El hombre sonriente (31 page)

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BOOK: El hombre sonriente
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—Tenemos que vernos para discutir un giro en la situación —anunció Wallander—. Se trata de algo que cambiará la orientación de la investigación.

—¿Qué ha ocurrido? —inquirió Björk.

—Prefiero no revelártelo por teléfono —opuso Wallander.

—¿No creerás que nuestros teléfonos están intervenidos, verdad? —preguntó asombrado—. ¡Hasta ahí podíamos llegar imaginando cosas raras!

—No, no es eso —lo tranquilizó Wallander aunque cayó en la cuenta de que había pasado por alto aquella posibilidad.

En cualquier caso, ya era demasiado tarde, pues le acababa de contar a Per keson cuál iba a ser el nuevo plan a seguir a partir de entonces.

—Tengo que verte un momento, antes de la reunión —le dijo.

—Está bien. Puedo estar ahí dentro de media hora —concedió Björk—. Pero no entiendo por qué tienes que ser tan misterioso.

—No soy misterioso —corrigió Wallander—. Pero hay cuestiones de las que es mejor tratar cara a cara.

—Bueno, parece bastante dramática esa nueva situación —aseguró Björk—. Me pregunto si no sería conveniente ponerse en contacto con Per keson.

—Sí, acabo de hablar con él —aclaró Wallander—. Nos vemos en tu despacho, pues, dentro de media hora.

Antes de atravesar la puerta del despacho de Björk, Wallander estuvo un rato sentado en el coche, a la entrada de la comisaría, tara sosegarse un poco. Durante un momento, vaciló pensando si no sería mejor dejarlo y que quizás hubiese tareas más importantes a las que entregarse. Sin embargo, comprendió que tenía a obligación de hacerle ver a Björk que lo acontecido con el caso Palme no podía repetirse, pues ello conduciría a una crisis de confianza difícil de superar sin la dimisión de Wallander.

Así, mientras razonaba en el coche, pensaba también en lo rápido que todo había sucedido. Hacía tan sólo una semana que él consumía sus días deambulando entre las dunas de Skagen, preparando la despedida de su vida profesional. Sin embargo ahora, tenía una impresión inconfundible de que debía defender su puesto y su integridad como agente de policía. Por otro lado, tampoco podía tardar mucho en escribirle sobre aquello a Baiba Liepa la mujer de Riga.

¿Sería ella capaz de comprender cómo y por qué había cambiado todo?

Una vez en el despacho de Björk, se sentó en el sofá reservado para las visitas.

—Bueno, a ver, cuéntame —lo exhortó el comisario jefe.

—Antes de entrar a hablar de lleno sobre la investigación, hay otra cuestión que he de comentarte —anunció Wallander, no sin advertir el tono inseguro de su propia voz.

—¿No se te habrá ocurrido dejarlo otra vez, verdad? —preguntó Björk preocupado.

—No, no es eso —aseguró Wallander—. Es que necesito saber por qué llamaste al castillo de Farnholm para advertirles de que la policía de Ystad iba a ponerse en contacto con ellos a propósito de la investigación del asesinato. Necesito que me expliques por qué no nos informaste a mí o a cualquiera de los demás colegas de que habías llamado.

Wallander comprobó que Björk se sentía incómodo e irritado al mismo tiempo.

—Alfred Harderberg es una personalidad en nuestra sociedad —aclaró Björk—. Además, no es sospechoso de ningún acto delictivo. Lo único que hice fue cumplir con las normas que impone la cortesía más elemental. Y ahora, ¿me puedes explicar cómo es que tú estás al corriente de esa llamada telefónica?

—Bueno, porque estaban demasiado bien preparados cuando llegué —explicó Wallander.

—La verdad, no veo qué puede haber de malo en eso, dadas las circunstancias —replicó el comisario jefe.

