Read El jinete del silencio Online
Authors: Gonzalo Giner
Aunque fuera consciente de que no era como el resto de los esclavos, ni por su color de piel ni por su entendimiento, no terminaba de asumir las suspicacias que despertaba, ni comprendía cómo en un mundo de desheredados podían tratarlo casi peor que sus amos a ellos.
Yago, ajeno a las reacciones que producía en los demás e incluso en Hiasy, respiró profundamente. El frescor del aire, que acababa de acariciar la superficie del lago, alcanzó su piel, despejó su ánimo y le abrió sus propios recuerdos de un modo encadenado como si se tratase de una sucesión de imágenes. Al hacer balance de su vida anterior se dio cuenta de las pocas veces que había disfrutado de algo o de alguien, salvando algunos momentos muy especiales con Camilo o con los caballos.
Giró el cuello para verla y de nuevo volvió a hacerse presente su desnudez. Sus piernas poseían un hermoso brillo casi azulado y su vientre era redondo y pequeño. Hiasy estaba muy delgada, pero a Yago le pareció tan hermosa…
Una vez más no sabía qué hacer.
Contuvo de nuevo las ansias de acariciarla, sintiéndose incapaz de expresarse. Hiasy, sin embargo, en esa ocasión no se dio cuenta de sus intenciones, pues estaba encerrada en sus propios pensamientos.
Hasta que había aparecido Yago, nunca se había sentido acompañada por nadie. Muchos decían de ella que era rara y tal vez tuviesen razón. Se sabía esclava, cumplía con el trabajo, recibía los golpes y palizas como una más, pero a diferencia del resto, ella sabía que no iba a ser para siempre así. No iba a morir habiendo vendido al completo su honor como les sucedía a casi todos. No, ella tenía un sueño y ahí radicaba su diferencia, un sueño de libertad: dejar de ser tratada como si fuera un ser inferior. Nunca se resignó. Por eso había trazado un plan casi desde su llegada, un plan que se cumpliría. Estaba segura.
Yago había aparecido cuando aquella idea empezó a ser factible, y ella lo incluyó.
—Irnos… —Hiasy dirigió un dedo hacia la cumbre de la montaña más alta de la isla, visible desde cualquier parte de la misma—. Yago y Hiasy, allí, solos.
—Solos. —Él señaló el mismo lugar sin entender.
Hiasy había escuchado decir que en aquellas nubladas cumbres vivían algunos esclavos huidos, junto con los indios, sus originales pobladores. Los que lo habían conocido afirmaban que allí todos eran libres e iguales, y que su aire solo transportaba paz y respeto.
—Allí Yago, Hiasy…, respirar y libres…
Fray Camilo, desprovisto de su hábito religioso, y el que fuera guarda de la Saca, Fabián Mandrago, llevaban navegadas tres cuartas partes de la travesía entre las Canarias y la isla de Jamaica, en un viaje que obedecía a un doble objetivo para el primero: obtener respuestas sobre sus dudas vitales y encontrar a Yago, y para el segundo, la oportunidad de probar la participación de los dos veinticuatros en un acto delictivo.
La embarcación no ofrecía demasiadas distracciones para los pasajeros y tampoco se daban las condiciones mínimas para disfrutar de un poco de intimidad debido a su pequeño tamaño. Al anochecer, cuando el sol era engullido por el horizonte marino y la tripulación había terminado todas sus faenas, Camilo buscaba la soledad de la cubierta para rezar y pensar.
Durante los primeros días fue desentrañando su vida casi año a año, en una profunda revisión de sí mismo. En el silencio de su alma se proponía encontrar la verdad y la determinación necesaria con la que afrontar el futuro. Fabián respetaba su voluntad y casi nunca lo acompañaba en esos momentos, pero cuando lo hizo no se arrepintió, ya que descubrió en Camilo no solo a un buen conversador, sino también a alguien con una apasionante vida interior.
