El jinete del silencio (30 page)

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Authors: Gonzalo Giner

BOOK: El jinete del silencio
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Detuvieron sus caballos hasta que terminaron de pasar; serían una veintena. Ellas saludaron con respeto retirándose de las cabezas los anchos sombreros de mimbre que las protegían del calor. Al hacerlo surgieron rostros endurecidos, algunas miradas de miedo, otras de súplica. Blasco las observó lleno de desprecio, y escupió a su paso.

—¿Puedo hablaros en confianza? —Aunque Blasco no era demasiado dado a revelar asuntos íntimos a nadie, aquel jerezano le invitaba a hacerlo.

—Espero que sea merecedor de ella… ¡Por supuesto!

—¡Esclavos! No sé qué os hacen sentir a vos, pero a mí me enervan. Reconozco que son necesarios, pero me pongo malo solo con verlos. —Chasqueó la boca para poner en marcha a su caballo y buscó el sendero bordeado de árboles centenarios cuyas extrañas copas se abrían uniendo sus ramas con los vecinos para formar caprichosos nudos.

—Tal y como yo lo veo, tener esclavos solo supone ventajas: os ofrecen su trabajo, no protestan demasiado, gastan poco y además son vuestros para todo aquello que os plazca… —comentó don Luis—. En confianza, pienso que tiene que ser excitante llegar a sentir esa sensación de propiedad sobre ellos…

—Comparto vuestro parecer en todos los sentidos, pero para mi desgracia, ahora no son nada baratos, me cuestan una fortuna y además me duran bastante menos de lo que lo hacían antes, algunos no llegan a resistir ni dos años. —Chasqueó la lengua—. Sin embargo, con mi comentario no me refería al perjuicio económico que suponen, no. —Guardó un largo silencio que terminó con una poderosa inspiración, como si le estuvieran pesando los pensamientos—. Lo que siento es un profundo rechazo hacia ellos, una repulsión visceral, lo reconozco… ¿Y sabéis por qué? —Sin esperar la contestación de Luis Espinosa, siguió con su argumento—. Porque odio su debilidad. Eso es; detesto la resignación que llevan clavada en sus conciencias y hasta en su propia sangre… —Frenó al caballo al llegar al punto más alto de una cima desde donde se contemplaba un amplio y verde panorama.

—Creo que os entiendo… —respondió don Luis, pero como Blasco solo se escuchaba a sí mismo, no le dejó continuar su reflexión y retomó la palabra, ahora desvelando sus recuerdos.

—Cuando acompañé a Cortés fui apresado por los indios. Durante unos días practicaron conmigo las torturas más espantosas que podáis imaginar. Os habréis fijado en que me faltan dos dedos; se lo debo a ellos. Pero a pesar de todo nunca me sometí, os lo juro. Resistí con firmeza; creí en mí y no me dejé vencer. Cuando encontré la manera pude escapar, y poco tiempo después conseguí vengar las vejaciones sufridas. Por eso, aunque estos sean esclavos negros y los otros indios, me repugnan tanto unos como otros, y se debe, como os digo, al nulo respeto que se tienen a sí mismos… Cuando luché junto al conquistador, mis manos dieron muerte a infinidad de aztecas, como también a indígenas de otros clanes. Al principio me costaba hacerlo, quizá fuera debido al peso de la moral cristiana sobre mi conciencia, pero pronto empezó a parecerme algo normal, y hasta llegué a quitarle toda importancia. Fue entonces cuando empecé a disfrutar de verdad. Nunca pensé que el calor de su sangre sobre mis manos, o escuchar el húmedo sonido que produce el roce del acero cuando los atraviesa, pudiera agradarme tanto.

—En mi opinión, no son humanos como nosotros… —convino don Luis Espinosa.

