El jardín olvidado (47 page)

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Authors: Kate Morton

BOOK: El jardín olvidado
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Pasó la mano por el banco de hierro, salpicado de lluvia, y se sentó en su húmedo borde. El manzano tenía frutas, brillantes globos anaranjados y rosados. Podía llevar algunas para el cocinero, o tal vez arreglar los arriates, o podar la madreselva. Concentrarse en algo para apartar su mente de la llegada de Rose, el pertinaz miedo a que su prima hubiera, a su regreso, cambiado de algún modo.

Porque desde el día de la llegada de la carta de Rose, mientras Eliza se sentía atenazada por la envidia, se había dado cuenta de que no era al hombre, Nathaniel Walker, a quien temía; era el amor de Rose por él. El matrimonio podía soportarlo, pero no un cambio en los afectos de Rose. La mayor preocupación de Eliza era que Rose, quien siempre la había querido a ella por encima de todo, hubiera encontrado un sustituto y no necesitara a su prima más que a nadie.

Se obligó a caminar lentamente y examinar las plantas. La glicinia estaba desprendiéndose de sus últimas hojas, el jazmín había perdido hacía ya tiempo sus flores, pero el otoño había sido leve y las rosáceas rosas seguían abiertas. Eliza se acercó, tomó un capullo a medio abrir entre sus dedos y sonrió al ver la perfecta gota de lluvia atrapada entre sus pétalos.

La idea fue repentina y completa. Debía hacer un ramo, un regalo de bienvenida para Rose. Su prima amaba las flores, pero, más aún, Eliza seleccionaría plantas que fueran un símbolo de su unión. Colocaría hiedra para simbolizar la amistad, rosas para la felicidad, y algunos de los exóticos geranios hoja de roble para los recuerdos…

Eliza eligió cada rama con cuidado, asegurándose de seleccionar sólo los tallos más delicados, los capullos más perfectos, y luego ató el pequeño buqué con una cinta de satén rosado que cortó de su dobladillo. Estaba ajustando el lazo cuando escuchó el familiar sonido de ruedas metálicas resonando sobre las distantes piedras del camino de entrada.

Estaban de regreso. Rose había llegado a casa.

Con el corazón en la garganta, Eliza se recogió las faldas húmedas de rocío, aferró el ramo y comenzó a correr. Zigzagueando de un lado a otro por el laberinto. Pisó los charcos en su prisa, el pulso acelerado siguiendo el ritmo de los cascos de los caballos.

Apareció junto a la verja justo a tiempo para ver el carruaje detenerse en la rotonda de entrada. Hizo una pausa para recuperar el aliento. El tío Linus estaba sentado, como siempre, en el banco de jardín junto a la puerta del laberinto, su pequeña cámara marrón a su lado. Pero cuando él la llamó, Eliza fingió no oírlo.

Llegó a la rotonda cuando Newton estaba abriendo la puerta del carruaje. Le guiñó el ojo a Eliza, quien lo saludó agitando la mano. Apretó los labios mientras esperaba.

Desde que recibiera la carta de Rose, los largos días derivaron en noches aún más largas, y ahora por fin el momento había llegado. El tiempo pareció detenerse: era consciente de su respiración agitada, de su pulso latiéndole en los oídos.

¿Se imaginó el cambio de expresión en el rostro de Rose, la diferencia en su porte?

El ramo cayó de manos de Eliza, quien se agachó para recogerlo de la hierba húmeda.

Debían de haber percibido el movimiento por el rabillo de sus ojos, porque tanto Rose como la tía Adeline se volvieron; una sonrió, la otra no.

Eliza alzó lentamente una mano y saludó. Volvió a bajarla.

Las cejas de Rose se alzaron, en divertido gesto.

—Bueno, ¿no vas a darme la bienvenida a casa, prima?

