El anciano se sentó y lo contempló con sus ojos miopes.
—Es decir, que ahora te encuentras bien, puesto que has empezado a trabajar de nuevo. La última vez que viniste a vernos, antes de marcharte a aquella pensión de Dinamarca, dijiste que ibas a dejar la policía. Pero parece que has cambiado de idea.
—Sí. Algo ocurrió —comenzó Wallander que, en realidad, prefería evitar el tema de su profesión, pues siempre acababan discutiendo.
—Sé que eres un buen policía —declaró el padre de pronto.
—¿Quién te ha dicho eso? —se sorprendió Wallander.
—Gertrud. Han escrito sobre ti en los periódicos. Yo no lo he leído. Pero ella asegura que decían que eres un buen policía.
—Sí, claro. Los periódicos escriben tantas cosas.
—Yo sólo te cuento lo que dice ella.
—Y tú, ¿qué dices?
—Que intenté desaconsejarte ese camino. Que aún soy de la opinión de que deberías buscarte otra profesión.
—Pues, la verdad, no creo que lo haga —confesó Wallander—. Pronto cumpliré los cincuenta. Seré policía mientras viva.
Oyeron salir a Gertrud, que anunció que la cena estaba lista.
—No pensé que te acordases de Anton y del polaco —comentó el padre cuando atravesaban el patio de grava.
—Es uno de los recuerdos de mi niñez que más impresión me causaron —explicó Wallander—. Por cierto, ¿sabes cómo llamaba yo a aquellas figuras tan curiosas que venían a comprar tus cuadros?
—Eran tratantes de arte —simplificó el padre.
—Ya lo sé. Pero para mí eran caballeros en trajes de seda. Y de hecho, ése era el nombre que les daba, los Caballeros de Seda.
El padre detuvo el paso y lo miró, antes de romper a reír.
—¡Vaya! Ése sí que es un buen nombre. ¡Sí, sí! Eso eran, en realidad. Caballeros con trajes de seda.
Se despidieron ante la escalera.
—¿Seguro que no te puedes quedar? —lo invitó de nuevo Gertrud—. Hay comida suficiente.
—Tengo trabajo —volvió a excusarse Wallander.
Regresó a Ystad a través del sombrío paisaje otoñal mientras se esforzaba por detectar cuál sería la característica de la forma de ser de su padre que tanto le recordaba a sí mismo.
No halló respuesta. O, al menos, eso le pareció.
La mañana del viernes 5 de noviembre, Wallander acudió a la comisaría poco después de las siete con la sensación de estar repuesto y lleno de determinación. Se tomó una taza de café e invirtió la primera hora en preparar la reunión del equipo de investigación, que daría comienzo a las ocho. Realizó una exposición esquemática y en orden cronológico de todos los datos de que disponían e intentó discurrir un modo de proceder a partir de aquel momento. Al mismo tiempo, contaba con la posibilidad de que sus colegas hubiesen obtenido, a lo largo del día anterior, resultados que les permitiesen esclarecer algo más el estado en que se encontraban en el proceso de investigación.
No había conseguido zafarse de la sensación de apremio, al mismo tiempo que, en su imaginación, crecían las sombras, cada vez más aterradoras, de los abogados muertos. Intuía con nitidez asombrosa que, en realidad, sólo estaban raspando la superficie. Dejó el bolígrafo, se echó hacia atrás en la silla y cerró los ojos.
Enseguida se vio en Skagen de nuevo. La playa se extendía ante él, envuelta en un manto de niebla. En algún lugar estaba también Sten Torstensson. Wallander intentó ver más allá de su persona, descubrir a quienes, en secreto, lo habían seguido y espiado su encuentro con el policía enfermo. Tuvieron que estar muy cerca, aunque invisibles, acechantes en algún lugar entre las dunas.
Le vino a la memoria el recuerdo de la mujer que solía pasear al perro. ¿Pudo ser ella? ¿O la joven camarera del museo Konstmuseet? No, la respuesta tenía que ser otra. Alguien se había agazapado entre la bruma, una persona que había pasado inadvertida para todos.
Miró el reloj y comprobó que era hora de acudir a la reunión de investigación. Recogió sus papeles, se levantó y abandonó el despacho.
Aquella mañana, una vez concluida la reunión, que duró cuatro horas, Wallander comprendió que habían atravesado el muro, que habían atisbado un modelo, pese a que todo estaba aún bastante difuso y no habían podido dirigir sus sospechas en ningún sentido concreto. En efecto, a pesar de todo, constataron de un modo a todas luces definitivo que aquella sucesión de hechos no podía ser consecuencia del azar, sino que existía entre ellos una conexión, si bien a los investigadores se les ocultaba su naturaleza. Y fue Wallander quien, en su intento de obtener una síntesis, cuando todos estaban ya cansados, el aire enrarecido y Svedberg había empezado a quejarse de un fuerte dolor de cabeza, logró formular aquello que todos sentían de un modo u otro.
