—Ustedes los matemáticos y jugadores de abalorios —le dijo— destilaron para su uso una historia especial del mundo, que consta solamente de la historia de la inteligencia y del arte; ella no tiene ni sangre ni realidad. Conocen exactamente los detalles de la degeneración de la construcción latina de las oraciones en el siglo II ó III, pero no tienen una lejana idea de Alejandro o de César o de Jesucristo. Tratan la historia universal como un matemático las matemáticas, en las que hay únicamente reglas y fórmulas, pero no realidad alguna: ni el bien, ni el mal, ni el tiempo, ni el ayer, ni el mañana, sólo un presente eterno, chato, matemático.
—Pero, ¿cómo se puede hacer historia, sin poner orden en ella? —preguntó Knecht.
—Ciertamente hay que poner orden en la historia —replicó Jakobus—. Toda ciencia es, entre otras cosas, un ordenar, un simplificar, un tornar digerible para el espíritu lo indigerible. Creemos haber descubierto en la historia algunas leyes y tratamos de tenerlas presentes para el conocimiento de la verdad histórica. Del mismo modo, por ejemplo, como el anatomista, mientras diseca un cuerpo no se considera colocado ante hallazgos meramente asombrosos, sino que encuentra confirmado un esquema ya connaturalizado en él, cuando descubre debajo de la piel un mundo de órganos, músculos, tendones y huesos. Más cuando el anatomista ve solamente su esquema y descuida la unívoca realidad individual de su objeto, es un castalio, un jugador de abalorios, hace matemática en el punto menos adecuado. Aquel que hace historia puede llevar consigo, lo concedo, la emocionada fe infantil en el poder ordenador de nuestro espíritu y de nuestros métodos, pero, a pesar de ello, debe tener mucho respeto ante lo inconcebible de la verdad, la realidad, la univocidad del suceder. Hacer historia presupone por lo mismo la convicción de que con ello se aspira a algo imposible y, sin embargo, necesario y sumamente importante. Hacer historia significa: abandonarse al caos, pero mantener la fe en el orden y en el sentido. Es un cometido muy serio, joven, y tal vez trágico.
Entre las palabras del
Pater
, que Knecht comunicó entonces en cartas a sus amigos, entresacamos todavía algo característico:
—Los grandes hombres son para la juventud las pasas de uva en la torta de la historia del mundo; pertenecen ciertamente a su verdadera sustancia, y no es tan simple ni fácil, como se podría creer, discernir a los verdaderamente grandes de los que lo son en apariencia solamente. En estos últimos, el instante histórico y su valorización y su percepción dan la apariencia de la grandeza; no faltan historiadoras y biógrafos, no hablemos de periodistas, para quienes esta valorización y percepción del momento histórico significan que el buen éxito momentáneo es ya un signo de la grandeza. El cabo que de la noche a la mañana se convierte en dictador, o la cortesana que por un tiempo determinado logra prevalecer en la buena o mala voluntad de un dominador del mundo, son las figuras favoritas de tales historiadores. Y los jovencitos idealistas, a la inversa, prefieren los trágicamente fracasados, los mártires, los que llegaron un segundo demasiado temprano o demasiado tarde. Para mí, que ante todo soy un historiador de nuestra Orden benedictina, lo más atrayente, admirable y digno de estudio no son las intentonas y los triunfos o los fracasos; mi amor y mi insaciable curiosidad están dedicados a fenómenos cono el de nuestra Congregación, a las organizaciones de muy larga vida en las que se busca reunir hombres por el intelecto y el alma, educarlos y trasformarlos, ennoblecerlos en una aristocracia capaz de servir y de mandar, no por la sangre, sino por la educación, no por la eugenesia sino por el espíritu. Nada me ha subyugado tanto en la historia de los griegos como los