Read El jardín olvidado Online
Authors: Kate Morton
Henry tosió; las disculpas enrojecieron una vez más su rostro.
—Sin duda ha sido abandonada a su suerte.
—Nada que una buena limpieza no pueda arreglar —dijo Robyn, con forzado optimismo, capaz de reflotar barcos hundidos—. No hay por qué desesperar. ¿Han visto lo que hacen en esos nuevos programas de la televisión? ¿Les llegan a Australia?
Cassandra asintió distraída, intentando distinguir el tejado.
—Dejaré que usted tenga el honor —ofreció Henry, buscando la llave en su bolsillo.
Era sorprendentemente pesada, larga y con un remate decorado, unos bucles de bronce con un bello diseño. Mientras la tomaba, Cassandra sintió un destello de reconocimiento. Ya había sostenido una llave como ésa. ¿Cuándo?, se preguntó. ¿En el stand de anticuario? La imagen era poderosa, pero el recuerdo no se aclaraba.
Cassandra avanzó hasta el umbral de piedra de la puerta. Podía distinguir la cerradura, a pesar de la telaraña de hiedras adherida a la puerta.
—Con esto conseguiremos nuestro objetivo —indicó Robyn, sacando unas tijeras de podar de su bolso—. No me mires así, querido —le dijo a Henry cuando éste enarcó una ceja—. Soy una muchacha de campo, siempre estoy preparada.
Cassandra tomó la herramienta y cortó los tallos, uno por uno. Cuando todos colgaron, desprendidos, hizo una momentánea pausa y pasó suavemente la mano sobre la madera quemada por la sal. Una parte de ella no quería avanzar, satisfecha con quedarse en el umbral del conocimiento, pero cuando miró sobre su hombro tanto Henry como Robyn asintieron, alentándola. Empujó la llave en la cerradura con ambas manos y la hizo girar.
El olor fue lo primero que le impactó, húmedo y fértil, rico en estiércol de animales. Como las selvas tropicales en Australia, cuyas frondas ocultaban un mundo diferente de húmeda fertilidad. Un ecosistema cerrado, alerta ante los desconocidos.
Dio un breve paso hacia el recibidor. La puerta principal permitía que entrara suficiente luz para revelar mohosas motas flotando perezosas en el aire rancio, demasiado leves, demasiado cansadas para caer. El suelo era de madera y a cada paso sus zapatos hacían un ruido blando, como disculpándose.
Llegó al primer cuarto y espió por la puerta. Era oscuro, las ventanas cubiertas por décadas de suciedad. Mientras sus ojos se adaptaban Cassandra pudo ver que era una cocina. Una pálida mesa de madera con patas delgadas, en el centro, dos sillas de enea a cada lado. Había una negra cocina en un hueco en el muro distante, las telarañas formando una espesa cortina frente a ella, y en un rincón, una rueca, que todavía estaba enhebrada con lana oscura.
—Es como un museo —susurró Robyn—, sólo que más polvoriento.
—No creo que pueda ofrecerles una taza de té —bromeó Cassandra.
Henry había avanzado más allá de la rueca y señalaba a un recoveco en el muro de piedra.
—Allí hay unas escaleras.
Unas estrechas escaleras se elevaban rectas antes de girar, abruptamente, al llegar a una pequeña plataforma. Cassandra puso un pie en el primer escalón, comprobando su resistencia. Lo suficientemente fuerte. Con cautela, comenzó a ascender.
—Ahora, con cuidado —advirtió Henry, siguiéndola, las manos extendidas detrás de Cassandra, en un vago y gentil intento de protección.
Cassandra llegó a la pequeña plataforma y se detuvo.
—¿Qué sucede? —preguntó Henry.
—Un árbol, un árbol enorme, bloqueando por completo el paso. Cayó desde el tejado.
Henry espió por encima de su hombro.
—No creo que las tijeras de podar de Robyn vayan a ser de mucha utilidad —dijo—, no esta vez. Hace falta un podador profesional. —Comenzó a descender las escaleras—. ¿Alguna idea, Robyn? ¿A quién llamarías para retirar un tronco caído?
