Read El jinete del silencio Online
Authors: Gonzalo Giner
Con las dos últimas, y sin decírselo, Yago averiguó los problemas que tenía antes de que Volker los enumerase, comprobó que se le daba bien. Sin embargo, cuando le tocó el turno a los sementales, la técnica del alemán le sorprendió.
Volker era ordenado y sistemático en su inspección. Empezaba por un punto del animal y lo recorría de forma minuciosa hasta terminar en el extremo opuesto, y respetando siempre una misma secuencia. Con ese método de trabajo tomaba decisiones concretas y de forma rápida cada vez que localizaba un detalle del semental que sirviese para corregir específicamente un defecto de las yeguas. Rechazó a uno que tenía fiebre, a otro porque, según su opinión, iba a producir hijas con un ancho excesivo de ancas, y se decantó entre todos por el que presentaba formas más rectas y un carácter taimado, como el idóneo para montar a la yegua que más cualidades presentaba.
Yago, en su silencio, fue consciente de que él también era capaz de identificar esas virtudes y defectos en un animal, pero de una manera diferente. Él lo hacía de un solo vistazo; era capaz de ver todos los detalles a la vez y sin demasiado esfuerzo. Así lo hacía desde que era muy pequeño, y no solo al mirar un caballo; también con un cuadro, o en un paisaje. Yago no veía un objeto o animal en abstracto, sino en cada una de sus partes. Volker y Pignatelli quizá terminaban llegando a la misma conclusión que él, pero después de haber ordenado su recorrido por la anatomía del animal poco a poco, de discutir ciertos puntos dudosos, de desgranar su perfil.
Se preguntó por qué no todos veían las cosas como lo hacía él.
Mientras volvían a la cuadra donde estaban las yeguas, maduraba sus dudas, y deseaba verse alguna vez haciendo un trabajo como el de Volker, tener la oportunidad de ser reconocido como lo era su amigo.
Una vez delante de una potranca que iba a ser por primera vez cubierta, Pignatelli se dirigió a Volker y le susurró algo al oído. El alemán contestó afirmativamente a su petición, colocó a Yago frente a ella y le explicó qué querían.
—Ahora es tu turno, Yago. Queremos saber qué ves en ella, qué cualidades posee en su interior.
Yago dio varios pasos hacia atrás para estudiar su imagen desde una cierta distancia, se concentró en su expresión, miró en el interior de sus ojos, exploró su mente y en menos de un suspiro contestó.
—No buena.
—¿Cómo dices? —Volker no se esperaba una contestación tan drástica y menos de un animal que podía ser el mejor que Pignatelli poseía.
—Mira mal. Yago sabe…, su espíritu es oscuro…
Pignatelli fue quien tuvo la idea.
Lo habló con Volker y decidieron que sería muy útil para Yago, y para ellos podría convertirse en la definitiva constatación de que dentro del muchacho existía un enorme talento oculto. Pignatelli conocía a ese artista desde hacía muchos años y sabía que era capaz de ver en una persona todo el potencial que poseía. Por eso decidió acompañar a Yago a Roma.
La capilla olía a pintura, a trementina y a sudor.
Cuando la puerta se cerró, desde un andamio y a gran altura, alguien los maldijo por haber entrado sin su permiso. Una cabeza enjuta y barbuda, con restos de pintura rosa, azul y verde en sus mejillas, frente y nariz, se asomó para ver quién había osado entrar a interrumpir su trabajo.
—¿Pignatelli?
Sin tiempo de dejarle responder, el artista tosió con estrépito, escupió hacia un lado y bajó a toda prisa para abrazarlo.
El maestro de equitación era uno de sus más queridos amigos y hacía mucho tiempo que no se veían. Corrió a su encuentro y entonces vio, junto a él, a otro hombre muy joven, que miraba el techo de la capilla con un gesto de infinito asombro.
Pignatelli, sin embargo, no podía separar su mirada de la pared del altar principal.
—¿Pero qué estás pintando ahora, por todos los santos? —Soltó una risa ridícula causada por el impacto que acababa de recibir al contemplar un maravilloso fresco repleto de personajes que flotaban sobre un cielo azul. Tan solo le faltaba el tercio inferior derecho para terminarlo, y era precisamente donde estaba trabajando su autor.
—El
dies irae
… Pignatelli, el día del juicio final. Ya ves, después de treinta años de haber terminado el techo… —Abrió los brazos con resignación—. De nuevo la obstinación de un papa ha conseguido que volviera a estar aquí, en lo que fue un infierno y un paraíso a la vez. —Sonrió—. Una tarea que me va a matar como entonces, te lo aseguro.
El hombre miró a Yago a los ojos y estrechó su mano lleno de curiosidad. Desconocía qué hacía con su amigo y quién era, pero si lo acompañaba tendría sus motivos, y conociendo a Pignatelli, seguro que serían muy sólidos.
—Me llamo Miguel Ángel Buonarroti. ¿Cómo te llamas?
—Yago. —Sonrió de forma tímida—. Sí, Yago.
