Vino y pasó el invierno, un invierno húmedo y casi suave. No cayeron más estrellas, no sucedieron cosas grandes o insólitas; el villorrio estaba tranquilo, los cazadores salían puntualmente de caza; en las varas encima de las chozas chacoloteaban en todas parte al soplo del cierzo helado los haces de pieles colgadas, endurecidas por el frío; en largas sendas alisadas se traía por la nieve la leña del bosque. Justamente durante un breve período de heladas murió una anciana en el pueblo y no se pudo sepultarla en seguida; por muchos días, hasta que la tierra estuvo más blanda, el cadáver helado quedó, acurrucado cerca de la puerta de la choza.
La primavera confirmó en seguida las malas previsiones del hacedor de la lluvia. Fue una primavera verdaderamente mala, traicionada por la luna, sin celos ni savia, desabrida; la luna estuvo siempre atrasada, nunca coincidieron los distintos signos que se necesitaban para fijar el día de la siembra; las flores silvestres florecieron pobremente, en las ramas colgaron muertas las yemas apenas abiertas. Knecht estaba muy preocupado, sin dejarlo entrever; sólo Ada y, especialmente, Turu vieron cómo se roía. No sólo realizó los conjuros usuales, sino que hizo también sacrificios privados, personales; coció para los demonios papillas e infusiones olorosas y gustosas, se acortó la barba y quemó los pelos en una noche de luna nueva junto con resina y corteza húmeda, provocando un humo denso. Hasta que pudo, evitó las ceremonias públicas, los sacrificios colectivos, las rogativas, los coros de tamboriles; hasta que pudo, dejó que el mal tiempo de esta mala primavera fuera asunto suyo, privado. De todos modos, cuando el plazo habitual de la siembra resultó notablemente excedido, tuvo que informar a la gran abuela; cosa curiosa, también en este caso chocó con la desdicha y la contrariedad. La anciana madre del pueblo, buena amiga de él y maternalmente dispuesta siempre para Knecht, no lo recibió; estaba indispuesta, estaba en cama y había traspasado todas sus obligaciones y preocupaciones a su hermana, y esta hermana trataba al hacedor de la lluvia muy fríamente, no tenía el carácter justo y severo de la mayor, se inclinaba a las distracciones y diversiones, y esta tendencia la había cultivado en ella el tambor mayor, el haragán Maro, que sabía prepararle horas agradables y adularla. Y Maro era enemigo de Knecht. Ya en la primera entrevista, el hacedor del tiempo sintió la frialdad y la antipatía, aunque no se le contradijera una sola palabra. Sus explicaciones y sus proyectos, de esperar, por ejemplo, todavía para la siembra y realizar eventuales sacrificios y recursos, fueron aprobados y aceptados, pero la anciana lo recibo y trató fríamente, como a un subordinado, y rechazó también su deseo de ver a la enferma y de prepararle una medicina. Entristecido, como si se hubiera vuelto más pobre, con desabrido gusto en la boca, regresó de esta conversación y durante quince días se esforzó en crear a su manera un tiempo que permitiese la siembra. Pero el tiempo, a menudo tan acorde con las corrientes de su interior, se portó tercamente despectivo y adverso, no sirvieron los sacrificios ni los hechizos. Y el hacedor de la lluvia tuvo que acudir por segunda vez a la hermana de la gran abuela; esta segunda visita fue ya como un pedido de paciencia, de aplazamiento; y notó en seguida que ella debió haber hablado de él y del asunto con Maro, el gracioso, porque al hablarse de la necesidad de fijar el día de la siembra o de ordenar rogativas públicas, la anciana se hizo demasiado la sabihonda y empleó algunas expresiones que sólo podía haber aprendido de Maro, el ex aprendiz del hacedor del tiempo. Knecht pidió todavía tres días para sí, volvió a calcular toda la constelación exacta y favorable y fijó la siembra para el primer día del tercer cuarto de la luna. La anciana aceptó y pronunció la frase ritual para ello; la resolución fue anunciada al pueblo, todos se prepararon para la fiesta de