Read El jinete del silencio Online
Authors: Gonzalo Giner
—Después de escuchar vuestra descripción, quizá os haga caso y la recorra —le confesó Siegfried al mismo tiempo que reparaba en un grupo de indios de extrañas facciones. Preguntó qué eran.
—Miradlos porque es probable que no los volváis a ver; van quedando muy pocos. Son indios taínos, los originarios de esta isla. No recuerdo quién, pero alguien me contó que llaman a la isla Xamaica porque en su lengua significa «tierra de bosques y aguas». El problema que han arrastrado desde que fueron conquistados es que nunca han sido buenos trabajadores, andan todo el día fumando y durmiendo, y por su culpa hubo que traer africanos para explotar las plantaciones. —Escupió la hoja mascada—. En mi opinión, el tabaco es el mejor legado que nos han dejado.
—¿Lo habéis fumado? —Siegfried había escuchado excitantes comentarios sobre el poder de esa planta.
El rudo capitán le golpeó en la espalda.
—Claro, amigo, y lo he comido, aspirado por la nariz, y también bebido, pero os recomiendo algo mejor; untadlo sobre el cuerpo de una buena esclava. Os aseguro que aumentará sus ardores de forma increíble. —Besó con brutalidad a la joven nativa con quien había yacido cada noche desde Lanzarote.
—Lo probaré, sí, lo probaré. —Siegfried abrazó a la suya con menos interés.
La multitud que llenaba la plaza se abrió de golpe para dar paso a una comitiva presidida por un individuo de barba canosa que vestía de negro y lucía sombrero de ala ancha con una enorme pluma también negra. Montaba un hermoso corcel castaño oscuro, pelo brillante y carácter nervioso. Con una mano sujetaba las riendas y con la otra manejaba una fusta con la que se abría paso, haciéndola restallar sin piedad contra todo aquel que se le cruzaba.
—Don Blasco Méndez de Figueroa… —comentó el Tripas—; como veis, jamás pasa desapercibido.
—Si viene a por los caballos, ¿cómo es que no los hemos bajado todavía?
El capitán despidió a las dos esclavas y lo animó a bajar al puente para recibir al invitado.
—En el estado en que llegan, sería un demérito para su excelente casta. Es mejor que los vea adentro.
Blasco Méndez de Figueroa era un hombre alto, de talle fino y aire elegante. Siegfried observó su impecable vestimenta mientras ascendía para tomar la cubierta; calzón bombacho de terciopelo, polainas de seda y zapato de cuero, capa corta y jubón bien ceñido al pecho, todo en idéntico color.
—¡Os habéis retrasado! —el recién llegado empleó un tono agrio como saludo, ignorando la presencia de Siegfried.
Llevaba guantes oscuros que no se quitó, y tampoco aceptó las excusas del capitán, a quien conocía de otras expediciones.
—¿Sabéis cuánto me cuesta no poder atender a tiempo los pedidos de los conquistadores?
El Tripas perdió su habitual temple y le tembló hasta la barbilla. No recordaba de qué manera le ponía malo aquel hombre.
—Se os olvidará todo en cuanto veáis lo que hemos traído. Pero hablad con él, yo solo he sido contratado para transportarlo.
Antes de tomar las escaleras que bajaban a la bodega, Blasco miró de reojo a Siegfried y preguntó quién era. Sin esperar la contestación continuó hablando.
—Hay muchos criadores en las demás islas. Si no sirvo a mis clientes, irán a comprar caballos a La Española o a la isla de Santiago. —Sonrió a Siegfried de modo cordial—. Según parece, os debo un gran favor.
—¿Perdón? —contestó el alemán.
—Gracias a vos, voy a disponer de una mercancía muy difícil de conseguir por estos lares. —Lo saludó estrechando su mano.
—Espero que os agraden.
—¿Creéis que son buenos? —Lo miró directamente a los ojos.
—Sin dudarlo.
Atravesaron varios compartimentos y recorrieron el último pasillo que daba a la bodega, donde se empezaban a divisar los primeros animales. El hacendado buscó un pañuelo de mano y se tapó la nariz previendo el golpe de olor que seguro recibiría después de tantos días sin ventilación.
Al entrar, en efecto, no se arrepintió de su decisión.
Recorrió de un vistazo los caballos sin abrir la boca, y entre ellos vio a un chico que cepillaba a un ejemplar de increíble estampa.
—¿Dónde guardáis los cinco que faltan?
—Tuvimos que deshacernos de ellos durante una tempestad de proporciones increíbles —el capitán tenía preparada su respuesta—. De todos modos y por suerte para todos, os aseguro que los mejores han llegado sanos y salvos.
Blasco Méndez de Figueroa suspiró con una expresión de franca exasperación.
—Cinco ejemplares menos suponen una pérdida de doscientos cincuenta mil maravedíes, cantidad equivalente a lo que en realidad ganaría con todos ellos… Mis clientes, cuando vienen a mí, necesitan un número determinado de caballos, por eso le pedí a don Martín Dávalos veinte, no dieciséis ni doce; veinte… —alzó el tono de voz y miró a Siegfried.