empeños de la Academia pitagórica o de la platónica, frente al cielo estelar de los héroes o el insistente alboroto de las «ágoras»; en la historia china solamente el hecho de la larga vitalidad del confucianismo, y en nuestra historia occidental me han parecido valores históricos de primera categoría sobre todo la Iglesia cristiana y las Órdenes que la sirven o se han servido en ella. El que un aventurero tenga suerte alguna vez y conquiste o funde un reino, que luego perdura veinte, cincuenta o aun cien años, o el que un idealista bien intencionado exija a un rey o a un emperador un género más honesto de política o trate de realizar un ideal de cultura, o el que un pueblo u otra comunidad realice algo inaudito o sepa soportarlo, todo esto no es para mí ni con mucho tan interesante como el que se procure crear organizaciones parecidas a nuestra Orden, por ejemplo, y que algunas de ellas hayan podido mantenerse mil y dos mil años. No quiero hablar de la Santa Iglesia, que para nosotros, creyentes, está fuera de discusión. Pero el hecho de que congregaciones como los benedictinos, los dominicos, más tarde los jesuítas, etcétera, hayan alcanzado la edad dé muchos siglos y al cabo de los mismos hayan conservado su carácter y su voz, su gesto, su alma individual, a pesar de todas las evoluciones, las degeneraciones, las adaptaciones y las violencias, es para mí el más notable y respetable fenómeno de la historia.
Knecht admiraba al
Pater
hasta en sus agrias injusticias. Entonces no sospechaba aún quién fuera realmente el
Pater
Jakobus, veía en él solamente a un sabio profundo y genial e ignoraba todavía que era también un hombre plantado en la historia del mundo, que colaboraba en darle forma, el político guía de su Congregación, el conocedor de la historia y del presente políticos, solicitado desde muchas partes por información, consejo o mediación. Casi durante dos años, hasta su primera licencia, Knecht trató al
Pater
exclusivamente como un sabio y conoció solamente el anverso de su vida, su actividad, su fama y su influencia. Este culto señor sabía callar, hasta en la amistad, y sus Hermanos del monasterio también lo sabían mejor de lo que Josef suponía.
Después de casi dos años, Knecht se había acostumbrado al monasterio, como tal vez ningún huésped o forastero lo hubiese podido lograr. Había ayudado cada vez más al organista a continuar en su pequeño coro de motetes una gran tradición, antiquísima y noble mantenida sólo por un delgado hilo. Había hecho algunos hallazgos en el archivo musical del monasterio y enviado algunas copias de viejas obras a Waldzell y, sobre todo, a Monteport Había atraído también a un pequeño grupo de principiantes para un curso del juego de abalorios, y uno de sus más atentos alumnos era el joven Antonio. Había enseñado al abad Gervasio, no ya el chino, sino el manipuleo de los tallos de milenrama y un método mejor de meditación sobre las máximas o sentencias del libro de los oráculos; el abad había intimado mucho con él y abandonado hacía mucho tiempo sus intentos iniciales de tentar al huésped en ocasiones para que tomara vino. Los relatos, con los que cada seis meses contestaba a los requerimientos oficiales del
Ludi Magister
acerca de la conducta de Josef Knecht en Mariafels, eran loas. En Castalia se examinaba con más interés que estas informaciones las listas de lecciones y testimonios del curso de Knecht; se hallaba modesto su nivel, pero satisfacía la manera en que el maestro quería y sabía adaptarse a este nivel y, especialmente, a las costumbres y al espíritu del monasterio. Mas las autoridades castalias estaban contentas sobre todo y realmente sorprendidas, sin hacerlo notar naturalmente al interesado, por la constante relación de confianza y finalmente de amistad de Knecht con el famoso
Pater
Jakobus.