la siembra. Y ahora que por un tiempo todo parecía estar de nuevo en orden, los demonios volvieron a mostrar su hostilidad. Justamente el día antes de la fiesta anhelada y preparada, murió la gran abuela, la fiesta fue prorrogada y en el lugar se anunció y se preparó su entierro. Fue una solemnidad de gran magnitud; detrás de la nueva madre del pueblo sus hermanas e hijas, tenía su lugar el hacedor de la lluvia, con los paramentos de las grandes rogativas y el alto y puntiagudo bonete de piel de zorro, asistido por su hijo Turu que tocaba la matraca de madera dura de dos tonos. Se tributaron muchas honras a la muerta y a su hermana, la nueva madre; Maro, con los tamboriles dirigidos por él, se abrió camino y se adelantó y encontró respeto y aplauso. El pueblo lloró y además se divirtió: gozó del duelo y de la fiesta. Entre redobles de tamboriles y sacrificios, fue para todos un hermoso día, pero la siembra fue postergada una vez más. Knecht estuvo dignamente compuesto, en realidad se sentía muy preocupado. Le pareció que con la gran abuela enterraba también todos los buenos tiempos de su vida.
Pocos días más tarde, por deseo de la nueva gran abuela, se realizó, también con mucha solemnidad, la fiesta de la siembra. La procesión giró jubilosamente alrededor de los campos, la anciana lanzó alegremente los primeros puñados de simiente en los campos colectivos; a ambos lados de ella marchaban sus hermanas, llevando cada una sacos de grano de donde la anciana tomaba la semilla. Knecht respiró ligeramente aliviado, cuando terminó el recorrido.
Pero la simiente sembrada en forma tan solemne no debía dar ni alegría ni cosecha; fue un año desdichado. Recayendo en el invierno y las heladas, el tiempo trajo todas las cosas desagradables y adversas que se podían imaginar en esa primavera y en el verano; cuando cubría los campos una vegetación delgada, flaca y poco levantada del suelo, llegó lo último, lo peor: una sequía sin igual, como nadie recordaba. Semana tras semana el sol calcinó los sembrados con un vaho caliente y blancuzco, los arroyuelos se secaron, del estanque de la aldea no quedó más que un sucio pantano. Paraíso de las libélulas y de un enorme enjambre de mosquitos, en la tierra reseca se abrían las grietas profundas; se podía ver enfermarse el grano y secarse. De vez en cuando se reunían nubes en el cielo, pero no llovía y cuando un día cayó un simulacro de lluvia, le siguió por muchos días un tórrido viento de oriente y a menudo se abatió el rayo en altos árboles, encendiendo rápidamente las cimas casi secas.
—Turu —dijo un día Knecht a su hijo—, esto termina, mal, tenemos a todos los demonios contra nosotros. Comentó con la lluvia de estrellas. Me costará la vida, creo. Escucha; si debo ser sacrificado, ocuparás en el mismo momento mi lugar y ante todo exigirás que mi cuerpo sea quemado y que la ceniza se esparza por los campos. Tendréis un invierno de gran hambruna. Pero luego la desgracia pasará. Deberás cuidar de que nadie toque la semilla de la comunidad, so pena de muerte. El año venidero será mejor y se dirá; «Es bueno que tengamos un nuevo hacedor de la lluvia, uno joven».
En el pueblo reinaba la desesperación. Maro azuzaba a todo el mundo; a menudo se le gritaban al hacedor del tiempo amenazas y maldiciones. Ada se enfermó y estuvo en cama con vómitos y fiebres. Los ritos, los sacrificios, los largos coros de tamboriles, que estremecían los corazones, nada remediaban. Knecht los dirigía, era tu oficio, pero cuando la gente volvía a dispersarse, se quedaba solo, como un apestado que se evita. Sabía lo que era necesario y no ignoraba que Maro había pedido su sacrificio a la gran abuela. Por su honor y por su hijo dio el último paso: vistió a Turu con los grandes paramentos, lo llevó con él a casa de la gran abuela, lo presentó como su sucesor, y renunció por sí mismo a su cargo, ofreciéndose en sacrificio. Ella lo miró un rato inquisitiva y curiosa, luego hizo una señal con la cabeza y dijo que sí.
