El jinete del silencio (67 page)

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Authors: Gonzalo Giner

BOOK: El jinete del silencio
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Descorazonada, antes de volver a su palacio y sin haber conseguido ninguno de sus propósitos, quiso ver cómo estaba Yago. Le sobraba tiempo antes de que sus padres regresaran.

Se sentía turbada, como si se le estuviese atragantando la vida de golpe. No podía quitarse de la cabeza el dulce momento de pasión que había compartido con Volker apenas unas horas antes. Le parecía imposible volver a amar a alguien, que se hubiese despertado en ella la ilusión de darse por entera. Volker había conseguido encontrar en su corazón nuevos espacios donde todavía podía crecer algo maravilloso después de creer que era tierra yerma.

Era de noche, pero no tan tarde como para extrañarle que Yago no estuviera en los aposentos reservados para los mozos de cuadra. Conociéndolo, imaginó dónde podía encontrarlo. Buscó las cuadras, pero tampoco estaba allí. Extrañada, fue hacia el guadarnés y entonces escuchó la música. Se detuvo, afinó el oído y localizó de dónde venía: de la pista de entrenamiento.

Yago estaba en el centro de la arena.

Montaba con los ojos cerrados y sin riendas un macho castrado de pelo casi blanco. De hecho, no llevaba cabezada ni tampoco montura. Al principio los vio caminando a un paso lento, el animal echando los remos hacia adelante con una cadencia curiosa, pero cuando terminó de recorrer la pista el caballo se volvió lleno de brío y arrancó un trote que se creció por momentos hasta ganar el galope y terminar con una frenada y un giro en el último momento, casi imposible. De uno de los pasillos laterales salió a la pista otro caballo, este negro, montado por Francesca, también sin riendas y correajes, manejándolo con su propio cuerpo, apenas sujeta a las crines.

Los dos jinetes se encontraron en el centro.

Carmen guardó silencio, se sentó sin querer llamar la atención, para observarlos.

Los dos caballos se rozaron, espalda sobre espalda, Yago y Francesca unieron sus manos, cerraron los ojos y entonces sonó una música que nacía desde una de las esquinas del patio. Una melodía suave a doble escala, sucediéndose la una a la otra.

Carmen descubrió a Camilo tocando.

Llevaba con él su clave portátil. Él no la vio.

Al compás de la música los dos animales iniciaron un paso sincronizado con un trote extremadamente corto, recogido y suspendido, intercambiando en diagonal los apoyos. Al son de la melodía remetían sus patas traseras y cada bípedo subía y descendía con la misma cadencia que los acordes que sonaban desde las manos de Camilo. Producían un hermoso balanceo y daba la sensación de que en un momento del paso, los caballos se quedaban como suspendidos en el aire.

Los dos jóvenes se volvieron a dar las manos y Yago abrió los ojos cuando ella hizo lo mismo. Se acercaron más el uno al otro, mientras en el aire flotaba un compás suave y sostenido.

—Eso es exactamente lo que quiero para mi escuela…

Carmen se dio media vuelta. A escasa distancia, a su derecha y tapándose la boca con las dos manos en un gesto de absoluto asombro, Giovanni Battista Pignatelli, sin dejar de observar ni un solo segundo a los jóvenes, se presentó.

—He oído decir que os dedicáis a enseñar equitación y me pregunto si lo que estamos viendo tiene algún nombre —afirmó Carmen.

—Lo llamamos passagio, pero nunca lo he visto hacer con tanta magia… Esos dos muchachos están moviendo los caballos con una elegancia poco común, creedme. Los animales poseen clase, calidad, nobleza, pero fijaos sobre todo en el chico y en su caballo. Parece como si uno fuera la extensión del otro; forman un solo ser… El animal está respondiendo a los deseos del muchacho sin necesidad de palabras, gestos o presiones como sería normal en cualquier otro jinete.

Carmen sintió orgullo y una intensa emoción al escuchar esos elogios sobre Yago.

—¿Cómo creéis que lo consigue?

—Yago está dirigiendo el alma del caballo desde el silencio de la suya…

El efecto de un acorde que Camilo hizo vibrar con el uso de los pedales captó la atención de Pignatelli. Para su asombro, la secuencia musical y el paso de los caballos empezó a sincronizarse de un modo tan preciso como hermoso, con los animales desplazándose por la pista en diagonal.

—¡Nunca pensé en eso! La música moviendo a los caballos, la emoción de unos acordes dirigiendo el paso de un animal cuya alma está entregada a su jinete, y ambos al ejercicio de un logro hermoso y genial. ¡Esto es, es…, es maravilloso…! —Su mirada se nubló de la impresión que recibía—. En esa pista hay casta, giran en corto y se desplazan con la gracia y ligereza que les da su raza, pero hay también destreza, más de la que he conseguido yo con mis caballos napolitanos. Pero sobre todo hay…, hay arte. Y eso es lo que yo necesito…

Carmen no entendía la trascendencia de sus palabras, pero era sensible al torrente de emociones que se estaba produciendo allí mismo, en un espectáculo de una belleza desconocida. Pero aún le conmocionaba más comprobar que su principal responsable había sido considerado hasta hace poco un individuo con las capacidades mentales mermadas.

