El jinete del silencio (24 page)

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Authors: Gonzalo Giner

BOOK: El jinete del silencio
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Desde que sintió corretear esas ideas por su conciencia, Camilo vio difuminarse las cuatro paredes de su pequeño mundo para abrirse a otro de magníficas dimensiones, más luminoso, aunque de momento desconocido.

Cuando se cumplió el tercer día, Camilo sintió que no podía caminar más…

No había descansado nada después de haber recorrido cientos de leguas a la redonda de Lomopardo sin haber encontrado el menor indicio de su paradero.

Yago se había esfumado.

En la cartuja, el prior compartió el fracaso: no había conseguido la menor ayuda por parte del cabildo de Jerez a pesar de haber ido en persona a solicitarla. A nadie parecía importar lo sucedido.

—El justicia promete investigar, pero mucho me temo que no hará demasiado por nosotros… Me ha parecido intuir que existe interés por parte de algunos veinticuatros en que esas averiguaciones se vean frenadas. Estoy seguro de que a más de uno la noticia de nuestra desgracia le ha producido una gran alegría, pues pensará que con un competidor menos en la venta de caballos le irá mucho mejor.

—Los caballos son eso, caballos. Pero me preocupa más el chico… —comentó Camilo.

Don Bruno le miró a los ojos y a continuación abrió el libro de horas por donde lo había dejado al alba.

—Entiendo tu pesar, es razonable, pero confieso que me inquieta. Presumo de conocerte bastante bien y por eso sé que hay algo que te martiriza, y además desde hace demasiado tiempo. Parece como si tu alma tuviera una fisura que no consigues cerrar con oración ni con mortificación. Pero no sé a qué se debe, aparte de que últimamente llevas las cuentas del monasterio retrasadas, y tampoco veo en ti demasiada preocupación cuando hemos de devolver lo gastado en la compra de los caballos, que asciende a un millón de maravedíes. Su desaparición supone para nuestra situación un colosal desastre económico. ¿Acaso no te incumbe también eso?

Fray Camilo se estrujaba el hábito entre sus sudorosas manos con una indisimulada pesadumbre. Claro que todo aquello le preocupaba, pero le parecía un problema menor comparado con el infortunio de Yago. El hecho de desconocer qué habría sido de él, dónde estaría, o qué problemas tendría, suponía un mayor sufrimiento que pensar en dinero o caballos. Lo imaginaba entre convulsiones, dominado por alguno de sus habituales ataques de ansiedad o hiriéndose sin cuidado, dado su permanente despiste.

Miró a los ojos a su prior.

La confianza que tenía en don Bruno hizo que se decidiera a abrir su corazón.

—Antes de mi viaje a Córdoba os adelanté algo, pero ahora reconozco que tenéis razón cuando veis flaquezas en mí. Si os digo que he rezado hasta desfallecer, que he hecho todo tipo de promesas a nuestro Señor y que vivo en una permanente duda, sé que me creeréis. Lamento muy en serio todas las faltas que he cometido contra nuestra regla. —Se aflojó el cordón que ceñía su hábito—. Y ni con la música hallo consuelo, así que os podréis imaginar la gravedad de mi estado. —Respiró profundamente para tomar fuerzas y seguir descifrando con absoluta franqueza su interior.

—Libera entonces todo lo que te oprime y te sentirás mejor.

—Antes de venir a veros, mientras descansaba en mi celda y después de estas tres agotadoras jornadas, he empezado a ver qué quiere de mí el Señor.

—No siempre lo que se escucha en oración es la palabra de Dios; a veces somos nosotros mismos que nos engañamos… —Su superior se temió algo serio.

—Lo sé, pero ¿y si estuviese en lo cierto…? Creo haber descubierto algo importante, y es que puede haber otro mundo para mi más allá de una celda de clausura, que existen diferentes fórmulas de responder a la llamada de Dios. Ayudar a los demás desinteresadamente puede ser una —al hablar, Camilo se sentía sereno y aliviado, por primera vez ponía palabras a lo que tenía dentro y a la persona más indicada. Siguió reflexionando—. Pienso que el hecho de que nuestro Señor me haya puesto a Yago cerca, justo ahora, puede significar algo. Quiero entenderlo y explorar esa nueva posibilidad. Pero ahora, lo más urgente es buscarlo, por eso, no desfalleceré. Si en los alrededores de Jerez no se le ha visto, probaré en otros términos. Veinte caballos no pasan desapercibidos. Iré hacia el norte, hacia el sur, hacia donde sea hasta encontrarlos. Pero antes necesito vuestra bendición…

El prior lo miró y se mordió los labios para no responder de inmediato. El problema no estaba en la expedición que le proponía, detrás de aquella búsqueda coexistían otras razones que le preocupaban bastante más. Desde el lado más humano, cómo no iba a animarlo a dedicar todos sus esfuerzos en esa loable empresa, pero como director espiritual le pareció mucho más saludable que dedicara su tiempo a la meditación y la contemplación en soledad. Y llegó a esa conclusión al percatarse de que el deterioro de su vocación era mucho más grave de lo que había imaginado.

