Read El jardín olvidado Online
Authors: Kate Morton
—Eh… ¿una lámpara?
—Bueno, ahí está tu problema —dijo Nell—. Si todo lo que ves es una lámpara, entonces no tienes posibilidad de dibujarla. Pero si ves que en verdad es un triángulo sobre un rectángulo, con un delgado tubo conectándolos, entonces ya estás a medio camino, ¿no?
Cassandra se encogió de hombros, insegura.
—Dame el gusto. Prueba.
Cassandra volvió a suspirar, un leve suspiro de extraordinaria paciencia.
—Nunca se sabe, podrías sorprenderte.
Y así había sido. No es que esa primera vez mostrara un gran talento. La sorpresa había sido cuánto lo había disfrutado. El tiempo parecía volar cuando tenía el cuaderno en su regazo y un lápiz en la mano…
El camarero llegó y colocó dos cestos con pan sobre la mesa con gesto ampuloso. Asintió cuando Ruby le pidió que trajera una botella de prosecco. Mientras se alejaba, Ruby tomó un trozo de
focaccia
. Guiñó un ojo a Cassandra, señalándole la mesa.
—Prueba el aceite de oliva y el vinagre balsámico. Son lo más.
Cassandra mojó un pedazo de
focaccia
en la vinagreta.
—Vamos, Cassandra —dijo Grey—, salva a una vieja pareja no casada de pelear, dinos qué tal te ha ido la tarde.
Ella tomó una miga de pan que había caído sobre la mesa.
—Sí, ¿algo excitante? —preguntó Ruby.
Cassandra se escuchó comenzar a hablar.
—Averigüé quiénes fueron los padres biológicos de Nell.
Ruby dio un grito.
—¿Qué? ¿Cómo? ¿Quiénes?
Se mordió el labio conteniendo el temblor y sonrió con placer.
—Sus nombres eran Rose y Nathaniel Walker.
—Ay, Dios mío —rió Ruby—, ¡igual que mi pintor, Grey! Cuántas probabilidades hay de que eso suceda, de que precisamente hoy hayamos hablado de él y de que viviera en la misma propiedad donde… —Se quedó helada al darse cuenta y su rostro pasó del rosa al blanco—. ¿Quieres decir que fue mi Nathaniel Walker…? —Tragó saliva—. ¿Tu bisabuelo era Nathaniel Walker?
Cassandra asintió, sin poder contener una sonrisa. Se sentía levemente ridícula.
Ruby quedó boquiabierta.
—¿Y no tenías idea? ¿Hoy, cuando nos vimos en el museo?
Cassandra sacudió la cabeza, todavía sonriendo como una tonta. Habló, sólo para obligarse a dejar de sonreír.
—No hasta esta tarde, cuando lo leí en la libreta de Nell.
—¡No puedo creer que no nos lo contaras nada más vernos!
—Con toda tu cháchara sobre salsa, me imagino que no tuvo ocasión —dijo Grey—. Por no mencionar, querida Ruby, que a algunas personas les gusta mantener su vida privada, privada.
—Vamos, Grey, a nadie le gusta guardar secretos. Lo único que hace que un secreto sea divertido es saber que no debes contarlo. —Sacudió nuevamente la cabeza, mirando a Cassandra—. Estás emparentada con Nathaniel Walker. Hay gente que tiene toda la maldita suerte.
—Me parece un poquito raro. Es tan inesperado…
—Y tanto —reconoció Ruby—. Con tanta gente como hay investigando en su pasado con la esperanza de estar emparentada con el maldito Winston Churchill, y la providencia cae inesperadamente en tu regazo bajo la forma de un famoso pintor.
Cassandra volvió a sonreír, sin poder evitarlo.
El camarero reapareció y les sirvió a todos un vaso de prosecco.
—Por la resolución de los misterios —brindó Ruby, alzando el suyo.
Chocaron las copas y todos bebieron un sorbo.