Y al verlo, lloró de emoción, de alegría, y también con pena.

Lloró al darse cuenta de que Yago era un ser humano grande, bastante más que otros; un hombre con un talento único, capaz de expresar su riqueza interior a través de un animal, de un caballo.

Pignatelli estaba conmovido observándolos, sin perderse un solo compás ni el más sutil cambio de aire que iba sucediéndose.

Y en ese momento, el reflejo de una de las grandes lámparas empleadas para iluminar la pista alumbró a Yago. Al paso de su caballo se levantó una fina nube de polvo que caracoleó con los amarillentos halos de luz, resolviendo una mágica escena llena de música, sensibilidad y grandeza.

XIII

El correo era la primera mercancía que salía de los barcos en cuanto arribaban a puerto, por eso desde aquella goleta recién llegada de Jamaica, nada más colocarse la rampa, desembarcó un grueso marinero sudado y bastante sucio con un enorme saco a sus espaldas donde iba la abundante correspondencia generada en aquella isla.

En el puerto, Fabián, junto a un hombre que acababa de contratar, observaba el recorrido de la saca en todo momento y a la vez inspeccionaba los movimientos de un militar de bajo rango, de nombre Bernardo de Santibáñez, de quien tan solo tenía una vaga descripción.

—Al marinero ese no le perdáis de vista por nada del mundo —le encomendó en voz baja—, y sobre todo, recordad que tenéis que marcar con una cruz roja la saca que lleva, una vez la deje en la Casa de Postas. ¿Lleváis todo lo necesario?

El personaje, de edad avanzada pero espabilado, le enseñó una barra de cera roja.

Con la conformidad de Fabián, se fue detrás del marinero.

La paga por ese servicio era generosa, aunque de momento solo hubiese visto la mitad; el resto le llegaría al completar el encargo. A su edad escaseaban los buenos trabajos y como consecuencia el pan para su casa, por eso no le iba a fallar. A pocas cuerdas de su perseguido le vio tirar sin cuidado el correo sobre una carretilla de mano, y escuchó la orden que dio a su propietario. El destino era la Casa de Postas, como le había dicho el pagador, y la urgencia en la entrega, total.

Fabián había llegado a sospechar del tal Bernardo por la exagerada frecuencia de sus viajes entre Jamaica y Sanlúcar, una vez comprobó las tripulaciones de los dos últimos años. Pero la confirmación definitiva le había llegado por carta dos semanas antes en un anterior barco, de mano del agente de la Saca destinado en Jamaica, quien pudo saber que Bernardo trabajaba para Hugo de Casina, contacto de Luis Espinosa y responsable de planificar los embarques de oro para la Corona.

Fabián, a tenor de esa circunstancia, dedujo que el hombre tenía que estar actuando como correo entre Hugo y Luis Espinosa, pero desconocía qué medio empleaba para hacerle llegar la información a Luis, cuando este se encontraba lejísimos de allí, en Génova o en alguno de sus habituales desplazamientos con el Emperador. De las anteriores estancias de Bernardo, no había constancia alguna de que emprendiese un viaje posterior para encontrarse con Espinosa, pues aprovechaba el mismo barco que lo había traído a Sanlúcar para retornar a la isla, en ocasiones tan solo una semana después. Por tanto, o tenía un contacto intermedio en Sanlúcar, o empleaba un sistema mucho más simple y lógico: la propia correspondencia.

Por eso había mandado a su hombre que siguiera esa saca. De existir una carta destinada a Luis, la localizaría durante la noche, cuando cerrara la Casa de Postas.

Por la escalerilla de la goleta descendió un hombre de buena planta, impecable en el vestir y estirado como un junco, con un bigote retorcido y gesto huraño. Al cruzarse con Fabián pudo ver que tenía un grueso lunar en el mentón, señal inequívoca de que se trataba de su hombre. Empezaba así la siguiente fase de su plan. Lo siguió a escasos palmos hasta adentrarse en la ciudad, y en cuanto vio que no había demasiada gente por los alrededores se le enfrentó, saliéndole desde la espalda, con una daga que le plantó en el vientre, disimulándola con su propio cuerpo. El hombre tuvo la oportunidad de verla.

—¿Qué queréis de mí? —preguntó sin titubear.

—Seguidme, y por vuestro bien os ruego que no intentéis nada si no queréis que os atraviese el hígado de un tajo —la firmeza de sus palabras daba a entender que era de los que estaban dispuestos a cumplir su amenaza.

Bernardo fue caminando al paso que le marcaba el filo de la daga, hasta llegar a las vecinas atarazanas del puerto. El hombre no demostró demasiada tensión, y tampoco trató de defenderse. A Fabián le extrañó, pero lo atribuyó a su condición de militar.

Al entrar en aquellos edificios Fabián recordó la paliza que años antes había sufrido, y sintió un ligero escalofrío, pero volvió a lo que estaba. Buscó una esquina discreta, detrás de unas enormes bobinas de cuerda, y sin más preámbulos le sentó de golpe sobre una de ellas.

