El jinete del silencio (28 page)

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Authors: Gonzalo Giner

BOOK: El jinete del silencio
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Había memorizado los más repetidos: águila blanca, pato gris y sabio oscuro.

Durante cerca de una hora se concentró en hacer hablar a Tarsicio sometiéndolo a una intensa paliza con la única idea de averiguar la identidad de aquellos nombres ocultos.

Quería saber cómo se distribuía el dinero que ganaban con el comercio prohibido, quién decidía los objetivos, dónde se reunían, a quiénes podían alcanzar las coacciones, fueran o no personalidades relevantes, y cualquier otra información que pudiera serle útil.

Miraba al hombrecillo, que estaba cada vez más debilitado por la friega de golpes, sin importarle sus lamentos; había decidido hacerle pagar con la misma moneda que él había conocido unos cuantos años atrás.

Tarsicio tardó en hablar, se comportó con bastante más fortaleza de lo imaginable, pero terminó sucumbiendo a sus deseos por dar por terminado cuanto antes el martirio al que Fabián le estaba sometiendo. Con la segunda costilla rota habló…

—¡Por caridad! Dejad de pegarme. —Apenas podía respirar.

—Dadme una justificación para ello.

—Mi pecho no soportaría un solo golpe más…

Fabián le retorció la camisola y se acercó tanto a su cara que pudo respirar su aliento.

—Quiero saber a quiénes corresponden esos nombres en clave.

—Eso jamás, matadme si queréis. —Se encogió de nuevo y tomó aire con extremo cuidado—. Si hablase, no tardarían más de un día en darme muerte.

—¿Ellos? Maldito idiota… O me dais alguna información, o juro que os haré exhalar vuestro último suspiro.

Tarsicio lo miró con horror. Comprendió que si no le contaba algo, nunca se lo quitaría de encima.

—¿Si os diera algunos detalles sobre una de sus más recientes operaciones, me dejaríais en paz?

—Tal vez…

Entrecortado, ahogándose en algunos momentos, le contó una asombrosa historia sobre el robo de unos caballos en el convento de la cartuja de la Defensión dos meses atrás. Los animales habían sido embarcados con rumbo a la isla de Jamaica, donde un rico hacendado, de nombre Blasco Méndez de Figueroa, los había comprado.

—Si necesitáis una prueba de aquel robo, allí la encontraréis.

Fabián, aunque con dudas, pensó que tal vez no fuera una mala pista, sobre todo cuando no pudo sacarle ninguna otra a un Tarsicio a punto de perder el conocimiento. Valoró la opción que le acababa de ofrecer. Si conseguía demostrar que esos caballos eran los robados en el convento, solo necesitaría tirar de algunos cabos para dar con los organizadores del envío, y raro sería no llegar hasta sus últimos responsables. Decidió ir a Jamaica, aunque estuviese muy lejos de sus posibilidades económicas.

Frente a un Tarsicio medio muerto analizó qué opciones tenía para financiar el costoso viaje, y lo primero que le vino a la mente fue la Orden Cartuja. Si habían sido los principales perjudicados, tal vez estuviesen dispuestos a sufragar sus gastos. Para salir de dudas, tomó la determinación de no demorar la visita ni un solo día; iría aquella misma tarde.

Intentó obtener alguna información más del maltrecho depositario, pero a esas alturas Tarsicio casi no podía ni respirar.

Antes de irse le dio una última patada en el pecho que le dejó sin conocimiento.

Horas después Fabián se bajaba de una carreta que servía de correo entre Sanlúcar y Jerez. Había parado a orillas del río Guadalete, cerca de las puertas de la cartuja. En la entrada del convento lo recibió un monje de gran corpulencia y actitud cordial.

—Seguidme, yo mismo os acompañaré hasta el despacho de don Bruno de Ariza. ¿Cómo queréis que os presente? —Sin darle tiempo para responder formuló otra pregunta—: ¿Y cuál es el asunto que os trae a tan santo recinto?

Se cruzaron con un cartujo bastante enclenque que transportaba con dificultad una silla de montar.

—Decidle que he sido guarda de la Saca y que Fabián Mandrago es como me llamo. Ah, y podéis avanzarle que mi visita responde al robo de unos caballos que sufristeis hace casi un año, si no me equivoco… Sé donde fueron a parar y pretendo viajar hacia ese destino.

El monje se retiró la caperuza de la cabeza y se volvió hacia él.

—¿Estáis…, estáis seguro de lo que decís? —el religioso se expresó medio atragantado—. ¿Sabéis dónde están esos caballos…? —Sus ojos reflejaban una insólita ansiedad que de inmediato sorprendió a Fabián—. Es…, es muy importante para mí. Perdonadme, todavía no me he presentado: mi nombre es Camilo, soy el padre procurador de esta cartuja y era el responsable de esos animales cuando desaparecieron. Entenderéis mi interés. Ha pasado demasiado tiempo desde entonces, pero lo que sucedió aquella noche fue algo tan terrible para nosotros…

Fabián captó en el monje un tono de angustia que no acertaba a justificar. Buscó respuestas en sus ojos, pero el otro evitó el incómodo contacto.