—Desde hoy te llamaré Camilo a secas, nada de fray Camilo —la voz de Fabián surgió de la oscuridad, a sus espaldas. Se colocó a su derecha y contempló el azulado oleaje—. Será mejor que no te identifiquen como a un religioso.
La presencia del guarda alegró a Camilo. No siempre conseguía la necesaria concentración para sus meditaciones, a veces el mar atrapaba su atención con sus continuos cambios de color, su fuerza y su latente energía.
—Hoy huele mucho más que los demás días. —A la vez que su mirada cabalgaba por el azulado horizonte, aspiró sin prisas una buena bocanada—. Nunca imaginé lo diferente que puede llegar a ser, es sorprendente.
Fabián confirmó sus impresiones. Las aguas desprendían un intenso perfume a pescado y salitre que les llegaba transportado por la bruma del atardecer. Sintió el frescor del aire sobre sus mejillas como una suave caricia. Se relajó, observó el último reflejo del sol agitándose sobre las olas y sacó de un bolsillo una hoja de tabaco para mascar. Le ofreció otra a Camilo.
—Gracias, pero no creo que me siente nada bien… Bastantes amarguras arrastro últimamente como para ponerme a probar eso… —Se rascó la cabeza casi con furia. Pasadas ya tres semanas de su salida desde el puerto de Sanlúcar, gracias al dinero que distrajo de la cartuja y con la conciencia todavía afectada por su mal proceder, volvía a recuperar el pelo que se había rapado para disimular su condición de cartujo.
—Deja de martirizarte, Camilo. No obraste bien con tu orden, de acuerdo, pero tomaste una decisión movido por un encomiable espíritu de responsabilidad.
—Llamas responsabilidad a lo que hice, cuando a mí solo me parece una traición.
—Has de mirarlo de otro modo. Si nos hacemos con esos caballos, podrás devolverle a tu cartuja el sueño de conseguir la más hermosa de las castas, podrán vender luego sus hijas e hijos, y aliviar así las dificultades económicas que, tal y como me contaste, está atravesando en estos momentos. Tu iniciativa quizá no tendrá sus bendiciones, pero sin ella aquel noble objetivo se borraría para siempre.
—No me perdonarán nunca. —Recordó con angustia las horas previas al embarque. Había dejado una carta a su prior donde le explicaba sus motivos, se comprometía a devolver todo el dinero y a expiar su pecado como tuviera a bien a su vuelta.
Fabián advirtió una cierta inquietud en sus pensamientos e insistió con el tabaco hasta convencerlo. Camilo probó un trozo y empezó a masticarlo. Para su sorpresa, sintió un agradable efecto en su ánimo y su tensión se rebajó.
—Bueno, lo hecho, hecho está… —Escupió al mar un resto de hoja demasiado amarga—. Desconozco si Jamaica es una isla muy grande y qué haremos una vez allí para localizar a los caballos...
—Cuando estuve en el Pósito obtuve el nombre de quien los compró, un tal Blasco Méndez de Figueroa. Hemos de dar con él, comprobar si es la persona que buscamos, y de tener caballos, constatar que sean los vuestros.
La intempestiva aparición de un joven desde una escotilla evocó en Camilo la figura de Yago. Al advertir un aire de tristeza en su mirada, Fabián se interesó por sus motivos. Hasta entonces Camilo había evitado hablar de él, pero en ese momento cambió de parecer.
—Además de los caballos había un chico encargado de su cuidado que desapareció esa misma noche… —Un repentino cambio en la fuerza del viento le obligó a sujetarse a la barandilla. Fabián hizo lo mismo sorprendido por lo que acababa de escuchar—. Pero lo peor es que Yago, que así se llamaba, no tenía una forma de ser común…, digamos que tenía algunos problemas…
—¿A qué te refieres? —No terminaba de entender por qué le hablaba del chico.
Camilo vio llegado el momento de hablarle de Yago en profundidad.