Cassandra lo siguió y llegó al final de la escalera cuando Robyn respondía:
—El chico de Bobby Blake debería poder hacerlo.
—Un muchacho de la zona —explicó Henry a Cassandra—. Trabaja como paisajista. Hace la mayor parte de los trabajos para el hotel, y no conseguirá una recomendación mejor que ésa.
—Voy a llamarlo, si os parece —propuso Robyn—. Le preguntaré cómo tiene la semana de trabajo. Me iré hasta el acantilado a ver si puedo conseguir señal para el móvil. El mío ha estado muerto como un picaporte desde que pusimos pie aquí dentro.
Henry sacudió la cabeza.
—Han pasado más de cien años desde que Marconi recibió su señal, y mira adonde nos ha llevado ahora la tecnología. ¿Sabía que la señal fue enviada desde aquí cerca, un poco más abajo desde la cala Poldhu?
—¿De veras? —Mientras caía en la cuenta de la magnitud del deterioro, Cassandra comenzó a sentirse cada vez más abrumada.
Aunque agradecía a Henry haberla acompañado, no estaba segura de ser capaz de fingir interés por una disertación sobre los inicios de la telecomunicación. Hizo a un lado una cortina tejida de telarañas y se apoyó contra el muro, poniendo una estoica sonrisa de cortés aliento.
Henry pareció percibir su estado de ánimo.
—Lamento muchísimo que la cabaña se encuentre en semejante estado —dijo—. No puedo evitar sentirme en parte responsable, siendo la persona poseedora de la llave.
—Estoy segura de que no hay nada que pudiera haber hecho. En particular si Nell le pidió a su padre que no lo hiciera. —Cassandra sonrió—. Además, habría sido allanamiento de una propiedad privada, y el cartel de la entrada es muy claro al respecto.
—Cierto, y su abuela fue específica respecto a no tocar nada. Dijo que la casa era muy importante para ella y quería seguir la restauración personalmente.
—Creo que tenía planes para mudarse aquí —explicó Cassandra—. De forma permanente.
—Sí—dijo Henry—. Eché un vistazo a los viejos documentos cuando supe que nos encontraríamos con usted esta mañana. Todas sus cartas mencionan su venida hasta una que fue escrita a principios de 1976. Decía que las circunstancias habían cambiado y que no regresaría, al menos por un tiempo. Le pidió a mi padre que guardara la llave, para saber dónde ir a buscarla cuando fuera el momento. —Miró a su alrededor—. Pero nunca lo hizo.
—No —dijo Cassandra.
—Sin embargo ahora está usted aquí —añadió Henry con renovado entusiasmo.
—Sí.
Se oyó un ruido en la puerta; ambos dirigieron hacia allí la vista.
—He hablado con Michael —anunció Robyn, guardando su teléfono—. Dice que vendrá el miércoles por la mañana para ver qué hace falta. —Se volvió a Henry—. Vamos, mi amor, nos esperan en casa de Marcia para el almuerzo, y ya sabes cómo se pone cuando llegamos tarde.
Henry enarcó sus cejas.
—Nuestra hija tiene muchas virtudes, pero la paciencia no está entre las principales.
Cassandra sonrió.
—Gracias por todo.
—Ahora no se le vaya a ocurrir mover usted sola ese tronco —dijo—, por muy ansiosa que esté por echar un vistazo al piso superior.
—Se lo prometo.
Mientras caminaban por el sendero hacia la verja, Robyn se volvió a Cassandra.
—Usted es igual a ella, ¿sabe?
Cassandra parpadeó.
—Su abuela. Tiene sus mismos ojos.
—¿La conoció?
—Sí, claro, incluso antes de que comprara la cabaña. Una tarde vino al museo en donde estaba trabajando. Me hizo preguntas sobre la historia del lugar. En concreto, algunas sobre las antiguas familias.
La voz de Henry llegó desde el borde del acantilado.
—Vamos, Robyn, querida. Marcia nunca nos perdonará si se le quema la carne.