—Por lo que veo, este tema no es un asunto menor para vos.

—Tenéis razón, yo mismo seleccioné esos caballos en las dehesas de Córdoba con idea de hacer que esta cartuja viera cumplido un gran sueño; convertirse en el mejor centro de cría de toda la región. Busqué a los sementales mejores, elegí a las yeguas más hermosas y me comprometí a dotar a nuestras caballerizas de la mejor casta de animales que se pudiese reunir. Pero, casi recién llegados, desaparecieron… Ahora entenderéis por qué significan tanto para mí.

Fabián no solía errar en sus primeras impresiones y de momento percibía en el monje rectitud y responsabilidad, virtudes ambas que le agradaban. Quizá por eso no lo pensó más y decidió avanzarle algo de lo que iba a hablar con el prior.

—He sabido que vuestros caballos fueron llevados a Jamaica.

Fray Camilo sintió que el corazón se le detenía.

La noticia justificaba la inexplicable desaparición de los animales, pero eso no era lo que más le preocupaba, sino saber si Yago también habría ido a tan lejano destino… Las preguntas se le atragantaban, necesitaba saber qué podría haber sido del chico, cómo estaría después de tanto tiempo y en dónde. A punto de trasladarle todas sus dudas, se contuvo. Los pensamientos se le amontonaban en su cabeza y no tenía tiempo de ordenarlos. Era consciente de que la oportunidad que tenía era irrepetible, pero también de lo insensato que podía parecer si mezclaba motivaciones personales con las referidas a los animales, por eso decidió contenerse. Sin embargo, su firmeza quedó en nada cuando se vio a tan solo un gloria de la puerta del prior. Allí llegó a la conclusión de que tenía que evitar por todos los medios quedarse al margen de esa conversación.

—Y decís que están en Jamaica…

Camilo simuló un leve mareo que le llevó a apoyarse sobre una columna con idea de ganar un poco de tiempo. Necesitaba hablar a solas con ese hombre, saberlo todo, obtener su información sin esperar a recibirla de segunda mano de parte de su prior, no fuera que este se la escatimara o no coincidiera en las decisiones a tomar. Por eso optó por mentir.

—Ahora que lo recuerdo, mi superior no podrá recibiros hasta mañana, o quizá tampoco… ¡Qué fatalidad! —Se llevó una mano a la cabeza—. Había olvidado que tiene que estar a punto de emprender viaje a Cazalla de la Sierra, donde tenemos otra cartuja. Si tuviera que veros ahora, le retrasaríais su partida; a mí no me lo perdonaría y a vos tampoco.

—Vaya, ¡qué lástima! —Fabián no sospechó el engaño—. La verdad es que tengo urgencia en hablar con él, y tampoco es que disponga de mucho tiempo, porque el barco… —no llegó a terminar la frase—. Creedme que sería una pena para todos si no consiguiese exponer mi propuesta. ¿Sabéis cuándo volverá?

Camilo calculó bien su táctica, estaba anocheciendo y en breve tocarían a vísperas. Ya no podía dirigirlo a su celda para hablar sin que pareciera extraño a cualquiera que los viera. Sin embargo, deseaba continuar la charla y llevarla a donde más le interesaba. Su cabeza necesitaba un poco de orden, tiempo y meditación. Una idea le andaba rondando, pero debía pensarla mejor para no desaprovechar ninguna oportunidad.

—¿Dónde os podría encontrar mañana?

—En…, pues en… Sanlúcar —Fabián titubeó sin ocultar su extrañeza.

—Os propongo lo siguiente. Mañana he de acudir a la ciudad por razones de mi cargo. Quedemos allí, a primera hora. Contadme con detalle todo lo que sabéis, cuál es esa idea que queríais transmitir a mi prior y yo, que soy su hombre de confianza, se la trasladaré con absoluta fidelidad en el momento en que vuelva. Como lo conozco bastante bien, creo que os serviría de ayuda, podría adelantaros cuál puede ser su respuesta, y hasta serviros de guía en el caso de que le dieseis un enfoque equivocado. ¿Qué os parece?

A Fabián le gustó la idea. Quizá pudiese avanzar en su objetivo sin tener que esperar a la vuelta del prior, cuya fecha no estaba clara. Además le había escuchado decir que cumplía como padre procurador de la cartuja, por tanto, tenía que ser el que mejor conocimiento tuviera sobre la economía del convento y por extensión sobre las posibilidades de apoyar empresas como la suya. No perdía nada por hablar con él, aunque la última palabra la tuviese el prior.

—Mañana es miércoles, nos vemos entonces en la plaza del mercado —sugirió Fabián—. ¿A las nueve?

Camilo estuvo conforme y lo acompañó hasta la puerta del convento casi a la carrera, no fuera que en cualquier momento apareciera el prior. Pero tuvo suerte y lo pudo despedir sin contratiempos.