—Pues no fue muy oportuno —declaró Wallander—. En realidad, fue desafortunado por varios motivos. Por otro lado, ese tipo de sucesos pueden crear un mal ambiente en el seno del equipo de investigación, ya que dependemos de la presuposición de que los demás actúan sin tapujos.

—Cierto, pero, a decir verdad, me cuesta aceptar que tú, precisamente, vengas a hablarme de sinceridad —recriminó Björk, ya sin ocultar su indignación.

—Mis deficiencias no deberían excusar una actitud similar por parte de otros —replicó Wallander—. Por lo menos, no deberían excusar el que mi jefe actúe del mismo modo.

En ese momento, Björk se levantó enojadísimo de su silla.

—¡Bien! Pues yo no pienso aceptar que te dirijas a mí en esos términos —rugió con el rostro encendido—. No fue más que una muestra de cortesía, sólo eso. Dadas las circunstancias, no creo que una llamada rutinaria como aquélla haya ejercido mayor influencia sobre el caso.

—De acuerdo, pero resulta que las circunstancias no son ya las que eran —advirtió Wallander, seguro de que no conseguiría nada más, por el momento, sino que lo importante era poner a Björk al corriente de cómo había cambiado la situación.

Björk, aún en pie, no dejaba de observarlo.

—Ya puedes ser un poco más claro —lo acució—. No sé de qué me hablas.

—Bueno, hemos obtenido cierta información, según la cual Alfred Harderberg podría estar detrás de todo lo ocurrido —reveló Wallander—. En tal caso, creo yo, debemos admitir que las circunstancias a las que te refieres han cambiado de forma un tanto radical.

Björk volvió a ocupar su silla, sin dar crédito a sus palabras.

—¿Qué quieres decir exactamente? —inquirió.

—Quiero decir que tenemos motivos suficientes para sospechar que Alfred Harderberg puede estar implicado, de forma directa o indirecta, en los asesinatos de los dos abogados, así como en el intento de asesinato de la señora Dunér y de la bomba que hizo saltar mi coche por los aires.

Björk lucía una expresión de absoluto escepticismo.

—¿Y quieres que me lo crea?

—Así es —declaró Wallander—. Per keson ya lo ha hecho.

Sin entrar en detalles, le ofreció una breve descripción de cuanta información habían recabado, tras lo cual Björk quedó un buen rato en silencio, mirándose las manos, antes de responder.

—En fin, si todo esto resulta cierto, será en extremo lamentable —sentenció al fin.

—Los asesinatos y los atentados con bomba son lamentables —precisó Wallander.

—Hemos de ser muy cautos —prosiguió Björk, quien no pareció haber reparado en el comentario de Wallander—. No podemos permitirnos una posible intervención sin estar en posesión de pruebas absolutamente irrefutables.

—Tampoco solemos hacerlo —advirtió Wallander—. ¿Por qué habríamos de actuar así en esta ocasión?

—Estoy convencido de que esto nos llevará a la nada más inconmensurable —auguró Björk al tiempo que se incorporaba en señal de que daba por concluida la conversación.

—Es una posibilidad —admitió Wallander—. Tan probable como la opuesta.

Cuando salió del despacho del comisario jefe, eran ya las ocho y diez. Fue a buscar un café y miró en el despacho de Ann-Britt Höglund, que no había llegado aún. Después, se sentó ante su escritorio y llamó a Simrishamn para hablar con el taxista Waldemar Kåge. Cuando lo localizó en el teléfono del coche, le explicó el motivo de su llamada. Luego, escribió en una nota adhesiva que no debía olvidar enviarle doscientas treinta coronas al taxista. Durante un instante, consideró también la posibilidad de llamar al dueño de la compañía de transportes al que su padre había agredido en el Systembolaget, para intentar convencerlo de que no exigiese que el anciano se presentase a juicio, pero se arrepintió enseguida. A las ocho y media daría comienzo su reunión y debía aprovechar el tiempo para concentrarse en el caso.

