—Todos están escuchando, Leonard, incluyendo a algunos de tus propios peces gordos, los que están junto al teléfono. No dejes que piensen que eres un imbécil. No dejes que te echen del trabajo.
Era verdad. Dos de los empleados de categoría de Dollis Hill le estaban observando fríamente. Glass continuó con su voz de ventrílocuo.
—Haz exactamente lo que te diga y podremos salvar la situación. Dame un golpe en el hombro y saldremos de aquí juntos, como buenos amigos.
Todo el mundo estaba esperando que sucediera algo. No había otra salida. Glass era su único aliado. Leonard le dio un buen puñetazo en el hombro e inmediatamente el norteamericano lanzó una sonora y convincente carcajada, le rodeó los hombros con un brazo y una vez más le condujo hacia la puerta. Entre risas le murmuró:
—Ahora te toca a ti, hijo de puta, ríete para salvar el culo.
—¡Je, je! —graznó Leonard, y luego más alto—: ¡Ja, ja, ja! Trabajo de noche, tiene gracia. ¡Trabajo de noche!
Glass se sumó a su risa y detrás de ellos creció un murmullo bajo de conversaciones, una oleada amistosa que les llevó hasta la puerta.
Salieron nuevamente al pasillo, pero esta vez siguieron andando. Glass sacó otra vez su cuaderno y su lápiz.
—Dime cuál es su lugar de trabajo, Leonard, y luego nos tomaremos una copa en mi cuarto.
Leonard no podía darle la información de una vez. La traición era demasiado grande.
—Es un taller de vehículos del ejército. Del ejército británico, quiero decir. —Continuaron andando, Glass esperaba—. Creo que está en Spandau. —Luego, delante del despacho de Glass—: El jefe es el comandante Ashdown.
—Con esto bastará —dijo Glass y abrió la puerta con la llave y le hizo pasar—. ¿Quieres una cerveza? ¿O prefieres whisky?
Leonard eligió el whisky. Sólo había estado allí una vez. La mesa estaba cubierta de papeles. Trató de no mirar demasiado abiertamente, pero se dio cuenta de que algunos de ellos eran técnicos. Glass sirvió la bebida y dijo:
—¿Quieres que vaya a la cantina a buscar hielo?
Leonard asintió y Glass se fue. Leonard se acercó a la mesa. Calculó que tenía algo menos de un minuto.
Todas las tardes Leonard se bajaba en Kreuzberg de camino a su casa. Le bastaba con poner el pie en el rellano de Maria para saber que ella no estaba allí, pero de todas formas lo cruzaba y llamaba a la puerta. Después de los bombones no volvió a dejarle ningún regalo. No le escribió más cartas después de la tercera. La señora del apartamento carbólico en el piso de abajo abría a veces su puerta para verle bajar. Al final de la primera semana su expresión era más compasiva que hostil. Leonard cenaba de pie en el restaurante de la Reichskanzlerplatz y la mayoría de las tardes se iba luego al bar de la calle estrecha para retrasar el regreso a Platanenallee. Sabía ya suficiente alemán para darse cuenta de que los parroquianos acodados en sus mesas no estaban hablando de genocidios. Eran las habituales charlas de café: la primavera tardía, el gobierno, la calidad del café.
Cuando llegaba a casa se resistía a la tentación del butacón y las soñolientas y deprimentes reflexiones. No iba a abandonarse. Se obligaba a hacer cosas. Se lavaba las camisas en el cuarto de baño, frotando los puños y los cuellos con un cepillo de uñas. Planchaba, se limpiaba los zapatos, quitaba el polvo y pasaba el chirriante aspirador por las habitaciones. Escribió a sus padres. A pesar de todos sus cambios, era incapaz de romper con el tono monocorde, con la sofocante falta de información y de afecto
. «Queridos mamá y papá: Gracias por la vuestra. Espero que estéis bien y ya recuperados del catarro. He estado muy atareado en el trabajo, me va muy bien. El tiempo…» El tiempo. Jamás pensaba en el tiempo excepto cuando escribía a sus padres. Hizo una pausa y luego recordó. «El tiempo ha sido muy lluvioso, pero ahora ya hace menos frío.»
Lo que comenzaba a agobiarle, y era una ansiedad que sus tareas domésticas nunca lograban acallar por completo, era la posibilidad de que Maria no volviese nunca a su apartamento. Tendría que encontrar la dirección de la unidad del comandante Ashdown. Tendría que ir a Spandau y pillarla a la salida del trabajo, antes de que tomase el metro para Pankow. Glass ya habría hablado con ella. Era inevitable que supusiera que Leonard estaba tratando de crearle problemas. Estaría furiosa. Las posibilidades de reconquistarla en la acera, a la vista del centinela, o en los apretujones de la estación del metro eran escasas. Pasaría de largo por su lado o le gritaría algún taco en alemán que todo el mundo entendería menos él. Para enfrentarse a ella necesitaba intimidad y varias horas por delante. Entonces seguramente se pondría furiosa, luego acusadora, más tarde apenada y por último conciliadora. Leonard podría b haber dibujado el diagrama de su circuito emocional. En cuanto a sus propios sentimientos, empezaban a simplificarse por la fuerza del amor. Cuando ella supiese cuánto la amaba, tendría que perdonarle. A lo demás, el hecho y sus causas, la culpa, la evasión, se esforzaba por no darle vueltas. Eso no resolvería nada. Trataba de volverse invisible para sí mismo. Restregaba la bañera, fregaba el suelo de la cocina y se quedaba dormido justo después de medianoche con tolerable facilidad, vagamente aliviado por una sensación de haber sido incomprendido.