—¿Nada más que Yago? Los apellidos son importantes para un hombre. ¿Cuáles son los tuyos?
—No tengo… Solo Yago…
Miguel Ángel percibió en su expresión un interesante reflejo, algo que imantaba.
—¿Sabes qué es? —señaló el techo.
Yago alzó la mirada y sintió una sensación desconocida, como si lo que allí estaba pintado fuese inabarcable. Tardó unos minutos en admirar los miles de detalles que la obra contenía. No podía imaginar cómo algo tan grandioso, soberbio e increíble habría podido salir de una sola mano, la de ese hombre. Recorrió de un extremo al otro las diferentes escenas, los colores, los cuerpos, absorbiéndolo todo con su mirada, anonadado ante tanta hermosura, hasta que su respiración se detuvo, apretó los puños, sintió un escalofrío y trató de contestar a la pregunta que había quedado en el aire, responderle qué era lo que estaba allí pintado. Sus ojos se habían detenido en el motivo central: un magno Dios que ofrecía su mano a un hombre, en la comunión más hermosa entre la divinidad y la humanidad que nunca antes hubiera visto.
—Es el comienzo… de todo —respondió finalmente Yago.
Aquel hombre de más de sesenta años, genial artífice de esa inigualable explosión artística, guardó silencio, suspiró y miró con complicidad a su amigo Pignatelli.
—Creo que deberíais conoceros, hablar… —El maestro de equitación, a partir de sentir la aceptación de Miguel Ángel, entendió que su permanencia en la capilla desde ese momento carecía de todo sentido. Conocía demasiado bien al artista para saber que cuando descubría a alguien que pudiese tener un don, se entregaba de tal manera desde entonces que lo dejaba todo hasta haber entendido en qué consistía ese talento, cómo surgía de él o en qué lo empleaba. Y parecía que eso le estaba sucediendo con Yago.
—Y… estáis vos… —Yago seguía hablando, ajeno a lo que no fuese la grandiosa pintura que inundaba sus retinas—, en todo. Ahí. —Señaló el árbol de la vida con una serpiente enrollada—. Y allí. —Ahora indicaba a un Dios que separaba la oscuridad de la luz.
Pignatelli se retiró con discreción y cerró la puerta tras de sí, satisfecho por haber tomado la decisión de llevar a Yago a visitar al mayor genio que había conocido en su vida.
Dentro, Miguel Ángel, asombrado por su última contestación, reconoció en Yago una interesante personalidad. Trató de ver su propia obra desde los ojos del muchacho. La mirada del joven correteaba embelesada por la pintura. A Yago le impresionaba el delicado tratamiento que había dado a cada figura, las proporciones del conjunto, pero también de cada parte, la estudiada exposición a la luz en cada uno de los cuerpos que llenaban las escenas. Descubrió de repente que todo matiz, por pequeño que fuera, en la mano de aquel hombre ganaba suficiente protagonismo como para ser su eje principal.
—Cada detalle lo es todo… —explicó Miguel Ángel, adelantándose a lo que pensaba— y siempre hay que tenerlo presente. Cuando se desea hacer algo, más que pintar, se necesita que la entrega mental, anímica, espiritual, sea plena. Si no lo haces así, el resultado será mediocre.
Yago estiró una mano hacia un Dios que separaba los mares de la tierra en una postura llena de energía y fuerza, como si quisiera rozarlo. Miguel Ángel seguía con atención sus peculiares reacciones. Lo vio caminar con las dos manos extendidas, como acompañando a las imágenes que se sucedían a lo largo del techo. Se fijó en cómo las acariciaba, en cómo las volvía a perfilar con sus dedos, tal vez queriendo ser partícipe de su creación.
Solo se escuchaban sus pasos y su respiración.
Ninguno supo cuánto tiempo dedicó Yago a viajar a lo largo de la maravillosa expresión artística que estaba plasmada sobre el simple yeso.
—¿Qué eres? —Miguel Ángel detuvo su paso y se miraron a los ojos.
Yago parpadeó. Sintió su mirada y le pareció profunda, llena de mundos grandiosos, notó como podía ver en su interior. Estaba penetrando en él. Y se dejó…
—No lo sé —contestó con sinceridad.
—Yo te puedo ayudar.
—Hacedlo.
—Ven conmigo. —Lo cogió de la mano y fueron hasta la pared del altar de esa capilla de Sixto, donde estaba pintando una magna representación en la que llevaba cinco años sin descanso, él solo, desentrañando sobre ella a más de cuatrocientas almas, cada una con su especificidad.
Lo colocó enfrente y en medio, a unas diez cuerdas, y empezó a explicarse.
—La gente como tú, como yo, vivimos de emociones y dejamos de ser nosotros cuando hay algo que nos conmueve… —Tomó en sus manos la paleta con las pinturas, mezcló en el pincel un poco de púrpura y añil, y se acercó a la pared. Trasladó con unos ligeros toques su esencia a un ángulo en blanco que separaba la representación de un ardoroso fuego con el cielo, algo por encima de una barca repleta de hombres, de almas heridas, con gestos espantados viéndose a las puertas del infierno.
