El jardín olvidado (53 page)

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Authors: Kate Morton

BOOK: El jardín olvidado
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Abrió la puerta. Mary se encontraba allí de pie, las mejillas surcadas por lágrimas.

—Por favor, señorita Eliza, ayúdeme.

—Mary, ¿qué sucede? —Eliza hizo entrar a la muchacha, mirando sobre su hombro antes de cerrar la puerta—. ¿Estás lastimada?

—No, señorita Eliza —tragó un sollozo—. No es nada de eso.

—Entonces, dime, ¿qué ha sucedido?

—Es la señora Walker.

—¿Rose? —El corazón de Eliza le golpeó el pecho.

—Me ha despedido. —Mary respiró llorosa—. Me ordenó que me marchara de inmediato.

El alivio por saber a Rose sana se enfrentó a la sorpresa.

—Pero, Mary, ¿por qué razón?

Mary se dejó caer en una silla y se secó los ojos con el dorso de la muñeca.

—No sé cómo decirlo, señorita Eliza.

—Entonces habla claramente, Mary. Te lo suplico, dime qué es lo que ha sucedido.

Comenzaron a brotarle nuevas lágrimas.

—Estoy embarazada, señorita Eliza. Voy a tener un bebé, y aunque traté de mantenerlo en secreto, la señora Walker lo averiguó y ahora me dice que no soy bienvenida.

—Oh, Mary —exclamó Eliza, dejándose caer en la otra silla, tomando las manos de Mary entre las suyas—. ¿Estás segura de que estás embarazada?

—No hay dudas del hecho, señorita Eliza. No quise que sucediera, pero sucedió.

—¿Y quién es el padre?

—Un muchacho que vive en la calle contigua a la nuestra. Por favor, señorita Eliza, no es un mal muchacho, y dice que quiere casarse conmigo, pero necesito ganar algo de dinero o no habrá nada para alimentar o vestir al bebé. No puedo perder mi trabajo, todavía no, señorita Eliza, y yo sé que puedo desempeñarme bien.

El rostro de Mary mostraba tal desesperación que Eliza no pudo responder sino del modo en que lo hizo.

—Veré qué puedo hacer.

—¿Hablará con la señora Walker?

Eliza sirvió un vaso con agua de la jarra y se lo entregó a Mary.

—Trataré de hacerlo. Aunque sabes tan bien como yo que una audiencia con Rose no es algo fácil de obtener.

—Por favor, señorita Eliza, usted es mi única esperanza.

Eliza sonrió con una confianza que no sentía.

—Dejaré pasar unos días, el tiempo suficiente para que Rose se calme, y luego hablaré con ella sobre ti. Estoy segura de que entrará en razón.

—Ah, gracias, señorita Eliza. Usted sabe que no quise que esto sucediera. He armado un gran lío con todo esto. Desearía poder volver unas semanas atrás y que no sucediera.

—Todos hemos deseado tener ese poder alguna vez —repuso Eliza—. Ahora ve a casa, querida Mary, y trata de no preocuparte. Las cosas se solucionarán, estoy segura. Te haré saber cuando haya hablado con Rose.

* * *

Adeline golpeó levemente en la puerta del dormitorio y la abrió. Rose estaba sentada junto a la ventana, la atención concentrada en el jardín. Sus brazos parecían frágiles; su perfil, consumido. El cuarto tenía un aspecto sin vida, en simpatía con su dueña, los almohadones apelmazados, las cortinas colgando sin esperanza. Incluso el aire parecía haberse estancado entre los leves rayos de luz.

Rose no dio señal de notar o molestarse por la intrusión, por lo que Adeline se acercó y quedó de pie a su lado. Miró por la ventana para ver qué era lo que concentraba la atención de su hija.

Nathaniel estaba sentado frente al atril en el quiosco, revisando su carpeta. Había cierta agitación en sus modales, como si hubiera perdido una herramienta vital.

