la biografía de Josef Knecht Sobre el final de esa carrera existencial un biógrafo posterior establecerá sin duda muchos otros detalles y los podrá publicar.

Renunciamos a dar nuestra descripción de los últimos días del
Magister
, no sabemos al respecto más que cualquier estudiante de Waldzell y no podríamos tampoco hacerlo mejor que la «Leyenda del
Magister Ludi»
, que circula entre nosotros en varias copias y ha sido escrita probablemente por alguno de los discípulos predilectos del desaparecido. Esta leyenda cerrará nuestra obra.

XII
LA LEYENDA

SI escuchamos las conversaciones de los cantaradas acerca de la desaparición de nuestro
Magister
, sus causas, la razón o la sinrazón de sus resoluciones y de sus actos, el sentido o el contrasentido de su destino, nos parecen como las explicaciones de Diodoro Siculo acerca de las causas presumibles de los desbordamientos del Nilo, y nos parecería no sólo inútil, sino irrazonable e injusto aumentar con otras nuevas todas esas discusiones. En cambio, cuidaremos en nuestro corazón la memoria del maestro, quien muy pronto después de su misterioso irrumpir en el mundo pasó a un más allá aún más extraño y misterioso. Para servir a su recuerdo tan grato para nosotros, narraremos lo que nos llegó al oído acerca de estos acontecimientos.

Después que el maestro leyó la carta en la que la Dirección resolvía su petición, rechazándola, sintió un leve estremecimiento, una sensación matinal de frescura y liberación, que le anunciaba que había llegado la hora y ya no podía haber ni vacilación ni tardanza. Esta sensación suya, que llamaba «despertar» la conocía él por los instantes más decisivos de su existencia, era algo animador y al mismo tiempo doloroso, una mezcla de adioses y llegadas, que sacudía en lo hondo lo inconsciente como una tormenta primaveral. Miró el reloj: dentro de una hora debía dar una lección en un curso. Resolvió dedicar esta hora a la meditación y salió al tranquilo jardín del magisterio. Por el camino, le acompañaba un verso que se le ocurrió de repente:

Cada comienzo tiene, por lo tanto, un hechizo…

y lo decía sin saber en qué poeta lo había leído, pero el verso le hablaba y le gustaba y parecía coincidir totalmente con la aventura espiritual del momento. En el jardín, se sentó en un banco cubierto por la primera hojarasca, reguló su respiración y trató de alcanzar la tranquilidad interior, hasta que con el corazón iluminado se sumergió en la meditación, en la que la constelación de ese instante de su vida se le manifestó en imágenes generales, ultrapersonales. Pero al regresar a la pequeña aula apareció otra vez aquel verso; Knecht tuvo que hacer memoria de nuevo y encontró que era distinto. Finalmente su memoria se aclaró y acudió en su ayuda. Quedamente murmuró para sí:

Y en cada comienzo está un hechizo

que nos protege y aun nos ayuda a vivir…

Pero apenas al atardecer, después de concluidas las lecciones y sus demás tareas de la jornada, descubrió el origen de los versos. No eran de ningún poeta antiguo, sino que pertenecían a una de sus propias poesías, escritas cuando era estudiante, y aquélla terminaba con esta incitación:

¡Arriba, corazón; di, pues, tu adiós y sana!…

Esa misma noche llamó a su «sombra» y le anunció que a la mañana siguiente partiría por tiempo indefinido. Le encargó de todo lo que correspondía a funciones ordinarias con breves instrucciones, y se despidió amable, objetivamente como otras veces, antes de algún viaje oficial.

Había comprendido que debía abandonar al amigo Tegularius sin decirle nada, ni causarle dolor con una despedida. Tenía que obrar así no sólo para no lastimar a su sensible amigo, sino también para no echar a rodar todo su plan. Ante el hecho consumado, el otro probablemente se tranquilizaría, mientras que una explicación sorpresiva y un adiós podían llevar a un desagradable estallido. Knecht había casi resuelto partir sin verlo siquiera por última vez. Pero reflexionándolo mejor, encontró que eso se parecía demasiado a una fuga ante la dificultad. Aunque podía ser prudente y correcto ahorrar al amigo una escena y una excitación y aun una ocasión para cometer un dislate, no podía concederse a sí mismo semejante recurso. Faltaba aún media hora para el reposo nocturno obligatorio; podía visitar a Tegularius sin molestarle a él ni a otros. Ya había caído la noche en el vasto patio interior, cuando lo atravesó. Llamó a la puerta de la celda de su amigo con una extraña sensación: por última vez; y le encontró solo. Complacido le saludó el hombre sorprendido en la lectura, dejó el libro e hizo sentar al visitante.

