Read El jardín olvidado Online
Authors: Kate Morton
—Han pasado más de sesenta años desde la última vez que la vi, pero todavía la tengo presente, bajando del acantilado, desde la cabaña, encaminándose hacia el pueblo, el cabello suelto a sus espaldas. —Sus párpados se habían cerrado mientras hablaba, pero ahora los abrió y miró a Nell—. Supongo que eso no significa mucho para usted, pero en aquella época… bueno, no era frecuente que alguien de la casa grande descendiera a mezclarse con los lugareños. Eliza, sin embargo —se aclaró un poco la garganta, repitió el nombre—, Eliza se comportaba como si fuera lo más natural del mundo. Ella no era como el resto.
—¿La conoció?
—La conocí bien, tanto como uno puede conocer a gente como ella. La conocí cuando tenía apenas dieciocho años. Mi hermana menor, Mary, trabajaba en la casa y trajo a Eliza con ella en una de sus tardes libres.
Nell luchó por contener su excitación. Por fin hablaba con alguien que había conocido a Eliza. Mejor aún, esa descripción confirmaba la sensación ilícita que flotaba en los bordes de su fragmentada memoria.
—¿Cómo era, William?
Apretó los labios y se rascó el mentón: el áspero sonido sorprendió a Nell. Por un segundo, volvió a tener cinco años, sentada en el regazo de Hugh, la cabeza descansando contra su rugosa mejilla. William sonrió ampliamente, los dientes grandes y con manchas marrones por el tabaco.
—Como nadie que hubieras conocido antes, original. A todos nosotros, por esta zona, nos gusta contar historias, pero las suyas eran otra cosa. Era divertida, valiente, sorprendente.
—¿Hermosa?
—Sí, y hermosa. —Su mirada se encontró brevemente con la de Nell—. Tenía el cabello rojo. Largo, hasta la cintura. Los mechones se volvían dorados por el sol —indicó con su pipa—. Le gustaba sentarse en la roca negra en la cala, mirando al mar. En un día claro, podíamos verla mientras regresábamos a puerto. Ella alzaba la mano y saludaba, apareciendo ante todo el mundo como la Reina de las Hadas.
Nell sonrió.
La Reina de las Hadas
.
—Como la barca.
William, fingiendo estar fascinado con las rayas de sus pantalones de pana, lanzó un breve gruñido.
Entonces Nell comprendió: no era una coincidencia.
—Robyn llegará pronto. —No miró a la puerta—. Tomemos algo de té.
—Estaba enamorado de ella.
Dejó caer los hombros.
—Claro que lo estaba —reconoció—. Al igual que todos los hombres que alguna vez pusieron su mirada en ella. Se lo he dicho, era diferente a cualquiera que hubieras conocido. Las cosas que nos motivaban al resto de nosotros no le importaban un rábano a ella. Hacía lo que sentía, y sentía mucho.
—Y ella estaba, estuvieron usted y ella alguna vez…
—Estaba comprometido con otra. —Su atención pasó a una fotografía en el muro, una joven pareja vestida de boda, ella sentada, él de pie, a su espalda—. Cecily y yo llevábamos un par de años de novios para entonces. En un pueblo como éste, es lo que pasa. Uno crece en la casa de al lado de una niña, un día son niños tirando piedras desde el acantilado, y al siguiente uno se da cuenta de que está casado desde hace tres años y con un hijo en camino. —Suspiró, de manera que sus hombros se desinflaron y su jersey de lana pareció quedarle grande—. Cuando conocí a Eliza el mundo cambió. No puedo describirlo mejor. Como un hechizo, ella era lo único en lo que podía pensar. —Sacudió la cabeza—. Me gustaba mi mujer, la quería de veras, pero la hubiera dejado sin pensarlo. —Su mirada se cruzó con la de Nell antes de volver a apartarla rápidamente—. No me enorgullece decirlo, suena terriblemente desleal. Y lo era, lo era. —La miró—. Pero no se puede culpar a un hombre joven por sus verdaderos sentimientos, ¿no?
Sus ojos buscaron los de ella, y Nell sintió que algo en su interior se agitaba. Comprendió: él había estado buscando la absolución por largo tiempo.
—No —dijo—. No se puede.
Él suspiró, habló tan bajo que Nell tuvo que girar la cabeza hacia un lado para poder escucharlo.
—A veces el cuerpo quiere cosas que la mente no puede explicar, ni siquiera puede aceptar. Todos mis pensamientos estaban dirigidos a Eliza. No podía evitarlo. Era como un, como una…
—¿Adicción?
—Exactamente. Me parecía que sólo podía ser feliz si estaba con ella.
—¿Ella sentía lo mismo?
Él alzó las cejas y sonrió tristemente.
—¿Sabe? Por un tiempo, pensé que sí. Había algo en ella, cierta intensidad. La habilidad de hacerte sentir como que no había otro lugar ni otra persona con quien prefiriera estar. —Rió, con algo de dureza—. Muy pronto comprendí mi error.
—¿Qué sucedió?
Apretó los labios y por un horrible segundo Nell pensó que se había acabado la historia. Suspiró aliviada cuando él continuó.