—Me dejará, mamá. —La voz de Rose era tan pálida como la luz del sol—. ¿Qué motivos tendría para quedarse?

Rose entonces se volvió, y Adeline intentó no dejar que su rostro mostrara su conmoción ante el terrible estado de su hija. Descansó una mano en el huesudo hombro de Rose.

—Todo se arreglará, mi Rose.

—¿De veras?

Su tono era tan amargo, que Adeline hizo un gesto de dolor.

—Por supuesto.

—No veo cómo puede suceder, porque parece que soy incapaz de convertirlo en un hombre. Una y otra vez he fallado en darle un heredero, un hijo suyo. —Rose volvió su espalda a la ventana—. Claro que me dejará. Y sin él, me consumiré hasta no ser nada.

—He hablado con Nathaniel, Rose.

—Ah, mamá…

Adeline llevó un dedo a los labios de Rose.

—He hablado con Nathaniel y tengo confianza en que él, al igual que yo, no quiere nada más que recuperes la salud. Los niños vendrán cuando estés bien, y para eso debes tener paciencia, permitirte tiempo para recuperarte.

Rose sacudía la cabeza, el cuello tan delgado que Adeline quería detener el gesto para evitar que se hiciera daño.

—No puedo esperar, mamá. Sin un bebé no puedo seguir. Haría cualquier cosa por un bebé, incluso al precio de mi vida. Prefiero morir a seguir esperando.

Adeline se sentó con delicadeza en el banco junto a la ventana y tomó las pálidas y frías manos de su hija entre las suyas.

—No hace falta llegar a eso.

Rose parpadeó y miró a Adeline con sus grandes ojos: en ellos temblaba una pálida llama de esperanza. Esperanza que un niño nunca pierde, la fe en que una madre puede arreglar las cosas.

—Soy tu madre y debo cuidar de tu salud, aunque tú no lo hagas, por lo que he pensado mucho sobre este asunto. Creo que puede haber una manera de que tengas un bebé sin correr riesgos.

—¿Mamá?

—Puede que te resistas al principio, pero te ruego, haz a un lado tus dudas. —Adeline bajó la voz—. Te pido que escuches con cuidado, Rose, lo que tengo que decir.

* * *

Al final, fue Rose quien se puso en contacto con Eliza. Cinco días después de la visita de Mary, Eliza fue informada de que Rose deseaba reunirse con ella. Incluso más sorprendente, la carta de Rose sugería que ambas debían reunirse en el jardín secreto de Eliza.

Cuando vio a su prima, Eliza se alegró de haber buscado un par de almohadones para el banco de metal. Porque su querida Rose estaba reducida en todo sentido. Mary había dado a entender su deterioro, pero Eliza nunca había imaginado semejante disminución. Aunque se esforzó por evitar que su rostro reflejara la sorpresa, Eliza supo que debía de haber fracasado en el intento.

—Estás sorprendida por mi aspecto, prima —dijo Rose, sonriendo de modo tal que sus mejillas aparecieron afiladas.

—En absoluto —farfulló Eliza—. Claro que no, yo simplemente, mi rostro…

—Te conozco bien, mi Eliza. Puedo leer tus pensamientos como si fueran los míos. Todo está bien. Estuve mal. Me he debilitado. Pero me recuperaré, como hago siempre.

Eliza asintió, sintiendo un tibio ardor en sus ojos.

Rose sonrió, una sonrisa aún más triste por su intento de mostrarse confiada.

—Ven —dijo—, siéntate junto a mí, Eliza. Déjame que tenga a mi querida prima a mi lado. ¿Recuerdas el día que me trajiste por primera vez al jardín oculto, y juntas plantamos el manzano?

Eliza tomó la delgada y fría mano de Rose.

—Por supuesto. Y míralo ahora, Rose, mira nuestro árbol.

El retoño se había desarrollado, de modo que el árbol llegaba ahora casi a la cima del muro. Elegantes ramas desnudas se extendían en lo alto, y delicados brotes apuntaban hacia el cielo.

