El jardín olvidado (45 page)

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Authors: Kate Morton

BOOK: El jardín olvidado
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—Y ahora tú estás arreglando, otra vez, el mismo jardín. Qué encantadora simetría. ¿Qué diría Rose si lo supiera? —Julia tomó un pañuelo de papel de una caja cercana y se sonó la nariz—. Lo siento —dijo, secándose el rímel debajo de cada ojo—. Es que es tan romántico. —Rió—. Es una vergüenza que no tengas a un Davies para ayudarte.

—No es un Davies, pero tengo a alguien ayudándome —indicó Cassandra—. Esta semana ha venido todas las tardes. Lo conocí a él y a su hermano Michael cuando vinieron a quitar el árbol caído de la cabaña. Creo que los conoces. Robyn Jameson dijo que también cuidaban de tus jardines.

—Los muchachos Blake. Claro que los conozco, y debo decir que disfruto de verlos. Ese Michael es agradable a la vista, ¿no? También es seductor. Si siguiera escribiendo, me inspiraría en Michael Blake para describir al seductor de mujeres.

—¿Y Christian? —A pesar de sus mejores esfuerzos por parecer indiferente, Cassandra sintió que se le enrojecían las mejillas.

—Oh, es decididamente el más inteligente y joven, el hermano menor que sorprende a todos salvando la situación y ganando el corazón de la heroína.

Cassandra sonrió.

—Ni siquiera voy a preguntar quién soy yo.

—Y yo no tengo dudas de quién sería yo —dijo Julia con un suspiro—. La bella entrada en años que ya no tiene oportunidad alguna con el héroe y canaliza sus energías en ayudar a la heroína a cumplir su destino.

—La vida sería mucho más sencilla si fuera como un cuento de hadas —dijo Cassandra—, si la gente fuera como los personajes típicos.

—Ah, pero así es, sólo que
creen
que no. Incluso la persona que insiste en que tales cosas no existen es también un cliché: ¡el temido pedante que insiste en no tener igual!

Cassandra bebió un sorbo de vino.

—¿No crees que exista algo así como el ser único?

—Todos somos únicos, sólo que nunca como nos imaginamos. —Julia sonrió, luego agitó una mano, haciendo tintinear sus pulseras—. Me estás oyendo. Qué terrible absolutista que soy. Claro que hay variaciones de carácter. Fíjate en Christian Blake, por ejemplo; él no es jardinero de profesión, ¿sabes? Trabaja en un hospital en Oxford. Es decir, lo hacía. Es médico de algo, no recuerdo el qué, son nombres tan largos y confusos, ¿no?

Cassandra se irguió en su asiento.

—¿Y qué hace un médico podando árboles?

—¿Qué hace un médico podando árboles? —se hizo eco Julia, pensativa—. A eso me refería. Cuando Michael me dijo que su hermano trabajaba con él no hice preguntas, pero desde entonces me devora la curiosidad. ¿Qué hace que un hombre joven cambie de profesión de ese modo?

Cassandra sacudió la cabeza.

—¿Un cambio en sus gustos?

—Un cambio importante, diría yo.

—Tal vez se dio cuenta de que no disfrutaba con el trabajo.

—Es posible, pero uno pensaría que pudo haberse hecho una idea durante los interminables años de estudio. —Julia sonrió enigmática—. Creo que es posible que sea algo mucho más interesante que eso, pero bueno, yo fui escritora, y los viejos hábitos son duros de matar. No puedo detener mi imaginación cuando se dispara. —Señaló con uno de los dedos que sostenía el vaso con gin—. Eso, querida mía, es lo que hace que un personaje sea interesante, sus secretos.

Cassandra pensó en Nell y en los secretos que había guardado. ¿Cómo pudo tolerarlo, descubrir por fin quién era y no decírselo a un alma?