—Fue una noche de primavera. Debió de ser en 1908 o 1909. Había tenido un gran día con los barcos, traje un gran cargamento y lo estuve celebrando con algunos de los muchachos. Reuní un poco de coraje gracias al alcohol y de camino a casa me encontré subiendo por el sendero del acantilado. Una tontería, lo sé. Era un camino estrecho en aquella época, no había sido transformado en carretera, y apenas si cabía una cabra, pero no me importó. Se me metió en la cabeza que iba a pedirle que se casara conmigo. —Le tembló la voz—. Pero cuando llegué cerca de la cabaña vi a través de la ventana…
Nell se inclinó hacia delante.
Él se reclinó en su silla.
—Bueno, ya ha oído antes esta historia.
—¿Estaba con otra persona?
—No era cualquier persona. —Sus labios temblaron al pronunciar las palabras—. Era una persona muy cercana. —William se frotó el ojo, examinó sus dedos buscando una molestia inexistente—. Estaban… —Miró de reojo a Nell—. Bueno, ya puede imaginarse.
Fuera, un ruido y una ráfaga de aire frío. La voz de Robyn se escuchó por el pasillo.
—Hace frío afuera. —Entró en la sala—. Lamento haber llegado tarde. —Miró esperanzada a ambos, pasándose las manos por sus cabellos húmedos—. ¿Todo bien por aquí?
—No podía estar mejor, mi niña —dijo William, echando una rápida ojeada a Nell.
Nell asintió levemente. No tenía intención de divulgar el secreto del anciano.
—Iba a ocuparme de mi guiso —dijo William—. Acércate y deja que los gastados ojos de Gump puedan verte.
—¡Gump! Te dije que prepararía el té. Traje todo conmigo.
—Humm —refunfuñó, poniéndose de pie con esfuerzo y manteniendo el equilibrio—. Cada vez que tú y ese chico tuyo os juntáis, no hay modo de saber si recordarás a tu viejo Gump, si es que lo recuerdas. Me pareció que si no me ocupaba de mí mismo tendría muchas posibilidades de pasar hambre.
—Oh, Gump —le regañó mientras llevaba la bolsa del mercado a la cocina—. De veras, eres el colmo. ¿Cuándo me he olvidado de ti?
—No eres tú, querida. —Caminó a rastras detrás de ella—. Es ese novio que tienes. Como todos los abogados, es un charlatán.
Mientras ambos mantenían una discusión familiar sobre si estaba o no más allá de las habilidades físicas de William el cocinar y servir el guiso, Nell repasó mentalmente todo lo que William le había dicho. Comprendió por fin por qué insistía tanto en decir que la cabaña estaba, de alguna manera, manchada, triste; y no había duda de que para él así era. Pero William se había distraído por su propia confesión y era tarea de Nell llevarlo de regreso hacia donde necesitaba. Lo de menos era la curiosidad que sentía sobre con quién había estado Eliza esa noche, ése no era el centro del asunto, pero forzar a William sólo conseguiría que se retrajera. No podía arriesgarse a eso, no sin antes averiguar por qué Eliza podía haberla apartado a ella de Rose y Nathaniel Walker, por qué la había enviado a Australia, a una vida completamente diferente.
—Aquí estamos. —Robyn apareció llevando una bandeja cargada con tres cuencos humeantes.
William la siguió, algo tímidamente, y se dejó deslizar sobre su silla.
—Todavía preparo el mejor guiso de pescado de este lado de Polperro.
Robyn alzó las cejas en dirección a Nell.
—Nadie lo pone en duda, Gump —dijo, entregándole un cuenco por encima de la mesa.
—Sólo mi habilidad para llevarlo de la cocina a la mesa.
Robyn suspiró teatralmente.
—Deja que te ayudemos, Gump, es lo único que pedimos.
Nell apretó los dientes; necesitaba evitar que la discusión fuera a más, no podía arriesgar volver a perder a William en una rabieta.
—Delicioso —exclamó en voz alta, probando el guiso—. La cantidad perfecta de salsa Worcestershire.
William y Robyn la miraron, parpadeando, las cucharas a medio camino.
—¿Qué? —Nell los miró a ambos—. ¿Qué sucede?
Robyn abrió la boca, y la volvió a cerrar, como un pez.
—La salsa Worcestershire.
—Es nuestro ingrediente secreto —dijo William—. Ha estado en la familia durante generaciones.
Nell se encogió de hombros, disculpándose.
—Mi madre solía preparar guiso de pescado, al igual que su madre. Siempre usaban salsa Worcestershire. Supongo que también era su ingrediente secreto.
William inspiró lentamente a través de las abiertas fosas nasales y Robyn se mordió el labio.
—Sea como sea está delicioso —declaró Nell tomando otro sorbo—. El dar con la cantidad exacta, ése es el truco.
—Dime, Nell —dijo Robyn, aclarándose la garganta, evitando conscientemente la mirada de William—. ¿Encontraste algo de utilidad en los papeles que te di?
Nell sonrió agradecida. Robyn al rescate.
—Fueron muy interesantes. Disfruté mucho con el artículo periodístico sobre la botadura del
Lusitania
.
