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Authors: Ian McEwan

Tags: #Intriga

El inocente (17 page)

BOOK: El inocente
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He abordado a varios técnicos. Todos tienen muy presente el tema de la seguridad. No podía insistir demasiado.

La verdad era que lo único que había tenido fue un infructuoso minuto en el despacho de Glass. No le resultaba fácil entablar conversación con desconocidos. Había tratado de abrir un par de puertas y las encontró cerradas con llave. Eso era todo.

—¿Ha probado con ese tal Weinberg? —preguntó MacNamee.

Leonard sabía a quién se refería, un norteamericano con aspecto de lebrel que llevaba un casquete y jugaba al ajedrez en solitario en la cantina.

—Sí. Pero no quiso hablar.

Se detuvieron y MacNamee exclamó:

—¡Ah, vaya…!

Estaban mirando hacia la Schónefelder Chaussee, más o menos siguiendo la línea del túnel.

—Qué mala suerte —dijo MacNamee.

Habló con desacostumbrada tirantez, con una premeditación que parecía algo más que decepción, pensó Leonard.

—Lo he intentado —dijo Leonard.

MacNamee miró a lo lejos mientras hablaba.

—Tenemos otras posibilidades, naturalmente, pero siga intentándolo.

Su énfasis en esta última palabra, un eco de la de Leonard, sugería escepticismo teñido de acusación.

Con un gruñido de despedida, MacNamee se encaminó hacia el edificio de la administración. A Leonard le vino a la mente una imagen de Maria alejándose también de él por el áspero terreno. Maria y MacNamee le habían vuelto la espalda. Al otro lado los norteamericanos habían reanudado ya el partido. Leonard sintió que su fracaso le hacía temblar las piernas. Estuvo a punto de regresar a su sitio debajo de la ventana, pero por el momento no le apetecía, y se quedó donde estaba, junto a la alambrada.

11

La tarde siguiente, al salir del ascensor en su rellano, se encontró a Maria esperándole junto a su puerta. Estaba de pie en el rincón, con el abrigo abrochado, ambas manos en la correa del bolso que sostenía delante de sí, tapándole las rodillas. Podía haber sido una actitud de contrición, pero tenía la cabeza erguida y le miraba a los ojos. Le desafiaba a que se atreviera a suponer que por el hecho de ir a buscarle le había perdonado. Era casi de noche y a través de la ventana, que daba al este, entraba muy poca luz natural en el rellano. Leonard apretó el interruptor automático de la luz que tenía junto al codo, que empezó a hacer tictac. El sonido recordaba a los latidos del corazón de una criatura diminuta y aterrada. Las puertas se cerraron detrás de Leonard y el ascensor descendió. Pronunció su nombre, pero no hizo ningún movimiento hacia ella. La única luz que había en el techo producía sombras profundas bajo los ojos y la nariz de Maria y daba a su cara un aspecto duro. Ella no había hablado todavía, no se había movido. Le miraba fijamente, esperando a ver qué decía. El abrigo abrochado y la forma de sostener el bolso sugerían que estaba dispuesta a marcharse si no quedaba satisfecha.

Leonard estaba aturdido. Demasiadas frases a medias se acumulaban en su cabeza. Acababa de recibir un regalo que podía fácilmente destruir al desenvolverlo. El mecanismo del interruptor palpitaba suavemente a su lado y le hacía aún más difícil concentrarse en un pensamiento coherente. Dijo su nombre de nuevo –el sonido simplemente se escapó de su garganta– y dio medio paso hacia ella. Del hueco del ascensor llegó el ruido de los cables subiendo su carga, el suspiro de la caja al detenerse en el piso de abajo, las puertas que se abrían y la voz del señor Blake, apremiante y apagada, cortada bruscamente por el sonido de la puerta de su casa al cerrarse.

Nada había cambiado en la expresión de Maria. Finalmente, Leonard preguntó:

—¿Recibiste mis cartas?