Una tarde, durante la segunda semana desde la desaparición de Maria, Leonard oyó voces procedentes del piso vacío debajo del suyo. Dejó la plancha y salió al rellano para escuchar. Por el hueco del ascensor le llegó el sonido de muebles arañando el suelo, pisadas y más voces. Por la mañana temprano bajaba en el ascensor cuando éste se detuvo en el piso de abajo. El hombre que entró le saludó con la cabeza y se volvió de espaldas. Tendría treinta y tantos años y llevaba un maletín. Su barba estaba cuidadosamente recortada al estilo naval y olía a colonia. Hasta Leonard se dio cuenta de que su traje azul marino era de excelente corte. Los dos hombres descendieron en silencio. El desconocido dejó que Leonard saliese del ascensor antes que él con un escueto movimiento de la mano abierta.
Se encontraron de nuevo dos días después en la planta baja, junto al ascensor. Aún no había anochecido. Leonard venía de Altglienicke después de pasar por Kreuzberg y beberse sus acostumbrados dos litros de lager. Las luces del portal todavía no estaban encendidas. Cuando Leonard llegó al lado del hombre, el ascensor acababa de subir al quinto. En el tiempo que tardó en bajar, el hombre le tendió la mano y, sin sonreír ni, por lo que Leonard pudo ver, cambiar lo más mínimo su expresión, dijo:
—George Blake. Mi mujer y yo vivimos justo debajo de sus pies.
Leonard le dijo su nombre y añadió:
—¿Hago mucho ruido?
El ascensor llegó y ambos entraron en él. Blake apretó el cuarto y el quinto botón y cuando ya estaban en movimiento miró a la cara a Leonard y luegó a sus zapatos y dijo en tono neutro:
—No vendría mal que usara zapatillas.
—Vaya, lo siento —dijo Leonard con tanta agresividad como se atrevió a emplear—. Me compraré un par.
Su vecino asintió y apretó los labios, como diciendo: Así me gusta. La puerta del ascensor se abría y él salió sin decir una palabra más.
Leonard llegó a su apartamento decidido a pisar el suelo con más fuerza que nunca. Pero al final se sintió incapaz de hacerlo. Detestaba sentirse culpable. Cruzó el vestíbulo con pasos pesados y se quitó los zapatos en la cocina. En los meses que siguieron vio de vez en cuando a la señora Blake. Tenía una cara hermosa y una espalda muy recta, y aunque sonreía a Leonard y le saludaba, él la evitaba. Le hacía sentirse desharrapado y torpe. La oyó hablando con alguien en el portal y pensó que su tono era intimidatorio. Su marido se volvió un poco más cordial a lo largo de los meses de verano. Le dijo a Leonard que trabajaba para el Ministerio de Asuntos Exteriores en el Estadio Olímpico y se mostró cortésmente interesado cuando Leonard le contó que él trabajaba para la Administración General de Correos instalando líneas internas para el ejército. Desde entonces, en las pocas ocasiones en que se cruzaban en el portal o compartían el ascensor, nunca dejaba de preguntarle, con una sonrisa que hacía que Leonard se preguntara si se burlaba de él:
—¿Qué tal van las líneas internas?
En el almacén la intervención de las líneas había sido un éxito. Ciento cincuenta magnetofones se paraban y se ponían en marcha día y noche, estimulados por las señales rusas amplificadas. El lugar se vació rápidamente. Los cavadores horizontales y los sargentos que hicieron el túnel se habían marchado hacía tiempo. Los cavadores verticales británicos se fueron precisamente cuando la excitación era mayor, y nadie se fijó en su partida. Muchas otras personas, expertos cuyos campos, al parecer, sólo ellos conocían, se fueron marchando poco a poco, entre ellos el personal de categoría de Dollis Hill. MacNamee iba una o dos veces por semana. Los únicos que quedaban eran los hombres que controlaban o distribuían la información recibida, que eran los más ocupados y los menos comunicativos. Había también unos cuantos técnicos e ingenieros que mantenían los sistemas en funcionamiento. Y el personal de seguridad. Leonard comía a veces en una cantina vacía. Tenía órdenes de quedarse indefinidamente. Realizaba comprobaciones periódicas de la integridad de los circuitos y cambiaba válvulas defectuosas en los magnetofones.