Se apostó, pues, junto a la ventana, para contemplar la calle. El cielo gris, el aire húmedo y un frío acerado. «El otoño llega a su fin y pronto será invierno. Y aquí estoy yo», se dijo. «Me pregunto dónde estará Alfred Harderberg en este momento. ¿En el castillo de Farnholm, tal vez? O a diez mil metros de altura, en su jet privado, camino a, o de vuelta de alguna de sus complicadas transacciones financieras? ¿Qué fue lo que descubristeis vosotros, Gustaf Torstensson y Lars Borman? ¿Qué fue lo que sucedió en verdad? Si Ann-Britt y yo estamos en lo cierto…, ¿será posible que dos policías de generaciones diferentes, cada uno con su propia imagen del mundo, hayan llegado a una conclusión común e indiscutible, capaz incluso de ofrecernos la verdad del caso?»

A las ocho y media en punto, Wallander hacía su entrada en la sala de reuniones. Björk estaba ya sentado presidiendo la mesa y Per keson miraba por la ventana, mientras Martinson y Svedberg susurraban enfrascados en una conversación acerca de, según Wallander creyó interpretar, un asunto referido a los salarios. Ann-Britt Höglund ocupaba su lugar habitual, justo enfrente de Björk. Ni Martinson ni Svedberg parecieron reaccionar ante el hecho de que Per keson estuviese presente. Al entrar, el inspector hizo a Ann-Britt Höglund una seña a modo de saludo.

—¿Cómo crees que irá la cosa? —inquirió en voz baja.

—Esta mañana, al despertar, pensé que todo había sido un sueño —comentó ella—. ¿Has hablado ya con Björk y keson?

—keson está ya al corriente de casi todo —explicó él—. A Björk no le he dado más que los datos imprescindibles.

—¿Qué dijo keson?

—Seguirá nuestra línea.

Björk dio unos toquecitos en la mesa con un lápiz que hicieron sentarse a los que aún quedaban en pie.

—No tengo nada que decir, salvo que le doy la palabra a Kurt —comenzó—. Si no he comprendido mal, parece que el rumbo de la investigación ha experimentado un cambio radical.

Wallander asintió al tiempo que pensaba en cómo empezar pues, de pronto, un vacío denso ocupaba su cabeza. Sin embargo, logró concentrarse y comenzar sin más dilación. Expuso con detalle lo que el colega de Ann-Britt en Eskilstuna había logrado averiguar y las conclusiones a las que habían llegado durante la noche, y cómo proponía moverse a fin de no despertar a la hidra. Una vez finalizada su intervención, que duró más de veinticinco minutos, le preguntó a Ann-Britt Höglund si tenía algo que añadir, pero ella negó con la cabeza en señal de que él había dado cuenta cabal de todas las novedades.

—Bien, ése es el punto en que nos hallamos, pues —concluyó Wallander—. Puesto que todo esto implica que nos veremos obligados a reconsiderar las prioridades que nos habíamos propuesto hasta el momento, hemos invitado a Per keson a asistir a esta reunión. Claro que también debemos tratar la cuestión de si no sería necesario solicitar ayuda externa desde este momento. Penetrar en lo más recóndito de la vida de Alfred Harderberg, y sobre todo sin que él se dé cuenta, como es nuestro propósito, va a ser sin duda alguna un cometido arduo y penoso.

Una vez terminada su revisión del nuevo panorama, Wallander seguía sin estar seguro de haber logrado transmitir lo que pretendía. Ann-Britt Höglund sonreía y asentía de vez en cuando, pero él continuaba dudando al ver los rostros indecisos en torno a la mesa.