—Perdonad mi ignorancia —dijo Grey—, sé que mis conocimientos de historia del arte dejan mucho que desear, pero si Nathaniel Walker tuvo una hija que desapareció, seguramente habría habido una enorme búsqueda. —Extendió sus palmas abiertas en dirección a Cassandra—. No dudo de la investigación de tu abuela, sin embargo, ¿cómo demonios pudo la hija de un artista famoso desaparecer sin que nadie lo supiera?
Por una vez, Ruby no tuvo respuesta. Miró a Cassandra.
—Por lo que pude averiguar, leyendo la libreta de Nell, todos los informes dicen que Ivory Walker murió a los cuatro años. La misma edad que Nell tenía cuando apareció en Australia.
Ruby se frotó las manos.
—¿Crees que fue secuestrada y que quien lo hizo se las arregló para que pareciera que había muerto? ¡Qué excitante! ¿Quién fue? ¿Por qué lo hicieron? ¿Qué más averiguó Nell?
Cassandra sonrió disculpándose.
—Creo que nunca llegó a resolver esa parte del misterio. No del todo.
—¿Qué quieres decir? ¿Cómo lo sabes?
—Lo leí al final de su libreta. Nell no lo averiguó.
—Pero debió de haber hallado
algo
o desarrollado alguna teoría. —La desesperación de Ruby era palpable—. ¡Dime que formuló una teoría! ¡Que nos dejó algo para seguir adelante!
—Hay un nombre —respondió Cassandra—. Eliza Makepeace. Nell fue encontrada con una maleta que contenía un libro de cuentos de hadas que le traía viejos recuerdos. Pero si Eliza puso a Nell en el barco, ella no llegó a Australia.
—¿Qué pasó con ella?
Cassandra se encogió de hombros.
—No hay datos oficiales. Como si hubiera desaparecido justo en el momento en que Nell fue enviada a Australia. Fueran cuales fueran los planes de Eliza, en algún momento debieron de fallarle.
El camarero volvió a llenar sus copas y preguntó si ya estaban listos para ordenar el plato principal.
—Supongo que deberíamos —dijo Ruby—. ¿Podría darnos cinco minutos? —Abrió el menú decidida y suspiró—. Todo esto es tremendamente excitante. ¡Pensar que mañana partes para Cornualles a ver tu cabaña secreta! ¿Cómo puedes soportarlo?
—¿Te vas a quedar en la cabaña? —preguntó Grey.
Cassandra negó con la cabeza.
—El abogado que tenía la llave en custodia dijo que no está habitable. Hice una reserva en un hotel cercano, el hotel Blackhurst. Es la casa donde la familia Mountrachet vivía, la familia de Nell.
—Tu familia —indicó Ruby.
—Sí. —Cassandra no había pensado en eso. Sus labios volvieron a actuar por su cuenta, contra su voluntad, para formar una sonrisa temblorosa.
Ruby se estremeció de forma teatral.
—Me muero de envidia. Daría cualquier cosa por un misterio así en el pasado de mi familia, algo excitante que descubrir.
—La verdad es que estoy intrigada. Creo que ha despertado mi curiosidad. No dejo de ver a esa pequeña, a Nell de niña, arrancada de su familia, sentada sola en el muelle. No puedo sacármela de la cabeza. Me encantaría saber qué sucedió realmente, cómo es que terminó al otro lado del planeta, sola. —Cassandra se sintió incómoda de pronto, dándose cuenta de que había estado hablando todo el tiempo ella—. Supongo que es una tontería.
—En absoluto. Es completamente comprensible.
Algo en el tono comprensivo de Ruby hizo que se le helara la piel a Cassandra. Sabía lo que pasaría. Se le hizo un nudo en el estómago y su mente buscó palabras para cambiar de tema.
Pero no fue lo suficientemente rápida.
—No puede haber nada peor que perder a un hijo —razonó la cálida voz de Ruby, sus palabras quebrando el frágil caparazón que la protegía del dolor, haciendo que el rostro de Leo, su olor, su risa de niño de dos años, se liberara.