El alivio se extendió de modo instantáneo por la piel de Eliza. Su Rose estaba de regreso y todo estaría bien. Comenzó a acercarse, a correr, los brazos abiertos. Tomó a Rose de un abrazo.

—Retrocede, niña —ordenó la tía Adeline—. Estás cubierta de barro. Ensuciarás el vestido de Rose.

Rose sonrió y Eliza sintió cómo las agudas espinas de su preocupación se retraían. Por supuesto Rose no había cambiado. Había estado lejos sólo dos meses y medio. Eliza había permitido que el miedo conspirara con la ausencia y diera la impresión de cambio en donde no lo había.

—Prima Eliza, ¡qué maravilloso es volver a verte!

—Y a ti, Rose. —Eliza le entregó el ramo.

—¡Qué precioso! —Rose se lo llevó a la nariz—. ¿De tu jardín?

—Es hiedra por la amistad, geranios de hojas de roble por los recuerdos…

—Sí, sí, y rosas, ya veo. Qué amable de tu parte, Eliza. —Rose le entregó el ramo a Newton—. Que la señora Hopkins lo ponga en un florero, por favor, Newton.

—Tengo tantas cosas que contarte, Rose —dijo Eliza—. Jamás adivinarás lo que pasó. Una de mis historias…

—¡Válgame Dios! —rió Rose—. Ni siquiera he llegado a la puerta de entrada y mi Eliza ya me está contando cuentos de hadas.

—Deja de agobiar a tu prima —dijo severa la tía Adeline—. Rose necesita descansar. —Miró en dirección a su hija y con un temblor de duda en la voz indicó—: Deberías pensar en descansar un poco.

—Por supuesto, mamá. Tengo intención de hacerlo de inmediato.

El cambio era sutil, pero Eliza, sin embargo, lo percibió. Había algo extrañamente vacilante en la sugerencia de la tía Adeline, algo menos dócil en la respuesta de Rose.

Eliza estaba preguntándose sobre ese sutil cambio cuando la tía Adeline comenzó a dirigirse hacia la casa y Rose, acercándose, le susurró a Eliza al oído:

—Ve arriba, querida. Quiero contarte muchas cosas.

* * *

Y Rose así lo hizo. Resumió cada momento que pasó en compañía de Nathaniel Walker, y aún más tediosamente la angustia de cada momento que pasó apartada de él. El épico relato comenzó esa tarde y continuó a lo largo de la noche y al día siguiente. Al principio, Eliza consiguió fingir interés —de hecho, muy al principio
había estado
interesada, porque los sentimientos que Rose describía no se parecían a nada que ella hubiera sentido nunca—, pero a medida que pasaban los días, y éstos se volvían semanas, Eliza comenzó a flaquear. Intentó interesar a Rose en otras cosas —una visita al jardín, la última historia que había escrito, incluso una excursión a la ensenada—, pero Rose tenía oídos sólo para los relatos de amor y romanticismo. Concretamente, los suyos…

Así fue que, a medida que las semanas se enfriaban hacia el invierno, Eliza buscó con más frecuencia la cala, el jardín escondido, la cabaña. Lugares en los que pudiera desaparecer, en donde los sirvientes se lo pensaran dos veces antes de molestarla con sus temibles mensajes, siempre iguales: «La señorita Rose solicita la presencia de la señorita Eliza, de inmediato, por un asunto de extrema importancia». Porque parecía que no obstante el espectacular fracaso de Eliza en apreciar las virtudes de un vestido de novia sobre otro, Rose nunca se cansaba de atormentarla.

Eliza se dijo que todo se calmaría, que Rose estaba sencillamente excitada: siempre había estado fascinada por la moda y los adornos, y ésta era su oportunidad para jugar a la princesa del cuento de hadas. Eliza necesitaba ser paciente y todo volvería a la normalidad entre ambas.