—Desearía que mi abuela hubiera visto los cuadernos de recortes antes de morir. Habrían significado tanto para ella, lo más cercano a escuchar la voz de su madre…

—He estado pensando en tu abuela toda la semana —dijo Julia—. Desde que me dijiste lo que sucedió me he estado preguntando qué fue lo que hizo que Eliza la llevara consigo.

—¿Y? ¿Qué piensas?

—Envidia —contestó Julia—. Es a lo que siempre vuelvo. Es una motivación condenadamente poderosa, y Dios sabe que había más que suficiente que envidiar en Rose: su belleza, su talentoso esposo, su nacimiento. A lo largo de la infancia, Eliza tiene que haber visto a Rose como a la niña que lo tenía todo, en particular las cosas que ella no tenía. Padres adinerados, una casa hermosa, una naturaleza gentil que todos admiraban. Luego, de adultas, ver a Rose casarse tan pronto, y con un hombre que debe de haber sido todo un partido, después quedar embarazada, tener una preciosa hija… ¡Caray,
yo
tengo celos de Rose! Imagina lo que fue para Eliza, rara ya de por sí, según dicen todos. —Acabó su trago, dejando enfáticamente el vaso sobre la mesa—. No estoy excusando lo que hizo, para nada, sólo digo que no me sorprende.

—¿Es la respuesta más obvia, verdad?

—Y la respuesta más obvia es con frecuencia la correcta. Está todo allí en los cuadernos de recortes. Bueno, está todo allí si sabes qué es lo que buscas. Desde el momento que Rose supo que estaba embarazada, Eliza se volvió más distante. Hay escasa mención de Eliza después del nacimiento de Ivory. Debió de afectarle mucho a Rose. —Eliza era como una hermana, y de repente, en un momento tan especial, desaparece. Hizo las maletas y se alejó de Blackhurst.

—¿Adonde fue? —preguntó sorprendida Cassandra.

—A algún lugar de ultramar, creo. —Julia frunció el ceño—. Aunque ahora que lo preguntas, no estoy segura de que Rose mencione adonde —sacudió una mano—, y en realidad no es importante. El hecho es que se fue mientras Rose estaba embarazada y no regresó hasta después del nacimiento de Ivory. Su amistad ya no volvió a ser la misma.

* * *

Cassandra bostezó y ahuecó su almohada. Tenía los ojos cansados pero había llegado casi al final de 1907 y le parecía una pena dejar el cuaderno de recortes a un lado a sólo unas pocas páginas para terminarlo. Además, cuanto antes lo terminara, mejor: aunque Julia había accedido gentilmente a separarse de ellos, Cassandra sospechaba que la separación sólo resistiría un breve lapso. Por suerte, mientras que la caligrafía de Nell era confusa, la de Rose era firme y clara. Cassandra tomó un sorbo de té, ahora tibio, y pasó las páginas llenas de retazos de tela, muestras de cintas, tul de vestido de bodas, y apretadas firmas que decían:
Lady Rose Mountrachet Walker, Lady Walker, Lady Rose Walker
. Sonrió —ciertas cosas nunca cambian— y llegó a la última hoja.

Acabo de terminar de releer "Tess de D'Urbervilles". Es una novela desconcertante, y no puedo decir que verdaderamente la haya disfrutado. Hay tanta brutalidad en la ficción de Hardy… Es demasiado salvaje, supongo, para mi gusto: soy hija de mi madre, después de todo, y a pesar de mis mejores intenciones. La conversión de Ángel al cristianismo, su casamiento con Liza-lu, la muerte de Sorrow, pobre criatura: esos hechos me perturban. ¿Por qué debería Sorrow haber sido privada de cristiana sepultura? Se supone que los bebés no son culpados por los pecados de sus padres, ¿verdad? ¿Hardy aprueba la conversión de Ángel o es un escéptico? ¿Y cómo pudo Ángel transferir su afecto tan sencillamente de Tess a su hermana?

