El jardín olvidado (50 page)

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Authors: Kate Morton

BOOK: El jardín olvidado
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El sol se desplazó levemente, enviando rayos de luz a través de las enredaderas por encima de su cabeza, y una lluvia de pequeñas hojas amarillas cayó de un árbol cercano. Mirándolas aletear, doradas bajo los hilos de luz, Cassandra fue atrapada por un sobrecogedor impulso de dibujar, de capturar en papel ese mágico contraste entre luz y oscuridad. Sus dedos le escocieron, imaginando las pinceladas necesarias para plasmar las líneas de los rayos, la sombra requerida para dar idea de transparencia. El deseo de dibujar la sorprendió con la guardia baja.

—¿Un descanso para el té? —Al otro extremo del jardín, Christian dejó caer la pala contra el muro. Agarró el extremo de su camiseta gastada y se secó el sudor de la frente.

—Suena bien. —Se sacudió las manos enguantadas contra los vaqueros y comenzó a quitarse la tierra y los restos de helecho, intentando no mirarle el abdomen expuesto—. ¿Quién hierve el agua?

—Yo. —Se arrodilló en el área que habían desbrozado en medio del jardín, y llenó una cacerola con el resto del agua de su cantimplora.

Cassandra se sentó con cuidado. Una semana de trabajos de jardinería le había dejado las pantorrillas duras y los muslos cansados. No es que le importara demasiado. Cassandra obtenía un perverso placer de su cuerpo dolorido. Era prueba irrefutable de su propia existencia física. Ya no se sentía invisible o frágil; tenía más peso, era menos probable que se la llevara la brisa. Y por la noche caía rápidamente a través de las gruesas capas de sueño, despertándose para encontrar a la noche yaciendo a sus espaldas en un sólido discurrir sin sueños.

—¿Cómo va el laberinto? —le preguntó a Christian mientras éste ponía la olla sobre el pequeño calentador que había traído—. ¿En el hotel?

—Bastante bien. Mike cree que lo habremos limpiado para el invierno.

—¿Incluso con todo el tiempo que pasas aquí?

Christian sonrió.

—Como era de esperar, Mike tiene bastante que decir al respecto. —Echó el resto del té de la mañana de las tazas y puso una bolsita nueva en cada una.

—Espero no causarte problemas por ayudarme.

—Nada con lo que no pueda lidiar.

—Te agradezco de veras todo lo que has hecho, Christian.

—No es nada. Prometí ayudar, y lo dije en serio.

—Lo sé, y estoy encantada. —Se quitó lentamente los guantes—. Sin embargo, comprendo que tengas que ocuparte de otras cosas.

—¿Con mi verdadero trabajo, quieres decir? —Rió—. No te preocupes, Mike sigue recibiendo su libra de carne.

Su verdadero trabajo. Y ahí estaba, el tema sobre el que Cassandra se había estado preguntando pero que hasta el momento no había sido capaz de abordar. De algún modo, sin embargo, estando hoy en el jardín, se sintió imbuida de un inusual espíritu de que-fuera-lo-que-Dios-quisiera. Un espíritu como el de Nell. Dibujó un arco en la tierra con su tacón.

—¿Christian?

—¿Cassandra?

—Me estaba preguntando —dibujó sobre el arco, luego agregó una sombra debajo—, hay algo que tenía intención de preguntarte, algo que Julia Bennett mencionó. —Le miró a los ojos pero no sostuvo su mirada mucho tiempo—. ¿Por qué estás en Tregenna trabajando para Michael en vez de ejercer de médico en Oxford?

Cuando Christian no respondió, ella se animó a mirarlo nuevamente. Su expresión era difícil de interpretar. Se encogió levemente de hombros, sonriendo a medias.

—¿Por qué estás en Tregenna renovando una casa nueva sin tu esposo?

Cassandra inspiró hondo, sorprendida más que otra cosa. Sin pensarlo, sus dedos comenzaron su habitual jugueteo con su anillo de bodas.

