El juego de los abalorios (51 page)

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Authors: Hermann Hesse

Tags: #Clásico, Drama

BOOK: El juego de los abalorios
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Alexander no se dio por vencido:

—Quizá habría aprendido muchas cosas. Quizá habría llegado a convencerse de que el mundo de afuera es distinto de como lo pensaba y que no necesitaba de él y a la inversa; volvería tranquilizado y estaría contento de permanecer en lo viejo, en lo conocido y afianzado.

—Vuestra bondad es muy grande. Os la agradezco, pero no puedo aceptarla. Lo que busco no es tanto la satisfacción de una curiosidad o de un capricho por la vida mundana, cuanto lo incondicional. No deseo salir al mundo con un seguro en la cartera en caso de una desilusión, como un turista prudente que quiere conocer un poco al mundo. Por el contrario, anhelo la aventura, la dificultad, el peligro; tengo hambre de realidad, de cometidos y acciones, y aun de miserias y sufrimientos. ¿Puedo pediros que no insistáis en vuestra bondadosa propuesta y, sobre todo, en el intento de hacerme vacilar y atraerme a quedar? No conduciría a nada. Mi visita aquí para vos perdería para mí su valor y su bendición, si me consiguiera la aceptación
a posteriori
de mi petición, que ya no deseo. Desde el instante del pedido, no me quedé inactivo; el camino que inicié, lo es para mí todo, mi ley, mi patria, mi servicio…

Con un suspiro, Alexander hizo una señal de asentimiento con la cabeza.

—Aceptemos por un momento, pues —dijo pacientemente—, que no sea posible ablandaros y haceros cambiar de decisión; aceptemos que seáis, a pesar de toda apariencia exterior, un frenético o un enfurecido ya sordo a todo, que no presta oído a ninguna autoridad, a ninguna razón, a ninguna bondad, en cuyo camino sea imposible interponerse. Por el momento quiero renunciar a influir en vos, a haceros mudar de opinión. Mas decidme ahora lo que habéis venido a decir, narradme la historia de vuestra caída, explicadme los hechos y las resoluciones con que nos asustáis. Sea eso confesión, justificación o acusación, quiero saberlo.

Knecht asintió.

—El frenético agradece y se alegra. No tengo acusaciones que hacer. Lo que quisiera decir —si no fuera tan difícil, tan increíblemente difícil de expresar con palabras— tiene para mí el significado de una justificación, para vos posiblemente el de una confesión.

Se apoyó en el respaldo de la silla y miró hacia arriba, donde en la bóveda quedaban restos de una vieja pintura de los tiempos claustrales de Hirsland, delgados esquemas de sueños en líneas y matices, en flores y adornos.

—La idea de que puede uno hartarse del cargo de
Magister
y renunciar a él, se me ocurrió por primera vez pocos meses después de mi nombramiento como
Magister Ludi
. Estaba sentado un día, leyendo en un librito de mi celebrado antecesor Ludovico Wassermaler, el cual, recorriendo mes por mes el año oficial, brinda a sus sucesores indicaciones y consejos. Leí en él la invitación a pensar con antelación en el torneo solemne de abalorios del año en curso, y, para el caso de no tener mucho interés o de carecer de ideas, el consejo de reaccionar mediante la concentración. Mientras yo leía aquello, con una sensación de superioridad por ser el
Magister
más joven, sonreí ligeramente con la inexperiencia de mi juventud ante las preocupaciones de mi antecesor, allí reveladas, pero resonó en mí el eco de algo serio y peligroso, de algo amenazador y oprimente. La reflexión sobre eso

llevó a una resolución: si llegase el día en que el pensamiento de un próximo torneo solemne me infundiera cuitas en lugar de alegría, y angustia en lugar de orgullo, presentaría mi renuncia y devolvería a las autoridades mis insignias, sin torturarme dolorosamente para dirigir la prueba anual. Ésa fue la primera vez que tuve tal idea y por cierto no creí entonces, mientras vencía las grandes tareas de mi asimilación en el cargo y el viento hinchaba mis velas, no creí, lo confieso, muy íntimamente en la posibilidad de que yo también sería un anciano y estaría cansado de la labor y de la vida; no creía que un día podría encontrarme apabullado y confundido ante la tarea de sacar de la manga ideas para nuevos juegos de abalorios. De todos modos, se formó en mí la resolución. En aquel tiempo me habéis conocido, Venerable, mejor tal vez de lo que yo mismo me conocía, fuisteis mi consejero y confesor en el primer período grave de mis funciones y habíais dejado a Waldzell muy poco tiempo antes.