Ah, bueno, tales asuntos han desconcertado a mentes más capaces que la mía, y mi propósito al volver a este relato de la pobre y trágica Tess no fue la crítica literaria. Confieso haber consultado a Thomas Hardy con la esperanza de que pudiera ofrecerme alguna idea sobre qué esperar cuando Nathaniel y yo nos casemos. Más particularmente, qué podría esperarse de mí. ¡Ah! ¡Cómo me arden las mejillas siquiera de pensar en tales preguntas! Lo cierto es que jamás podría hallar las palabras para pronunciarlas en voz alta. (¡Imagina el rostro de mamá!)
.

Caramba, el señor Hardy no suministró las respuestas que con tanta esperanza busqué. Debo haber recordado mal, la violación de Tess es relatada con escaso detalle. Ahí está, pues. A menos que pueda pensar en alguien más a quien consultar (no el señor James, creo, ni el señor Dickens), tendré poca alternativa sino entrar a ciegas en tan negro abismo. Mi mayor temor es que Nathaniel tenga motivos para mirar mi vientre. ¿Seguramente no ha de ser así? La vanidad es en verdad un gran pecado, pero no puedo resistirlo. Porque mis marcas son tan odiosas, y él se complace tanto en mi pálida piel
.

Cassandra releyó las últimas líneas. ¿Qué eran esas marcas de las que hablaba Rose? ¿Marcas de nacimiento, tal vez? ¿Cicatrices? ¿Había leído alguna otra cosa en los cuadernos que pudiera aclarar el asunto? Por más que lo intentara, no recordaba nada. Era demasiado tarde y estaba demasiado cansada, sus pensamientos tan borrosos como su vista.

Volvió a bostezar, se frotó los ojos y cerró el cuaderno. Probablemente nunca lo sabría, y lo más seguro es que no importara. Cassandra volvió a pasar los dedos sobre la gastada cubierta, tal como Rose debía de haber hecho muchas veces antes que ella. Dejó el cuaderno sobre la mesilla y apagó la luz. Cerró los ojos y entró en el familiar sueño de las hierbas altas, un campo infinito y de pronto, inesperadamente, una cabaña al borde de un acantilado junto al océano.

Capítulo 36

Tregenna, Cornualles, 1975

Nell esperó junto a la puerta, preguntándose si debía volver a golpear. Había estado de pie junto a la puerta durante cinco minutos y había comenzado a sospechar que William Martin no sabía nada de su inminente llegada para la cena, que la invitación había sido poco más que un ardid de Robyn para calmar las aguas tras el encuentro anterior. Robyn parecía el tipo de persona para quienes los momentos sociales desagradables, más allá de sus causas o consecuencias, debían de ser intolerables.

Volvió a golpear. Asumió una expresión de dignidad dolida para beneficio de cualquiera de los vecinos de William que pudieran estar preguntándose por esa mujer desconocida frente a su puerta que parecía contentarse con golpear toda la noche.

Fue William mismo quien por fin descorrió el cerrojo. Con el trapo de secar sobre su huesudo hombro, cuchara de madera en mano, dijo:

—He sabido que se decidió a comprar la cabaña.

—Las buenas noticias viajan rápido.

Apretó los labios, examinándola.

—Es una mujer testaruda, eso se ve a la legua.

—Tal como me hizo Dios, me temo.

Él asintió, resoplando levemente.

—Adentro, entonces. Se morirá de frío ahí fuera.

Nell se quitó la gabardina y encontró un gancho de donde colgarla. Siguió a William atravesando la entrada hasta la sala.

El aire estaba cargado, húmedo de vapor, un olor simultáneamente nauseabundo y delicioso. Pescado, y sal y algo más.

—Tengo una olla con mi guiso de pescado al fuego —anunció William, desapareciendo arrastrando los pies en dirección a la cocina—. No la oí llamar por los malditos silbidos y borbotones. —Un estruendo de ollas y sartenes, una blasfemia—. Robyn llegará pronto. —Otro ruido—. Se ha entretenido un rato con ese tío con el que anda.