—Yo… yo soy… —un montón de respuestas evasivas se acumularon como burbujas en la punta de su lengua, pero luego escuchó una voz, no del todo la suya—: No tengo esposo. Lo tuve una vez, sólo que… hubo un accidente… Nick…

—Lo siento. Mira, no tienes por qué decírmelo. No quise…

—Está bien, yo…

—No, no lo está. —Christian se revolvió el cabello, extendió luego la palma de su mano—. No debería haber preguntado.

—No ha sido culpa tuya, yo pregunté primero. —Y de un modo extraño que Cassandra no podía definir, una pequeña parte de sí misma estaba feliz de haber dicho esas palabras. Haber dicho el nombre de Nick era un alivio, la hacía sentir, de alguna manera, menos culpable de estar todavía viva y él no. Que ella estuviera allí, ahora, con Christian.

La olla estaba sacudiéndose sobre el calentador, escupiendo agua. Christian la inclinó hacia un lado para llenar las tazas, luego agregó una cucharada de azúcar en cada una y revolvió con rapidez. Le entregó una a Cassandra.

—Gracias. —Entrelazó sus dedos en torno al cálido estaño y sopló con delicadeza sobre la superficie.

Christian tomó un sorbo, frunciendo el rostro al quemarse la lengua.

Un ruidoso silencio se extendió entre ambos y Cassandra trató de pensar en algún tema para reanudar la conversación. Ninguno le pareció adecuado.

Por fin, Christian habló.

—Creo que tu abuela fue afortunada en no conocer su pasado.

Con la punta de su meñique, Cassandra retiró un fragmento de hoja de su té.

—Es un don, ¿no crees?, el ser capaz de mirar adelante y no hacia atrás.

Ella fingió concentrarse en la hoja que había rescatado.

—Para algunas cosas.

—No, para todas las cosas.

—Es terrible olvidar por completo el pasado.

—¿Por qué?

Ella miró de soslayo, intentando discernir si lo estaba preguntando en serio o no. Su expresión no parecía burlona.

—Porque entonces sería como si nunca hubiera sucedido.

—Pero sucedió, nada puede cambiar eso —replicó Christian.

—Sí, pero tú no lo recordarías.

—¿Entonces?

—Entonces… —Cassandra tiró a un lado la hoja y se encogió levemente de hombros—. Necesitas de los recuerdos para mantener vivas las cosas del pasado.

—Eso es lo que digo. Sin la memoria todos podrían seguir adelante. Continuar.

Las mejillas de Cassandra se enrojecieron y se ocultó detrás de un sorbo de té. Luego otro. Christian la estaba aleccionando sobre la importancia de relegar el pasado a la historia. Ella lo había esperado de Nell y Ben, había aprendido a asentir sombría cuando alguna de sus tías expresaba sentimientos similares, pero esta vez era distinto. Se había estado sintiendo tan positiva, mucho más liviana que habitualmente, como si su perfil, por lo general borroso, fuera más claro allí donde estaba. Había estado disfrutando de sí misma. Se preguntó cuándo precisamente la habría catalogado como causa perdida necesitada de ayuda. Se sintió avergonzada y, más que eso, de alguna manera, decepcionada.

Tomó otro sorbo de té y echó una mirada a Christian. Su atención estaba dirigida a un palo que estaba trenzando con hojas secas, y su expresión era difícil de leer. Ciertamente preocupado, pero más que eso: distraído, distante, solitario.

—Christian…

—Estuve con Nell una vez, ¿sabes?

La cogió por sorpresa.

—¿Mi abuela, Nell?

—Supongo que era ella. No puedo pensar quién más habría podido ser, y las fechas parecen coincidir. Tenía once años, así que debió de ser en 1975. Llegué aquí a ocultarme, y estaba desapareciendo por el muro cuando alguien me agarró del pie. No me di cuenta, al principio, de que era una persona, pensé por un segundo que mis hermanos no mentían cuando aseguraban que la cabaña estaba encantada, que algún fantasma o bruja me iba a convertir en seta. —Sus labios se curvaron en una media sonrisa, y aplastó la hoja en su puño, dejando caer los pedacitos al suelo—. Pero no era un fantasma, era una mujer mayor, con un extraño acento y rostro triste.