Ella asintió con un parpadeo. Las tres cartas de amor y de angustiosas disculpas, los bombones y las flores iban a tenerse en cuenta.

—Lo que hice fue una estupidez.

Maria parpadeó otra vez. Ahora las pestañas se tocaron durante una fracción de tiempo más larga, como sugiriendo que la tensión se había suavizado y animándole a seguir.

Leonard ya había encontrado su tono, la sencillez. No era tan difícil.

—Lo estropeé todo. He estado desesperado desde que te fuiste. Quise ir a buscarte a Spandau, pero me sentía tan avergonzado… No sabía si podrías llegar a perdonarme alguna vez. Me daba vergüenza acercarme a ti en la calle. Te quiero mucho, he pensado en ti todo el tiempo. Lo comprenderé, si no puedes perdonarme. Fue una cosa horrible y estúpida…

Leonard nunca había hablado en su vida de sí mismo y de sus sentimientos de aquella manera. Ni siquiera había pensado antes así. Simplemente, hasta entonces no había reconocido en sí mismo una emoción seria. Nunca había ido mucho más allá de decir que le había gustado bastante la película de anoche o que detestaba el sabor de la leche tibia. En realidad, hasta aquel momento, era como si nunca hubiera tenido ningún sentimiento serio. Sólo ahora, al nombrarlos –vergüenza, desesperación, amor–, podía realmente considerarlos como propios y experimentarlos. Su amor por la mujer que estaba de pie junto a su puerta fue puesto de relieve por la palabra y agudizó la vergüenza que sentía por haberla atacado. Al darle un nombre, la infelicidad de las últimas semanas se aclaró. Se sintió aliviado, descargado de un peso. Ahora que era capaz de hablar de la niebla en que se había movido, al fin se hacía visible para él.

Pero aún no estaba a salvo, Maria no había cambiado de postura ni de expresión. Después de una pausa, le rogó:

—Por favor, perdóname.

Entonces el automático hizo clic, y la luz se apagó. Oyó a Maria tomar aliento bruscamente. Cuando sus ojos se acostumbraron pudo ver el brillo de la ventana que estaba detrás de él reflejado en el cierre de su bolso y en el blanco de sus ojos cuando ella apartó la mirada. Corrió el riesgo de alejarse del interruptor de la luz sin apretarlo. Su alegría le daba confianza. Se había portado mal, pero ahora iba a arreglarlo. Lo que se le exigía era la verdad y la sencillez. Ya no caminaría como un sonámbulo a través de su desdicha, la definiría con precisión y de ese modo se desvanecería. Y aprovecharía la oportunidad que le daba aquella semioscuridad para restablecer por medio del tacto el antiguo lazo entre ellos, el sencillo y auténtico lazo. Las palabras vendrían después. Por ahora lo único que hacía falta, estaba convencido, era cogerse las manos, tal vez incluso besarse ligeramente.

Mientras avanzaba hacia ella, Maria se movió al fin, retrocedió, para meterse más en el rincón del rellano, en las sombras. Cuando él se acercó, alargó la mano, pero ella no estaba exactamente donde la buscaba. Le rozó una manga. De nuevo vio el blanco de sus ojos cuando ella pareció apartar la cabeza. Encontró su codo y lo cogió suavemente. Murmuró su nombre. Su brazo estaba doblado, tenso y rígido, y a través de la tela del abrigo notó que temblaba. Ahora que estaba cerca de ella se dio cuenta de que su respiración era rápida y superficial. Había un olor a sudor en el aire. Por un instante pensó que ella había alcanzado súbitamente los extremos de la excitación sexual, un pensamiento que se desvaneció en cuanto movió la mano hasta su hombro y ella medio gritó un sonido inarticulado, seguido de las palabras:


Mach das Licht an. Bitte
\1

Enciende la luz, y luego:

—Por favor, por favor.