Dejó transcurrir un largo silencio antes de responder.

—No te lo permito, Camilo, y además la Pascua la pasarás en tu celda.

III

Un resto de espuma atrapada en el aire, un afilado frío y la generosa contribución de aquel mar embravecido penetraban por las rendijas de la bodega de la Santa Hildegarda ante el espanto de los caballos que allí se transportaban.

Yago se había escondido bajo unos pesados sacos de cereal para aislarse de una tempestad que amenazaba con partir la nave en dos, como si se tratase de una frágil cáscara de huevo. Los crujidos de las maderas rompían el silencio y el furioso viento rugía al atravesar sus cuadernas y empujaba al barco con tal intensidad que parecía querer aplastarlo.

Los gritos de la tripulación y las ahogadas órdenes de su capitán se sucedían sin descanso. Unas veces mandaba virar a babor, contra el viento dominante, otras, soltar lastre para equilibrar la forzada posición de la nao.

—Yago no gusta agua… —se repetía una y otra vez, esperando que aquello terminase.

El penetrante olor a cereal mojado mezclado con el del esparto enmohecido de los sacos le resultaba desagradable, aunque el efecto que ejercía el peso de los mismos sobre su cuerpo le relajaba.

Agazapado, observó a los caballos.

Desde hacía dos días navegaban colgados de las cinchas, bamboleándose con los embates del barco. La tripulación de la nao había tomado esa decisión al advertir la tormenta que se avecinaba. Cuando se sintieron los primeros truenos, los animales empezaron a sudar, los ojos se les salían de las órbitas de puro terror y relinchaban como locos sin saber qué sucedía, pero Azul no. Aquel animal no demostraba tener miedo como los demás; su sangre respondía a un origen exclusivo y a un temperamento diferente. La mirada era más profunda, sus movimientos serenos y su actitud más pacífica. Con el destello de un potente rayo se cruzaron sus miradas, y sin decirse nada, o todo, Yago supo que se entendían.

Mientras, en la cubierta principal se luchaba contra la furia del mar, las velas se hinchaban y arrugaban según soplase el impetuoso viento, y la tripulación corría de una lado a otro para combatir aquel desastre.

Su capitán, afianzándose al timón, ciñó sobre su cintura un cordaje para atarse al puente. Las enormes olas atravesaban de un lado a otro la embarcación y ya habían arrastrado a dos hombres. Entre rayos y truenos el cielo se oscurecía unas veces y brillaba otras sin dejar tregua. Pero lo peor era el enloquecido viento que estaba a punto de doblar los mástiles, incapaces de resistir la fuerza de las velas que no habían podido arriar. Temieron ver quebradas las vergas antes de conseguirlo, viendo la tensión y el arqueado del velamen hinchado a más no poder. Aquella nao, una vez más, demostraba su excelente resistencia y maniobrabilidad a pesar de que su capitán anduviese más preocupado por la excesiva carga que llevaba que por los riesgos de fractura en alguno de sus mástiles, verdadera amenaza para su estabilidad frente al embravecido mar. Conocía bien su nave y sabía cómo tenía que actuar, pero la mercancía que transportaba era nueva para él y no le gustaba nada el efecto que ejercía sobre la navegabilidad. Aquel mercurio, además de suponer una enorme carga, al tratarse de un líquido se movía demasiado y hacía que la nave se comportara de un modo diferente. Por ese motivo había mandado a Siegfried a que revisara su estado.

Lo vio volver entre golpes de mar, agarrado a la balaustrada o a cualquier otro punto que le mantuviera en pie.

—¡Malditos seáis todos! —vociferó el Tripas sin que nadie lo oyera—. ¡No tenéis respeto al mar… y os lo va a hacer pagar!

La imprecación partió del capitán al ver cómo un insensato grumete acababa de soltarse de una jarcia de babor en un intento de huida hacia la bodega a la vez que una gigantesca ola recorría la cubierta. El muchacho desapareció, y el mar se llevó también una gruesa maroma, dos escaleras de madera y a punto estuvo de recibir al cocinero cuando se asomó por una escotilla preso del pánico.

Solo había que mirar los rostros de los rudos marineros para entender la crítica situación a la que se enfrentaban. La mayoría expresaban pavor, casi pánico, muy a pesar de haber vivido seguramente mil situaciones semejantes. Eran conscientes de que en esos momentos un error, el más mínimo error, les podía costar la vida.

Cuando Siegfried llegó al puesto del capitán para dar parte de la situación en bodega, la inesperada caída de un rayo afectó de lleno al trinquete partiéndolo en su tercio superior. En su caída arrastró a dos hombres y golpeó con fuerza la cubierta ante la sorpresa de la tripulación. El alemán miró al capitán asombrado de su temple. En menos de un suspiro estaba pidiendo que le valoraran los daños y observaba los efectos sobre la navegación de la nao. Nada parecía torcer su gesto.

Siegfried se retiró el pelo de la cara, se secó los ojos con la manga y le habló a voz en grito entre un eco de truenos.

