Read El jinete del silencio Online
Authors: Gonzalo Giner
—Perdonad…, no os entiendo… —Estudió con urgencia cuáles eran sus posibilidades de huida. De los tres hombres, uno acababa de cerrarle el paso a su espalda, y todos iban armados con puñales. Solo tenía una solución. Tensó los músculos y esperó su momento.
El que había tomado la palabra continuó.
—Seguro que a estas alturas ya conocéis la respuesta a mi pregunta, ¿verdad? —Provisto de una afilada daga, hurgó por debajo de la camisola de Fabián sin que este ofreciera la menor resistencia.
Pronto localizó la bolsa de cuero donde Fabián llevaba cien mil maravedíes cambiados en escudos de oro. Al sentir el peso, no pudo resistirse a abrirla para saber qué botín acababan de obtener. Pero en ese descuido, Fabián tomó su mano, la que empuñaba la daga, y con una enorme destreza dirigió puño y acero al propio cuello del ladrón rebanándoselo a una velocidad de vértigo. El hombre, con un gesto de perplejidad, sintió la sangre correr, consciente de que estaba muerto. Cuando soltó la daga, esta cayó en la mano de Fabián, que la lanzó al pecho de otro de los bandoleros y acertó de lleno en su corazón. El tercero, al comprobar la fiera expresión de Fabián y su maestría con las armas, huyó a la carrera antes de verse alcanzado también.
Como efecto de la difícil vida en el norte y sus últimos trabajos despiezando ballenas, su cuerpo se había fortalecido a la vez que su alma. Observó a los dos bandoleros muertos y los ocultó tras unos matorrales. La rapidez de su respuesta le había enardecido más de lo que imaginaba, reacción que quiso interpretar como un aperitivo de su deseada venganza.
Con la respiración todavía agitada y la sangre hinchando sus venas, siguió caminando a buen paso, hasta que después de una milla, escuchó a sus espaldas el sonido de un carromato. Lo detuvo y pidió ayuda al conductor, quien se ofreció a llevarlo hasta el mismo puerto de Sanlúcar.
Cuando pisó el malecón principal, Fabián sintió una mezcla de nostalgia y frustración. La imagen de los barcos fondeados, el familiar bullicio que se prodigaba por todas sus esquinas, aquel constante movimiento de mercancías o el aire marino que le llegaba impregnado de aromas de la ribera del Guadalquivir removieron del pasado sus recuerdos.
Respiró con el alivio del que se siente de nuevo en casa, mientras oteaba el último recodo del río, antes de su desembocadura en el mar, donde la navegación resultaba difícil para quien no conociera bien aquellos peligrosos arenales. Luego, devolvió su atención a las embarcaciones amarradas sin reconocer ninguna; decidió que había pasado demasiado tiempo fuera…
—Pero qué diantre… No acabo de creerme lo que mis ojos están viendo... —una voz familiar le obligó a volverse.
—¡Tomás, mi querido amigo! —Fabián reconoció de inmediato a uno de sus mejores colaboradores, le sonrió encantado y terminaron fundidos en un largo abrazo.
Pasados ocho años de separación, su aspecto había cambiado y las canas empezaban a dominar sus cabelleras, pero de inmediato surgieron las preguntas, casi atropelladas, queriendo saber el uno del otro. En animada conversación y sin determinar los pasos que llevaban, terminaron dando con las puertas de una famosa taberna.
—Si te parece, nos tomamos un vino y me cuentas todo lo que ha pasado por estas tierras durante mi ausencia —le propuso Fabián.
El ambiente dentro del local no era el más adecuado para una tranquila conversación, pero entre la algarabía y los gritos de unos y otros, encontraron asiento en una esquina. Después de la primera frasquilla de vino empezaron a compartir noticias. Tomás escuchó con atención qué había sido de Fabián desde su desaparición; nadie había creído la versión oficial y ahora entendía las verdaderas causas del extraño destierro.