Cassandra imaginó el rostro de Nell. ¿Había sido triste? Formidable, sí, no dado a una calidez innecesaria, pero ¿triste? No sabría decirlo; su familiaridad hacía que semejante crítica le resultara imposible.

—Tenía el cabello cano —dijo—, recogido en lo alto.

—En un moño.

Él asintió, sonrió levemente y luego inclinó su taza para vaciarla. Hizo a un lado el palo trenzado.

—¿Estás más cerca de resolver su misterio?

Cassandra exhaló aire lentamente; había algo definitivamente sin resolver en Christian esa tarde. Su humor le recordaba los haces de luz a través de las enredaderas. Eran inasibles, brillantes, de alguna manera mutables.

—La verdad es que no. Los cuadernos de Rose no contenían la revelación que esperaba.

—Ningún comentario titulado: «¿Por qué Eliza pudo llevarse alguna vez a mi hija?» —Sonrió.

—Desgraciadamente, no.

—Al menos has tenido una lectura interesante antes de dormir.

—Eso si no cayera dormida tan pronto como apoyo la cabeza en la almohada.

—Es el aire marino —dijo Christian, poniéndose de pie y volviendo a tomar su pala—. Es bueno para el alma.

Eso parecía cierto. Cassandra también se puso de pie.

—Christian —dijo, sacudiendo sus guantes—, sobre los cuadernos…

—¿Sí?

—Hay algo en lo que esperaba que fueras capaz de ayudarme. Una especie de misterio.

—Ah, ¿sí?

Ella lo miró, un tanto dubitativa, dado su esquivo comportamiento sobre el tema.

—Es una pregunta médica.

—De acuerdo.

—Rose menciona ciertas marcas en su vientre. Por lo que puedo colegir, son bastante grandes, lo suficientemente notables como para que la avergüencen, e hizo un par de consultas médicas con su médico, Ebenezer Matthews.

Él se encogió de hombros, disculpándose.

—Dermatología no era mi especialidad.

—¿Cuál era entonces?

—Oncología. ¿Dio Rose algún otro dato? ¿Color, tamaño, tipo, cantidad?

Cassandra negó con la cabeza.

—Habla de ello por encima, mediante eufemismos.

—Típica gazmoñería victoriana. —Paseó de un lado a otro con la pala, mientras pensaba—. Podía haber sido cualquier cosa. Cicatrices, manchas de pigmentación. ¿Menciona alguna cirugía?

—Nada, que yo recuerde. ¿Qué tipo de cirugía?

Se llevó una mano al costado.

—Bueno, por lo que se me ocurre, podía haber sido apendicitis, los riñones o los pulmones pueden haber requerido alguna intervención. —Alzó las cejas—. Tal vez hidátides. ¿Es posible que haya estado cerca de alguna granja?

—Había granjas en la propiedad.

—Ésa es, definitivamente, la razón más común por la que un niño Victoriano tendría cirugía abdominal.

—¿Qué es, exactamente?

—Un parásito, la lombriz solitaria. Vive en los perros pero parte de su ciclo transcurre en humanos u ovejas. Suele instalarse en los riñones o el hígado, pero a veces termina en los pulmones. —La miró—. Es posible, pero me temo que a menos que le preguntemos o que encuentres más información en sus cuadernos, dudo que alguna vez lo sepamos a ciencia cierta.

—Les echaré otro vistazo esta tarde, a ver si pasé algo por alto.

—Y yo seguiré pensando en el asunto.

—Gracias. Pero no le des muchas vueltas, es sólo curiosidad. —Se puso los guantes, entrelazando sus dedos para ajustárselos.

