—Quince centímetros, no más —dijo, y volvió junto al teléfono.
El hombre que se había subido a la escalera trajo un cubo de agua y un trapo. Su compañero desatornilló el gato del suelo. En su lugar pusieron una plataforma baja de madera. El hombre del cubo se lo acercó a MacNamee para que se lavara la mano. Luego lo llevó hasta el pozo, lo puso sobre la plataforma y lavó los cables, que, según calculó Leonard, estaban sólo a un metro ochenta del suelo. Le pasaron una toalla de baño al hombre para que secase los cables con ella. Entonces uno de los otros técnicos, que había estado de pie cerca de Leonard, ocupó su puesto junto a la plataforma. En la mano tenía una navaja de electricista y unos alicates para pelar cables. MacNamee estaba otra vez al teléfono.
—La presión es buena —susurró a los presentes, y luego murmuró algunas instrucciones en el auricular.
Antes de hacer el primer corte, se permitieron gozar del momento. En la plataforma había el sitio justo para tres hombres. Tocaron los cables con la mano. Cada uno tenía el grosor de un brazo, eran de un negro mate y estaban fríos y aún pegajosos a causa de la humedad. Leonard casi pudo sentir los cientos de conversaciones telefónicas y de mensajes codificados de ida y vuelta a Moscú por debajo de sus dedos. El norteamericano se acercó y miró, pero MacNamee se mantuvo en su puesto. Luego, el técnico que tenía la navaja se quedó solo en la plataforma y empezó a trabajar. Los otros, que estaban observándole, le veían solamente de cintura para abajo. Llevaba pantalones de franela gris y zapatos marrones muy limpios. Pronto les pasó un rectángulo de goma negra. El primer cable había quedado al descubierto. Cuando descubrieron también los otros dos llegó el momento de hacer la conexión. MacNamee estaba de nuevo al teléfono y no sucedió nada hasta que dio la señal. Se sabía que los alemanes orientales realizaban una comprobación regular de la integridad de sus circuitos de alta prioridad mandando por la línea una pulsación que rebotaría si encontraba una ruptura. La delgada capa de hormigón sobre la cámara de conexiones sería fácil de romper. Leonard y todos los demás habían aprendido el procedimiento de evacuación. El último hombre tenía que cerrar y echar el cerrojo a todas las puertas tras de sí. Donde el túnel cruzaba la frontera había que poner en su sitio sacos terreros y el alambre de espino y también el cartel pintado a mano que advertía severamente a los intrusos en alemán y en ruso de que estaban entrando en el sector norteamericano.
Apoyados en soportes a lo largo de las paredes de contrachapado había cientos de circuitos en ordenados manojos multicolores, listos para ser conectados a la línea de tierra. Leonard y otro hombre estaban debajo del pozo y tendían los cables a medida que se los pedían. El sistema de trabajo no era el que MacNamee había planeado. El mismo hombre permanecía en la plataforma trabajando a una velocidad que Leonard sabía que no podría igualar. Cada hora se tomaba un descanso de diez minutos. De la cantina trajeron bocadillos de queso y café. Uno de los técnicos estaba sentado a una mesa con un magnetofón y unos auriculares. En la tercera o cuarta hora levantó la mano y le hizo una seña a MacNamee, el cual se acercó y se llevó los auriculares a una oreja. Luego se los pasó al norteamericano que estaba a su lado. Habían penetrado en el circuito que usaban los ingenieros de teléfonos de la Alemania Oriental. Ahora se enterarían por adelantado de cualquier alarma.
Una hora más tarde tuvieron que evacuar la cámara. La humedad ambiental era lo bastante densa como para condensarse en las paredes, y a MacNamee le preocupaba que interfiriera los contactos. Dejaron a un hombre controlando el circuito de los ingenieros mientras los demás esperaban al otro lado de las puertas dobles a que bajara el nivel de humedad. Permanecieron de pie en el corto trecho de túnel anterior a la sala de los amplificadores, con las manos en los bolsillos y tratando de no dar patadas en el suelo. Allí hacía mucho más frío. A todos les apetecía subir a la superficie para fumar. Pero MacNamee, que mordía su pipa vacía, no lo sugirió, y nadie se atrevió a pedir permiso. Durante las seis horas siguientes tuvieron que salir de la cámara cinco veces. El norteamericano se marchó sin decir una palabra. Finalmente, MacNamee ordenó a uno de los técnicos que se fuera. Media hora más tarde despidió a Leonard.
Leonard pasó sin ser visto a través de la silenciosa excitación en torno a las hileras de amplificadores y caminó lentamente siguiendo los raíles, en dirección al almacén. Tenía el largo tramo para él solo y sabía que estaba retrasando el momento de dejar el túnel, de dejar la emoción y volver a su vergüenza. Dos noches antes se había quedado parado delante de la puerta de Maria con sus flores, incapaz de alejarse. Se convenció de que probablemente ella había salido de compras. Cada vez que oía pasos en las escaleras se asomaba a la barandilla dispuesto a verla. Después de una hora echó las flores, caros claveles de invernadero, una a una, por la ranura para el correo que había en la puerta y bajó las escaleras corriendo. Volvió la tarde siguiente, esta vez con unos bombones rellenos de mazapán en una caja que tenía en la tapa unos cachorritos de perro en una cesta de mimbre. Esto y las flores le costaron casi el sueldo de una semana. Estaba en el descansillo inferior al de Maria cuando se encontró con su vecina, una mujer flaca y antipática cuyo apartamento exhalaba un olor carbólico a través de la puerta abierta. Sacudió la cabeza y la mano al ver a Leonard. Sabía que era extranjero.