—Lo sentimos, pero las circunstancias…
—Las circunstancias me dan igual, pero descuidad, pues el arreglo que haga no va con vos; ya me descontaré el daño cuando vea a don Luis Espinosa, quien me ha anunciado una pronta visita.
Blasco no había dejado de estudiar el caballo que tenía a su derecha. Calculó que tendría unos cinco años y estaba cabizbajo, con las orejas vencidas hacia los lados y claros signos de deshidratación.
—Este animal se morirá con toda probabilidad, incluso antes de llegar a mi plantación. Más dinero que perderé... —Repasó de un vistazo al resto y constató un estado general bastante malo—. ¡Están hechos un desastre!
Yago levantó la cabeza al sentir que Blasco lo estaba mirando.
Aquel hombre de negro le produjo un extraño temor, le faltaban dos dedos en una de sus manos y en sus ojos se escondía algo oscuro, pero siguió cepillando a Azul.
Blasco caminó hacia ellos. Le bastó una rápida ojeada para saber que solo con ese caballo podría ganar una fortuna. Reconoció que se trataba de un Guzmán por su peculiar hierro en forma de corazón. Se impresionó al contemplar su preciosa estampa, aquellos oscuros ojos, la expresión de señorío que demostraba en cada movimiento, por sutil que fuera. Le recordó a una yegua que habían tenido que dejar abandonada a los indios, durante la huida con Hernán Cortés, en una noche que luego tomó el calificativo de triste, cuando habían sido derrotados por los aztecas en Tenochtitlán. En realidad era la yegua que montaba Pedro de Alvarado, a partir de entonces venerada por todos dada su excepcional generosidad al darle la vida a su jinete a expensas de perder la suya. El noble animal salvó de un salto la enorme separación abierta en un puente que acababan de derrumbar los indios para evitar su huida, y salió malherido del trance. Lo que parecía imposible para cualquier otro caballo, esa yegua de casta Guzmán lo hizo. Por eso, Blasco, al mirar al que ahora tenía de frente, la recordó.
Preguntó quién era aquel chico.
—Es un polizón, un chico medio retrasado. Lo descubrimos unos días después de nuestra partida y poco más se puede decir de él; apenas habla y no sabemos si nos entiende…, una molestia, vamos… —se confesó el capitán, que veía al muchacho como el menor de sus problemas.
—¿Está a la venta? —el Tripas no supo qué responder, pero Siegfried contestó por él.
—Esa es la idea, sí.
La plantación de Blasco tenía una permanente necesidad de mano de obra, los esclavos le duraban cada vez menos, y sus precios habían alcanzado cotas prohibitivas. Al ver al chico, pensó que un ejemplar de piel blanca como aquel le daría un toque de distinción a su hacienda dado lo infrecuente que era su esclavitud aunque estuviese permitida. Pero además, si cumplía bien como hombre con sus africanas, podría proporcionarle nuevos mestizos, sin duda los mejores trabajadores que podría desear para su plantación, pues heredaban la fortaleza de los africanos y la altura de la raza blanca.
Decidió hacerse con él sin pagar un solo maravedí.
Siegfried esperó a que Blasco arrancara con un precio, pero al ver que tardaba más de lo esperado, se decidió a hablar.
—Hagamos un trato.
—¡Nada de eso! El chico me lo cobro en compensación por los perjuicios —le cortó Blasco dirigiéndose a continuación al Tripas—. Negádmelo y veréis cuán rápido le llegará un informe a don Luis Espinosa sobre las deplorables condiciones de vuestro transporte…
El capitán guardó silencio. Sabía que Blasco podía ponerlo en un verdadero aprieto delante de los dos veinticuatros.
Siegfried torció el gesto viendo cómo se le escurría de las manos la oportunidad de hacer un poco de dinero con el chico.
—Y en cuanto a vos… —continuó hablando el hacendado—, espero que no os sintáis demasiado agraviado, entre otras cosas porque si como decís el chico es una molestia, significa que no sabe hacer nada. Y de ser así, no pensaríais que se iba a pagar mucho dinero por un retrasado…
Blasco miró al capitán y luego a Siegfried. Escupió un resto de tabaco y dejó el asunto zanjado con un apretón de manos. Ninguno de los dos abrió la boca mientras lo veían salir del barco. Al llegar al muelle dio orden expresa a su gente para que llevaran a la plantación a los quince caballos y al chico.
La Bruma Negra necesitaba sangre de nuevos caballos, y su dueño la tendría. Sus cuadras acogerían al primer Guzmán de la isla, y sus barracones, a un nuevo esclavo que no había dejado de chillar ni un solo instante desde que lo sacaron de la bodega.
Yago no sabía que acababa de pisar tierra india, una tierra de esclavitud.
A pocas millas del monasterio de la cartuja de Nuestra Señora de la Defensión, en el Puerto de Santa María, arribó una cántabra, embarcación así llamada por ser frecuente en aquellos lejanos mares.