Esto último fue dicho con cierto disgusto. Nell lo siguió a la cocina y lo observó mientras revolvía el espeso guiso.

—¿No le gusta el novio de Robyn?

Apoyó el cucharón sobre la encimera, tapó la olla y tomó su pipa. Quitó una hebra de tabaco del borde.

—No hay nada malo en el muchacho. Nada, excepto que no es perfecto. —Con una mano apoyada sobre su encorvada espalda se dirigió a la sala—. ¿Tiene hijos? ¿Nietos? —dijo mientras pasaba al lado de Nell.

—Uno de cada uno.

—Entonces sabe de qué estoy hablando.

Nell se sonrió con amargura. Doce días habían pasado desde que dejara Australia; se preguntó si Lesley habría notado su ausencia. Poco probable. De todos modos, pensó que tenía que enviar una postal. A la niña le gustaría, Cassandra. A los niños les gustaban esas cosas, ¿no?

—Venga, entonces, muchacha —dijo la voz de William desde la sala—. Venga a hacerle compañía a un viejo.

Nell, criatura de hábitos, eligió la misma silla de terciopelo que había elegido la ocasión anterior. Hizo un gesto de asentimiento a William.

Éste le respondió del mismo modo.

Se sentaron por un minuto, más o menos, en una exhibición de silencioso compañerismo. Se había levantado viento, y los cristales de la ventana se sacudían periódicamente, acentuando la falta de conversación en el interior.

Nell indicó el cuadro sobre la chimenea, una barca de pescador con el casco a rayas rojas y blancas y con el nombre pintado en negro a un costado.

—¿Es suyo? ¿
La Reina de las Hadas
?

—Así es —dijo William—. El amor de mi vida, creo que fue. Atravesamos juntos varias tormentas enormes, ella y yo.

—¿Todavía la tiene?

—Hace años que no.

Otro silencio se instaló entre ambos. William palmeó el bolsillo de su camisa, y luego tomó una bolsa de tabaco, comenzando a rellenar su pipa.

—Mi padre era el jefe del puerto —dijo Nell—. Crecí rodeada de barcos. —De pronto recordó la imagen de Hugh, de pie en el muelle de Brisbane, poco después de la guerra, con el sol a sus espaldas y él a contraluz, sus largas piernas irlandesas y sus grandes y fuertes manos—. Se le mete a uno en la sangre, ¿no?

—Eso es cierto.

Los paneles de las ventanas volvieron a temblar, y Nell suspiró. No podía esperar más, era ahora o nunca: había que despejar el aire y Nell era quien iba a hacerlo; poca era la conversación intrascendente que estaba dispuesta a tolerar.

—William —dijo, inclinándose hacia delante para apoyar los codos en las rodillas—, sobre la otra noche, lo que dije. No quise…

Él alzó una mano callosa por el trabajo, levemente temblorosa.

—No hay por qué.

—Pero no debería…

—No fue nada. —Se metió la pipa en la boca y la sostuvo mordiéndola entre los dientes dando por terminado el asunto. Encendió una cerilla.

Nell se volvió a reclinar en su silla: si así es como él lo quería, pues que así fuera, pero esta vez estaba decidida a no marcharse sin una pieza más del rompecabezas.

—Robyn dijo que quería decirme algo.

Sintió el dulce aroma del tabaco fresco, mientras William aspiraba un par de veces, y luego exhalaba para que su pipa comenzara a humear. Asintió levemente.

—Debería habérselo dicho la otra noche, sólo que… —Estaba concentrado en algo más allá de ella y Nell resistió el impulso de darse la vuelta y ver qué era—, sólo que me tomó por sorpresa. Ha pasado mucho tiempo desde que escuché su nombre.

Eliza Makepeace. La sibilante no pronunciada agitó sus plateadas alas entre ambos.

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