El sacrificio se realizó el mismo día. Todo el pueblo se reunió, pero mucha gente yacía en cama por la disentería y también Ada estaba gravemente enferma. Turu, en su traje de ceremonias con el alto gorro de piel de zorro, casi se murió de insolación. Todos los hombres respetables y los dignatarios, que no estaban enfermos, acudieron, la gran abuela con dos hermanas, los ancianos y Maro, el caudillo del coro de tamboriles. Detrás seguía en desorden el pueblo. Nadie insultó al anciano hacedor de la lluvia, todos marchaban silenciosos y cohibidos. Penetraron en la selva y buscaron allí un gran claro circular; el mismo Knecht lo había señalado como lugar de la ejecución. La mayoría de los hombres llevaban consigo sus hachas de piedra, para colaborar en la preparación de la leña para la hoguera. Llegados al claro, colocaron al hacedor de la lluvia en el centro y formaron círculo alrededor de él; más afuera, también en un gran círculo, estaba la multitud. Como todos callaban, indecisos y perplejos, el mismo hacedor de la lluvia tomó la palabra:
—He sido vuestro hacedor de la lluvia —dijo—, cumplí con mi deber durante muchos años tan bien como pude. Ahora, los demonios están contra mi, nada me sale bien. Por eso me ofrecí en sacrificio. Esto reconciliará a los demonios. Mi hijo Turu será vuestro nuevo hacedor del tiempo. Y ahora matadme y, cuando yo esté muerto, obedeced fielmente a lo que prescriba mi hijo. ¡Adiós! ¿Quién me matará? Propongo al tambor mayor Maro; será el hombre adecuado para ello.
Calló y nadie se movió. Turu, sombríamente enrojecido debajo del pesado gorro de piel, miró apenado alrededor de él; la boca del padre se contrajo sarcásticamente. Finalmente, la gran abuela golpeó furiosa el pie en el suelo, hizo una seña a Maro y le gritó:
—¡Adelante, pues! ¡Toma el hacha y mátalo!
Maro, con el hacha en la mano se colocó delante de su ex maestro, lo odiaba ahora más que nunca; la mueca de ironía en aquella vieja boca silenciosa le hacía amargamente daño. Levantó el hacha, la revoleó sobre su cabeza, la mantuvo alta tomando puntería, fijó su mirada en el rostro de la víctima, aguardando a que cerrara los ojos. Pero Knecht no hizo eso, mantuvo los ojos constantemente abiertos y miró al hombre del hacha casi sin expresión, pero lo que podía leerse en su cara fluctuaba entre la compasión y la burla.
Furioso, Maro tiró el hacha.
—Yo no lo hago —murmuró. Se unió al grupo de los dignatarios y se perdió entre la muchedumbre.