Christian clavó varias veces la pala en la tierra.

—Había demasiada muerte.

Cassandra lo miró perpleja.

—Mi trabajo, oncología; era demasiado implacable. Los pacientes, las familias, las pérdidas. Pensé que sería capaz de sobrellevarlo, pero se acumula, ¿sabes? Con el tiempo.

Cassandra pensó en los últimos días de Nell, el espantoso olor del hospital, la fría ausencia de las paredes.

—Lo cierto es que nunca estuve capacitado para ello. Me di cuenta cuando todavía estaba en la universidad.

—¿No pensaste en cambiar de carrera?

—No quería decepcionar a mi madre.

—¿Ella quería que fueras médico?

—No lo sé. —La miró a los ojos—. Murió cuando era niño.

Entonces Cassandra comprendió. Cáncer. Entendió además por qué estaba tan decidido a olvidar el pasado.

—Lo siento mucho, Christian.

Asintió, mirando cómo un pájaro negro pasaba volando bajo.

—Parece que va a llover. Cuando los cuervos pasan así es que viene la lluvia. —Sonrió con timidez, como si se disculpara por el abrupto cambio de tema—. La meteorología no tiene nada que envidiarle al folclore de Cornualles.

Cassandra tomó un rastrillo.

—Creo que trabajaremos una media hora más y luego daremos por terminada la jornada.

Christian miró al suelo, de pronto, y golpeó el suelo con su bota.

—¿Sabes?, me iba a tomar una copa en el pub, camino de casa. —La miró—. Supongo que no…, es decir, me pregunto si querrías venir.

—Claro —se escuchó decir—. ¿Por qué no?

Christian sonrió y su rostro pareció relajarse.

—Fantástico. Será fantástico.

Una fresca y húmeda ráfaga de aire salino hizo que una hoja de olmo fuera a caer sobre la cabeza de Cassandra. Se la quitó y volvió a concentrar su atención sobre los helechos, enterró el pequeño rastrillo debajo de una larga raíz e intentó arrancarla de la tierra. Y sonrió, aunque no estaba segura de por qué.

* * *

Una banda había estado tocando en el pub, así que se quedaron y pidieron empanadas y patatas fritas. Christian contó graciosas anécdotas sobre su persona, sobre su regreso a casa con su padre y su madrastra, y Cassandra reveló alguna de las excentricidades de Nell: su rechazo a usar un mondador porque no podía pelar tan bien como con un cuchillo, el hábito de adoptar los gatos de otros, el hecho de que hubiera hecho montar la muela de juicio de Cassandra en plata y la convirtiera en un colgante. Christian había reído, y el sonido agradó tanto a Cassandra que se descubrió también ella riendo.

Había oscurecido cuando por fin la dejó en el hotel, el aire espeso con la niebla, por lo que los faros del coche brillaban amarillos.

—Gracias —dijo Cassandra al salir—. Lo he pasado muy bien. —Y en verdad así había sido. Un buen rato inesperado. Sus fantasmas habían estado con ella, como siempre, pero no se habían sentado tan cerca.

—Me alegra que hayas venido.

—Sí. Yo también me alegro. —Cassandra sonrió sobre su hombro, aguardó un momento, y luego cerró la portezuela. Saludó mientras el automóvil desaparecía en la niebla.

—Mensaje telefónico —anunció Samantha agitando un pequeño papel cuando Cassandra entró en el vestíbulo—. Has salido, ¿no?

—Al pub, sí. —Cassandra tomó el papel, ignoró las enarcadas cejas de Samantha.

«Llamada de Ruby Davies», leyó. «Llegará a Cornualles el lunes. Reservó habitación en el hotel Blackhurst. ¡Espera informes de la investigación!» Cassandra sintió una oleada de genuino placer. Sería capaz de mostrarle a Ruby la cabaña, los cuadernos y el jardín oculto. Ruby, lo sabía, era alguien que podía comprender lo especial que era todo eso. A ella también le gustaría Christian.

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