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Authors: Ian McEwan

Tags: #Intriga

El inocente (18 page)

BOOK: El inocente
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—No quería asustarte —dijo.

Se mostraba inseguro; era casi una pregunta. Pero ella no tenía una respuesta para él, todavía. En todo aquel tiempo no le había dicho una palabra. Sólo le había hablado al señor Blake.

—No iba a… a hacerte nada. Sólo quería…

Sonaba poco convincente. Titubeó. Acercarse a ella en la oscuridad y cogerle la mano, eso era lo único que quería, iluminar las cosas con los viejos términos del tacto. Su suposición, que no se había detenido a examinar, era que estaba más seguro al abrigo de la oscuridad. No podía decirle, porque apenas lo sabía él, que la casual oscuridad del rellano era equiparable a la penumbra bajo las mantas en la semana más fría del invierno, en la antigua familiaridad, cuando todo era nuevo. El callo en el dedo de su pie, el lunar con los pelos, las minúsculas marcas en los lóbulos de sus orejas. Si ella se marchaba, ¿qué haría él con todos aquellos recuerdos amatorios, aquellos torturantes detalles? Si Maria no estaba con él, ¿cómo soportaría solo todo el cúmulo de conocimientos que tenía de ella? La fuerza de estas consideraciones impulsó las palabras, que salieron tan fácilmente como el aliento.

—Te quiero –dijo, y luego lo dijo de nuevo, y lo repitió en alemán hasta que borró los últimos restos de timidez, la incómoda tontería de la fórmula, hasta que quedó limpia y resonante, como si nadie la hubiese pronunciado nunca en la vida ni en las películas.

Luego le dijo lo desdichado que había sido sin ella, cuánto había pensado en ella, lo feliz que había sido antes de que ella se fuera, lo felices que habían sido ambos, lo importante y lo bella que era, y qué idiota, qué estúpido, ignorante y egoísta había sido al asustarla. Nunca había dicho tanto de una vez. En las pausas, cuando estaba buscando las desconocidas frases íntimas, se subía las gafas con un dedo, o se las quitaba, las examinaba y se las volvía a poner. Su estatura parecía actuar contra él. Se habría sentado si ella lo hubiera hecho.

Era casi insoportable contemplar a aquel torpe y sinuoso inglés que sabía tan poco de sus sentimientos mientras los exponía tan sinceramente. Era como un prisionero en un falso juicio ruso. Maria le habría dicho que parara pero estaba fascinada, igual que lo había estado una vez, siendo niña, cuando su padre quitó la tapa posterior de un aparato de radio y le enseñó las lámparas y las láminas de metal responsables de la reproducción de las voces humanas. Ella no había perdido por completo el miedo, aunque éste iba disminuyendo con cada vacilante confesión íntima. Así que escuchó sin que su expresión la traicionara mientras Leonard le decía una vez más que no sabía qué se había apoderado de él, que no había pretendido hacerle daño y que nunca, nunca, volvería a suceder.

Finalmente, se quedó sin palabras. El único sonido era el de una motocicleta en Platanenallee. La escucharon cambiar de marcha al final de la calle y alejarse. El silencio hizo que Leonard pensara que estaba condenado. No se sentía capaz de mirarla. Se quitó las gafas y las limpió con su pañuelo. Había dicho demasiado. Había sonado a falso. Si ella se iba ahora, pensó, se daría un baño. No se ahogaría. Levantó los ojos. En torno a la mancha alargada que representaba Maria en su campo de visión hubo un movimiento discernible. Volvió a ponerse las gafas. Ella se desabrochó el abrigo y luego cruzó la habitación hacia él.

12

Leonard iba andando por el pasillo desde la fuente hacia la sala de grabación, una ruta que le obligaba a pasar por delante del despacho de Glass. La puerta estaba abierta y el norteamericano hablaba detrás de su mesa. Se puso de pie inmediatamente e hizo señas a Leonard para que entrara.

—Buenas noticias. Hemos investigado a esa chica. Se ha demostrado su inocencia. Está limpia.

Le estaba indicando una silla, pero Leonard siguió apoyado en el quicio de la puerta.

—Eso ya te lo dije.

—Lo tuyo era subjetivo. Esto es oficial. Es guapa. Tanto el comandante como el tipo del Servicio de Información Militar de ese taller de reparaciones de juguete están locos por ella a su manera británica. Pero es muy seria.

—Así que la has conocido.

Leonard ya sabía por Maria que Glass había tenido tres entrevistas con ella. No le agradaba. Detestaba la idea. Tenía que saber más al respecto.

—Claro. Me dijo que habíais tenido problemas y que no quería verte. Yo le dije: «Qué coño, estamos gastando valiosas horas-hombre en investigarla porque está usted saliendo con uno de nuestros muchachos, lo más aproximado a un genio que hemos visto, maldita sea, alguien que está haciendo un trabajo muy importante para su país y para el mío.» Esto fue después que supiera que estaba limpia. Le dije: «Mueva el culoy vaya a su piso a hacer las paces con él. Herr Marnham no es la clase de hombre al que se le hace una faena. Es el mejor que tenemos, ¡así que puede considerarse una mujer privilegiada, Frau Eckdorfl» ¿Ha vuelto?