Yago seguía su proceder muy quieto, absorto en lo que hacía.
—¿De dónde sale eso?
Miguel Ángel se volvió hacia él con un rostro arrugado por los años, barba oscura y cabellera con una buena proporción de canas. Sus ojos eran profundos, casi escondidos. En ese justo instante, ante la pregunta realizada, supo que tenía que abrirle su alma, para que pudiera escurrirse por ella y desentrañara sus más recónditos secretos.
—Yago, la belleza ha estado desde siempre ahí… —Señaló la pared que pintaba—. Antes de mi pintura, como también lo está en el interior de un bloque de mármol puro, sin ninguna veta ni marca que lo estropee, limpio. Es así… Dios, a algunos afortunados como tú y como yo, nos ha dado unos ojos más sensibles que los del resto. Y con esos ojos, con ese regalo, nos hace capaces de ver la belleza, de intuir dónde está, y además nos ayuda a representarla. Es ella la que aguarda paciente, hasta que una mano prestada de Dios consigue sacarla a la luz. Porque no hacemos otra cosa los artistas; solo ayudamos a nacer lo que ya estaba creado desde el comienzo de los tiempos; separamos las esquirlas de mármol que la esconden, que no han permitido todavía que el mundo se maraville con ella. ¿Me entiendes?
Yago sí lo entendía.
Desde siempre, a lo largo de su vida, sentía algo que no podía explicar. Percibía las esencias de todo lo que se movía a su alrededor; en la música, en un cuadro, en una persona o en un caballo; estímulos que le invitaban a encontrar esa misma belleza que Miguel Ángel acababa de explicar. Él también poseía esos ojos, un regalo divino que le dotaba de la capacidad necesaria para ver más allá que los demás, y en su caso también había recibido un talento que empleaba las manos para expresarse.
Miró sus dedos, los extendió, y los cerró en un puño. Su suspiro alcanzó a Miguel Ángel, quien, sin entender qué iba a hacer, lo vio caminar decidido hacia el fresco que pintaba y subirse al andamio.
Llegó con las dos manos por delante, y las dejó caer sobre la pintura, cerrando los ojos… Quería sentirla sobre sus yemas, dejarse atravesar por ella para que fluyera por su sangre; quería que recorriera todo su cuerpo. Pero encontró una dificultad nueva, no lo conseguía como en otras ocasiones.
Y se sintió impotente, vacío, muy solo.
Y lloró.
Sus lágrimas se escurrían por su rostro como regueros, porque no alcanzaba a ver a través de las manos como siempre, mientras recorría las figuras de unos ángeles que recogían de la tierra a los hombres, en su ascensión a los cielos.
—¿Qué haces? —le preguntó el artista.
—Toco y busco, pero no encuentro.
—Prueba a mirar desde tu corazón, sin más cuidado que dejarte llevar por tus emociones…
Yago se volvió a separar de la pared, y contempló el enorme escenario del juicio final como si de repente entrara él mismo en la escena. Voló por el cielo, rozando el manto de la Virgen que acompañaba a su hijo en una actitud resignada y triste. Reconoció a cada apóstol, a los santos que formaban una aureola alrededor de su Señor. Ascendió hasta mirar a un querubín que llevaba la cruz, otro la columna de la flagelación, un tercero la corona de espinas. Sintió sobre su rostro el sonido de las trompetas que mucho más abajo tocaban un grupo de ángeles, llamando a la humanidad al juicio definitivo.
Yago se sentó en el suelo sin dejar de mirar, sin apenas fuerzas para mantenerse en pie. Le temblaban las piernas, las manos, todo el cuerpo. Sentía que su alma se repartía entre la pintura y el aire, que viajaba de uno a otro lado del mural, sin necesidad de palabras. Notaba como si ese hombre le fuese dirigiendo a cada uno de aquellos destinos, para enseñárselos uno a uno.
—Yago, tú también posees esa riqueza interior de la que te he hablado. Tienes el talento necesario para captar la hermosura de las cosas, sabes mirar y transmites emoción. Pero todavía no sé a qué dedicas tus virtudes. —Tomó un poco de color carne y perfiló el brazo de uno de los hombres que ocupaban la barca.
—A los caballos… Sé lo que sienten…
—¿Quieres decir que tu misión va a consistir en expresarte a través de los caballos? ¡Qué hermoso y diferente a cualquier otro arte!
Yago, haciendo uso de su peculiar forma de hablar, a veces trabándose, consiguió compartir una parte de sus más profundos pensamientos. En Nápoles, gracias al ambiente de normalidad que ahora disfrutaba, su mentalidad se había transformado. Era consciente de que, a pesar de haber transcurrido poco tiempo, había crecido como persona y veía la vida de otra manera. De pensar, como había hecho en el pasado, que su integridad era la única prioridad posible, su cabeza andaba ocupada ahora en la búsqueda de sí mismo o en preguntarse hasta dónde darían de sí sus capacidades.