—¿Sobre la familia Mountrachet?
Robyn hizo un gesto en dirección a Henry.
—Los mismos, sobre los que vivían en la mansión. También de los Walker. El pintor y su esposa, y la escritora que publicó los cuentos de hadas.
—¡Robyn!
—Sí, sí, ya voy. —Hizo un gesto con los ojos a Cassandra—. Este esposo mío tiene tanta paciencia como un petardo encendido. —Y luego salió a la carrera tras él, mientras su voz le llegaba a Cassandra flotando en la brisa marina diciéndole que los llamara cuando quisiera.
Tregenna, Cornualles, 1975
El Museo de Pesca y Contrabando de Tregenna estaba ubicado en un pequeño edificio encalado en un extremo de la bahía, y aunque el cartel escrito a mano de la ventana dejaba bien claro las horas de funcionamiento, Nell había pasado tres días en el pueblo antes de que finalmente pudiera echar un vistazo a su interior.
Empujó el picaporte y abrió la puerta baja, cubierta por una cortinilla bordada.
Detrás del escritorio, una mujer muy peripuesta con cabellos castaños hasta los hombros. Más joven que Lesley, pensó Nell, pero con un porte infinitamente mayor. La mujer se puso de pie cuando vio a Nell, de manera que la parte alta de sus piernas empujó el mantel bordado y una pila de papeles hacia ella. Tenía el aspecto de una niña sorprendida asaltando un tarro de galletas.
—No… no esperaba visitantes —dijo, espiando por encima de la montura de sus gafas.
Tampoco parecía demasiado interesada en verlos. Nell extendió su mano.
—Nell Andrews. —Miró el nombre de la placa del escritorio—. ¿Y usted debe de ser Robyn Martin?
—No recibimos muchos visitantes, y menos en temporada baja. Voy a buscar la llave. —Ordenó los papeles del escritorio, y recogió un mechón de cabellos detrás de su oreja—. Los expositores están algo polvorientos —advirtió, con un deje acusatorio en la voz—. Pero es por allí.
La mirada de Nell siguió el movimiento del brazo de Robyn. Más allá de las puertas de cristal, cerradas, una habitación adjunta exhibía varias redes, anzuelos y cañas. Fotografías en blanco y negro de barcos, tripulaciones y ensenadas colgaban de las paredes.
—En realidad —dijo Nell—, estoy buscando una información muy concreta. Un empleado de la estafeta de correos me dijo que tal vez usted podría ayudarme.
—Mi padre.
—¿Perdón?
—Mi padre es el encargado de la estafeta.
—Sí —dijo Nell—, bueno, él pensó que tal vez pudiera ayudarme. La información que estoy buscando no tiene nada que ver ni con la pesca ni con el contrabando. Es sobre la historia local. Sagas familiares, para ser exacta.
El cambio en Robyn fue instantáneo.
—¿Por qué no lo dijo antes? Trabajo en el museo de pesca para contribuir con la comunidad, pero la historia social de Tregenna es mi especialidad. Por aquí. —Buscó entre los papeles que tenía desperdigados por el escritorio y puso uno en manos de Nell—. Éste es el texto para un folleto turístico que estoy preparando, y estoy terminando el borrador de un artículo sobre las grandes mansiones. Hay un editor en Falmouth que está interesado. —Observó la hora en su reloj de pulsera de plata—. Me encantaría hablar con usted, sólo que tengo que irme…
—Por favor —rogó Nell—. He venido de muy lejos y no le robaré mucho tiempo. Si pudiera usted dedicarme unos minutos…
Robyn apretó los labios mientras miraba a Nell con ojos de ratón.
—Puedo hacer algo mejor que eso —dijo, asintiendo decidida—. La puedo llevar conmigo.
* * *
Un manto de niebla espesa había caído con la marea alta y conspiraba con el atardecer para quitarle el color al pueblo. Mientras subían por las estrechas callejas, todo se tornó gris. El rápido cambio de tiempo había agitado a Robyn. Caminaba con rapidez, por lo que Nell, a pesar de su natural paso veloz, tuvo que apresurarse para seguirla. Aunque Nell sentía curiosidad por saber adónde se dirigían con tanta premura, el ritmo era tal, que no tuvo ocasión de preguntárselo.