Le puso la otra mano en el hombro. La sacudió con suavidad, para tranquilizarla. Lo único que quería era despertarla de aquella pesadilla. Tenía que recordarle quién era él en realidad, el joven inocente a quien ella había mimado y enseñado tiernamente. Maria chilló de nuevo, esta vez con todas sus fuerzas y en tono penetrante. Leonard retrocedió. En el piso de abajo se abrió una puerta. Se oyeron pisadas rápidas en las escaleras que rodeaban el hueco del ascensor.

Leonard apretó el interruptor de la luz justo cuando el señor Blake volvía la esquina del descansillo. El último tramo de escaleras lo subió de tres en tres. Estaba en mangas de camisa y sin corbata, y llevaba brazales plateados alrededor de los bíceps. Su expresión dura manifestaba una decisión característicamente militar, y sus manos estaban tensas y abiertas, listas para la lucha. Parecía dispuesto a hacerle mucho daño a quien fuera. Cuando llegó al final de las escaleras y vio a Leonard su cara no se relajó. Maria había dejado caer su bolso y se tapaba la nariz y la boca con las manos. Blake se colocó entre Leonard y Maria. Apoyó las manos en las caderas. Ya se había dado cuenta de que no iba a tener que pegar a nadie, y eso aumentaba su ferocidad.

—¿Qué pasa aquí? —le preguntó a Leonard, y sin esperar respuesta, se volvió con impaciencia y se enfrentó a Maria. Le habló amablemente—: ¿Está herida? ¿Ha intentado agredirla?

—Por supuesto que no —dijo Leonard.

—¡Cállese! —le gritó Blake por encima del hombro, y se volvió de nuevo hacia Maria. Su voz se hizo amable inmediatamente—: ¿Está bien?

Era como un actor que imitara todas las voces en una obra teatral radiofónica, pensó Leonard. Como no le agradaba tener a Blake de pie entre los dos igual que un árbitro, Leonard cruzó el rellano y apretó de paso el interruptor para que tuvieran otros noventa segundos de luz. Blake estaba esperando a que Maria hablara, pero pareció intuir que Leonard se le aeercaba por detrás. Extendió los brazos para impedirle que pasara por su lado y se aproximara a Maria. Ella había dicho algo que Leonard no entendió y Blake le contestó en buen alemán. Leonard le detestó más. ¿Fue por lealtad por lo que Maria contestó en inglés?

—Siento haber hecho ese ruido y sacarle de su casa. Es algo entre nosotros, eso es todo. Lo arreglaremos.

Se había apartado las manos de la cara. Recogió su bolso. Al tenerlo en las manos pareció reanimarse. Habló hacia un lado de Blake, aunque no exactamente a Leonard.

—Voy a entrar.

Leonard sacó su llave y rodeó al salvador de Maria para abrir la puerta. Metió la mano dentro y encendió la luz del vestíbulo.

Blake no se había movido. No estaba satisfecho.

—Podría pedirle un taxi. Si quiere, puede esperar con mi esposa y conmigo hasta que llegue.

Maria cruzó el umbral y se volvió para darle las gracias.

—Es usted muy amable. Estoy bien, como puede ver. Gracias.

Atravesó con seguridad el vestíbulo de aquel piso en el que no había estado nunca, entró en el cuarto de baño y cerró la puerta.

Blake se paró en lo alto de las escaleras con las manos en los bolsillos. Leonard se sentía demasiado vulnerable y estaba demasiado irritado con su vecino como para dar más explicaciones. Se quedó irresoluto junto a su puerta, no queriendo entrar hasta que el otro hombre se hubiera ido.

—Generalmente, las mujeres chillan de esa manera cuando creen que están a punto de violarlas —dijo Blake.

La perversa experiencia que sugería el comentario exigía una elegante refutación. Leonard pensó intensamente durante varios segundos. Lo que le impedía dársela era que le estaban confundiendo con un violador cuando en realidad casi lo había sido. Finalmente, dijo:

—No en este caso.