Alexander lo miró estudiándolo.

—Difícilmente tuve mejor encargo —dijo— y estuve entonces tan contento de vos y de mí, como rara vez es posible estarlo. Si es verdad que en la vida hay que pagar todo lo agradable, debo expiar ahora aquella sensación tan bella. En esta ocasión me sentí realmente orgulloso de vos. No me siento así hoy. Si Castalia vive ahora por vos una sacudida y la Orden un desengaño, sé que tengo mi responsabilidad en ello. Tal vez hubiese debido quedarme algunas semanas más en esa oportunidad en el
Vicus Lusorum
, como acompañante y consejero vuestro, o bien apretaros y vigilaros más dura y exactamente.

Knecht retribuyó alegremente su mirada.

—No debéis molestaros con tales escrúpulos,
Domine
; yo debería recordaros muchas advertencias que tuvisteis que darme entonces, cuando me sentía pesar encima casi demasiado mi cargo con sus obligaciones y responsabilidades, siendo el
Magister
más joven. Justamente recuerdo que en aquellas horas me dijisteis: «Si yo,
Magister Ludi
, fuera un abellacado o un incapaz, si hiciera todo lo que un
Magister
no puede hacer, si me empeñara con toda intención para causar desde mi elevada posición el mayor daño posible, todo esto no perjudicaría ni conmovería a nuestra querida Castalia más de lo que logra una piedrecilla que se tira en un lago. Pocas olas diminutas, pocos círculos, y nada más. Tan firme, tan segura es nuestra organización castalia, tan intocable su espíritu». ¿Lo recordáis? Oh, no; no tenéis ciertamente la culpa de mis tentativas por ser en lo posible un mal castalio y por dañar como fuese a la Orden. Y también sabéis que nunca podré turbar seriamente vuestra paz. Mas he de seguir explicándome.

«El que ya al comienzo de mi magistratura pudiese tomar aquella resolución y no la olvidara, sino que ahora me disponga a realizarla, tiene relación con una suerte de vivencias espirituales que me ocurre de vez en cuando y que llamo «despertares». Pero de ello estáis enterado, os hablé al respecto una vez, cuando erais mi mentor: en esa oportunidad me quejé con vos justamente, porque esas vivencias habían desaparecido con mi asunción del cargo y se me antojaban disiparse cada vez más en la lejanía.

—Lo recuerdo —confirmó el presidente—; estaba un poco sorprendido entonces por vuestra capacidad para esa clase de vivencias; es algo muy poco común entre nosotros, y afuera en el mundo se presenta en formas muy diversas: tal vez en el genio, sobre todo en los estadistas y jefes de ejércitos, pero también en seres débiles, semi patológicos, poco dotados en conjunto, como videntes, médiums y sujetos telepáticos. No me pareció nunca que tuvierais algo que ver con estas dos clases de seres, los héroes guerreros y los videntes y los radioestesistas. Más aún, entonces y hasta ayer, me habéis parecido un buen miembro de la Orden: reflexivo, claro, obediente. No me pareció lógico, ni aceptable en vos recibir voces misteriosas, voces divinas o diabólicas, de lo más hondo de uno, y ser dominado por ellas. Por eso interpreté los estados de «despertar», como me lo habíais descrito, simplemente como conciencia ocasional del crecimiento personal. Resultaba natural por lo tanto que esas vivencias espirituales desaparecieran por largo tiempo; habíais apenas entrado en elevadas funciones y asumido una tarea que colgaba de vos como un manto demasiado amplio y que antes debíais llenar. Pero decidme: ¿creísteis alguna vez que esos despertares eran algo así como revelaciones de fuerzas superiores, comunicaciones o llamadas desde regiones de una verdad objetiva, eterna o divina?