—Si necesitásemos reducir carga para no zozobrar, podríamos desprendernos de hasta un cuarto del total del mercurio… o por qué no, de algún caballo… —Un golpe de mar hizo que perdiera el equilibrio, pero gracias a sus buenos reflejos pudo aferrarse al cabo suelto de una vela en el último momento.

—Como os descuidéis, vais a ayudar vos mismo a rebajar la carga que en efecto nos sobra —apuntó el Tripas, quien apenas veía algo a través de la espesa cortina de lluvia.

Ese tipo de tempestades no le eran desconocidas, había superado más de un centenar en su vida, pero tenía que reconocer que a la que se enfrentaban en aquellos momentos era de las peores. Desde que habían salido de puerto estaba preocupado por la baja línea de flotación de la nao, apenas un palmo por encima del agua. Con una travesía suave no resultaría peligroso, pero si se ponía la mar brava, algo bastante común cuando se atravesaba el océano, el riesgo de hundimiento podía ser demasiado elevado.

—Me temo que necesitaremos deshacernos de ambos. Id ordenando vos la cantidad de azogue, que yo haré lo mismo con los caballos. Veré si cinco son suficientes…

Llamó a su segundo. En cuanto apareció, con más agua en su ropa que pelos en la cabeza, el Tripas le ordenó reunir a media docena de hombres para que fueran a la bodega y eligieran los peores caballos.

Bajaron a trompicones por una estrecha escalera hasta alcanzar la cubierta más baja, golpeándose entre sí con los continuos vaivenes que provocaba el mar. Detrás de unos amplios portones, que había al fondo de un ancho pasillo de carga, se encontraban los animales. Antes de alcanzarlos, abrieron dos compuertas a los costados de la nao por donde se favorecía la descarga lateral cuando no se disponía de grúa, o la mercancía era más ligera.

El eco de sus pisadas y tanto portazo como dieron alertaron a Yago, que corrió a esconderse bajo unos sacos. En pocos minutos y desde una rendija pudo ver al menos a seis hombres en grupos de tres desatando de sus argollas a varios de los caballos. Al soltar las cuerdas los cascos empezaron a tocar suelo, pero aquellos hombres sabían lo que hacían y pusieron especial cuidado en que las patas quedaran en todo momento bien atadas para evitarse coceos. En cuanto terminaron con la última correa, uno de ellos ordenó lo que debían hacer.

—Empecemos por los más pesados.

—Os vamos a dar un bañito, muchachos… —bromeó otro envolviéndose la mano entre las crines de un macho de seis años para inmovilizarlo mientras le colocaba un cabezal.

Al tirar de él hacia el pasillo de descarga, el pobre animal, desconcertado y demasiado débil, demostró verdaderas dificultades para caminar. Iba mareado e inseguro, tambaleándose con cada golpe de mar. Le esperaba un terrible destino. Las enormes olas estallaban sin compasión contra la nao entre fuertes rugidos y nubes de espuma. El caballo, advertido del peligro que corría, estudió una posible escapatoria, pero lo guiaban con demasiada firmeza. Un fuerte golpe de aire le despegó del cuello las crines y las hinchó como si se tratase de una vela, para hacerlas estallar después con el mismo efecto de un látigo. Tensó las orejas, cabeceó aterrorizado, clavó los cuartos traseros y reculó todo lo que pudo para evitar aquel infierno, pero se encontró con doce fuertes brazos que lo empujaban hacia una de las bocas de salida.

Sirviéndose de cuerdas, a fuerza bruta, y todos a una, los seis hombres consiguieron que el animal fuera perdiendo terreno hasta que sus miembros anteriores asomaron fuera del barco. Una vez allí y a la voz de tres, consiguieron con un último esfuerzo lanzarlo contra el mar. El animal, entre cabeceos y ahogados relinchos, terminó perdiéndose de vista en solo un instante.

—Muy bien, chicos. ¡Vayamos a por el siguiente! —Uno de aquellos recios marineros se limpió las manos sobre los empapados calzones y preparó otro cordaje.

Cuando Yago vio que regresaban se empezó a poner más nervioso. Tenía a Azul a su izquierda, entre una decena de animales aterrados, casi tanto como él.

Desataron a un ejemplar de cuello hermoso y dorso corto, fuerte como un toro, para darle idéntico destino que a los demás, pero se encontraron con más problemas. El animal se resistía con ferocidad y parecía peligroso. Entre blasfemias, sudores y empujones fueron avanzando poco a poco con él hasta dejar la bodega atrás. Yago, asustado, escuchó su último eco de relinchos y bramidos hasta que de repente se hizo el silencio.

El siguiente caballo que fue abordado coceó a uno de los marineros en un fatal descuido. El cordaje que inmovilizaba sus cuatro patas se había soltado demasiado pronto y el caballo aprovechó la oportunidad para lanzarle una coz que terminó rompiéndole la pierna hasta hacer asomar una parte del hueso. Se lo llevaron entre gritos de dolor y gruesos improperios. Yago observaba sin hacer el menor ruido, pero el corazón se le detuvo cuando los hombres que se quedaron en la bodega señalaron al siguiente caballo que iban a tirar; se trataba de Azul.

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