—Se dijo que te habías aprovechado durante años de tu puesto en la Alcaldía de la Saca…
—Me conoces y sabes que no soy un corrupto… —Apretó las mandíbulas conteniendo la rabia—. En aquella ocasión nuestras pesquisas se acercaron demasiado a ciertas nobles casas de Jerez. He vuelto para conseguir las pruebas necesarias para incriminarlos. Se ha de saber toda la verdad sobre esa gentuza.
—Vigila tus espaldas, Fabián. Sé muy bien de quién estás hablando, y por si no lo sabes, además de haber prosperado mucho en sus negocios, tienen trabajando para ellos a ciertos tipos que te puedo asegurar que carecen del menor escrúpulo y están medio locos. Últimamente se han escuchado cosas terribles sobre esa caterva de gente, pero sobre todo se habla de cómo resuelven sus problemas… ¡Ándate con mucho cuidado!
La dueña de la taberna rellenó sus frascas y dejó sobre la mesa la mejor fritura de pescado de Sanlúcar, según aseguró. Le dieron la razón, pues lo terminaron tan pronto como les duró una nueva ronda de vino. Fabián fue recordando a algunos de los hombres que habían formado parte de su grupo. Tomás le fue dando razones sobre unos y otros.
—Y tú, ¿sigues en la Alcaldía de la Saca?
—Nunca he dejado la institución, pero desde tu desaparición no hemos tenido un guarda entre nosotros, es el propio alcalde quien ahora nos manda.
Fabián, dispuesto a emprender su particular cruzada, quiso saber si podría contar con la ayuda de Tomás y para ello no dudó en planteárselo abiertamente.
—Para acceder a la información más delicada o abrir determinadas puertas me serías muy útil, pero nunca te pediría nada que te comprometiera, claro…
Tomás reaccionó al comentario con un gesto de contrariedad:
—Bueno, claro, si se hiciese tan necesario, quizá sí… —comentó sin demasiada convicción.
Fabián, a pesar de verlo dubitativo, no se amilanó y le requirió una información concreta.
—De las embarcaciones que hoy están en puerto, ¿hay alguna de Dávalos?
—Suyas no, pero se sabe que uno de cada dos barcos que navega con su estandarte lleva mercancía vedada.
—Y de ser así, ¿cuántos le habéis requisado?
La pregunta provocó una clara incomodidad en Tomás.
—Las cosas han cambiado mucho, Fabián. He de confesar que nuestro superior, al mantener tan buenas relaciones con esa familia y con los propietarios de las más importantes navieras, hace la vista gorda la mayoría de las veces. Ya te imaginas por qué... Sé que debería actuar, combatir esos desmanes como hiciste tú en su tiempo, pero no me siento tan libre como entonces. Me casé, tengo hijos y no puedo ponerlos en peligro. ¿Me entiendes? —Lo miró avergonzado—. Tu caso es diferente. Tú sí puedes asumir riesgos…
Fabián guardó silencio unos minutos, decepcionado, pero al momento buscó otra manera de abordar su posible colaboración.
—En Cudillero ideé un plan, con varios pasos a dar, que me propongo llevar a cabo. El primero pasa por visitar el Pósito, donde confío en documentar mis sospechas. Si cambiaras de opinión, tienes que saber que puedo darte suficiente dinero como para cubrir muchas de tus necesidades actuales y futuras…
Tomás bajó la cabeza. No le hacía falta hablar.
Al mencionar el dinero Fabián se llevó la mano al cuello instintivamente para buscar la bolsa de sus ahorros, pero no la encontró. Dio un brinco desde la silla alarmado y la buscó entre la ropa sin ningún éxito. No la tenía. Se quiso morir de espanto.
—¡Maldita sea! No puede ser verdad… —gritó angustiado—. ¡Me han robado!