De alguna manera se las ingenió para asentir, sonreír débilmente y contener los recuerdos mientras Ruby le tomaba la mano.
—Después de todo lo que le sucedió a tu pequeño, no es sorprendente que estés tan interesada en descubrir el pasado de tu abuela. —Ruby le apretó un poco la mano—. Me parece bastante lógico: perdiste a un niño y ahora esperas encontrar a otro.
Londres, Reino Unido, 1900
Eliza supo quiénes eran tan pronto como las vio dar la vuelta a la esquina de la calle Battersea Church. Las había visto por la calle anteriormente, la mayor y la joven, vestidas de punta en blanco, haciendo «Buenas Obras» con mano férrea, como si el mismo Dios hubiera bajado de lo alto y se lo hubiera ordenado.
El señor Swindell llevaba tiempo amenazando con llamar a las «benefactoras» desde que Sammy falleciera; no dejaba pasar oportunidad de recordarle a Eliza que, si ella no hallaba la manera de ganar el sustento de dos, terminaría en el orfanato. Y aunque Eliza hacía lo posible para pagar el alquiler y que le quedara un poquito para su bolsita de cuero, su don para atrapar ratas parecía haberla abandonado, y, semana tras semana, se iba atrasando.
Escuchó un golpe en la puerta de abajo. Eliza se quedó inmóvil. Miró el cuarto, maldiciendo la pequeña grieta en la pared, la chimenea bloqueada. El no tener ventanas y no ser observada estaba muy bien cuando una quería escapar del escrutinio de la calle, pero no era muy útil cuando te veías acosada por la urgente necesidad de escapar.
Se volvió a escuchar el golpe. Un golpeteo claro, urgente, y luego una voz aguda que atravesaba el muro de ladrillos.
—Venimos de la parroquia.
Eliza escuchó que la puerta se abría y el tintineo de la campanilla atada en el borde.
—Soy la señorita Rhoda Sturgeon, y ésta es mi sobrina, la señorita Margaret Sturgeon.
Después, la voz de la señora Swindell:
—Encantada de verlas.
—Vaya, cuántas cosas extrañas y viejas, si apenas hay lugar para que pase un gato.
Nuevamente la señora Swindell, con tono agrio:
—Síganme, la niña se encuentra arriba. Y tengan cuidado, lo que rompan deberán pagarlo.
Los pasos se acercaron. El crujido del cuarto escalón, una vez y otra vez. Eliza aguardó, el corazón latiéndole tan rápido como a una de las ratas atrapadas del señor Rodin. Podía notarlo, agitándose en su pecho, como una llama bajo la brisa.
Después se abrió la traicionera puerta, y las dos «benefactoras» aparecieron junto al marco de la puerta.
La mayor sonrió, los ojos ocultos bajo los pliegues de su piel.
—Una visita de las damas de la parroquia —anunció—. Soy la señorita Sturgeon, y ésta es mi sobrina, la señorita Sturgeon. —Se inclinó hacia delante, de modo que Eliza tuvo que retroceder—. Y tú debes de ser la pequeña Eliza Makepeace.
Eliza no respondió. Tironeó apenas de la gorra de Sammy que llevaba puesta.
La mirada de la anciana se alzó para observar el cuarto, oscuro y sucio.
—Oh, Dios mío —exclamó, y chasqueó la lengua—, veo que no han exagerado tu situación. —Alzó una mano abierta y se la llevó al pecho—. No, ciertamente no han exagerado. —Se adelantó a Eliza—. ¿Acaso es de extrañar que la mala salud florezca en este sitio? Ni siquiera tiene ventana.
La señora Swindell, ofendida por la afrenta escandalosa a su cuarto, frunció el ceño a Eliza.
La mayor de las señoritas Sturgeon se volvió a la menor, que no se había apartado de la puerta.
—Te sugiero que te cubras con el pañuelo, Margaret, tú que eres de constitución tan delicada.