Esta relación dio toda clase de frutos, acerca de los cuales debe permitírsenos unas palabras relativamente prematuras en nuestra narración; en todo caso nos referimos a los frutos preferidos por Knecht. Maduraron lentamente, muy lentamente, crecieron expectantes y desconfiados como las semillas de los árboles de alta montaña, que se siembran abajo, en la llanura fértil: estas simientes, entregadas a un terreno fértil y a un clima generoso, llevan consigo como herencia la reserva y la difidencia en que crecieron sus antepasados; el lento ritmo de su crecimiento corresponde a sus propiedades atávicas. Así el prudente anciano, acostumbrado a ello, refrenó receloso toda posibilidad de influjo sobre sí mismo, para que echara raíces en su mente sólo vacilando y paso a paso todo lo que el joven amigo, el colega del polo opuesto, le traía del espíritu castalio. Pero entre tanto germinó paulatinamente, y de todo lo bueno que experimentó Knecht durante su permanencia en el monasterio, lo mejor y más precioso para él fue esta confianza y receptividad del sabio anciano, sólida, creciente, entre tanteos desde comienzos aparentemente sin esperanza, su compresión lenta y aún más lentamente confesada no sólo por la persona de su joven admirador, sino también por lo que había en él de impronta específicamente castalia. Paso a paso, el joven, en apariencia únicamente discípulo, oyente o casi aprendiz, llevó al
Pater
—que al comienzo empleaba la palabra «castalio» o la denominación «juego de abalorios» sólo en sentido irónico y aun netamente como insulto— al reconocimiento, a la consideración, tolerante primero y al final también respetuosa, del espiritualismo de esta Orden, de este intento de formación de una aristocracia espiritual. El
Pater
dejó de criticar la poca edad de aquella Orden, que con su par de siglos apenas estaba muy retrasada en comparación con la benedictina, anterior en quince siglos; dejó de considerar al juego de abalorios como un «dandismo» estético, y de rechazar como imposible para el futuro algo así como un acercamiento y una vinculación de las dos Órdenes tan desiguales por edad. Por mucho tiempo no sospechó siquiera que las autoridades vieran en esta parcial conquista del
Pater
, que Josef consideró fortuna absolutamente personal, privada, la culminación de su misión y de su tarea en Mariafels. Constantemente se angustiaba sin resultado, para comprender cómo se consideraría realmente su labor en el monasterio; si en verdad servía allí y era útil para algo; si su envío a este lugar, que inicialmente pareció promoción y distinción, envidiada por colegas en aspiraciones, a la larga no significaría más bien un retiro sin gloria, un desplazamiento a un desvío muerto. Algo se podía aprender en cualquier parte, ¿por qué, pues, no sería posible allí también? Pero para la mentalidad de Castalia, este monasterio, exceptuando únicamente al
Pater
Jakobus, no era un jardín ni un modelo de sabiduría, y Knecht tampoco supo establecer exactamente si no comenzaba a herrumbrarse en el juego de abalorios, aislado entre meros aficionados apenas aceptables, y si no estaba perdiendo terreno. Pero en esta inseguridad le fue de gran auxilio su falta de aspiraciones como también su
amor fali
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entonces bastante avanzado. En resumidas cuentas, su vida como huésped y modesto maestro especial en este mundo claustral confortable desde siglos, fue para él mucho más placentera de lo que había sido el último período de Waldzell en el círculo de los ambiciosos, y si su destino quería dejarlo tal vez para siempre en este pequeño puesto colonial, trataría por cierto de cambiar algo en su existencia allí; por ejemplo, tratar de obtener que le enviaran a uno de sus amigos o, por lo menos, que le concedieran todos los años unas discretas vacaciones en Castalia; por lo demás, estaría satisfecho.