Al final de la calle, llegaron a una casita blanca con un cartel que decía «Cabaña Pilchard». Robyn golpeó en la puerta y esperó. No había luces en el interior por lo que acercó su muñeca a los ojos para poder ver la hora.
—Todavía no hay nadie en casa. Siempre le decimos que vuelva a casa temprano, antes de que caiga la niebla.
—¿A quién?
Robyn echó una mirada a Nell como si por un momento hubiera olvidado que estaba con ella.
—A Gump, mi abuelo. Sale todos los días a ver los barcos. Era pescador. Hace ya veinte años que se retiró, pero no está contento a menos que sepa qué hombres han salido y qué han pescado. —Se le ahogó la voz—. Le decimos que no se quede cuando cae la niebla, pero no hace caso a nadie…
Guardó silencio y miró a lo lejos.
Nell miró en la misma dirección, observando cómo un fragmento de espesa niebla parecía oscurecerse. Una figura se acercó a ellos.
—¡Gump! —llamó Robyn.
—Sin escándalos, hijita —se escuchó una voz en la niebla—. Sin escándalos. —Salió de la penumbra, subió los tres escalones de hormigón e hizo girar la llave en la cerradura—. Bueno, no se queden ahí paradas tiritando como un par de tordos —dijo por encima de su hombro—. Entren a calentarse un poco.
En el estrecho pasillo, Robyn ayudó al anciano a quitarse su impermeable cuarteado de sal y sus botas negras, para luego guardarlo todo en un banco bajo de madera.
—Estás empapado, Gump —lo regañó su nieta, agarrándolo de la camisa a cuadros—. Vamos a cambiarte por ropa seca.
—Bah —dijo el anciano, palmeando la mano de la mujer—. Me sentaré un rato junto al fuego y quedaré seco como un hueso para cuando me hayas traído un poco de té.
Robyn enarcó levemente una ceja en dirección a Nell mientras Gump avanzaba hacia el cuarto principal; su gesto decía: ¿Ves con lo que tengo que lidiar?
—Gump tiene casi noventa años, pero se niega a dejar su casa —dijo en voz baja—. Entre todos nos aseguramos de que tenga su cena todas las noches. Yo me ocupo de lunes a miércoles.
—Está bien para tener noventa.
—Su vista ha comenzado a fallarle y sus oídos no son de lo mejor, pero sigue empeñado en asegurarse que «sus muchachos» regresen a salvo a puerto, sin importarle su propia debilidad. Dios me ayude si llega a lastimarse cuando lo estoy cuidando. —Le observó por encima de sus gafas, encogiéndose al ver a su abuelo tropezar con la alfombra, al dirigirse hacia el sillón—. Supongo que no… Es decir, me pregunto si usted se quedaría con él un rato mientras enciendo el fuego y pongo la tetera. Me sentiré mejor cuando esté seco.
Seducida por la exquisita promesa de averiguar por fin algo sobre su familia, eran muy pocas las cosas a las que Nell no accedería. Asintió y Robyn sonrió aliviada antes de apresurarse y atravesar la puerta, siguiendo a su abuelo.
Gump se había sentado en el sillón de cuero marrón con una manta sobre su regazo. Por un momento, mientras observaba la manta, Nell pensó en Lil y en las mantas que había tejido para cada una de sus hijas. Se preguntó qué pensaría su madre de esta búsqueda en la que se había embarcado, si entendería por qué era tan importante para Nell el reconstruir los primeros cuatro años de su vida. Probablemente no. Lil siempre había creído que el deber de una persona era hacer lo mejor con lo que le había tocado en suerte. No tenía sentido preguntarse qué podía haber sido, solía decir, todo lo que importa es lo que es. Lo cual estaba muy bien para Lil, quien conocía la verdad sobre sí misma.