—Anteayer.

Glass dio un grito de alegría y se echó a reír de forma teatral.

—¿Lo ves? Te he hecho un gran favor; te puse por las nubes y la has recuperado. Ahora estamos en paz.

Muy infantil, pensó Leonard, aquella manipulación entre bambalinas de su vida privada.

—¿Qué sucedió en esas entrevistas? —preguntó.

La velocidad de la transición de Glass de la hilaridad a la seriedad fue en sí misma una especie de burla.

—Me contó que empezaste a actuar de forma violenta. Que tuvo que salir corriendo para salvar la vida. Oye, te subestimo siempre, Leonard. Eres una caja de sorpresas. En el trabajo eres el señor Manso y Apacible, luego llegas a casa y, ¡zas!, eres King Kong.

Glass se reía de nuevo, esta vez sinceramente. Leonard estaba irritado.

La noche anterior Maria le había contado todo lo referente a la investigación de seguridad, que la había dejado verdaderamente impresionada. Glass había vuelto a sentarse detrás de su mesa. Leonard aún no había podido despejar sus dudas. ¿Podía realmente fiarse de aquel hombre? Era innegable que, de un modo u otro, Glass se había metido en la cama con ellos.

Cuando la risa cesó, Leonard dijo:

—No es algo de lo que me sienta orgulloso. —Luego, con lo que le pareció el grado adecuado de amenaza, añadió—: La verdad es que voy muy en serio con esta chica.

Glass se levantó y cogió su chaqueta.

—Yo haría lo mismo. Es un encanto, un verdadero encanto. —Leonard se hizo a un lado mientras el otro echaba la llave a la puerta—. ¿Cómo es lo que oí decir una vez a uno de tu gente? ¿Una auténtica ricura?

Glass le puso una mano en el hombro y echó a andar con él por el pasillo. La imitación del acento
cokney
[5]
era poco auténtica, deliberadamente espantosa, pensó Leonard.

–Venga, anímate. Vamos a tomarnos una buena taza de té.

13

Leonard y Maria volvieron a empezar en términos diferentes. A medida que avanzaba el verano de 1955 repartían su tiempo más equitativamente entre el piso de Leonard y el de ella. Sincronizaban su regreso a casa después del trabajo. Maria cocinaba, Leonard fregaba los platos. Las tardes de los días laborables iban andando hasta el Estadio Olímpico y nadaban en la piscina o, en Kreuzberg, paseaban a lo largo del canal y se sentaban en la terraza de un bar cerca de Mariannenplatz para beberse una cerveza. Maria le pidió prestadas unas bicicletas a una amiga del club de ciclismo. Los fines de semana se iban en bicicleta hasta los pueblos de Frohnau y Heiligensee, en el norte, o a Gatow, en el oeste, para explorar los límites de la ciudad siguiendo sendas que cruzaban prados vacíos. Aquí el olor del agua se percibía en el aire. Se tomaban un almuerzo campestre junto al Gross-Glienicker See, debajo de la ruta de vuelo de los aviones de la RAF, y nadaban hasta las boyas rojas y blancas que marcaban la división entre el sector británico y el ruso. Iban a Kladow por el enorme Wannsee, tomaban el transbordador que llevaba a Zehlendorf y regresaban en bicicleta por entre las ruinas y edificios en construcción hasta el corazón de la ciudad.

Los viernes y los sábados por la noche iban al cine en laKu'damm. Después daban codazos y empujones para conseguir una mesa en la terraza del Kempinski's o iban a su establecimiento favorito, el elegante bar del Hotel am Zoo. A menudo acababan cenando por segunda vez, ya muy tarde, en Aschinger's, donde a Leonard le gustaba hartarse del amarillento puré de guisantes. El día en que Maria cumplía treinta y un años fueron a la Maison de France para cenar y bailar. Leonard pidió la cena en alemán. Más tarde, la misma noche, fueron aEldorado para ver un espectáculo de cabaret de travestidos en el que unas mujeres completamente convincentes cantaban canciones de siempre con acompañamiento de piano y bajo.Cuando volvieron a casa, Maria, todavía achispada, quiso queLeonard se pusiera uno de sus vestidos. El se negó.

Las tardes que pasaban en casa, en el piso de él o en el de ella, tenían la radio sintonizada con la emisora del ejército norteamericano para escuchar los más recientes
rhythm and blues
. Les encantaba «Ain't That a Shame», de Fats Domino,«Maybelline», de Chuck Berry, y «Mystery Train», de ElvisPresley. Esta clase de canciones les hacía sentirse libres. A veces oían al amigo de Glass, Russell, dando conferencias de cinco minutos sobre las instituciones democráticas de Occidente, cómo funcionaba la segunda cámara en distintos países, la importancia de un poder judicial independiente, la tolerancia racial y religiosa, etcétera. No estaban en desacuerdo con nada de lo que decía, pero siempre bajaban el volumen y esperaban a que pusieran la próxima canción.