–No está. Se ha ido a casa de sus padres.
Le dio las gracias. La mujer se lo repitió en voz más alta mientras él seguía subiendo las escaleras y esperó a que bajara. La caja no cabía por la ranura de la puerta, así que echó los bombones uno a uno. Cuando pasó por delante de la vecina camino de la calle, le ofreció la caja. Ella cruzó los brazos sobre el pecho y se mordió el labio. El rechazo le costó cierto esfuerzo.
Cuanto más tiempo pasaba, más increíble le parecía su ataque a Maria, y más imperdonable. Había existido alguna lógica, algún disparatado razonamiento paso a paso que ya no podía recordar. Le había parecido que tenía sentido, pero lo único que recordaba ahora era su certeza en aquel momento, su convicción de que en última instancia ella lo aprobaría. No se acordaba de los pasos que le habían llevado hasta allí. Era como recordar los actos de otro hombre, o de sí mismo transformado en un sueño. Ahora estaba de regreso en el mundo real –estaba atravesando la frontera subterránea y comenzaba a subir la cuesta— y, aplicando las normas del mundo, su conducta parecía no sólo ofensiva, sino profundamente estúpida. Había espantado a Maria. Conocerla era lo mejor que le había sucedido desde… Su mente recorrió varias experiencias infantiles, cumpleaños, vacaciones, Navidades, el ingreso en la universidad, el traslado a Dollis Hill. Nunca le había sucedido nada ni remotamente tan maravilloso. Imágenes de Maria, recuerdos de su amabilidad, de lo cariñosa que había sido con él, le hicieron volver la cabeza con una sacudida y toser para tapar el sonido de su agonía. Nunca la recobraría. Tenía que recobrarla.
Trepó por la escalerilla para salir del pozo e hizo una inclinación de cabeza al guardia. Subió al piso de arriba y se dirigió a la sala de grabación. Nadie tenía un vaso en la mano y nadie sonreía, pero el ambiente de celebración era inconfundible. La hilera de prueba, los primeros doce magnetofones que habían sido conectados, ya estaban recibiendo. Leonard se unió al grupo que los contemplaba. Cuatro aparatos funcionaban ya, luego se puso en marcha el quinto, luego el sexto; entonces se paró uno de los cuatro primeros e inmediatamente después otro. Las unidades de activación de señal, las que él había instalado, funcionaban. Ya habían sido probadas, pero nunca por una voz rusa, o un código ruso. Leonard suspiró y por un momento Maria pasó a segundo plano.
Un alemán que estaba cerca de él le puso una mano en el hombro y le dio un apretón. Otro de los hombres de Gehlen, otro Fritz, se volvió y les sonrió a ambos. La cerveza del almuerzo se percibía en su aliento. En otra parte de la sala se estaban realizando conexiones y alteraciones de último momento. Unas cuantas personas con tablillas sujetapapeles en las manos formaban un grupito que se daba aires de importancia. Dos hombres de Dollis Hill estaban sentados muy cerca de un tercero que estaba al teléfono, escuchando atentamente, probablemente a MacNamee.
Entonces entró Glass, levantó la mano en un gesto de saludo a Leonard y se dirigió hacia él. Hacía semanas que no tenía tan buen aspecto. Había cambiado de traje y llevaba una corbata nueva. Ultimamente Leonard le había evitado, pero sin mucha convicción. El trabajo para MacNamee le había hecho avergonzarse de pasar el rato con el único norteamericano con el que se podía decir que tenía amistad. Al mismo tiempo, sabía que probablemente Glass era una buena fuente.
Glass le cogió por la solapa y se lo llevó a una parte relativamente vacía de la sala. La barba había recuperado su antigua posición prominente que reflejaba la luz.
—Esto es un sueño hecho realidad —dijo Glass—. La hilera de prueba es perfecta. Dentro de cuatro horas todo estará en marcha. —Leonard empezó a hablar, pero Glass continuó—: Escucha, Leonard. No has sido completamente franco conmigo. ¿Creíste que no me enteraría de que actuabas a mis espaldas?
Glass estaba sonriendo. A Leonard se le ocurrió que tal vez hubiera micrófonos en toda la longitud del túnel. Pero en ese caso MacNamee lo sabría.
—¿De qué estás hablando?
—Vamos. Esta ciudad es pequeña. Os han visto juntos. Russell estaba en el Resi el sábado y me lo contó. Su experta opinión era que habíais llegado a todo muchas veces. ¿Es cierto?
Leonard sonrió. No pudo evitar su ridículo orgullo. Glass se mostraba fingidamente severo.