La gran abuela estaba pálida de rabia, tanto por el cobarde e inservible Maro como por el altanero hacedor de la lluvia. Hizo seña a uno de los ancianos, un hombre respetable y tranquilo, apoyado en su hacha, que parecía avergonzado por la desagradable escena. Éste se adelantó, hizo con la cabeza una señal breve y amiga a la víctima; se conocían desde niños. Ahora, la víctima cerró voluntariamente los ojos, los apretó y bajó un poco la cabeza. El anciano lo golpeó con el hacha y Knecht cayó. Turu, el nuevo hacedor de la lluvia no pudo decir una palabra, sólo con ademanes ordenó lo necesario, y muy pronto estuvo lista la hoguera con el cadáver acostado encima. La primera función oficial de Turu fue el rito solemne de encender la hoguera frotando dos maderos consagrados…
FUE en la época en que san Hilarión vivía aún, muy proyecto en años; vivía en la ciudad de Gaza un tal Josephus Famulus
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, que hasta su trigésimo año de edad o algo más llevó vida mundana y estudió los libros paganos: luego fue convertido, por una mujer por él perseguida, a la doctrina de Dios y a la dulzura de las virtudes cristianas; se sometió al santo bautismo, renegó de sus pecados y se sentó muchos años a los pies del presbítero de su ciudad, escuchando principalmente la tan anhelada relación de la vida de los piadosos ermitaños en el desierto, con creciente curiosidad, hasta que un día, a los sesenta y tres años, se encaminó por la senda en que le precedieran san Pablo y san Antonio y, después de aquellos, muchos otros seres piadosos. Entregó el resto de sus bienes a los ancianos, para que los distribuyeran a los pobres de la comunidad, se despidió de sus amigos en las puertas de la ciudad, y emigró al desierto, pasando del mundo fútil a la mísera vida de los penitentes.
Por muchos años le quemó y secó el sol; él se limó, orando, las rodillas en la roca y en la arena; esperó ayunando la puesta del sol para masticar su par de dátiles; los demonios le atormentaron con ataques, burlas y tentaciones, que venció con la oración, la penitencia, la entrega de sí mismo, como lo leemos descrito todo en las biografías de los santos padres. Muchas noches, sin dormir, contempló las estrellas, y también las estrellas le causaron tentaciones y perplejidades: leía en las constelaciones porque aprendió un día a desentrañar las historias de lo dioses y los símbolos de la naturaleza humana, una ciencia rechazada absolutamente por los presbíteros, que lo persiguió por mucho tiempo con fantasías y pensamientos de la época pagana.
En todas partes donde por aquella región el desierto estéril y desnudo ostentaba una fuente, un puñado de verde, un oasis pequeño o grande, vivían entonces los ermitaños, algunos completamente solos, otros en pequeñas hermandades, como los representa una pintura en el camposanto de Pisa, ejerciendo la pobreza y el amor del prójimo, adeptos de un nostálgico
ars moriendi
, un arte de morir, de perecer para el mundo y para el propio. Yo, de perecer en el Redentor, en la claridad y lo inmarcesible. Eran visitados por ángeles y demonios, componían himnos, exorcizaban a los malos espíritus, curaban y bendecían y se habían adjudicado la tarea de reparar la lujuria del mundo, la brutalidad y la codicia sensual de muchas épocas pasadas y otras por venir, mediante una poderosa oleada de entusiasmo y entrega, mediante un extático exceso de renuncia al mundo. Muchos de ellos poseían ciertamente viejas prácticas paganas de iluminación, métodos y ejercicios de un proceso de espiritualización perfeccionado en Asia a través de siglos, pero no se decía palabra al respecto, y estos métodos y ejercicios yoghis ya no se enseñaban en realidad, porque caían bajo la prohibición con la que el cristianismo eliminaba cada vez más lo pagano. En muchos de estos penitentes, el ardor de aquella vida llegaba a formar dones especiales, de la oración, de la curación mediante la imposición de las manos, de la profecía, del exorcismo de los demonios; dones del juicio y el castigo, de la consolación y la bendición. También en Josephus dormitaba un don, que con los años, cuando su cabello comenzó a ralear, alcanzó lentamente su florecimiento. Fue el don de escuchar. Cuando un hermano de una de las colonias o un hijo del mundo, impulsado por su intranquila conciencia, acudía a Josephus y le