Después de haber descendido de la cima por su cara norte, tomaron un camino que bordeaba una cantera. La atención de don Luis recayó sobre la aproximada media docena de escuálidos hombres que en ese momento golpeaban una gigantesca piedra con evidente desgana. Sus negros cuerpos habían quedado medio blanqueados por el polvo que ellos mismos producían. Pero, entre todos, destacaba uno que tenía la piel blanca, muy joven y con el pelo largo y enmarañado. Sujetaba con ambas manos una gruesa cuña de hierro gracias a la cual estaban abriendo la fabulosa piedra. Desde diferentes ángulos, otros tres esclavos martilleaban la cuña alternándose entre ellos con un musical tintineo. Fue a preguntar quién era, pero vio a Blasco tan concentrado en su conversación que lo dejó para otro momento.

—Como os decía y bajo mi parecer —Blasco retomó su argumento—, un esclavo está situado entremedias de las bestias y nosotros. Por eso no siento ningún remordimiento cuando he de darles muerte. La sed de sangre que todos sentimos mientras luchábamos con Cortés podría interpretarse como un rapto de locura, pero os confieso que en mi caso obró como una interesante forma de placer. —Miró a Luis con un inquisitivo gesto—. ¿Os impresiona lo que os cuento?

—¡En absoluto! Os lo aseguro —mintió. Él tenía instinto de poder y no de sangre. Por eso la muerte no le producía ningún placer, solo la veía como un instrumento. Le bastaba con saberse dueño y señor de ella si alguna vez había estado en situación de decidir. Observó de nuevo al joven de piel blanca. Este pareció notarlo, pues de inmediato levantó la cabeza y le devolvió la mirada. Sus llamativos ojos azules produjeron en Luis una extraña sensación que no supo interpretar.

Su anfitrión seguía hablando.

—En Tenochtitlán fuimos testigos de sus crueles rituales, en los que llegaban a teñir sus templos con la sangre de sus víctimas, a quienes cortaban las cabezas en sacrificio a los dioses.

Don Luis lo escuchaba, sin imaginar hasta dónde esos hechos habían afectado a la personalidad del hacendado.

—La Iglesia afirma lo contrario, pero estoy convencido de que tanto los indios como los esclavos carecen de alma, amigo mío. Nos amonestan porque los dejamos ir medio desnudos o no frenamos sus instintos carnales, pero no se dan cuenta de que son animales…

Pasaron al lado de una joven desnuda que por el volumen de sus pechos debía de estar amamantando a un hijo. Blasco le asestó un tremendo golpe en la espalda con la fusta. La mujer gritó de dolor, pero él no se detuvo y le atizó dos veces más, riñéndola por holgazana.

—¿Veis a qué me refiero? Nunca reaccionan contra ti, ni tratan de evitarlo. ¿Os gustaría comprobarlo?

Luis se excusó. Producir dolor sin motivo alguno no le procuraba ningún placer, aunque se tratase de una esclava. Cuando había tenido que matar no lo había dudado, pero esa actitud gratuita de Blasco le pareció excesiva.

—Me asquea su humillante obediencia... —continuó Blasco—. Quizá al golpearlos pretenda provocar en ellos una reacción, incluso un insulto que entendería. Pero no saben lo que es el honor. Aceptan con resignación mis azotes y latigazos, y ellas ni se resisten a ser violadas. Ayer mismo forcé a esa, a la que cierra la fila; fijaos en ella.

Don Luis observó a la mujer. Se trataba de una joven de cuerpo bien moldeado y hermoso. Llevaba las mejillas surcadas de lágrimas y una de las manos vendada.

—Quizá no os falte razón, pero se ha de reconocer que algunas son verdaderamente apetitosas… —Don Luis recordó a la voluptuosa mulata con la que se había acostado las tres últimas noches por deseo de su anfitrión, una mujer que le había hecho disfrutar como no recordaba.

Blasco observó a su invitado un tanto decepcionado.