—Con esto —contestó Knecht— hemos llegado a mi tarea accidental, a mi dificultad justamente de expresar con palabras lo que escapa sin embargo, constantemente a la palabra; convertir en racional lo que evidentemente es extrarracional. No, nunca pensé en esos despertares como manifestaciones de un Dios o un demonio o de una verdad absoluta. Lo que presta peso y fuerza persuasiva a tales vivencias, no es su contenido en verdad, su elevado origen, su procedencia divina o algo parecido, sino su realidad. Son enormemente reales, romo, por ejemplo, un violento dolor físico o un sorprendente fenómeno natural, una tormenta o un sismo, nos parecen cargados de realidad, presencia e inevitabilidad en forma diversa totalmente de los tiempos y estados comunes. El vendaval que precede a una tempestad cercana, nos empuja rápidamente hada nuestra casa y aun trata
de
arrancarnos de la mano la puerta de calle, o un fuerte dolor de muelas que parece concentrar en nuestra mandíbula todas las tensiones, los dolores y conflictos del mundo, son cosas de cuya realidad o importancia podemos comenzar a dudar, a mi modo de ver, tarde alguna vez, si tendemos a semejantes entretenimientos, pero en la hora del suceder no tenemos la menor duda y rebasamos la realidad. Una forma parecida de reafirmada realidad es insita para mí en mi «despertar»; por eso tiene ese nombre; en esos momentos es en realidad como si hubiese estado mucho tiempo durmiendo o dormitando y de pronto me despierto y veo claro y resulto receptivo como nunca. Los instantes de los grandes dolores y las fuertes sacudidas, aun en la historia del mundo, tienen su convincente necesidad, y suscitan un sentimiento de actualidad y tensión inhibidoras. Después, como consecuencia de la conmoción, puede ocurrir lo bello, lo luminoso o lo grosero, lo tenebroso; en todo caso, lo que sucede llevará la apariencia de la grandeza, la necesidad y la importancia, y se distinguirá y separará de lo que ocurre todos los días.

«Pero permitidme —continuó después de una pausa— que trate de concebir la cosa desde otro punto de vista. ¿Recordáis la leyenda de san Cristóbal? ¿Sí? Cristóbal era un hombre de gran fuerza y valentía, pero no quería llegar a ser amo y gobernar, sino a servir; servir era su fortaleza y su arte, y sabia hacerlo. Pero no era indiferente para él a quién debía servir. Tenía que ser al amo más grande, más poderoso. Y cuando oía hablar de un señor más poderoso que el que atendía, ofrecía sus servicios a este nuevo señor. Este gran servidor me gustó siempre y debo asemejarme un poco a él. Por lo menos, en el único período de mi vida en que podía disponer de mí, en los años de estudiante, busqué mucho y mucho vacilé en elegir a qué amo debía servir. Me defendí y desconfié del juego de abalorios largos años, aunque lo considerara como el fruto más valioso y original de nuestra provincia. Había probado el cebo y sabia que no había nada más atrayente y diferenciado sobre la tierra que entregarse al juego; había notado también muy temprano que este juego arrobador no tolera al ingenuo jugador de las vísperas de fiesta, sino que se apodera de aquel que alguna vez se interese un tiempo por él y «le obliga a su servicio. Pero un instinto rechazaba el que me circunscribiera con todas mis fuerzas y mi interés total a esta maravilla; una ingenua sensación por lo sencillo, por lo total, lo sano, me ponía en guardia contra el espíritu del
Vicus Lusorum
de Waldzell, como contra el espíritu de la especialización y del virtuosismo, un espíritu ciertamente muy cultivado y elaborado muy ricamente, pero separado del conjunto de la vida y de la humanidad, sumida en una orgullosa soledad. Dudé y medité años enteros, hasta que maduró la resolución y, a pesar de todo, me decidí por el juego. Lo hice porque sentía en mí el impulso de buscar lo supremo en plenitud y de servir al amo más poderoso.