Desenvainó su puñal y miró desencajado a su alrededor buscando algún gesto extraño, una mirada esquiva, pero, para su desgracia, en la lúgubre taberna todos parecían sospechosos. Sintió que le faltaba el aire, cerró los ojos y se llevó las manos a la cabeza. No podía creerse lo que le acababa de pasar. Todo el sacrificio acumulado en ocho largos y duros años no había servido para nada… Se levantó con una expresión rota y la respiración congelada, tratando de recordar dónde podía haber sucedido. Tuvo que ser a la entrada de aquella taberna, pensó. Allí se había cruzado con mucha gente, recordó varios empellones. Calculó el tiempo que llevaba hablando y le sobrevino un profundo pesar. Con toda seguridad el ladrón estaría ya muy lejos, encantado con su suerte.
Miró a su acompañante desolado. Cualquier otra desgracia hubiera sido menos dolorosa que esa. Se sentía tan desamparado que dejó caer la cabeza sobre la mesa y la ocultó entre sus manos, como si quisiera desaparecer del mundo y de la horrible realidad a la que se iba a tener que enfrentar.
—Fabián, imagino cómo te sientes, es terrible. Vayamos en su búsqueda.
—Déjalo, es una tarea imposible. En esa bolsa estaba mi futuro…
¿Cómo iba a poder descubrir las oscuras actividades de aquellos hombres que se vanagloriaban de ser veinticuatros de la ciudad, cuando no podía mantenerse ni pagar un solo maravedí a un confidente? Ahora era más pobre que las ratas. Aquellos pensamientos le bloquearon por completo.
—Podrías vivir en mi casa el tiempo necesario hasta que puedas pagar otro sitio, aunque tengamos que mantener ciertas precauciones —le sugirió Tomás.
El gesto le devolvió un poco de esperanza y aceptó la propuesta.
—Te dejarás barba, teñiremos de otro color tu pelo y cambiaremos tu aspecto por completo. Así nos evitaremos problemas…
Tres semanas después Fabián ascendía por la fachada del Pósito buscando dónde poner mejor apoyo para alcanzar un ventanuco que le había parecido frágil. A sus pies se había quedado Tomás con la consigna de que un silbido era señal de aviso y dos de peligro inminente.
Habían comprobado días antes que nadie protegía el edificio por las noches y que el último que se iba lo hacía a media tarde. Por tanto, disponían de mucho tiempo para buscar en sus archivos. Eligieron la fecha por la abundante luz que regalaba la luna llena.
Fabián iba de oscuro, con una barba cerrada y la cabeza tapada con un paño negro que solo dejaba al descubierto los ojos. El despacho de Tarsicio disponía de una amplia dependencia anexa donde se acumulaban miles de documentos archivados por años, separados por salidas y entradas, y clasificados por mercancías, todos ellos apilados en amplias estanterías. Cuando Fabián vio tanto volumen de papel, admitió la imposibilidad de su tarea. Necesitarían un mes entero y más de diez hombres para revisar uno a uno todos los papeles. Además pensó que de tener algo que ocultar, no estaría tan a la vista. Volvió al despacho y echó un vistazo general. Había una mesa y un mueble lleno de viejos aparejos de navegación, y tres de las cuatros paredes quedaban ocupadas por una estantería continua llena de libros, algunos muy antiguos. Inspeccionó el fondo de la librería en busca de compartimentos ocultos, pero no vio nada extraño.
Empezó a sentirse desesperado. Pateó con rabia alguno de los volúmenes que acababa de tirar por el suelo, pero decidió que no era así como iba a conseguir nada. Necesitaba pensar.
—Tiene que haber un sitio donde escondas la información más comprometida… —Fabián volvió a revisar con detenimiento la habitación en busca de cualquier cosa que se le hubiera pasado por alto. Miró detrás de los cuadros, movió la librería por si pudiese ocultar una doble puerta o una caja de seguridad, pero no vio nada.