—Bueno, éste va a ser un bocado duro de roer —intervino Per keson cuando consideró que el silencio duraba ya demasiado—. Hemos de tener muy presente que Alfred Harderberg goza de tan buena fama que su persona resulta modélica para la economía sueca. No debemos contar con otra cosa que la más férrea resistencia, si nos ponemos a cuestionar esa imagen. Por otro lado, no puedo negar que hay materia suficiente como para que nos interesemos por él de verdad. A mí me cuesta creer, como es natural, que el propio Alfred Harderberg haya tenido nada que ver con los asesinatos y con los demás sucesos. Pero es muy probable que, en algún punto remoto de su imperio, se produzcan acontecimientos que él no puede controlar.

—Pues yo siempre he soñado con poder pillar a uno de esos señores —irrumpió Svedberg.

—Una actitud lamentable en un policía —intervino Björk sin ocultar su disgusto—. No debería ser preciso que nos recordasen nuestra condición de funcionarios neutrales.

—Bien, vamos a ceñirnos al asunto que nos ocupa —interrumpió keson—. Tal vez fuera conveniente que nos recordasen también que, en razón de nuestro papel como servidores de la justicia, nos pagan para abrigar sospechas en los casos en que, en condiciones normales, no tendríamos por qué hacerlo.

—O sea, que tenemos vía libre para concentrarnos en Alfred Harderberg, ¿no es así? —preguntó Wallander.

—Con ciertas limitaciones —opuso Björk—. Estoy de acuerdo con Per en que hemos de actuar con cautela y mucho miramiento. Es más, quiero que tengáis muy presente que, en el momento en que algo de lo que hacemos trascienda las paredes de esta casa, lo consideraré como delito de prevaricación. No quiero declaraciones de carácter individual a la prensa sin que yo les haya dado el visto bueno.

—Eso ya nos lo imaginábamos —intervino Martinson, que no se había pronunciado hasta el momento—. A mí lo que me preocupa es saber cómo vamos a rastrear el imperio de Alfred Harderberg, siendo tan pocos. Y cómo vamos a organizar la investigación de forma conjunta con los grupos de delincuencia económica de Malmö y Estocolmo. O cómo vamos a colaborar con la agencia tributaria. En fin, que me pregunto si no deberíamos replantear el asunto y decantarnos por otra vía.

—¿Como cuál? —se interesó Wallander.

—Que lo dejemos todo en manos de la brigada de policía judicial nacional —declaró Martinson—. Ellos podrían coordinarse con los grupos policiales y las instituciones estatales que consideren oportuno. Sinceramente, creo que debemos admitir que somos insuficientes para resolver este crimen.

—Sí, la verdad, a mí también se me ha pasado por la cabeza —confesó Per keson—. Pero en esta etapa inicial, antes de que hayamos realizado un análisis profundo de las circunstancias, los grupos de delincuencia económica de Malmö y Estocolmo no aceptarían encargarse del caso. No sé si habéis reparado en que ellos están aún más sobrecargados de trabajo que nosotros, si cabe. Si nosotros somos pocos, ellos están tan faltos de personal que la catástrofe es poco menos que inminente. Por el momento, creo que debemos gestionar el caso nosotros mismos, como podamos. Pero intentaré presionar a los grupos de delincuencia económica para que colaboren desde el principio. Quién sabe, quizá lo consiga.

A Wallander le quedó bien claro que fue gracias a esta intervención de Per keson acerca de la situación desesperada de la brigada judicial nacional como lograron establecer de forma definitiva los presupuestos de la investigación que tenían entre manos. En efecto, concentrarían la búsqueda en el esclarecimiento de los negocios de Alfred Harderberg y en su posible conexión con Lars Borman y los abogados asesinados. Por si fuera poco, no podrían contar más que consigo mismos. Cierto que la policía de Ystad siempre tenía entre manos algún tipo de delito económico, pero las proporciones de éste superaban con mucho las de cualquier precedente, sin contar con la circunstancia de que ni siquiera estaban seguros de poder sospechar que la muerte de los dos abogados tuviese su origen en un delito de esa índole.

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