El jinete del silencio (69 page)

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Authors: Gonzalo Giner

BOOK: El jinete del silencio
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Los lugares elegidos para esos pagos, como era el caso de la isla de Tabarca, no estaban abiertos al libre tráfico de personas. Para llegar a ellos había que tener un enlace, y lo más habitual era emplear a la Orden de la Santa Trinidad y Redención de Esclavos, pues desde hacía más de trescientos años sus miembros tenían como vocación ese concreto cometido. Los monjes trinitarios, que así se les conocía vulgarmente, recibían las cartas desde Argel u otros puertos de la costa africana con los nombres de los cristianos a canjear y el importe requerido, contactaban con sus familiares y finalmente arreglaban el encuentro.

Dada la alta rentabilidad que obtenían en el trueque, los corsarios estudiaban detenidamente a sus capturados. Ni se planteaban el rescate de los que veían con manos encallecidas, al suponerles un origen humilde; esos eran vendidos a los turcos, o a veces a los moros, para que los emplearan en las faenas más duras, sobre todo en la construcción. Pero con los de manos finas actuaban de otra manera. Podían ser letrados, religiosos, funcionarios o gente de cultura, cuando no nobles; se les suponía una mejor situación económica, y por tanto mejores precios a la hora de reclamar a sus familiares.

Las oficinas corsarias, como la que se encontraba en la isla de Tabarca, a pesar de todo eran una cómoda solución para los familiares al poder recuperar a los suyos sin aventurarse en peligrosos viajes por la costa africana.

Fabián Mandrago encontró al fraile trinitario apalabrando el precio de una barca con un pescador del puerto de Santa Pola. Se llamaba Andrés.

—¿Cómo os atrevéis a pedirme por esa birriosa barca cien maravedíes al día? Si sabéis que somos pobres, y que todo el dinero que poseemos lo empleamos en liberar a hijos de Dios de esos bárbaros. —Su hábito blanco con la cruz patada roja y azul se reflejaba en la cara del pescador, quien no se apeaba de su idea—. Tal vez no me habéis entendido; no os la quiero comprar, tan solo la necesito unas pocas horas…

Fabián se mantuvo en un segundo plano a la espera de que se cerrara el trato. Sonrió al ver al fraile sacar de su bolsillo una pequeña talla de la Virgen y cómo se la enseñaba al hombre con un gesto entre amenaza y proposición.

—Me la rebajaréis a la mitad, y a cambio os conseguiré idéntico trato en vuestros días de purgatorio, que, por vuestro aspecto, me da que van a ser muchos…

Fray Andrés se volvió al notar a Fabián, le estrechó la mano y lo animó a subir a la barca convencido de que había cerrado el acuerdo.

—Espere, no he dicho que sí —protestó el pobre marinero sin saber que ya era tarde para volver sobre el asunto. Desde un bolsillo del hábito volaron tres monedas de cobre de dieciséis maravedíes cada una. El hombre las recogió del suelo y protestó porque aún le faltaban dos maravedíes para hacer los cincuenta.

—No pensaréis que lo ponga yo todo, cuando sois vos quien está interesado en esta travesía… —se dirigió a Fabián, quien sin rechistar le dio al hombrecillo las dos monedas que faltaban, se subió a la barca, y de inmediato comprobó la escasa disposición del fraile para remar.

Le tocó hacerse con los remos y empezó a bogar para poner rumbo a la isla, que distaba del puerto unas cuatro millas y media.

—Sé poco de vos… —fray Andrés abrió la conversación—. Mi superior solo me dijo que os ayudara con el corsario. Pero desconozco vuestros motivos. Supongo que serán los de siempre; pagar por algún conocido, supongo, ¿no?

Fabián pidió disculpas excusándose por no poder darle explicaciones.

—Además preferiría que no entraseis a la entrevista —añadió Fabián—. Siento pareceros un grosero, pero creedme, os comprometería demasiado si tuvieseis que escuchar determinadas cosas.

—Como vos deseéis. No sé qué tipo de asuntos han de ser esos que no pueda yo oír, os podéis imaginar la infinidad de extraños y hasta feos tratos que he tenido que negociar con esos hombres… No penséis que me escandalizo fácilmente. He manejado grandes cantidades de dinero y hasta he pagado con joyas para liberar algún que otro importante súbdito apresado.

—No es un problema de dinero… Se trata de algo mucho más grave. Perdonadme que no pueda daros ningún detalle más. Os he requerido porque vuestra intermediación es necesaria para conseguir hablar con ellos, pero una vez allí, prefiero solventarlo solo.

El fraile se quedó un poco desconcertado, pero terminó dándose por vencido. Se echó para atrás, tomó una postura más cómoda y suspiró feliz al recibir sobre su calva los primeros cálidos rayos de sol.

Ni la fresca brisa ni el cómodo oleaje fueron suficiente motivo para que Fabián se relajara. Muy al contrario, no dejaba de mirar cada poco tiempo a sus espaldas con ansias de llegar pronto a la isla. Sabía que asumía un alto riesgo, creía en lo que iba a proponerles, pero no las tenía todas consigo. Doña Laura no había conseguido sacar ninguna información práctica a Martín Dávalos sobre sus posibles tratos con los corsarios, pero sí había averiguado, por otros medios, la existencia de esos puntos de recaudación, y en concreto el de Tabarca como uno de los más importantes, oportunidad que Fabián vio clara para orquestar una original idea que iba a poner en marcha.