La joven asintió y sacó un pañuelo bordado de su manga. Lo dobló por la mitad para formar un triángulo que luego usó para taparse la boca y la nariz mientras se arriesgaba a cruzar el umbral.
Desbordando confianza ante su propia rectitud, la mayor de las señoritas Sturgeon procedió sin detenerse.
—Me complace anunciar que hemos podido encontrarte un lugar, Eliza. Tan pronto como nos enteramos de tu situación, de inmediato nos propusimos ayudarte. Eres demasiado joven para trabajos domésticos, y, sospecho, sin el carácter adecuado, pero nos las hemos ingeniado muy bien. Con la gracia de Dios hemos encontrado un lugar para ti en el orfanato local.
A Eliza se le cortó la respiración y se atragantó.
—Así que si tomas tus cosas —dijo la señorita Sturgeon mirando a su alrededor por debajo de sus gruesas pestañas—, las que tengas, nos pondremos en camino.
Eliza no se movió.
—Vamos, no te demores.
—¡No! —dijo Eliza.
La señora Swindell golpeó a Eliza en la nuca con su mano, y los ojos de la señorita Sturgeon se abrieron desorbitados.
—Eres afortunada por tener un sitio a donde ir, Eliza. Puedo asegurártelo, hay lugares peores que el orfanato que acoge a las jóvenes que quedan solas. —Resopló, sabedora de lo que decía, y elevó su nariz a lo alto—. Vamos, en marcha.
—No iré.
—Tal vez sea lerda —dijo la joven señorita Sturgeon a través de su pañuelo.
—No es lerda —replicó la señora Swindell—, sólo rebelde.
—El Señor llama a todos sus corderos, incluso a los rebeldes —aseveró la mayor de las Sturgeon—. Ahora intentaremos buscar prendas más apropiadas para la niña, querida Margaret. Y ten cuidado de no respirar estos hedores.
Eliza sacudió la cabeza. No iba a ir al orfanato y tampoco iba a quitarse las ropas de Sammy. Ahora formaban parte de ella.
Era el momento oportuno para que apareciera su padre, como un héroe, ante la puerta. Para tomarla y llevarla consigo, navegando por los anchos mares en busca de aventuras.
—Esto bastará —dijo la señora Swindell sosteniendo el gastado delantal de Eliza—. No necesitará nada más allí donde va.
Eliza recordó de pronto las palabras de Madre. Su insistencia en que una persona necesitaba rescatarse a sí misma, que con una voluntad lo suficientemente fuerte, incluso los débiles podían ejercer un gran poder. De pronto, supo lo que debía hacer. Sin otro pensamiento, saltó hacia la puerta.
La anciana señorita Sturgeon, de mayor peso y reacciones sorprendentemente rápidas, le bloqueó el paso. La señora Swindell se ubicó en una segunda línea de defensa.
Eliza bajó la cabeza y su rostro dio de lleno en las carnes de Sturgeon. La mordió con toda su fuerza. La anciana señorita Sturgeon dejó escapar un grito, tomándose el muslo.
—¡Pequeña gata salvaje!
—¡Tía! ¡Te habrá contagiado la rabia!
—Les dije que era un peligro —dijo la señora Swindell—. Vamos, olviden las ropas. Llevémosla abajo.
Cada una la tomó de un brazo y la joven señorita Sturgeon se mantuvo cerca, ofreciendo inútiles consejos como advertir sobre la existencia de la escalera y las puertas, mientras que Eliza se revolvía.
—¡Estate quieta, niña! —exigió la anciana señorita Sturgeon.
—¡Socorro! —gritó Eliza, casi liberándose—. ¡Que alguien me ayude!
—Recibirás una tunda —siseó la señora Swindell mientras llegaban a los pies de la escalera.
De repente, un aliado inesperado.
—¡Una rata! ¡He visto una rata!
—¡No hay ratas en mi casa!
La joven señorita Sturgeon gritó, saltó sobre una silla y derribó varias botellas.