—Es hermoso —dijo Rose con nostalgia—. Pensar que sólo lo plantamos en la tierra y supo qué tenía que hacer.

Eliza sonrió delicadamente.

—Ha hecho sólo lo que la naturaleza quiso para él.

Rose se mordió el labio, dejando una marca roja.

—Aquí sentada, casi puedo creer que vuelvo a tener dieciocho años, a punto de partir para Nueva York. Llena de entusiasmo y anticipación —le sonrió a Eliza—. Parece una eternidad desde que nos sentamos juntas, solas tú y yo, como solíamos hacer de niñas.

Una ola de nostalgia barrió de golpe el año de envidia y decepción. Eliza apretó con fuerza la mano de Rose.

—Es verdad, prima.

Rose tosió un poco y su frágil cuerpo se sacudió con el esfuerzo. Eliza estaba a punto de ofrecerle un chal para los hombros cuando Rose comenzó nuevamente a hablar:

—Me pregunto si has tenido noticias de la casa últimamente.

Eliza respondió con cautela, preguntándose por el súbito cambio de tema.

—He visto a Mary.

—Entonces lo sabes. —Rose miró a Eliza a los ojos, sostuvo la mirada antes de sacudir con tristeza la cabeza—. No me dejó alternativa, prima. Entiendo que tú y ella os teníais afecto, pero era impensable que ella permaneciera en Blackhurst en semejante estado. Debes comprenderlo.

—Ella es una muchacha buena y leal, Rose —dijo Eliza con gentileza—. Se ha comportado de modo imprudente, no lo niego. Pero ¿no crees que debieras apiadarte? Ella no tiene ingresos y el bebé está creciendo y ella tendrá necesidades que atender. Por favor, piensa en Mary, Rose. Imagina su situación.

—Te aseguro que es casi lo único que ha estado en mis pensamientos.

—Entonces tal vez veas…

—¿Alguna vez has deseado algo, Eliza, algo que querías tanto que sin eso sabías que no podías seguir viviendo?

Eliza pensó en su soñado viaje a ultramar. Su amor por Sammy. Su necesidad de Rose.

—Quiero, más que nada en el mundo, un bebé. Me duele el corazón y los brazos. A veces puedo sentir el peso del bebé que ansío acunar. La tibia cabecita en el hueco de mi brazo.

—Y seguramente un día…

—Sí, sí. Un día. —La leve sonrisa de Rose traicionaba sus palabras optimistas—. Pero me he esforzado y sigo sin él. Doce meses, Eliza. Doce meses, y el camino ha estado plagado de terribles decepciones y negativas. Ahora el doctor Matthews me informa de que mi salud puede traicionarme. Debes imaginarte, Eliza, cómo me hizo sentir el secreto de Mary. Que ella tuviera por accidente lo que yo deseo. Que ella, con nada que ofrecer, tuviera lo que yo, con todo lo que poseo, no he recibido. ¿Por qué? Seguramente puedes ver que no es justo. Dios no puede querer semejante cosa.

La devastación de Rose era tan absoluta, su frágil apariencia tan en contradicción con su feroz deseo que de pronto el bienestar de Mary fue la última de las preocupaciones de Eliza.

—¿Cómo puedo ayudarte, Rose? Dime, ¿qué puedo hacer?

—Hay algo, prima Eliza. Necesito que hagas algo por mí, algo que a su vez ayudará también a Mary.

Por fin. Tal como Eliza siempre había sabido que así sería, Rose se había dado cuenta de que necesitaba a Eliza. Que sólo Eliza podría ayudarla.

—Por supuesto, Rose —dijo—. Lo que sea. Dime qué necesitas y así será.