—Bueno, ahora tendremos que empezar a rebuscar minuciosamente —concretó—. Es posible y también probable que este caso nos lleve mucho tiempo, pero más tarde o más temprano, lograremos que los detalles encajen. Entonces habremos dado con la solución. Ahora hemos de procurar no proceder a la ligera. Ya nos hemos topado con una mina enterrada y, por decirlo con una metáfora, puede haber más minas.
Durante cuatro horas, pues, repasaron el material, intercambiaron puntos de vista, valoraron los datos y avanzaron. Volvieron del revés los distintos detalles de que disponían, para extraer de ellos el máximo de información, probaron diversas interpretaciones hasta llegar a un acuerdo sobre las versiones más verosímiles. Fue un momento decisivo en la investigación, uno de los más críticos en el que todo podía torcerse, si abandonaban los cauces adecuados por otros menos productivos. Todo aquello que se les resistiese había de ser considerado como puntos de partida constructivos, en lugar de hacerlos caer en simplificaciones y abocarlos a juicios precipitados. «Éste es el momento de las construcciones provisionales», se decía Wallander. «Estamos construyendo una serie de modelos diferentes y hemos de andarnos con pies de plomo, para no descomponerlos con excesiva rapidez.»
Aquellos modelos provisionales descansaban todos sobre la misma base.
Pronto se habría cumplido un mes desde que Gustaf Torstensson perdiera la vida una noche en la finca próxima a las laderas de Brösarp. Por otro lado, hacía diez días que Sten Torstensson había visitado Skagen para resultar muerto a tiros en su despacho poco después. De ahí partían una y otra vez.
En la reunión matinal de aquel día, fue Martinson el primero en exponer sus hallazgos, apoyado por los de Nyberg.
—Tenemos los datos de los técnicos criminalistas acerca del arma y la munición que acabaron con la vida de Sten Torstensson —comenzó mientras blandía en su mano el informe—. Y me ha parecido hallar al menos un detalle digno de interés.
En este punto, tomó la palabra Sven Nyberg.
—Así es. Sten Torstensson fue alcanzado por tres balas de nueve milímetros. Es decir, munición estándar. Sin embargo, y esto es lo interesante, nuestros expertos creen que el arma utilizada pudo ser de fabricación italiana, una Bernadelli Practical. No voy a detenerme a exponer los detalles técnicos que los hacen decantarse por este modelo. También puede tratarse, ciertamente, de una Smith Wesson, con denominación tres nueve uno cuatro o cinco nueve cero cuatro. Pero es más verosímil que se trate de una Bernadelli, que es un arma rarísima en este país. No hay más de unos cincuenta ejemplares registrados. Claro que nadie sabe cuántas circulan por ahí de forma ilegal, aunque podemos suponer que una treintena.
—¿Y adónde nos conduce eso? —inquirió Wallander—. ¿Quién se supone que puede utilizar una pistola italiana?
—Un experto en armas —aclaró Nyberg—. Alguien que ha escogido esa pistola a conciencia.
—¿Es lícito concluir de tus palabras que cabe la posibilidad de que se trate de un asesino profesional y extranjero? —aventuró Wallander.
—Es posible —confirmó Nyberg—. Sí, de hecho, cabe esa posibilidad.
—Repasaremos los registros de los propietarios de las Bernadelli legales —aseguró Martinson—. Por lo que hemos visto hasta ahora, ninguno de los propietarios registrados ha denunciado el robo de la suya.
Prosiguieron su puesta en común, ahora con la intervención de Svedberg.
—La matrícula del coche que os seguía era falsa —anunció—. La habían robado de un Nissan de Malmö. Nos están ayudando desde aquel distrito y han encontrado algunas huellas dactilares, aun que me temo que no deberíamos albergar demasiadas esperanzas.
Wallander asintió y Svedberg lo miró inquisitivo.
—¿Tienes algo más?
—Bueno, me pediste que realizase algunas indagaciones acerca de Kurt Ström —le recordó Svedberg.
Entonces Wallander les relató brevemente su visita al castillo de Farnholm y su encuentro con el ex policía.
—En fin, no se puede decir que fuese un galardón para el cuerpo, el tal Kurt Ström —comenzó Svedberg—. Se obtuvieron pruebas más que sobradas de su colaboración con varios peristas. Algo que nunca se pudo probar pero que, con toda probabilidad, era un hecho, fue que filtró información sobre varias redadas que estaba preparando la policía. Finalmente fue despedido y todo se silenció con la mayor discreción.
Aquí se pronunció Björk, por primera vez en toda la mañana
—Resulta siempre muy lamentable, cada vez que ocurre —se quejó—. El cuerpo de Policía no puede permitirse el lujo de acoger a tipos como Kurt Ström. Lo que a mí me parece preocupante es que estos ejemplares de pasado profesional dudoso aparezcan sin problemas como profesionales en las empresas de seguridad. Lo que indica que los requisitos de control son mínimos.
Wallander evitó comentar la digresión de Björk, pues sabía que corrían el riesgo de desembocar en una discusión que nada tenía que ver con la investigación en curso.