A la mañana siguiente, a las puertas del mercado que semanalmente reunía en la plaza principal de la ciudad a muchos de los campesinos de la comarca, Camilo ocultaba su rostro bajo la amplia capucha del hábito. Evitó la cercanía de unas ruidosas gallinas para no agudizar más el intenso dolor de cabeza que tenía, fruto de lo poco que había conseguido dormir. Desde la aparición de aquel hombre no estaba obrando bien. Se había desconcentrado durante las oraciones de la noche, esa misma mañana había escapado de sus obligaciones con otra mentira, y lo peor podía estar por llegar si atendía a la idea que le andaba rondando por la cabeza.

Como disculpa a su mal proceder mantenía vivo el recuerdo de la actuación de su prior cuando le prohibió continuar la búsqueda de Yago; ahora no podía arriesgarse a perderlo. Por ese motivo, pasase lo que pasase, necesitaba ser el primero en escuchar lo que el hombre tuviese que contar.

Mientras paseaba observando los puestos, alguien le tocó en la espalda.

—¿Fray Camilo?

Salvados los necesarios prolegómenos para abordar una conversación de tanta importancia, Camilo escuchó durante más de una hora el relato de Fabián, quien fue desgranando todo lo que había sabido sobre el robo, cuál era su papel en esa investigación, las razones y ventajas económicas de sus promotores con la vigencia de las leyes de la Saca, y quién había sido, al parecer, el destinatario de los caballos en Jamaica. Camilo empezó a ver resueltas casi todas sus dudas, sin embargo, no llegaba a entender quiénes podían estar detrás de tan feo asunto.

Fabián sacó a relucir el papel de los dos veinticuatros.

—Ahora entiendo las reticencias que mostraron cuando supieron que queríamos criar caballos... —Reconoció a uno de ellos como vecino de la dehesa de Lomopardo, y recordó la desagradable escena que había provocado su hija con Yago.

Satisfecho por la calidad de la información recibida, y a pesar de sentir que la confianza entre ellos fluía, Camilo prefirió no hablarle del chico todavía.

—Mi principal objetivo en estos momentos —continuó Fabián—, y es lo que más me urge, consistiría en probar que esos caballos son los vuestros, y en ese sentido me propongo viajar de inmediato a Jamaica. Por ese motivo necesitaba hablar con vuestro prior.

—No imagino cuál puede ser la propuesta que queréis trasladar a mi superior, ni cómo os podría ayudar…

Fabián tomó aire, consciente de que estaba a punto de abordar el asunto más delicado de su estrategia. La expresión del monje, su transparente interés y actitud sincera, le decidieron por fin a explicarse sin tapujos.

—El problema es que no dispongo de los recursos necesarios para acometer el viaje. Los tenía, pero por otros motivos que ahora no vienen al caso los perdí. La urgencia de mi empeño tiene que ver con la salida de un barco para esa isla en tan solo dos semanas, noticia que he sabido desde ayer por la mañana… —su voz se tornó un poco más grave—. Había pensado que tal vez vuestra institución tuviese a bien financiarme ese viaje… Después de todo, si los consigo localizar podríais recuperarlos y…

Antes de que terminara de hablar, Camilo lo interrumpió:

—¿Podría acompañaros?

Llevaba toda la noche pensando en ello. La idea de embarcarse en una aventura como aquella despertó tan fuerte en él que desde que había escuchado el nombre de la isla, no pudo quitársela de la cabeza. La posibilidad de encontrar a Yago allí, por remota que pareciera, lo justificaba todo.

—¿Vos? —Fabián lo miró atónito—. Perdonadme, pero no entiendo para qué querríais venir. ¿Os dejaría vuestro prior?

Fray Camilo estaba más que seguro de que no iba a contar con el beneplácito de su superior, y también era consciente de que tendría que saltarse muchas reglas, o más bien todas las reglas…

—No lo creo. Y conociéndolo, tampoco accederá a prestaros el dinero…

Las últimas palabras de Camilo dejaron a Fabián destrozado.

—Era de esperar… —musitó.

—Pero yo puedo conseguir lo que necesitáis. No sé de cuántos escudos estáis hablando, pero calculo que muchos, pues al precio del pasaje habría que sumarle los gastos en la isla: caballos, guías…

Fabián no salía de su asombro.

Camilo entendió su sorpresa, pero insistió en su compromiso con esos animales y con la tarea de alcanzar la mejor casta para su cartuja.

—Esos caballos se han convertido en algo muy personal, un logro tan importante para mí que me ha llegado a obsesionar. Sé que mi superior no me lo permitiría y que mi propuesta puede pareceros rara, pero soy de los que no pueden dejar nada a medias, he de terminar las cosas que emprendo… y quiero recuperar esos caballos, como sea…

Fabián se sintió identificado con su responsable y comprometida actitud. En ese sentido se parecían mucho.

—No penséis lo contrario, os comprendo.

—Además os sería de mucha ayuda. ¿Quién mejor que yo podría identificarlos? Los compré en Córdoba, uno a uno. Entre ellos hay un Guzmán, un hermosísimo ejemplar al que reconocería hasta con los ojos cerrados, por mucho que hayan enmascarado su hierro, como es seguro que habrán intentado.

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