—Cuando lo abandonaron a las puertas de la cartuja solo tenía ocho años y parecía un animal asustado. Fue recogido y alojado en el hospicio de la cartuja, donde procuramos cuidar y educar a chicos como él. Pero, como te digo, Yago no tiene un comportamiento como los demás, su trato no es fácil, y en general requiere mucha más atención que cualquier otro. Le cuesta relacionarse con los demás, sufre con frecuencia un tipo de ataques que se manifiestan con temblores, busca estar siempre aislado y además le cuesta hablar. Pero a pesar de todo lo anterior, Yago es un gran muchacho y sé que hay un ser grande en su interior. Desde que le conocí he intentado ayudarle en todo lo que he podido, y os aseguro que se le coge cariño con facilidad.
Fabián empezó a hilvanar pistas ante las revelaciones de Camilo, creyó adivinar qué había de fondo en todo ese asunto, y para aclararlo fue directo con su siguiente pregunta.
—La búsqueda de ese chico es la verdadera razón de que estés aquí, ¿verdad?
Camilo suspiró.
—Confieso que sí.
—¿Y por qué no lo habías hablado hasta ahora?
—No estaba seguro de que entendieras mis razones. Viniste a la cartuja por dinero, a cambio de que pudiéramos recuperar los caballos. Cuando lo supe, y te hice una propuesta en ese sentido, te encajó sin ningún problema. Por entonces pensé que no era prudente hablar de mis motivaciones personales…
—¡Vaya sorpresa! —apuntó Fabián.
—¿Te parece extraño?
Fabián comprendió sus prevenciones y le restó importancia. Si el chico había acompañado a los caballos, su búsqueda no tenía por qué cambiar para nada sus planes. Si daban con ellos, darían también con él.
—Tal y como lo has descrito, el muchacho no puede haber pasado desapercibido. Mira por dónde, quizá hasta nos ayude a seguir el rastro de los animales. Te ayudaré a localizarlo, cuenta con ello.
El viento arreció de golpe e hinchó las velas con una fuerza inusitada, las crestas de las olas se alzaron y la nao empezó a bambolearse con ellas. Una vez más el mar marcaba sus cambios y su bravura despertó en Fabián el recuerdo de Cudillero, cuando oteaba a las ballenas desde sus acantilados.
Camilo escuchó con interés el relato de su estancia en aquella costa, y entendió la pasión que sentía por el mar.
—Desde muy pequeño soñé con ser navegante, surcar todos los mares y conocer el mundo entero. Pero la vida me dirigió hacia otros destinos y no pudo ser… Siento un gran respeto por la gente del mar, por quienes dedican su vida entera a los barcos.
Aquella referencia a sus pasiones llevó a Camilo a pensar en las suyas.
Fruto de una locura de amor, en su caso por el Señor, lo había dejado todo. Había quien llamaba a esos arrebatos sueños, otros los consideraban una pasión o sencillamente algo en lo que creer y crecer… Él había dado otro nombre a todo aquello: Dios. Sin embargo, ahora no sabía cómo ordenar aquel remolino de sensaciones ni ponerle nombre a su futuro. Quizá debiera seguir la llamada del Altísimo de otra forma, no desde el aislamiento místico, sino a través de los demás, y para empezar, desde la fragilidad de un ser como Yago.
* * *
Los caballos de Blasco Méndez de Figueroa habían contribuido de forma esencial a la conquista de una buena parte de las tierras de aquel nuevo mundo.
Él decía que no solo habían sido buenos animales, sino que se comportaban como si fueran las sombras del aliento de Dios, pues los indios así lo creyeron.
Junto a Hernán Cortés comprobaron el increíble efecto que su presencia había provocado en los primeros indios, quienes veían a jinete y a caballo como un solo ser, creyeron que se trataba de sus propios dioses venidos desde el más allá, y por eso se rindieron por completo ante ellos.
Los muchos aventureros que fueron llegando a las Indias en las siguientes décadas, en su pretensión de ganar fortuna, territorios y nombre, fueron necesitando más caballos para sus empresas y empezaron a comprárselos a Blasco al precio que pidiera.