Capítulo 40

Tregenna, Cornualles, 2005

El mal tiempo llegó en la noche del viernes y la niebla cayó malhumorada y gris sobre el pueblo durante todo el fin de semana. Dada la insistencia de semejante temporal, Cassandra decidió que sus miembros agotados podían descansar y tomarse unas bien ganadas vacaciones de su trabajo en la cabaña. Pasó el sábado acurrucada en su cuarto, junto a tazas de té y los cuadernos de Nell, intrigada por los comentarios de su abuela sobre el detective que había consultado en Truro. Un hombre llamado Ned Morrish, cuyo nombre había encontrado en la guía telefónica local después de que William Martin le sugiriera que averiguara dónde había estado Eliza cuando desapareció en 1909.

El domingo, Cassandra se reunió con Julia, por la tarde, para tomar el té. La lluvia cayó sin cesar toda la mañana, pero para media tarde el diluvio se había reducido a una llovizna, permitiendo que la niebla se instalara en los resquicios. A través de las ventanas de parteluz, Cassandra apenas podía distinguir el sobrio verde de los encharcados jardines, todo lo demás era niebla, las ramas desnudas desapareciendo por momentos, como delgadas fracturas en un muro blanco. Era el tipo de día que Nell adoraba. Cassandra sonrió, recordando cómo el ponerse el impermeable y las botas de lluvia llenaba a su abuela de entusiasmo. Tal vez, desde algún lugar en lo más profundo, la herencia de Nell la había estado llamando.

Cassandra se reclinó contra los almohadones de su sillón y observó las llamas agitándose en el hogar. La gente estaba congregada en todos los rincones del salón del hotel —algunos jugando juegos de mesa, otros leyendo o comiendo—, la habitación desbordada por los reconfortantes murmullos de quienes estaban calientes y secos.

Julia añadió una cucharada de crema sobre el bollo cubierto de mermelada.

—¿Por qué este interés repentino en el muro perimetral de la cabaña?

Los dedos de Cassandra apretaron su taza.

—Nell creía que, si averiguaba adonde fue Eliza en 1909, descubriría su propio misterio.

—¿Pero qué tiene que ver eso con el muro?

—No lo sé, tal vez nada. Pero hay algo en los cuadernos de Rose que me dejó pensativa.

—¿Qué parte?

—Anotó algo en abril de 1909 que parece vincular el viaje de Eliza con la construcción del muro.

Julia lamió la crema de su dedo.

—Ya recuerdo —dijo—. Cuando escribe eso de que hay que tener cuidado porque cuando hay mucho que ganar, también hay mucho que perder.

—Exactamente. Desearía saber qué quiso decir.

Julia se mordió el labio.

—¡Qué grosero de su parte no dar más detalles y pensar en las personas que lo leeríamos noventa años más tarde!

Cassandra sonrió distraída, jugueteando con una hebra suelta de la tela del apoyabrazos del sillón.

—Sin embargo, ¿por qué lo diría? ¿Qué podía ganar, qué era lo que tanto le preocupaba perder? ¿Y qué tenía que ver la seguridad de la cabaña con todo eso?

Julia dio un mordisco a su bollo y lo masticó lenta y pensativamente. Se limpió los labios con una servilleta del hotel.

—Rose estaba embarazada en esa época, ¿no?

—De acuerdo con lo que dice el cuaderno.

—Entonces tal vez fueron las hormonas. Eso puede suceder, ¿no? Las mujeres se vuelven emocionales y todo eso. Tal vez extrañaba a Eliza y estaba preocupada de que la cabaña fuera robada o destruida. Tal vez se sintiera responsable. Las dos muchachas todavía eran amigas íntimas en esa época.

Cassandra pensó en ello. El embarazo podía explicar ciertos cambios de comportamiento, pero ¿era respuesta suficiente? Incluso aceptando una narradora hormonalmente desequilibrada, había algo curioso en el comentario. ¿Qué estaba sucediendo en la cabaña que hacía que Rose se sintiera tan vulnerable?

—Dicen que va a escampar mañana —comentó Julia, dejando su cuchillo sobre el plato cubierto de migas. Se reclinó en su sillón, apartó el borde de la cortina y miró hacia el paisaje neblinoso—. Supongo que regresarás a la cabaña.

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