—¿Es la misma chica, la que te envió la nota? ¿Aquella con la que, según decías, no habías conseguido nada?
—Bueno, al principio no.
—Es asombroso.
Glass tenía las manos en los hombros de Leonard y le mantenía a la distancia del brazo. Su admiración y alegría parecían tan vigorosas que Leonard casi olvidó los recientes acontecimientos.
—Los callados ingleses, no os andáis con bobadas, no habláis del asunto, pero vais derechos al objetivo.
A Leonard le entraron ganas de reírse sonoramente; era, había sido, un verdadero triunfo. Glass le soltó.
—Oye, la semana pasada te he llamado todas las noches a tu apartamento. ¿Es que te has ido a vivir con ella o qué?
—Sólo a medias.
—Pensé que podíamos ir a tomar una copa, pero ahora que me lo has contado todo, ¿por qué no salimos con nuestras parejas? Tengo una amiga muy simpática, Jean. Trabaja en la embajada norteamericana. Es de mi pueblo, Cedar Rapids. ¿Sabes dónde está eso?
Leonard se miró los zapatos.
—Bueno, la verdad es que hemos tenido una especie de pelea. Bastante gorda. Se ha ido a casa de sus padres.
—¿Y dónde viven?
—Oh, en Pankow, no sé la dirección.
—¿Y cuándo se marchó?
—Anteayer.
Leonard estaba contestando a esta última pregunta cuando comprendió que Glass había estado trabajando todo el tiempo. No por primera vez desde que se conocían, el norteamericano le había cogido por el codo y estaba conduciéndole a otro lado. Aparte de Maria y de su madre, nadie había tocado a Leonard en su vida tanto como Glass. Estaban ya en el tranquilo corredor. Glass sacó su cuaderno del bolsillo.
—¿Le has contado algo?
—Por supuesto que no.
—Más vale que me des su nombre y dirección.
El acento mal puesto en la primera sílaba de esta última palabra desató en Leonard una oleada de irritación.
—Se llama Maria. Y su dirección no es asunto tuyo.
Esta pequeña demostración de sentimientos por parte del inglés pareció agradar a Glass. Cerró los ojos y respiró profundamente, como si inhalara una fragancia. Luego dijo en tono razonable:
—Deja que repase los hechos y luego me dices si debo arriesgar mi puesto por no tenerlos en cuenta. Una chica a quien no has visto nunca antes te aborda de forma nada convencional en una sala de baile. Finalmente te lías con ella. Es ella quien te ha elegido, no tú a ella. ¿Cierto? Tú estás haciendo un trabajo secreto. Te trasladas a su casa. El día antes de que intervengamos las líneas, ella desaparece y se va al sector ruso. ¿Qué les vamos a decir a nuestros superiores, Leonard? ¿Que la chica te gustaba muchísimo y por eso decidimos no investigar? ¡Vamos, hombre!
Leonard sintió un dolor físico ante la idea de que Glass tuviera razones legítimas para estar a solas con Maria en un cuarto de interrogatorios. Le empezó en la boca del estómago y se extendió hasta sus intestinos.
—Maria Eckdorf, Adalbertstrasse 84, Kreuzberg. Erstes Hinterhaus, fünfter Stock, rechts —dijo.
—¿Uno de esos apartamentos en el último piso, sin ascensor ni agua caliente? No tan elegante como Platanenallee. ¿Te dijo que no quería quedarse en tu casa?
—Yo no quería tenerla allí.
—Ya lo ves –dijo Glass como si Leonard no le hubiera contestado–, querría que estuvieras en su casa si había micrófonos allí.
Durante la duración de un solo latido de puro odio, Leonard se vio agarrando la barba de Glass con ambas manos y arrancándosela de cuajo, llevándose con ella parte de la carne de la cara, arrojando la masa roja y negra al suelo y pisoteándola. En lugar de eso, dio media vuelta y se alejó sin pensar adónde iba. Se encontró de nuevo en la sala de grabación. Ya había más aparatos funcionando. Por toda la sala se ponían en marcha y se paraban. Todos comprobados y ajustados por él, todos producto de su solitario y leal trabajo. Glass estaba de nuevo a su lado. Leonard echó a andar a lo largo de una de las hileras, pero dos técnicos le obstaculizaban el paso. Se volvió. Glass se le acercó y le dijo:
–Ya sé que es duro. Lo he visto en otras ocasiones. Y probablemente no pasará nada. Pero tenemos que seguir el procedimiento normal. Una pregunta más y te dejaré en paz. ¿Tiene un trabajo de día?
Ningún pensamiento precedió a la acción. Leonard se llenó los pulmones y gritó:
–¿Un trabajo de día? ¿Un trabajo de día? ¿Quieres decir como opuesto a su trabajo de noche? ¿Qué estás tratando de insinuar?
Era casi un alarido. El aire de la sala se endureció. Todo el mundo dejó de trabajar y se volvió en dirección a ellos. Sólo los aparatos continuaron.
Glass hizo un gesto con las palmas hacia abajo para indicarle que bajara el volumen. Cuando habló, su voz era poco más que un susurro. Apenas movía los labios.