—Recordó hoy una vieja poesía —comenzó diciendo Knecht— o por lo menos un par de versos de la misma. Tal vez tú sabes dónde se puede encontrar el resto. Y citó:

Porque en cada comienzo está un hechizo…

El repetidor no tuvo que esforzarse mucho. Reconoció la poesía a poco de hacer memoria, se levantó, tomó de un mueble el manuscrito de las poesías de Knecht, el original que éste le había regalado. Buscó y sacó dos hojas que contenían la primera copia de los versos. Las tendió al
Magister
.

—Aquí están —dijo sonriendo—, el Venerable puede verlas. Es la primera vez en muchos años, que se digna recordar estas composiciones.

Josef Knecht observó atentamente las hojas y, por cierto, no sin emoción. Cuando estudiante, durante su permanencia en la Casa de Estudios del Oriente asiático, había cubierto estos papeles con versos; de ellos le estaba mirando un lejano pasado, todo volvía a hablar de un tiempo ido casi olvidado, que ahora despertaba amonestador y doloroso: el papel ya levemente amarillento, la caligrafía juvenil, las tachaduras y las correcciones. Creyó recordar no solamente el año y la estación en que nacieron esos versos, sino también el día y la hora y, al mismo tiempo, la sensación de fuerza y de orgullo que le invadió y llenó de gozo, sensación que los versos expresaban. Los había escrito en uno de esos días especiales, cuando le ocurrió la aventura espiritual que él llamaba «despertar».

Visiblemente, había brotado como primera palabra de la poesía el título de la misma, antes que los versos. Estaba allí escrito con letras grandes y apresuradas y decía:

«¡Trascender!»

Más tarde, en otra época, en otra situación de ánimo y de vida, el título con sus puntos exclamativos había sido tachado y en su lugar había sido escrito otro con caracteres más pequeños, finos y modestos. Rezaba:
«Grados»
.

Knecht volvió a recordar ahora que esa vez había escrito la palabra
«¡Trascender!»
impulsado por la idea contenida en la poesía como un llamamiento, como una orden, como una advertencia para su coleto, como un propósito refirmado y robustecido de poner su obra y su vida bajo la advocación de esa palabra, para convertirla en un trascender, en un traspaso alegremente resuelto, en un colmarse de plenitud y dejar atrás cada espacio, cada trecho del camino. A media voz leyó algunas estrofas:

Debemos ir alegres por la tierra

sin aferramos nunca como a una patria;

el espíritu no quiere encadenarse.

Grado a grado, nos eleva y ensancha.

—Olvidé los versos muchos años —dijo—, y cuando por casualidad hoy recordé uno, no sabía de dónde le conocía y menos que era cosa mía. ¿Que te parecen hoy? ¿Te dicen algo todavía?

Tegularius reflexionó.

—Con esta poesía me ocurrió siempre algo curioso —contestó luego—. Pertenece a las pocas de vos que en realidad no me gustan, donde algo me choca o me molesta. No supe antes lo que era esto. Hoy creo saberlo. Vuestra poesía, Venerable, que titularais con la orden de marcha «¡Trascender!» y cuyo titulo, gracias a Dios, habéis más tarde reemplazado por otro mucho mejor, nunca me satisfizo porque tiene algo que ordena, que moraliza, algo magistral. Si se pudiera quitar ese elemento o mis bien quitar ese tinte, sería una de vuestras mejores producciones poéticas; acabo de convencerme una vez más. Su verdadero contenido no está más sintetizado en el título «Grados»; pero hubierais también podido llamarla mejor «Música» o «Esencia de la música». Porque si se quita ese matiz moralista o de predicador, en realidad es una consideración acerca de la esencia musical, o para mí, un himno a la música, a su eterno presente, a su movilidad, a su alegría y resolución y disposición para avanzar de prisa, para abandonar el lugar apenas alcanzado o la parte de ese lugar ya hollada. Si se hubiera limitado a la consideración o a la ponderación del espíritu de la música, si no hubierais hecho de ella una admonición y un sermón, evidentemente dominado entonces por la ambición del educador, la poesía podría ser una joya perfecta. Tal como está, me parece demasiado preceptiva y docente, más aún me parece adolecer de un error de concepto. Sólo por la influencia moral equipara la música a la vida, lo que es por lo menos muy dudoso y discutible; del impulso motor, natural y moralmente libre, que es el resorte vital de la música, hace una «vida» que quiere educarnos y desarrollarnos mediante llamadas, órdenes y buenas doctrinas. En fin, en estos versos se falsifica
y
se explota una visión, algo unívoco, hermoso y grandioso, para fines instructivos, y esto es lo que siempre me ha predispuesto mal.