Robyn sonrió extasiada.
—Debió de ser tan excitante, una botadura tan importante. Es terrible pensar lo que le pasó a ese hermoso navio.
—Alemanes —increpó Gump, con la boca llena—. Un sacrilegio, un acto de salvajismo.
Nell se imaginó que los alemanes sentirían lo mismo respecto al bombardeo de Dresde, pero ahora no era el momento de plantearlo, y William no era la persona con quien tener semejante discusión. Así que se mordió la lengua y continuó con la agradable y vana conversación con Robyn sobre la historia del pueblo y de la casa en Blackhurst hasta que, por fin, Robyn se excusó para llevar los platos y traer el postre.
Nell observó cómo se marchaba de la sala, y entonces, consciente de que podía ser la última oportunidad para hablar a solas con William, decidió aprovecharla.
—William —dijo—. Hay algo que quiero preguntarle.
—Pregunte.
—Conociendo a Eliza…
Chupó su pipa, asintiendo una vez.
—¿Por qué cree que me llevó consigo? ¿Cree que quería tener una niña?
William exhaló una nube de humo. Mordió su pipa y habló con ella en la boca.
—No me suena propio de ella. Era un espíritu libre. No del tipo que buscaba responsabilidades domésticas, y mucho menos arrebatárselas a otro.
—¿Se habló algo del asunto en el pueblo? ¿Alguien tenía alguna teoría?
—Todos creímos que la niña, que usted, había sido víctima de la escarlatina. Nadie dudó de esa parte. —Se encogió de hombros—. En cuanto a la desaparición de Eliza, nadie pensó mucho al respecto. No era la primera vez.
—¿No?
—Ya había hecho lo mismo algunos años antes. —Miró rápidamente en dirección a la cocina, y bajó la voz, evitando los ojos de Nell—. Siempre me culpé por eso. Fue poco después de… de aquello otro que le estaba contando. Me enfrenté con ella, le dije lo que había visto; la llamé toda clase de nombres. Ella me hizo prometerle que no se lo diría a nadie, me dijo que yo no comprendía, que no era lo que parecía. —Rió amargamente—. Todas las cosas que una mujer dice cuando es descubierta en semejante situación.
Nell asintió.
—Sin embargo, hice lo que me pidió, y guardé su secreto. Poco después me enteré en el pueblo de que ella se había marchado.
—¿Adonde fue?
Sacudió la cabeza.
—Cuando por fin regresó, un año después más o menos, le pregunté una y otra vez, pero ella nunca me lo dijo.
—Ya viene el postre —se escuchó la voz de Robyn desde la cocina.
William se inclinó hacia delante, se quitó la pipa de la boca y señaló a Nell con ella.
—Por eso le pedí a Robyn que la invitara hoy, eso es lo que quería decirle: averigüe adonde fue Eliza y me imagino que estará en camino de resolver su misterio. Porque si algo puedo decirle es que a donde quiera que fuera, era otra cuando volvió.
—¿Cómo otra?
Sacudió la cabeza al recordar.
—Cambiada, menos ella misma, de alguna manera. —Apretó los dientes en torno a su pipa—. Le faltaba algo, y nunca volvió a ser la misma.
Mansión Blackhurst, Cornualles, 1907-1908
En la mañana prevista para el regreso de Rose de Nueva York, Eliza fue temprano al jardín escondido. El sol de noviembre todavía estaba despertando, y el sendero seguía en penumbra; la luz apenas dejaba entrever la hierba, plateada de rocío. Avanzó rápidamente, los brazos cruzados sobre el pecho para protegerse del frío. Había llovido durante la noche y había charcos por todas partes; los evitó lo mejor que pudo, luego abrió con un crujido la puerta del laberinto y comenzó a recorrerlo. Dentro, estaba más oscuro entre las gruesas paredes de setos, pero Eliza podía haber recorrido el laberinto con los ojos cerrados.
Habitualmente, amaba ese breve momento de amanecer cuando la noche anticipaba el alba, pero hoy estaba demasiado distraída para prestarle atención. Desde que había recibido la carta de Rose anunciando su compromiso, había luchado contra sus emociones. La aguda espina de la envidia se había alojado en su vientre y se negaba a darle reposo. Cada día, cuando sus pensamientos volvían a Rose, cuando releía la carta, sentía su imaginación deslizarse hacia el futuro, sentía el miedo azuzándole las entrañas, llenándole con su temido veneno.
Con la carta de Rose, el color del mundo de Eliza había cambiado. Como el calidoscopio del cuarto de juegos que tanto la había deleitado cuando llegara por primera vez a Blackhurst, un giro y las mismas piezas se habían reacomodado para crear una figura completamente diferente. En donde una semana atrás se había sentido segura, cobijada por la certeza de que ella y Rose estaban irrevocablemente unidas, ahora había miedo y se sentía nuevamente sola.
Para cuando entró en el jardín oculto, la luz de la mañana había comenzado a filtrarse por entre la delgada fronda otoñal. Eliza respiró hondo. Había ido al jardín porque era el lugar en donde siempre se sentía centrada, y hoy, más que nunca, necesitaba de su magia.