Blake se encogió de hombros para indicar su escepticismo y bajó las escaleras. Desde entonces, cada vez que los dos hombres se encontraban en el ascensor guardaban un frío silencio.

Maria había cerrado la puerta del cuarto de baño con pestillo y se había lavado la cara. Bajó la tapa del retrete y se sentó allí. Se había sorprendido a sí misma al gritar. No creía realmente que Leonard quisiera atacarla de nuevo. Sus torpes y sinceras disculpas habían constituido suficiente garantía. Pero la súbita oscuridad y su silenciosa aproximación, las posibilidades, las asociaciones, habían sido demasiado para ella. El delicado equilibrio que había logrado durante las tres semanas que pasó en el abarrotado apartamento de sus padres en Pankow se había roto al contacto de la mano de Leonard. Era como una locura aquel miedo a que alguien que fingía afecto quisiera hacerle daño. O que una maldad que apenas podía comprender tomara las formas externas de la intimidad sexual. Los ocasionales ataques de Otto, aunque muy desagradables, no le inspiraban nada parecido a aquellas náuseas provocadas por el miedo. Su violencia era manifestación de su odio impersonal y de su alcohólica indefensión. Otto no deseaba hacerle daño, y al mismo tiempo suspiraba por ella. Sólo quería intimidarla y sacarle dinero. No quería conquistarla, no le pedía que confiara en él.

El temblor de sus brazos y sus piernas había cesado. Se sintió estúpida. El vecino la despreciaría. En Pankow había llegado lentamente a la conclusión de que Leonard no era malvado ni brutal y que había sido una inocente tontería lo que le hizo comportarse de aquella manera. Vivía tan intensamente en su interior que apenas era consciente de cómo veían los demás sus actos. Este era el benigno juicio al que había llegado tras rebajar consideraciones mucho más duras y enfáticas resoluciones de no volver a verle nunca más. Ahora, con su grito en la oscuridad, sus instintos parecían haber anulado su perdón. Si ya no podía fiarse de él, aun en el caso de que su desconfianza fuera irracional, ¿qué estaba haciendo en su cuarto de baño? ¿Por qué no había aceptado el ofrecimiento del vecino de pedirle un taxi? Todavía deseaba a Leonard, se había dado cuenta de ello en Pankow. Pero ¿qué clase de hombre era el que se acercaba sigilosamente en la oscuridad para disculparse por una violación?

Cuando salió, diez minutos después, había decidido hablar con Leonard una vez más y ver qué pasaba. No estaba decidida en ningún sentido. Conservó el abrigo puesto y abrochado. El se había quedado en el cuarto de estar. Las luces del techo estaban encendidas, y también las lámparas de pie y de mesa de la intendencia militar. Leonard se hallaba en el centro de la habitación y tenía el aspecto, pensó ella al entrar, de un niño al que acaban de darle unos azotes en el trasero. El le señaló una silla. Maria negó con la cabeza. Alguien tenía que ser el primero en hablar. Maria no veía por qué debía hacerlo ella, y Leonard temía cometer otra equivocación. Ella entró más en el cuarto y él retrocedió dos pasos, concediéndole inconscientemente más espacio y más luz.

Leonard tenía en mente el esbozo de un discurso, pero no estaba seguro de cómo lo recibiría. Si Maria le hubiese absuelto de la responsabilidad de nuevas explicaciones dando media vuelta y cerrando de un portazo la puerta principal al salir, se habría sentido aliviado, al menos de momento. Cuando estaba solo, en cierto sentido cesaba de existir. Aquí, ahora, tenía que controlar una situación sin que se le escapara de las manos. Maria le miraba expectante. Le estaba ofreciendo otra oportunidad. Tenía los ojos brillantes. Leonard se preguntó si habría llorado en el cuarto de baño.

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