La isla de Tabarca era bastante pequeña, muy plana, y ese día estaba excesivamente habitada. El motivo de tanta concurrencia se encontraba amarrado en un pequeño malecón, una carabela seguramente sustraída a los cristianos, de poco calado y con bandera turca. La tripulación había tomado la isla como lugar de descanso y a la espera de emprender su siguiente escala. Se trataba de un barco recaudador que iba parando en los diferentes puntos elegidos para recoger dinero y buscar el siguiente.

Fabián y el trinitario saltaron de la barca al tocar tierra y la embarrancaron en la arena; el fraile, con el hábito recogido hasta las rodillas para no mojarse, y él, preocupado por el tamaño de las dos ampollas que habían aparecido en sus manos. No quiso imaginarse qué sería de ellas a la vuelta.

Estudió los alrededores e intentó identificar entre las cuatro edificaciones que había la que buscaban. Fray Andrés le señaló la más modesta.

—Confiad en mí, esta no es mi primera vez.

Entraron en lo que apenas se podía llamar una habitación, donde no parecía caber ni una sola alma más. El trinitario se abrió paso sin poner cuidado en los empujones que daba a unos y a otros hasta alcanzar la puerta opuesta por la que habían entrado. Con actitud decidida se dirigió a quien la protegía.

—Venimos a lo de siempre…

El que hacía de portero se fijó en su cruz bicolor y después miró de arriba abajo a Fabián, pero no abrió la boca. Llevaba de pendiente un grueso aro de oro y la cabeza tapada con un pañuelo de color rojo. Se dio media vuelta, buscó una silla y depositó sobre ella su enorme volumen corporal.

—Pero ¿qué os pasa? —preguntó el fraile. La vena de su cuello estaba a punto de estallar.

—No se os esperaba… —le respondió el hombre, impertérrito.

Fabián y fray Andrés se miraron desconcertados.

—Buscamos a un turco —Fabián alzó la voz sin tener en cuenta que no estaban solos. La carcajada fue inmediata. Algunos levantaron la mano por si le servían dado que eran todos turcos.

El portero masculló algo que Fabián no pudo escuchar, y volvió a su incomprensible silencio.

—¿No vais a hablar? —insistió el fraile.

Fabián esperó a ver qué hacía el trinitario; se suponía que era el experto. La situación rozaba lo absurdo. El hombre se había instalado en un profundo silencio y nada parecía sacarlo de él. Hasta que de repente, fray Andrés recordó algo que había olvidado, la contraseña; un detalle que en aquella isla era algo más que importante. Lamentó su olvido, y todavía más el tiempo que tardó en recordarla. Cuando por fin le vino a la memoria, la dijo en voz baja.

—Dos fémures y una tibia…

Como si obrase un milagro, el hombre abandonó su apatía.

—En la tierra oscura y negra… —respondió con la suya—. Por fin os habéis dado cuenta de que era eso lo que os faltaba. Esperad un momento.

Tocó la puerta con los nudillos, y hasta que no escuchó su nombre en voz alta no la abrió. Entraron en una pequeña habitación sin ventanas. El único lucernario que tenía el techo repartía algo de luz pero no la ventilaba. El fuerte olor de su propietario, un hombrecillo sucio, de pelo enmarañado y blusón que en su momento pudo ser blanco, era insoportable. Detrás de él había otra puerta.

—¿A quién buscáis? —les preguntó. Al abrir la boca su aliento les llegó apestando.

—No sabría deciros… —tomó la palabra Fabián—, quizá a algún jefe corsario.

El hombre se metió un dedo dentro de la oreja y lo removió con verdadero empeño, pero puso una mueca de fastidio. Fabián no supo si se debía a la falta de resultados en su inspección, o era culpa de su poca concreción.

—No me entendéis. —Tosió sin moderación—. Veamos, ¿cómo se llama vuestro familiar? Antes de pagarnos, deberíais saber si lo tenemos nosotros, no vaya a estar en otras manos, ¿no os parece?

Fabián comprendió el malentendido y explicó que no venía por ese motivo, sino para hablar con ellos sobre algo urgente y de parte de don Luis Espinosa. —Ahí empezaba la farsa. Fabián entendía que si respondían a ese nombre con toda naturalidad quedaría demostrada su relación, pero además llevaba otra idea.

—Desconozco quién es ese Espinosa que decís, pero andaos con cuidado. Al otro lado de esa puerta hay un hombre que tiene la paciencia más precaria que hayáis conocido, y disfruta cuando puede destripar a sus adversarios con una pequeña cuchilla que guarda como su bien más preciado. ¿Os atrevéis a ponerlo a prueba?

—Me lo agradecerá, os lo aseguro.