Buscó a través de la ventana a Tomás y lo localizó en la esquina opuesta al edificio, oculto detrás de un seto. Todo parecía tranquilo. A las paredes y estantería les siguieron los cajones de la mesa de despacho, y después los bajos del mueble, acaso tuviera algún compartimento oculto, pero tampoco vio nada especial.
Bastante desanimado, se sentó en el alféizar de la ventana a pensar, pero sin apenas un respiro, escuchó un silbido que le hizo mirar a la calle. A la altura de donde estaba Tomás vio a dos hombres que parecían dirigir sus pasos hacia el edificio del Pósito. Pensó a toda velocidad dónde podía esconderse, y solo se le ocurrió la mesa de despacho. Con los nervios, al ir hacia ella tropezó con una peana que sostenía la réplica en miniatura de un galeón. Este perdió apoyo y al caer se rompió en dos pedazos. Cuando tocó el soporte donde había estado apoyado el barco, localizó un estrecho cajoncito muy bien disimulado. Con un intenso pálpito en el corazón y lleno de esperanzas, lo forzó con ayuda de su puñal. Sin demasiada dificultad accedió a su interior, donde había un pequeño libro de gruesas tapas de cuero rodeado por un desgastado cordel bermellón.
Escuchó un segundo silbido y casi a la vez unos pasos que se acercaban hacia el despacho.
Aquello se ponía feo.
Sin tiempo de abrir el libro para ver su contenido, Fabián cambió de opinión y estudió de qué manera podía escapar. Usar la puerta por donde había entrado le pareció una temeridad. Miró por la ventana y al descubrir una cornisa exterior lo suficientemente ancha para poder caminar por ella, asumió que esa era su mejor opción. Salió con rapidez del despacho al exterior, cerró la ventana todo lo que pudo y de cara a la pared, arrastrando los pies con extremo cuidado, buscó la esquina derecha del edificio. La dobló en el justo momento en que los hombres se asomaron al advertir que la ventana estaba entreabierta. Fabián, con la respiración agitada, manteniéndose todo lo inmóvil que podía, y con aquella libreta apretada contra su pecho, trató por todos los medios de no mirar hacia abajo. En esa incómoda y peligrosa postura permaneció no menos de dos horas hasta que dejó de escuchar ruidos y vio que los dos individuos abandonaban el edificio y se alejaban calle abajo. Volvió a recorrer la fachada, preso del miedo, hasta que pudo entrar de nuevo en el despacho. Más tranquilo, en cuanto fue capaz de controlar el temblor de piernas causado por su prolongada inmovilidad, decidió abandonar el edificio sin perder un minuto. Cuando lo logró, tomó la primera calle a la derecha y corrió en busca de Tomás.
Pero cuando llegó a donde se suponía que debía estar su acompañante, allí no había nadie. Tampoco consiguió que le abriera la puerta de su casa cuando fue hacia ella huyendo de la noche y del peligroso trance que acababa de vivir.
Se sintió abandonado por Tomás, pero a la vez lo disculpó; la misión que habían emprendido era peligrosa, muy peligrosa.
Al día siguiente, Tarsicio se quedó paralizado al ver entrar en su despacho a Fabián. A pesar del paso del tiempo lo reconoció de inmediato. Primero se puso pálido, luego le empezaron a sudar las manos y terminó levantando la voz en un tono muy desagradable. Fabián le hizo callar de un puñetazo.
—Vos no debíais estar por aquí… —El depositario hizo ademán de escapar frotándose su dolorido mentón, pero su agresor pudo derribarlo con un segundo golpe.
Mandrago no se anduvo con rodeos, se echó encima de él y abrió la reveladora libreta que encontró la noche anterior. Había estudiado a fondo cada línea, cada nota, todos sus apuntes. Allí estaban anotadas centenares de entregas irregulares, las partidas de cereal que se habían embarcado a destinos prohibidos, fechas, cantidades, pagos a terceros, chantajes y, lo más interesante, las iniciales de los principales involucrados, como también algunos nombres en clave.