Hubo tardes lluviosas en que se quedaron en casa y se sentaron apartados, sin hablarse durante más de una hora,Maria con una de sus novelas románticas, Leonard con un ejemplar del
Times
de dos días antes. Nunca podía leer un periódico, sobre todo éste, sin tener la sensación de que estaba imitando a alguien, o entrenándose para la edad adulta. Siguió la cumbre Eisenhower-Kruschov y más tarde le dio a Maria un informe acerca de las conversaciones y de sus consecuencias en el tono apremiante de alguien que fuera personalmente responsable del resultado. Le proporcionaba una gran satisfacción saber que si bajaba la página, vería a su chica. Era un lujo no hacerle caso. Se sentía centrado, orgulloso, verdaderamente adulto al fin.

Nunca hablaban del trabajo de Leonard, pero él intuía que ella estaba favorablemente impresionada. La palabra matrimonio nunca se mencionaba, pero sucedía que Maria arrastraba los pies cuando pasaba por delante de los escaparates de las tiendas de muebles de la Ku'damm y Leonard puso un tosco estante en el cuarto de baño de Kreuzberg para que sus útiles de afeitar pudiesen estar junto al único tarro de crema hidratante de Maria y los cepillos de dientes de ambos pudieran asomarse en un tazón uno al lado del otro. Todo aquello resultaba acogedor y simpático. Impulsado por Maria, Leonard practicaba el alemán. A ella le hacían gracia sus errores. Se gastaban bromas y se reían mucho y a veces tenían peleas de cosquillas en la cama. Hacían el amor alegremente y en muy pocas ocasiones se saltaban un día. Leonard mantenía sus pensamientos bajo control. Cuando salían a pasear se comparaban favorablemente con otras parejas jóvenes que veían.Al mismo tiempo, les complacía pensar que se parecían a los otros, que todos eran parte de un proceso benigno y reconfortante.

Sin embargo, contrariamente a la mayoría de las parejas de novios que veían en las riberas del Tegeler See los domingos por la tarde, Leonard y Maria ya vivían juntos y ya habían sufrido una pérdida que no se mencionaba porque no estaba nada definida. Nunca podrían recuperar el espíritu de febrero y principios de marzo, cuando les había parecido posible establecer sus propias reglas y florecer al margen de esas calladas y poderosas convenciones que mantienen a los hombres y las mujeres en el camino trillado. Habían vivido al día en arrogante miseria, en los extremos del placer físico, felices como cerdos, más allá de toda consideración de cuidado doméstico o limpieza personal. Fue la travesura de Leonard —ésta fue la palabra que utilizó Maria una noche en una referencia fugaz, otorgándole así el perdón definitivo—, su Unartigkeit, lo que había puesto fin a todo aquello y les había obligado a regresar a la realidad. Habían optado por una dichosa vulgaridad. Cuando se apartaron del mundo acabaron haciéndose desgraciados. Ahora era la normalidad de ir y venir al trabajo, de tener sus pisos arreglados y comprar una butaca más para el cuarto de estar de Maria, de ir del brazo por la calle y sumarse a las colas para ver Lo que el viento se llevó por tercera vez.

Dos sucesos marcaron el verano y el otoño de 1955. Una mañana de mediados de julio Leonard iba por el túnel camino de la cámara de conexiones para hacer una comprobación habitual del equipo. Quince metros, o cosa así, antes de llegar a las puertas que aislaban la cámara se encontró con el paso cortado. Un hombre nuevo, un norteamericano sin duda, estaba supervisando la retirada de los enchufes en las láminas de acero que forraban las paredes. Tenía a dos hombres trabajando para él y los amplificadores hacían imposible pasar rodeándolos. Leonard carraspeó fuerte y esperó pacientemente. Quitaron un enchufe y los tres hombres le dejaron el camino libre. Fue el buenos días de Leonard lo que provocó que el hombre desconocido dijera en tono cordial:

–La jodisteis, muchachos.

Leonard siguió y entró en la cámara de conexiones, donde pasó una hora revisando las instalaciones. Sustituyó, como le habían mandado, el micrófono instalado en el techo del pozo vertical, el que alertaría al almacén de una irrupción por parte de los Vopos. Al volver, pasados los amplificadores, se encontró a los hombres taladrando con una barrena manual el hormigón que había sido bombeado a través de los agujeros de la lámina durante la construcción. Ya habían quitado otra media docena de enchufes. Esta vez nadie habló cuando él pasó.

Ya en el almacén, encontró a Glass en la cantina. Leonard esperó a que se marchara el hombre que estaba sentado con él antes de preguntarle qué estaban haciendo en el túnel.

–Es tu señor MacNamee. Sus cálculos estaban equivocados. En su día nos soltó un montón de matemáticas de mierda para demostrarnos que el aire acondicionado se encargaría del calor que producen los amplificadores. Ahora parece que no tenía ni idea. Hemos traído un especialista de Washington.Está midiendo la temperatura de la tierra a diferentes profundidades.

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