El hombre, aparte de su lamentable aspecto, no era un lerdo. La presencia del trinitario era toda una garantía, pero quiso saber algo más sobre las intenciones de su acompañante antes de que le cayera una recriminación por falta de celo en ese sentido. Al escuchar que el asunto tenía que ver con el oro de las Indias, creyó suficientemente justificada su autorización. Fray Andrés fue el segundo sorprendido.

Tocó la puerta y la entreabrió para dejarlos pasar.

—Entraré solo yo —dispuso Fabián.

Un hombre con voz ronca y grave pero de aspecto refinado se presentó a Fabián como Harbid. La descripción de sus métodos desde luego no coincidía con la imagen que daba a primera vista.

—¿Qué queréis? —Fabián tuvo en cuenta la parquedad de su entrada y precisó su respuesta.

—Vengo con un mensaje de parte de Luis Espinosa.

—¿Y qué se cuenta el amigo Luis?

Fabián suspiró al confirmar su primer objetivo. Trató de rebajar la tensión que le atenazaba por completo, tomó aire muy despacio y continuó hablando.

—Me manda para confirmar que os ha llegado la carta en la que os indicaba el lugar donde fondeará el siguiente convoy con el oro. Y sobre todo quiere haceros conocer las últimas noticias que ha tenido sobre el mismo asunto.

—La recibimos, y hemos puesto en marcha todos los preparativos. ¿Qué más debemos saber? —comentó Harbid confiado.

—Al parecer, la flota que llevará como custodia el oro será muy inferior a lo que acostumbra, no más de tres galeones. Desconoce los motivos, pero me manda para que lo tengáis presente, y así calculéis mejor vuestras fuerzas.

Como Harbid se esperaba algo de mayor enjundia, su actitud cambió. Escudriñó de nuevo a Fabián, su aspecto y actitud no terminaban de convencerle demasiado, por lo que tomó la decisión de ponerlo a prueba. Como hombre de confianza de Hassan y capitán de uno de sus barcos, conocía con detalle la próxima misión.

—Para haceros caso, necesito estar más seguro de vos, decidme cuál es el lugar donde hemos de asaltar a esa flota… —Escupió un trozo de cuero con el que había estado entretenido, y acarició su pequeña cuchilla con cierta ansiedad—. Tenéis una sola oportunidad... —Sonrió con malicia.

Fabián carraspeó antes de contestar, consciente de que se jugaba el cuello. El destino que conocían los corsarios debería coincidir con el que él mismo había cambiado en la carta dirigida a Luis Espinosa, interceptada en Sanlúcar. Pero ¿y si no era ese el caso?

—Al este de Sicilia; en una franja de mar entre la propia costa y la isla Grande —respondió de forma contundente.

Como el emplazamiento era el mismo que Luis les había indicado, Harbid se relajó, aceptó los motivos de su vivita y hasta le ofreció un pedazo de queso de cabra.

—O sea, que podemos acudir con una flota menor esta vez. ¿No es así?

* * *

El caballo se negaba a moverse y desde luego a obedecer a un Pignatelli que empezaba a perder la paciencia. A pesar de ser su mejor ejemplar, un macho de seis años, pecho ancho y dorso corto, grupa perfecta y cabeza proporcionada, llevaba dos semanas sin querer realizar ninguno de los ejercicios que no le habían resultado difíciles en otras ocasiones.

No lo entendía, y menos aún como director de una escuela donde se enseñaba el arte de la equitación.

—¡Serás cabezón! —Le clavó las rodillas sobre el costillar tratando de hacerle avanzar hacia el centro de la arena, donde cada día entrenaba a más de una veintena de caballos. Pretendía arrancarle un passagio, un movimiento donde el caballo debía ir caminando con un paso corto, rítmico, como dando pequeños saltos. Pero no terminaba de conseguirlo.

Yago, sentado en las gradas, lo observaba. Desde su vuelta de Roma, convencido de las virtudes del muchacho, Pignatelli lo había animado a acudir a la escuela dos veces a la semana para que viera el tipo de enseñanzas que allí se daban, y cuál era el caballo necesario para llevarlas a cabo. El artista Miguel Ángel había sido muy explícito cuando lo instó a seguir cualquier indicación que Yago le hiciera sobre los caballos, aún más cuando el talento que había visto en él lo resumió en unas palabras que para Pignatelli tenían por sí mismas un trascendente sentido.

—Por las venas de Yago corre el alma de los caballos…

Ninguno de los ayudantes de Pignatelli, que atendían sus ejercicios en la pista como hacía Yago, entendieron qué le pasaba al caballo cuando aquel era un ejercicio que repetía casi a diario, pero Yago sí lo sabía.

Se levantó de un brinco y salió corriendo del picadero ante la sorpresa de todos, también de Francesca, que al igual que él había sido invitada a la exhibición.

Mientras Pignatelli seguía tratando de mover al animal, ahora con la ayuda de la fusta, Yago apareció en el techo del picadero después de haber accedido a través de una ventana desde el tejado. Recorrió un estrecho pasillo que bordeaba su perímetro hasta llegar a los cuatro lucernarios que iluminaban la arena de la pista. Llevaba algo en las manos que desde abajo no se adivinaba.

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