El
Magister
había escuchado con placer, viendo que el amigo discutía con airado calor, y esto le agradaba.

—Quita tengas razón —dijo casi en broma—. La tienes seguramente por lo que tú llamas relación de la poesía con la música. Ese «irse por la tierra» y la idea básica de mis versos proceden, en efecto, de la música, sin que yo lo supiera o lo advirtiera. Ignoro si eché a perder el concepto y falsifiqué la visión; tal vez tengas razón. Cuando los escribí, no se referían ya más a la música, sino a una vivencia, porque la hermosa comparación musical me había mostrado su faz moral y se había convertido en mí en despertar y alerta, en grito de vida, en vocación, que también lo es. La forma imperativa de la poesía, que tanto te desagrada, no es la expresión de una voluntad de mandar y educar, porque la orden y la advertencia se dirigen exclusivamente a mí. Esto lo hubieras podido ver en el último verso, mi querido, aunque antes no lo percibieras. Viví una idea, un conocimiento, un rostro interior, y quise recordarme a mí mismo y fijar bien en mi mente el contenido y la moral de esa idea. Por eso, la poesía quedó en mi memoria, aunque sin saberlo. Estos versos serán malos o buenos, pero han logrado su propósito, la advertencia sobrevivió en mí y no fue olvidada. Hoy resuena otra vez en mi; es una pequeña y hermosa aventura y su chanza no puede echarla a perder. Pero es hora de seguir adelante. ¡Qué bellos eran, mi camarada, aquellos tiempos, cuando, ambos estudiantes, podíamos burlar a menudo el reglamento de la Casa y quedarnos conversando hasta altas horas de la noche! Como
Magister
no puedo hacerlo ya. ¡Qué lástima!

—¡Oh —repuso Tegularius—, se puede perfectamente, pero carecemos del valor necesario!

Riendo, Knecht le puso una mano en el hombro.

—Por lo que se refiere al valor, mi querido, yo sería capaz de alguna jugarreta mucho más grave. ¡Buenas noches, viejo testarudo!

Salió alegremente de la celda, pero en su camino por los pasillos y patios de la colonia, vacíos por el retiro nocturno, le invadió otra vez la seriedad, la seriedad de la despedida. El despedirse despierta siempre remembranzas, y mientras caminaba, surgió en él el recuerdo de aquella primera vez en que, siendo niño aún, había hecho su primer paso a través de Waldzell y el
Vicus Lusorum
, lleno de presentimientos y de esperanza, como estudiante recién llegado, y ahora, entre los árboles y los edificios callados en la noche fresca, sintió honda y dolorosamente que veía todo eso por última vez, que por última vez atisbaba el aquietarse y dormirse de la colonia Un agitada durante el día; por última vez veía reflejarse en la cuenca de la fuente la lucecita de la casa del portero, por última vez contemplaba pasar la nubes nocturnas por encima de los árboles de su jardín magistral… Recorrió lentamente todas las calles y los rincones del
Vicus Lusorum
, sintió una vez más el deseo de abrir la puerta de su jardín y entrar en él, pero no tenía la llave consigo y esto le ayudó a conformarse rápidamente y a reflexionar mejor. Volvió a sus habitaciones, escribió todavía algunas cartas, entre ellas una nota de su próxima llegada a Designori en la capital, luego se liberó con una cuidadosa meditación de los titubeos espirituales de esta hora, para ser fuerte al día siguiente en su última tarea en Castalia, la explicación con el director de la Orden.

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