—Comprendo —dijo el
Magister
Alexander—. Pero como quiera que yo lo considere y vos tratéis de describirlo y explicarlo, tropiezo siempre con la misma razón para todas vuestras singularidades. Tenéis demasiado sentido de vuestra propia persona o de su subordinación a la misma, lo que de ningún modo equivale a ser una gran personalidad. Se puede ser astro de primera magnitud en capacidad, fuerza de voluntad y perseverancia, pero también estar tan perfectamente colocado en su centro que uno se mueve en el sistema a que pertenece sin la menor fricción ni pérdida de energía. Otro posee esas mismas altas dotes, hasta mejores aún, pero el eje no pasa exactamente por el centro y desperdicia la mitad de su fuerza en movimientos excéntricos, que lo debilitan a él mismo y trastornan su ambiente. Vos pertenecéis seguramente a esta última clase. Pero debo ciertamente confesar que habéis sabido ocultarlo en forma excelente. Tanto más violento parece descargarse ahora el mal. Me contáis de san Cristóbal, y debo deciros que aunque esta figura posee algo grandioso y emotivo, no puede ser un modelo para un servidor de nuestra jerarquía. Aquel que quiere servir, debe servir al amo a quien prestó juramento, en la hora buena y en la mala, y no con la secreta reserva de cambiar de señor, apenas encuentre uno mejor, más suntuoso. El sirviente se convierte entonces en juez de su amo, y lo mismo estáis haciendo vos. Siempre quisisteis servir al amo más alto, y sois tan presumido como para resolver por vos mismo la categoría del señor que elegís.

Knecht había escuchado atentamente, pero no sin una sombra de tristeza en su rostro. Y prosiguió:

—Respeto vuestro juicio, no podía esperar otra cosa. Pero dejadme seguir exponiendo pocas cosas más. Me convertí en
Magister Ludi
y, realmente, por bastante tiempo estuve convencido de que estaba sirviendo al más sublime de los amos. Por lo menos, mi amigo Designori, nuestro protector ante el Parlamento, me describió una vez más vívidamente, como un virtuoso del juego y un siervo selecto, arrogante, astuto, un poco consentido. Mas debo deciros aún qué importancia tuvo para mí la palabra «trascender» desde mis tiempos de estudiante y los «despertares». Se me ocurrió —creo— durante la lectura de un filósofo del Iluminismo y bajo la influencia del
Magister
Tomás Della Trave, y fue para mí desde ese momento, igual que «despertar», una verdadera palabra mágica, impulsora y fortalecedora, consoladora, y promisoria. Mi vida —así me lo propuse— debería ser un trascender, un avanzar grado a grado; había que atravesar un espacio tras otro; había que superarlos, lo mismo que la música pasa tiempo iras tiempo, tema tras tema, los toca, los acaba y los deja detrás de sí, nunca cansada, nunca dormida, siempre vigilante, siempre perfectamente presente. Con relación a las vivencias del despertar había observado que existen grados y espacios, y que cada vez el último período de un capítulo de la vida lleva consigo un hálito de marchito y de moribundo, que luego, al trasladarse al nuevo espacio, lleva al despertar, a un nuevo comienzo. También esta imagen del trascender os la comunico, como un recurso que tal vez sirva para explicar mi vida. La resolución para el juego de abalorios fue un grado importante, y no menor el primer injerto palpable en la jerarquía. También en mi cargo de
Magister
hallé y viví esos grados. Lo mejor que me dio mi cargo fue el descubrimiento de que no solamente el hacer música y el juego de abalorios son actividades que satisfacen, sino también el enseñar y educar. Y poco a poco descubrí, además, que el educar me hacía más feliz cuanto roas jóvenes y sin formación fueran los alumnos. Con los años, esto también, como muchas otras cosas, me llevó a desear alumnos jóvenes y cada vez más jóvenes, a convencerme de que hubiera sido mejor para mí, y más grato, ser maestro en una escuela de principiantes, en resumen, a comprender que mi fantasía, a veces, se ocupaba de cosas que estaban fuera de mis funciones.

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