Entonces volvió la primavera. Los pájaros regresaron desde lejos, Nathaniel llegó desde Nueva York, la fecha de casamiento se echó encima, y de lo siguiente que Eliza se percató fue de la parte trasera del carruaje de Newton mientras llevaba a la feliz pareja hacia Londres y hacia un barco rumbo al continente.

* * *

Más tarde, esa noche, mientras yacía en su propia cama en la desolada mansión, Eliza sintió intensamente la ausencia de Rose. La certeza se formó, clara y sencilla: Rose no volvería a su cuarto por las noches, ni Eliza al de Rose. Ya no yacerían juntas riendo y contándose historias mientras el resto de la casa dormía. Se estaba preparando un cuarto especial para los recién casados en un ala retirada de la casa. Un cuarto espacioso, con vistas a la cala, mucho más adecuado para un matrimonio. Eliza se puso de costado. En la oscuridad entrevió lo espantoso que sería saberse bajo el mismo techo que Rose y sin embargo no poder ir en su búsqueda.

Al día siguiente, Eliza buscó a su tía. La encontró en la sala de mañana, escribiendo en un pequeño escritorio. La tía Adeline no dio señal de reconocer su presencia, pero ella le dirigió la palabra de todos modos.

—Me preguntaba, tía, si sería posible hacer uso de ciertos enseres del ático.

—¿Enseres? —dijo la tía Adeline sin apartar su atención de la carta que estaba escribiendo.

—Es sólo un escritorio y una silla lo que necesito; y una cama…

—¿Una cama? —Los ojos oscuros se entrecerraron mientras su mirada se deslizó para encarar la de Eliza.

En la claridad de la noche, Eliza se había dado cuenta de que era mejor cambiar uno que intentar reparar los agujeros causados por las decisiones ajenas.

—Ahora que Rose está casada, se me ocurre que mi presencia ha de ser menos requerida en la casa y, por tanto, que podría convertir la cabaña en mi residencia.

Las expectativas de Eliza eran mínimas: la tía Adeline obtenía un particular placer en negarse a cualquier petición suya. Miró mientras su tía firmaba la carta con cuidado, y luego rascaba con sus afiladas uñas la cabeza de su perro. Sus labios se abrieron en lo que Eliza supuso sería una leve sonrisa, y luego se puso de pie e hizo sonar la campanilla.

* * *

La primera noche en sus nuevos aposentos Eliza se sentó junto a la ventana del piso superior, mirando el océano hincharse y descender, como una gran gota de mercurio debajo de la ondulante luz de la luna. Rose estaba al otro lado de ese mar, en alguna parte de la otra orilla. Una vez más su prima había viajado en barco y Eliza había quedado detrás. Algún día, sin embargo, Eliza emprendería su propio viaje. La revista no pagaba mucho por sus cuentos de hadas, pero si continuaba escribiendo y ahorraba durante un año, seguramente sería capaz de pagarse el viaje. Y también estaba el broche, por supuesto, con sus coloridas gemas. Eliza nunca había olvidado el broche de Madre, escondido dentro de la chimenea de los Swindell. Un día, de alguna manera, lo recuperaría.

Pensó en el anuncio que había visto en el periódico la semana anterior. «Gente que desee viajar a Queensland», decía. «Vengan y comiencen una nueva vida». Mary le había contado con frecuencia historias de las aventuras de su hermano en la ciudad de Maryborough. De tanto escucharla, Australia se había convertido en su mente en una tierra de espacios abiertos y sol cegador, en donde las reglas sociales eran ignoradas por la mayoría y abundaban las oportunidades para que todos comenzaran nuevamente. Eliza siempre se había imaginado que ella y Rose podrían viajar juntas, habían hablado de ello muchas veces. ¿O no? Recordando, se dio cuenta de que la voz de Rose enmudecía cuando la conversación versaba sobre esas aventuras imaginarias.