El rechazo a pegar a la esclava hizo que dudara si sería o no oportuno proponerle en esos momentos una idea que tenía pensada para él. Se trataba de un juego poco convencional, pero el que más placer le procuraba, un planteamiento único, inimaginable en ambientes cortesanos, pero de lo más excitante. Decidió callar. Esperaría otro momento más idóneo, quizá cuando se produjese una fuga, lo que no era infrecuente.

—Sé que os gusta la caza y he podido comprobar estos días que sois diestro con el arco.

—Me encanta, sí.

—Os prepararé la cacería más interesante que esta isla pueda ofrecer, la del almiquí.

—Desconozco ese animal —reconoció don Luis—, pero estoy seguro de que me gustará.

—Es un animal de tamaño medio, muy ágil, corre en zigzag y posee una característica muy especial que le convierte en uno de los seres más peligrosos: su saliva es venenosa. Si os muerde, daos por muerto.

A don Luis le atrajo el reto y aceptó con gusto la invitación.

—Tal vez, después de ella, os ofrezca otra cacería más excitante todavía…

IX

Habían pasado dos meses desde la llegada de Yago a la plantación de la Bruma Negra, cuyo nombre daba fe de su característica más notable: la oscuridad. Oscuridad casi permanente, ya que estaba asentada en las profundidades de un agreste valle quebrado por dos caudalosos ríos y una tupida red de árboles cuya frondosidad apenas dejaba pasar la luz.

Una espesa niebla acompañaba las mañanas de sus habitantes hasta bien entrado el mediodía, y solo cuando se dejaban atrás los límites del valle, por un estrecho paso entre dos colinas, y se alcanzaban las zonas llanas de cultivo, la humedad y la penumbra del bosque cerrado daban paso a las suaves laderas y llanuras donde el calor y el duro trabajo de los esclavos conseguían arrancar los frutos a la tierra.

En la Bruma Negra convivían dos mundos opuestos. Entre fango, inmundicias, dolor y penurias, dos centenares de seres asumían el sufrimiento como la única realidad de sus vidas; mientras en un precioso claro dentro del bosque, entre cuidados jardines, rosaledas, estanques de nenúfares y paseos bien empedrados, otros disfrutaban de todo tipo de placeres. En la residencia del patrono, una mansión blanca y grandiosa, la vida transcurría llena de felicidad.

Cuando Yago atravesó las puertas de la Bruma Negra, no imaginó el tormento que allí le esperaba.

Todavía recordaba su llegada en una carretilla junto a otros seis esclavos encadenados todos entre sí, y la bienvenida de su conductor mientras atravesaban sus puertas.

—Acabáis de entrar en el mismo infierno.

Sus acompañantes eran de piel tan negra que casi era azulada, lo que llamó mucho su atención. Cuatro eran mujeres y el resto, jóvenes de edades cercanas a la suya. De camino no dejaban de mirarlo extrañados por su color y por su rechazo al más mínimo contacto. Acurrucado en una esquina, lo más alejado de ellos que pudo, Yago iba encerrado en sus propios pensamientos y temores. La novedad de la situación despertaba su ansiedad, y de aquellos extraños solo le llegaba el eco de unos susurros que no entendía.

Los bajaron a trompicones de la carreta y los llevaron a gritos hasta un alargado barracón de aspecto inmundo. Los vigilantes de la plantación se rieron de él al ver cómo balanceaba sus manos al caminar, cómo arrastraba los pies, y los frecuentes tropezones que daba. Dentro, un hombre de aspecto seco e inexpresivo los colocó en fila y se acercó a la primera mujer. Mientras preguntaba cómo se llamaba rompió su vestido en dos trozos y la dejó desnuda. A continuación inspeccionó su cuerpo con parsimonia.

—Yuba —la chica pronunció su nombre humillada, mientras un reguero de lágrimas resbalaba por sus mejillas.

—Al patrón le gustarás… —Chasqueó los dedos para captar la atención de su ayudante—. ¡Llévala al pabellón sur!