El fuerte sol de agosto calentaba su cubierta, su velamen y también las mejillas de uno de sus pasajeros, Fabián Mandrago, quien oteaba la estrecha línea de tierra que formaba el golfo de Cádiz, antes de ver cómo su barco viraba para dirigir la proa hacia el puerto de destino.
La nave transportaba textiles y sedas desde Rotterdam, que competían en calidad con los fabricados en Toledo y Valencia, para ser enviados al virreinato de Nueva España, donde los grandes terratenientes y sus esposas disfrutaban de un lujo y distinción comparables a los de las mejores casas nobiliarias europeas.
Fabián había pagado su pasaje trabajando en la cocina del barco, sin apenas haber salido de ella. Se había despedido con agradecimiento de sus bienhechores después de ocho años de estancia en Cudillero, prometiéndose volver en otra ocasión, pero sin otra idea en la cabeza que vengar su lejano destierro.
Con la vista puesta en unas barcazas cargadas de aceite, a las puertas de la desembocadura del Guadalete, sintió una mezcla de placer y desazón, con la alegría del que vuelve a casa pero con el ánimo encendido por la ira y una aguda necesidad de venganza. Los largos años pasados en su destierro le pesaban. Ya nada era igual.
Al paso de la primera embarcación le alcanzó un familiar aroma a aceituna, pero sus sentidos no se recrearon en pasadas sensaciones o añoranzas, toda su concentración estaba dirigida a un único objetivo: localizar a sus enemigos y destruirlos.
Decidió que lo primero que haría nada más desembarcar sería comprar un caballo para poder ir a Sanlúcar y visitar los almacenes del Pósito. Allí hablaría con el hombre que se la jugó, con Tarsicio; el primer responsable de la fraudulenta institución.
A buen paso, un caballo tardaría algo menos de media jornada en recorrer la distancia que separaba el Puerto de Santa María del de Sanlúcar, los dos más importantes en el tráfico con las Indias después del de Sevilla, pero el que había comprado Fabián no respondía a los mínimos. Aquel jamelgo lo miró mal desde el principio y además olía raro, como a brea, pero sobre todo era obstinado; ya podía darle con las botas sobre sus costillares o azotarlo en la grupa, que le daba todo igual.
El animal iba a su paso, despacio y sin verse afectado por ninguna de sus órdenes.
Qué irónica era la vida, pensó Fabián Mandrago. Después de haber padecido innumerables sacrificios en los acantilados de Cudillero bajo la lluvia y el frío, o de haber resistido la furia del viento del norte sobre su cuerpo a lo largo de tantas y tantas noches de vigilia, ahora resultaba que un animal se convertía en el mayor freno para dar un pronto destino a sus sueños.
Y fue en la mitad del camino cuando el caballo se detuvo y ya no quiso ir ni para adelante ni para atrás. Fabián se puso nervioso por lo absurdo de la situación, y le arreó con la fusta, chilló, le palmeó las ancas y lo llamó de todo, pero solo consiguió complicar las cosas. El animal se revolvió y lo mordió en la rodilla, había decidido por sí mismo, y nada le haría cambiar de opinión.
Por increíble que pudiera parecer, tuvo que abandonarlo allí y seguir la ruta a pie. Se echó un fardo a la espalda con sus escasas pertenencias y de su cuello colgó una pequeña bolsita de cuero donde viajaban todos sus ahorros, el dinero que le permitiría vivir varios meses dedicado a investigar las turbias actividades de sus odiados enemigos. Luego, si tenía éxito en su empresa, solicitaría recuperar su antiguo trabajo y volvería a vivir una vida normal. Esos eran en definitiva sus planes.
Pocos pasos después de haber dejado atrás su montura escuchó un relincho, y al volverse, vio con estupor que el caballo corría hacia él, primero a trote ligero y luego a galope. Cuando pasó de largo a toda velocidad camino de Sanlúcar, Fabián lo maldijo, le tiró una piedra sin llegar a darle, y se acordó de todos los antepasados del hombre que se lo había vendido como el más dócil y disciplinado de los jamelgos.
Pero su mala suerte no terminó ahí.
Cerca de donde estaba, a unas treinta cuartas y en la cara norte de una loma, le esperaba otra sorpresa.
Se trataba de tres bandoleros que, después de verse retirados del camino por un caballo desbocado, localizaron a sus espaldas a quien debía de ser su propietario. Se alegraron, ya que no habían conseguido poner a prueba sus artes con ningún otro viajero en todo el día,
Fabián iba cabizbajo, ensimismado, y no se dio cuenta de su presencia hasta que los tuvo encima.
—Mal os vemos, caballero… ¿Qué peor cosa le puede suceder a un hombre que perder su montura?
Fabián levantó la cabeza y lo que vio no le gustó nada. El tipo que acababa de hablar ocultaba su cara con un pañuelo, y sus ojos, muy oscuros, reflejaban una actitud de lo menos amigable.