daba cuenta de sus acciones, sufrimientos, tentaciones y pecados, le contaba su vida, su lucha por el bien y sus derrotas en esa lucha, o una pérdida, un dolor, un luto, Josephus sabia escucharlo, abrirle su oído y su corazón, y acercarse, compartir su padecer y sus cuitas, salvarle y dejarle irse aliviado y aquietado. Lentamente, con el correr de muchos años, esta función se había apoderado de él y le había convertido en instrumento, en oído en el cual se confiaba. Sus virtudes eran mucha paciencia, cierta pasividad absorbente y una gran reserva. Cada vez más acudía la gente a él, para confiarse, para liberarse de cuitas acumuladas, y muchos, aunque hubiesen tenido que recorrer largo camino para acudir a su choza de cañas, apenas llegaban y saludaban, no traían la disposición y el valor de confesarse, sino que vacilaban y se avergonzaban, titubeaban con sus pecados, suspiraban y se callaban, largas horas, y él se conducía con todos en la misma forma, ya sea que hablaran con gusto o a la fuerza, libremente o con reticencias, ya sea que volcaran de sí sus secretos furiosamente o estuvieran ufanos de ellos. Todos eran iguales para él, ya fuera que acusaran a Dios o se acusaran a sí mismos, exageraran sus pecados y sus penas o las empequeñecieran, confesaran un asesinato o una impudicia, acusaran a una amante infiel o la pérdida de la salvación. No se asustaba si alguien le hablaba de familiar trato con los demonios y pareciera tutearse con el diablo, ni se enfadaba si uno contaba muchas cosas y callaba lo principal, ni perdía la paciencia si alguien se acusaba de pecados fantásticos y exagerados. Parecía que todo, lo que se le traía, quejas, confesiones, acusaciones y angustias de la conciencia, entrara en su oído como el agua en la arena del desierto; parecía no emitir juicio sobre todo eso y no tener compasión ni desprecio por los que se confesaban, y, sin embargo, o tal vez por eso mismo, parecía que lo que se le confesaba no se perdía en el vacío, sino que al ser dicho y escuchado, se aliviaba y era perdonado. Sólo rara vez emitía una advertencia o un consejo, más raramente aún un cargo o una orden; era como si esto no perteneciera a sus funciones, y los que hablaban sentían tal vez que eso no le correspondía. Su deber, su oficio casi, era despertar y recibir confianza, escuchar paciente y amablemente, facilitar así, para completarla, la confesión todavía inacabada, invitar al fluir y correr lo acumulado o incrustado en las almas, tomarlo y envolverlo en el silencio. Sólo que al final de cada confesión, las terribles y las ingenuas, las apenadas y las vanidosas, hacía arrodillarse al interesado cerca de él, retaba el Padrenuestro y lo besaba en la frente, antes de dejarlo marchar. No le incumbía imponer penitencias y castigos, tampoco se sentía autorizado para expresar una verdadera absolución sacerdotal, no era cosa suya ni juzgar ni perdonar una culpa. Escuchando y comprendiendo, parecía asumir una parte de esa culpa y ayudar a sobrellevarla. Callando, parecía que lo escuchado desaparecía y se perdía en el pasado. Orando con el confesado después del acto, parecía aceptarlo y reconocerlo como hermano, como igual. Besándole, era como si le bendijera en una forma más fraternal que sacerdotal, más delicada que solemne. Su fama se difundió por todos los alrededores de Gaza; se le conocía muy lejos y a veces se le citaba junto con el gran confesor y ermitaño Dion Púgil, cuya renombre sin embargo, era anterior en más de diez años y se fundaba en facultades y hábitos del todo distintos, porque el padre Dion era célebre justamente porque sabía leer en las almas que confiaban en él con más penetración y rapidez de lo que hiciera en las palabras expresadas, de modo que muchas veces sorprendía a uno que se confesara titubeando, lanzándole a la cara los pecados aún no confesados. Este conocedor de almas, de quien Josephus había oído contar cien historias maravillosas y con quien nunca se hubiera atrevido a compararse, era también un privilegiado consejero de almas equivocadas, un gran juez, que castigaba y ponía orden; asignaba penitencias, mortificaciones y peregrinaciones, realizaba matrimonios, obligaba a los enemistados a reconciliarse, y su autoridad era igual a la de un obispo. Vivía cerca de Ascalón, pero le visitaban suplicantes desde la misma Jerusalén y aun de lugares más alejados.