El siguiente de la fila era un varón que tendría la misma edad que Yago, unos catorce años, aunque algo más alto y desde luego mucho más musculoso. Cuando fue desnudado se rebeló como pudo, a puñetazos, pero recibió un sonoro latigazo que horrorizó a los demás y consiguió su completa inmovilidad. Lo estudiaron a fondo sin dejarse nada de su anatomía. Su sexo fue lo que provocó más comentarios.

—¡Menudo con el chico…! —Agitó su mano asombrado—. Con este se ha de tener más cuidado. Llevadlo a las canteras y que esté siempre vigilado. No quiero que monte a una esclava para dejarla preñada; luego no valen para trabajar. Si le vierais cerca de alguna, hacedle lo de siempre. —Abrió y cerró dos de sus dedos simulando una tijera.

Llegado el turno de Yago, le quitaron la ropa como al resto. A todas luces no era tan fuerte como el anterior, pero como en el barco le habían dado bien de comer, su estado no era del todo malo. El hombre carraspeó mientras lo estudiaba de espaldas y comprobaba el ancho de sus hombros y la dureza de sus piernas. Pero Yago no se pudo contener. Sentirse el centro de tantas miradas le violentó de tal manera que se cubrió con las manos.

—¡Huy, mirad qué sensible es este! —Se rieron a carcajadas—. No sé de dónde has salido, pero eres el primer esclavo blanquito que pisa esta plantación. No puedes imaginarte lo bien que te lo vas a pasar con tus amigos negritos y con los indios…

Yago no entendía qué significado tenía aquel comentario, solo deseaba vestirse.

El hombre trató de separar sus manos para ver sus genitales y buscar cualquier signo de enfermedad. Por suerte para Yago, no encontró nada.

—El jefe quiere que a este lo dejemos con las más jóvenes. Menuda suerte tienes —comentó dirigiéndose a Yago—. Pareces estar en buena forma, mejor, porque antes de que puedas holgar cada noche con ellas, tendrás que trabajar unas cuantas horas en la cantera. —Dio un empellón al muchacho para darle turno a la siguiente esclava y ordenó que lo alojaran en el pabellón rojo.

Se hicieron con él entre dos, lo levantaron por las axilas y lo llevaron con tanta prisa que ni siquiera comprobaron qué ropa le habían dado. Entre empujones y patadas en el trasero fueron dirigiéndolo hasta el exterior de unos largos barracones que se distinguían unos de otros por su color, Buscaron el rojo. Dentro había una veintena de chicas que rompieron a reír al verlo entrar vestido con una prenda femenina. Harto de tanta humillación, Yago soltó un agudo chillido que atravesó el barracón y corrió a esconderse detrás de un camastro.

Cuando los hombres se fueron, una de las muchachas se acercó en silencio.

Se llamaba Hiasy y era negra como el resto, algo mayor que él. Ella no se rio, dejó a su lado un calzón limpio y una camisola algo desgastada pero de suave algodón, y antes de irse le sonrió con dulzura.

Hiasy había llegado a la Bruma Negra poco tiempo antes que Yago, en un lote de treinta esclavos capturados en una pequeña aldea de un lugar perdido de África.

Antes de verse en aquella plantación la joven no había sabido hasta dónde podía llegar el sufrimiento humano ni cuáles eran los límites de la crueldad. En la Bruma Negra se vivía de milagro y cuando tocaba morir tenían que hacerlo sin molestar demasiado. En las costillas llevaba grabados los muchos latigazos que había recibido.

A sus padres los había perdido en el mismo barco que los transportó desde sus lejanas tierras hasta la isla. No pudieron superar la enfermedad que se cebó con la mitad de los que habían sido encerrados en su apestosa bodega. Sobrevivieron los más fuertes. Apenas comían, tenían que pelear para poder situarse cerca de las escasas bocas de ventilación y a veces lo único que podían beber era el agua que se condensaba en el techo y que goteaba desde dos tablones medio vencidos.

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