Pero traer caballos desde España se convirtió en una tarea de locos.
Durante la travesía no sobrevivía ni la mitad, y además la Corona había reglamentado la prohibición de su saca al faltar animales en la Península. Por esa razón a Blasco y a otros hombres con buen olfato para los negocios les faltó tiempo para empezar a criarlos en las islas.
Los primeros centros de cría se iniciaron en La Española, algunos de ellos eran de propiedad real. Les siguieron otros en Cuba y, cómo no, en la isla de Jamaica, donde también se instaló una Real Cabaña, aunque nunca llegó a hacer sombra a la de Blasco.
Desde las tres islas se preparaban las expediciones hasta el continente y se dotaban las embarcaciones de víveres, esclavos, armas, semillas y sobre todo caballos.
Había pasado una semana desde la llegada de Carmen a la plantación y Volker seguía pendiente de ella. La imagen que daba era de felicidad, la propia de una recién casada, siempre al lado de su marido, compartiendo paseos a caballo por sus dominios y por el resto de la isla.
Blasco ejercía de perfecto anfitrión y modélico marido.
Desde muy pronto, tanto a los ojos de Carmen como a los de Volker, se reveló su gran sensibilidad por las artes. Leía muchas horas al día en su biblioteca, admiraba la escultura y poseía algunas piezas de excelente calidad salidas de los mejores talleres de Ferrara. A las dos semanas de la llegada de su mujer se organizó un gran concierto. Para los asuntos artísticos Blasco era muy meticuloso y ponía todo su empeño en que saliera todo a la perfección.
Afirmaba que la música era un regalo de Dios, y qué menor respuesta a tan grande favor que escucharla con toda la emoción y el debido respeto. Se encargaba personalmente de comprobar la ubicación de los músicos, buscaba dónde hallar la mejor acústica en sus salones, y hasta ordenaba cambiar las cortinas por otras de mayor grosor que absorbieran mejor el sonido.
La música era, sin duda, una de sus reconocidas aficiones, pero también la pintura. Por toda la casa colgaban cuadros, algunos firmados por los mejores maestros europeos, que gustaba de explicar proporcionando hasta el menor detalle sobre el autor, la técnica o la historia de los mismos. Carmen y Volker conocieron en pocos días a más de una docena de poetas, escultores y pintores que Blasco protegía y financiaba, lo que le convertía, sin duda alguna, en el mayor promotor de arte de la isla.
Todos aquellos detalles de buen gusto tenían cautivada por completo a su mujer, que ni en sus mejores sueños había podido imaginar tanta suerte ni mejor idilio.
Sin embargo, Volker comenzó a dudar si aquello no era demasiado bueno.
Empezó siendo una intuición, pero a medida que pasaron los días y semanas le pareció ver como si detrás de su intachable carácter se ocultase algo, una segunda personalidad, no sabía bien el qué. Por la seguridad de Carmen, se propuso descubrir si estaba en lo cierto o no, pero, eso sí, guardando una máxima cautela.
Preguntó a sus empleados, a todo el que tenía más trato con él, pero solo pudo constatar el miedo que le tenían, casi pavor. Aquel inicial silencio pudo ser superado con algo de dinero y una promesa de discreción absoluta. Y así empezó a descubrir con asombro cosas sobre Blasco que le parecieron, como poco, preocupantes. Su propensión a los castigos, casi siempre llevados a cabo por su propia mano, las muchas esclavas jóvenes que se decía habían pasado la noche con él antes de la llegada de Carmen, las heridas con las que algunas volvían de su lecho, latigazos sin aparente motivo a quien le venía en gana y esclavos que desaparecían sin que nadie supiera qué había sido de ellos, fueron algunos de los hechos que pudo conocer. Aunque no fuese demasiado grave en sí mismo, pues ese trato a los esclavos era común entre los amos, Volker empezó a pensar si tras aquella exagerada disciplina no existiría además un mundo de obsesiones, una
bruma negra
que estuviese ofuscando su alma.