—Ignoro lo que hizo estallar tu coche —intervino de nuevo Nyberg—Pero sí puedo asegurar que había alguna sustancia extraña en el depósito.
—Las bombas que se adaptan a los coches pueden ser de varios tipos —observó Ann-Britt Höglund.
—Así es. Y justamente ese método, el aprovechar la corrosión producida por el combustible como mecanismo de retardo es típico de los países asiáticos, si no me equivoco.
—Una pistola italiana y una bomba asiática. ¿Adónde nos conduce esto? —preguntó Wallander.
—En el peor de los casos, a una conclusión errónea —auguró Björk terminante—. Detrás de todo esto no tienen por qué hallarse personas del otro extremo del mundo. Hoy día, Suecia es una encrucijada y un punto de encuentro en que todo es posible.
Wallander sabía cuánta razón tenía Björk.
—Bien, prosigamos —los animó—. ¿Conseguimos algo del despacho de abogados?
—Nada aún, al menos nada que pueda considerarse decisivo para la investigación —anunció Ann-Britt Höglund—. Nos llevará mucho tiempo revisar y valorar toda la documentación. Lo único que parece indiscutible es el hecho de que el número de clientes de Gustaf Torstensson se vio reducido de forma bien perceptible durante los últimos años. Por otro lado, se dedicaba casi en exclusiva a la constitución de empresas, a la asesoría fiscal y a la redacción de contratos. Me pregunto si no nos vendría bien la ayuda de algún miembro de la brigada judicial nacional, algún especialista en delitos económicos. Aunque no se haya cometido ningún delito, es difícil comprender lo que se oculta tras todos esos papeles.
—Podéis acudir a Per Åkeson, para empezar —sugirió Björk—. Él sabe bastante de delitos relacionados con gestiones económicas. Él mismo os dirá si es necesario pedir ayuda a colaboradores con más formación en el tema. Si es así, la pediremos.
Wallander asintió y consultó su lista.
—¿La limpiadora asiática? —recordó.
—Ya hemos concertado una cita —intervino Ann-Britt Höglund—. Estuve hablando con ella por teléfono y su sueco es lo bastante bueno como para poder prescindir de los servicios de un intérprete.
Entonces le tocó el turno a Wallander, que procedió a una exposición minuciosa de su visita a Martin Oscarsson y de su viaje en coche a Klagshamn y al soto en que Lars Borman se había ahorcado. Al igual que en tantas otras ocasiones, experimentó la sensación de que, al tiempo que daba cuenta ante sus colegas de lo acontecido, descubría nuevos contextos y conexiones. En efecto, la exposición de los hechos aguzaba su ingenio y su atención.
Una vez hubo concluido, el ambiente de la sala se tornó muy denso. «Se va a producir un avance decisivo», concluyó. «O, al menos, estamos muy próximos.»
Así, abrió él mismo la discusión exponiendo de forma sucinta sus propias conclusiones.
—Hemos de encontrar la relación —resolvió—. ¿Cuál es el punto de encuentro entre Lars Borman y el bufete de abogados Torstensson? ¿Qué provoca en Lars Borman una indignación tal que lo mueve a enviar aquellas cartas, cuyo contenido amenazante incluye a la señora Dunér? Los acusa de haber cometido un agravio terrible y, en realidad, no podemos estar seguros de que guarde relación con el golpe contra el Landsting. Sin embargo, en mi opinión, no iríamos descaminados si así lo supusiésemos durante unos días. Éste es el gran enigma del caso, el agujero en el que hemos de bucear con todas nuestras fuerzas y recursos.
Todos necesitaban tiempo para meditar acerca de lo que acababa de decir Wallander, por lo que, en un principio, la discusión parecía no fluir más que a duras penas.
—A mí me llaman la atención las dos cartas —intervino Martinson vacilante—No me puedo deshacer de la sensación de que son ingenuas, tan infantiles, casi inocentes. No puedo, a través de ellas, forjarme una idea de la forma de ser de Lars Borman.
—Hemos de obtener más información a ese respecto —observó Wallander—. En primer lugar, tendríamos que intentar localizar a los hijos y hablar con ellos. Además, podemos llamar a Marbella e interrogar a la viuda.
—A mi no me importaría hacerme cargo de ello —se ofreció Martinson—. La verdad, me interesa la figura de Lars Borman.
—También habrá que investigar a fondo toda esa maraña de la empresa de inversiones Smeden —apuntó Björk—. Propongo que nos pongamos en contacto con el grupo de delitos económicos de Estocolmo. O quizás incluso sea mejor que lo haga el propio keson. Allí hay colegas que conocen ese mundo tan bien como el mejor analista de Bolsa.
—Bien, de eso me encargo yo —aseguró Wallander—. Yo puedo hablar con Per Åkeson.
Continuaron toda la mañana revolviendo entre los datos del material disponible. Al final, alcanzaron un grado de cansancio y aturdimiento tal que nadie creía poder aportar nada más. Para entonces, Björk había abandonado ya la habitación para asistir a una de las innumerables reuniones con el director provincial de la policía. Wallander decidió que era el momento de dar por finalizada la reunión.