Bernardo lo observó impertérrito. Se echó la mano a la cintura y sintió la presencia de su pequeña daga. Llegado el caso, no dudaría en usarla. No terminaba de entender qué podía querer de él, porque era evidente que no se trataba de un robo.

—Os dejaré ir pronto si colaboráis.

—Decid qué queréis entonces y acabemos cuanto antes… —Bernardo había notado la cojera de Fabián pero no subestimó su fortaleza. Tuvo claro que si necesitaba hacerle frente, iba a tener que andarse con mucho cuidado. No sería un contrincante fácil.

—Bien, mejor así. —Fabián se sentó en otra de las bobinas sin perderlo de vista ni un solo instante—. Como ya habréis deducido, no busco hacerme con vuestro dinero, y tampoco pretendo dedicaros más tiempo del imprescindible, por eso iré al grano. Sé de sobra quién sois, y para quién trabajáis… —Lo miró a los ojos y esperó unos segundos estudiándolo—. Pero lo que no sabéis es que don Hugo de Casina ha sido detenido y está a punto de ser juzgado por un delito de alta traición. Y por si no me creéis y para borraros cualquier duda sobre la veracidad de mis palabras, os puedo decir que el hecho ha sucedido mientras estabais embarcado y que se debe a un largo y meticuloso plan que se lleva organizando desde hace mucho tiempo…

La expresión de Bernardo cambió. No tenía modo de saber si lo que le decía aquel hombre era cierto o no, pero de cualquier manera la noticia había conseguido afectarle. Mucho o poco, estaba claro que algo sabía sobre ellos, y desde ese momento empezó a temer por su propio destino.

—¿Cómo puedo saber que decís la verdad?

—Si yo estuviera en vuestra situación no me detendría demasiado en eso, y sí en intentar salvar el cuello… —Fabián decidió continuar con la trampa—. Conocemos vuestras actividades con tanta exactitud que lo mejor que podríais hacer ahora es colaborar conmigo. Y para entrar en más detalle, la información que busco es muy concreta; necesito ver el mensaje que pretendíais hacerle llegar a don Luis Espinosa.

Al escuchar aquello, Bernardo se dio cuenta de que estaba perdido. Le inquietó sobremanera que el hombre supiera tanto cuando él no había explicado a casi nadie cuál era el motivo de su viaje. Pero de pronto, una nueva duda sobrevoló sus pensamientos; si como decía estaba tan al corriente de su implicación, no terminaba de entender por qué no lo había detenido, qué significaba ese interrogatorio en un lugar lejos de todo el mundo.

—Decidme quién sois y tal vez os responda. —Bernardo se creció por un momento.

—Mi nombre es Fabián Mandrago y soy un agente de la Saca. Tengo como tarea principal perseguir una clase de delitos que coinciden exactamente con los que vos estáis cometiendo —no titubeó en ningún momento mientras pronunciaba esas palabras.

A Bernardo, el nombre le había sonado familiar. Estrujó su memoria para entender de qué lo conocía, hasta que de pronto recordó.

Meses atrás, su jefe Hugo le había mandado hacer un seguimiento a ese mismo hombre por Jamaica siguiendo los deseos de don Luis Espinosa. Había compartido la misión con otro compañero, que luego había aparecido degollado en un callejón del puerto de Sevilla la Nueva. El crimen lo atribuyeron a Fabián, pero logró escapar.

—Y entonces, ¿por qué no me habéis llevado a la cárcel? ¿Y qué hacemos aquí?

Fabián no había calculado las habilidades del personaje y no supo reaccionar. Dudó cómo contestar y guardó silencio durante unos segundos.

—De acuerdo, reconozco que tanto el lugar como el interrogatorio pueden parecer extraños o hasta irregulares, pero tengo mis motivos… —Taconeó el suelo reflejando una cierta ansiedad—. En realidad, me gustaría evitaros la horca, pero para eso necesito que aceptéis un trato.

—Procuraré contentaros. Vos diréis.

—Contadme cómo le hacéis llegar la información a don Luis Espinosa, solo eso, y prometo que no seréis acusado de traidor. Quiero conseguir su cabeza, digamos que por razones personales.

—Entiendo… —Bernardo se las imaginó después de saber que en Jamaica Mandrago había estado a punto de morir a manos de don Luis. Tomó aire, se lo pensó dos veces más y le pidió garantías.

—El propio Emperador será informado de vuestro servicio, y dad por seguro que además de olvidar vuestra participación en el robo de su oro, sabrá ser generoso. No creo que olvide a quien con su información va a recuperar unos dineros que le son muy necesarios. Pensadlo de ese modo.

Bernardo valoró la oferta contrastándola con sus escasas alternativas. Podía usar la daga y con suerte huiría, pero su vuelta a Jamaica quedaba descartada una vez era pública su intervención en el robo. De ir, le esperaría con toda seguridad la cárcel. Pero de escapar de las atarazanas, como segunda posibilidad, tendría que esconderse de por vida si no quería ser también ajusticiado. Pensó en silencio, valoró cualquier otra posibilidad, por extraña que fuera, pero como no encontró muchas más, empezó a ver la solución que le proponía como la mejor.

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