Glass se mantenía alejado del almacén y al principio Leonard se sintió aliviado por ello. Hasta que estuviera reconciliado con Maria no quería tener noticias de ella a través de Glass. No deseaba que Glass tuviese sobre él el poder de un intermediario. Luego empezó a encontrar excusas para pasar por delante del despacho del norteamericano varias veces al día. Se acercaba a menudo a la fuente. Estaba seguro de que Maria podría demostrar su inocencia, pero tenía sus dudas respecto a Glass. Las entrevistas serían oportunidades de seducción, seguramente. Si Maria aún estaba enfadada y Glass sabía moverse, lo peor podría estar ocurriendo incluso mientras Leonard permanecía inmóvil delante del despacho cerrado con llave. Varias veces estuvo a punto de llamar a Glass desde su casa. Pero ¿qué iba a preguntarle? ¿Cómo soportaría la confirmación o creería la negativa? Tal vez la pregunta en sí le pareciera a Glass una forma de iniciación.
Cuando el tiempo se hizo más cálido, en el mes de mayo, los norteamericanos que no estaban de servicio organizaban partidos de
softball
[3]
en el áspero terreno entre el almacén y la cerca que rodeaba el perímetro. Tenían severas instrucciones de llevar la insignia de los operadores de radar. Los Vopos que vigilaban junto al cementerio miraban los partidos a través de sus prismáticos, y cuando una pelota larga volaba por encima de la frontera del sector corrían encantados a cogerla y la devolvían con una bolea. Los jugadores les vitoreaban y los Vopos saludaban con la mano afablemente. Leonard se sentaba con la espalda contra la pared a mirar el juego. Una de las razones por las que se negaba a participar era que el
softball
no le parecía otra cosa que
rounders
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para adultos. Otra era que no servía para los juegos de pelota. En el
softball
los lanzamientos eran fuertes y bajos e implacablemente precisos, y los jugadores que recibían la pelota debían permanecer constantemente al acecho para detenerla con éxito.
Ahora todos los días tenía horas de ocio. A menudo se apoyaba en una pared al sol debajo de una ventana abierta. Uno de los administrativos colocaba una radio en el alféizar y sintonizaba la emisora del ejército norteamericano para los jugadores. Cuando sonaba una canción animada, el lanzador llevaba el ritmo dándose palmaditas en las rodillas antes de tirar y los hombres que estaban en las bases hacían chasquear los dedos y bailaban un poco arrastrando los pies. Leonard nunca había visto a nadie que se tomara la música popular tan en serio. Pero sólo un intérprete podía detener temporalmente el partido. Si tocaban música de Bill Haley y los Comets, y sobre todo si era «Rock Around the Clock», había gritos pidiendo más volumen y los jugadores se acercaban a la ventana. Durante dos minutos y medio el juego se interrumpía. A Leonard la vociferante exhortación a bailar sin parar durante horas le parecía pueril. Era como esas cancioncillas que las niñas canturrean mientras saltan a la comba en el recreo, «Hickory dickory dock» o «One potato, two potato, three potato, four». Pero a fuerza de oírla, el ritmo vibrante y la viril insistencia de la guitarra empezaron a romper su coraza, y pasó de odiar la canción a fingir que la odiaba.
Incluso llegó a alegrarse cuando el administrativo encargado del correo cruzaba su despacho al oír al locutor y subía el volumen. Más de media docena de jugadores se acercaban y se quedaban parados alrededor del sitio donde él estaba sentado. En su mayoría eran centinelas de menos de veinte años, limpios, altos y fuertes, con el pelo cortado a cepillo. Todos ellos sabían ya su nombre de pila y siempre eran cordiales. Para ellos la canción tenía una importancia que no era sólo musical. Era un himno, un rito, que unía a aquellos jugadores y los separaba de los hombres mayores que se quedaban esperando en el campo de juego. Este estado de cosas duró sólo tres semanas, luego la canción perdió su fuerza. Seguían subiendo el volumen, pero no interrumpían el partido. Después ya no le hacían el menor caso. Necesitaban una que la sustituyera, pero no apareció hasta abril del año siguiente.
Fue en el momento culminante del triunfo de Bill Haley en el almacén, una tarde en que los jóvenes norteamericanos estaban bailando debajo de la ventana abierta, cuando John MacNamee fue a buscar a su espía. Leonard le vio venir desde las oficinas de la administración hacia el estrépito. MacNamee aún no le había visto, y tenía el tiempo justo para disociarse de algo que seguramente el científico del gobierno despreciaría.
Sin embargo, sintió cierto desafío, y cierto grado de lealtad hacia el grupo. El era miembro honorario. Contemporizó levantándose y abriéndose paso entre los muchachos hasta quedarse al borde del grupo, donde esperó. En cuanto MacNamee le vio, se acercó a él y juntos fueron a dar un paseo a lo largo de la cerca.
MacNamee tenía la pipa encendida entre sus dientes de leche. Se inclinó hacia Leonard.
—Supongo que no ha tenido suerte.
—La verdad es que no —dijo Leonard—. He estado en cinco despachos diferentes con tiempo para echar una ojeada. Nada.