Tal vez el lector de este esbozo biográfico espere una narración acerca de la otra faceta de la vida de Knecht en el monasterio, la religiosa. Nos atrevemos en este aspecto solamente a cautelosas alusiones. No es probablemente verosímil que Knecht haya tenido en Mariafels un contacto más hondo con la religión, con un cristianismo practicado día a día, según se desprende de muchas de sus manifestaciones y reacciones posteriores; pero debemos dejar sin contestación la pregunta de si allí se convirtió al cristianismo y aun hasta qué punto; esta zona moral ha resultado inaccesible a nuestra investigación. Además del respeto por las religiones, cultivado en Castalia, profesaba él cierta forma de devoción que bien podemos denominar piedad, y había sido convenientemente instruido acerca de la doctrina cristiana y de sus formas clásicas desde las primeras escuelas, sobre todo durante el estudio de la música religiosa; en modo especial conocía perfectamente el sacramento de la Misa y el rito de la Misa mayor. Entre los benedictinos ahora, no sin asombro y acatamiento, conoció una religión hasta ese momento observada teórica e históricamente, como algo vivo además; asistió a muchos servicios divinos, y desde que se familiarizó con algunas obras del
Pater
Jakobus y experimentó la influencia de sus conversaciones, abarcó cumplidamente y con clara visión el fenómeno de este cristianismo que a través de los siglos se tornara tantas veces anticuado y superado, inmoderno y fosilizado, y que sin embargo, cada vez se había remontado a sus orígenes, renovándose en ellos, dejando tras de sí una vez más lo moderno y triunfal de ayer. Tampoco rechazó seriamente la idea cada vez más profundizada por él durante aquellas conversaciones de que posiblemente también la cultura castalia no era más que una forma tardía o accesoria, pasajera y secularizada, de la cultura cristiana occidental y que algún día podía ser absorbida y revocada nuevamente. Aunque así fuera —dijo una vez el
Pater
—, él tenía asignado su puesto ya y su actuación en la organización castalia y no en la benedictina; allí debía él colaborar y mantenerse sin preocuparse de si la Orden a la que pertenecía tenía derecho a una existencia eterna o solamente a una larga duración; sólo hubiera podido considerar un conversión como una forma casi indigna de fuga. Del mismo modo, también aquel respetado Juan Alberto Bengel había servido en su época a una Iglesia reducida y pasajera, sin descuidar por eso su actividad para lo eterno. La piedad, es decir, el servicio de fe y la fidelidad hasta el sacrificio de la vida, es posible en cada confesión y en cada grado, y este servicio y esta fidelidad son la única prueba válida de la sinceridad y el valor de toda piedad personal.
Cuando la permanencia de Knecht entre los
Patres
se aproximaba a un año de duración, apareció en el monasterio un día un huésped que fue mantenido alejado de aquél con el mayor cuidado; hasta una superficial presentación fue evitada. Acuciada así su curiosidad, observó al forastero, que por otra parte se quedó solo pocos días, y formó todo clase de presentaciones. Creyó poder considerar como un disfraz el traje sacerdotal que el extraño personaje llevaba. El desconocido mantuvo largas sesiones con el Abad y, especialmente, con el
Pater
Jakobus, a puertas cerradas; a menudo recibía mensajeros y enviaba otros. Knecht, que por lo menos había oído rumores acerca de las relaciones y tradiciones políticas del monasterio, supuso que el huésped sería algún gran estadista en misión secreta o un príncipe que viajaba de incógnito. Y cuando reflexionó sobre sus observaciones, recordó uno que otro forastero visto en los meses transcurridos y que ahora también consideraba misterioso o muy significativo. Recordó al prefecto de la «policía», el amable señor Dubois, y su encargo de fijarse en los sucesos del monasterio y, aunque no lograba sentir ningún deseo ni inclinación para informes de esa naturaleza, la conciencia le reprochó que desde hacía mucho tiempo no había escrito más al bondadoso y simpático señor y le hizo pensar en que, presumiblemente, lo había desilusionado mucho. Le escribió una larga carta, tratando de explicar su silencio y, para dar a la misma algún contenido, narró sus relaciones con el
Pater
Jakobus. No sospechó ciertamente con qué atención y por quién fue leída su carta.