Eliza pasó todas las noches en la cabaña. Compraba los alimentos en el mercado del pueblo; su joven amigo pescador, William, se aseguraba de que estuviera bien provista de pescadilla fresca, y Mary se pasaba casi todas las tardes de regreso a su casa tras su jornada en Blackhurst, llevando siempre un poco de sopa del cocinero, un trozo de carne fría del asado del almuerzo, y novedades de la casa.

Aparte de esas visitas, por primera vez en su vida Eliza estuvo verdaderamente sola. Al principio, los ruidos poco familiares, ruidos nocturnos, la perturbaban, pero a medida que pasaron los días aprendió a conocerlos: las suaves pisadas de las aves en los aleros, los ruidos del horno, los tablones del suelo que crujían en las noches frías. Y también estaban los beneficios inesperados de su vida solitaria: sola en la cabaña, Eliza descubrió que los personajes de sus cuentos de hadas se volvían más osados. Encontró hadas jugando en las telas de araña, insectos susurrando encantamientos en las repisas de las ventanas, hadas de fuego siseantes en la cocina. A veces por las tardes, Eliza se sentaba en la mecedora escuchando los ruidos. Y al caer la noche, cuando todos dormían, tejía sus historias en los cuentos.

Una mañana de la cuarta semana, Eliza llevó su cuaderno al jardín y se sentó en su lugar favorito, el montículo de hierba suave, bajo el manzano. Una idea para una historia se había apoderado de ella y comenzó a tomar notas: una valiente princesa que renunciaba a su derecho de cuna y acompañaba a su sirvienta en un largo viaje, un viaje arriesgado a una tierra salvaje y arisca en donde vivía el peligro. Eliza estaba a punto de enviar a su heroína a una cueva tejida por un hada particularmente rencorosa, cuando un pájaro voló hasta posarse en una rama sobre su cabeza y comenzó a cantar.

—¿Es así? —dijo Eliza, abandonando su pluma.

El pájaro volvió a cantar.

—Estoy de acuerdo, yo también tengo apetito. —Arrancó una de las manzanas que quedaban, en una rama baja, la frotó en su vestido y dio un mordisco—. En verdad es deliciosa —dijo mientras el pájaro se iba volando—. Cuando quieras puedes comerte una.

—Puede que acepte tu oferta.

Eliza hizo una pausa a medio morder la manzana y quedó inmóvil, mirando el lugar en donde había estado el pájaro.

—Debería haber traído la mía, sólo que no pensé que iba a estar aquí tanto tiempo.

Miró el jardín, y parpadeó al ver a un hombre sentado en el banco de hierro. Estaba tan fuera de contexto que, aunque se habían visto antes, le llevó un momento darse cuenta. El cabello oscuro y los ojos, la sonrisa fácil… Eliza respiró hondo. Era Nathaniel Walker, el esposo de Rose. Sentado en
su
jardín.

—Verdaderamente pareces estar disfrutando de tu manzana —le dijo—. Verte es casi tan placentero como comer una yo mismo.

—No me gusta que me observen.

Le sonrió.

—Entonces apartaré mis ojos.

—¿Qué estás haciendo aquí?

Nathaniel alzó un libro nuevo.


El pequeño lord Fauntleroy
. ¿Lo has leído?

Ella negó con la cabeza.

—Tampoco yo, a pesar de intentarlo durante horas. Y te echo en parte la culpa, prima Eliza. Tu jardín es demasiado seductor. He estado sentado aquí toda la mañana y todavía no me he aventurado mucho más allá del primer capítulo.

—Creí que estabais en Italia.

—Estuvimos. Volvimos una semana antes.

Un escalofrío recorrió al instante la piel de Eliza.

—¿Rose está en casa?

—Por supuesto —sonrió abiertamente—. ¡Espero que no estés sugiriendo que pudiera haber perdido a mi esposa entre los italianos!

—Pero cuando llegó ella… —Eliza apartó un mechón de cabellos de su frente, intentando comprender—. ¿Cuándo regresasteis?

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