En otras palabras, la primera tarea a acometer era averiguar qué buscaban en realidad.
Cuando, unos días después, Wallander escribió a Baiba Liepa una carta en la que la ponía al corriente de aquella Batida Secreta, que era como había denominado la investigación, tras buscar en el diccionario el término inglés correcto, no caracterizó la operación desde luego, como una acometida sin pies ni cabeza. Había salido de la reunión con la sensación clara de que tanto él como sus colegas estaban decididos a resolver el caso. «Todo policía lleva a un cazador en su interior», le escribió. «Rara vez se deja oír el clarín durante el desarrollo de la batida pero, al final, solemos atrapar al zorro que íbamos buscando. Sin nuestra intervención, ya hace tierno que el gallinero sueco habría quedado arrasado y vacío, a no ser por unas cuantas plumas ensangrentadas revoloteando al soplo del viento otoñal.»
Es decir, que se pusieron manos a la obra con entusiasmo. Björk canceló las restricciones que solía imponer a las horas extraordinarias y los animó sin dejar de recordarles que todos sus movimientos debían mantenerse en secreto. Per keson se quitó la chaqueta y se aflojó el impecable nudo de la corbata para convertirse en uno más aunque, claro está, sin dejar de hacer valer su autoridad como director de la operación que empezaba a ponerse en marcha.
Sin embargo, Wallander sentía que era él quien tomaba las decisiones; y esto le hacía experimentar, de vez en cuando, un estremecimiento de satisfacción. Así, en virtud de circunstancias inesperadas y de una consideración, en su opinión inmerecida, por parte de sus colegas, se le ofrecía ahora la posibilidad de lavar parcialmente su conciencia por la responsabilidad que sentía al haber defraudado la confianza que Sten Torstensson había depositado en él cuando fue a pedirle ayuda en Skagen. Y al dirigir el equipo de la investigación encaminada a esclarecer el asesinato de los dos abogados, investigaba al mismo tiempo la posibilidad de reconciliarse con ese remordimiento. Había estado tan ocupado con su propia desgracia personal que no fue capaz de interpretar la llamada de socorro de Sten Torstensson ni de permitir que su súplica atravesase su ensimismado y bien defendido abatimiento.
En alguna ocasión durante aquel periodo escribió otra carta a Baiba Liepa, una que no llegó a enviar, en la que intentaba aclararle a ella, y al mismo tiempo a sí mismo, lo que en verdad significaba haber matado a una persona, en comparación con la responsabilidad que sentía ahora ante la muerte de Sten Torstensson y ante su propia negativa a brindarle ayuda. Toda aquella elucubración lo llevó a concluir, no sin una buena dosis de desconfianza por su parte, que la muerte del abogado había empezado a torturarlo más que los acontecimientos que habían tenido lugar el año anterior en aquel campo de tiro brumoso, rodeado de unas ovejas cuya presencia sólo podía adivinar.
En cualquier caso, su comportamiento no ponía de manifiesto indicio alguno del tormento que minaba su interior. En el comedor, los colegas comentaban entre sí el regreso y la recuperación de Wallander, que hallaban tan asombrosa como si, estando parapléjico, se hubiese levantado repentinamente de la camilla a una llamada del equipo. Martinson en ocasiones incapaz de reprimir su cinismo, lo explicó así:
—Lo que Kurt necesitaba era un buen asesinato, no uno de esos homicidios cometidos a la ligera. Dos abogados muertos, una mina en un jardín, una bomba asiática en su depósito de gasolina…, ésa era la medicina que precisaba para sanar.
En realidad, nadie dudaba de que la jocosa opinión de Martinson estuviese, hasta cierto punto, justificada.
Invirtieron toda una semana en establecer las directrices principales del procedimiento, un tiempo durante el cual ni Wallander ni ninguno de sus colegas durmió más de una media de cinco horas por noche. Algún tiempo después, todos se mostraron de acuerdo en considerar aquellos siete días como prueba irrefutable de que hasta los ratones eran capaces de rugir como leones, si era necesario. Ni siquiera Per keson, tan difícil de impresionar, pudo evitar descubrirse ante los resultados obtenidos por los agentes.
—Es imprescindible que esto no trascienda —le comentó a Wallander una noche en que ambos habían salido a tomar el fresco aire otoñal y a sacudirse el cansancio. El inspector no entendía a qué se refería.
—Si alguien se enterase, la Dirección General de la Policía y el Ministerio de justicia nombrarían una comisión encargada de estudiar y presentar a los ciudadanos lo que no dudarían en llamar algo así como «el modelo Ystad», a saber, cómo alcanzar resultados óptimos con el mínimo de recursos. En consecuencia, se llegaría a la probada conclusión de que la policía sueca no carece en absoluto de efectivos suficientes y serviría como base para argumentar que, en realidad, lo que tenemos es un exceso de agentes. Tantos, será la consecuencia última, que se entorpecen la labor los unos a los otros y dan pie a un deplorable despilfarro de dinero y a unos índices de resolución de casos muy deficientes.
—¡Pero si no hemos obtenido ningún resultado! —objetó Wallander sorprendido.
—Ya, pero te estoy hablando de la Dirección General de la Policía, del enigmático mundo de los políticos donde, tras una verborrea inagotable no hacen otra cosa que, con extrema cautela, eso sí, atascarse en minucias y dejar pasar lo verdaderamente importante. Donde la gente se va a la cama cada noche rezando para que, al día siguiente, les resulte posible convertir el agua en vino. No estoy pensando en el hecho de que aún no hayamos dado con el asesino de los dos abogados, sino en la realidad que hemos llegado a descubrir acerca de Alfred Harderberg, que no es ya el ciudadano impecable y por encima de toda sospecha que creíamos al principio.
En efecto, aquello era una gran verdad. Durante aquella semana de actividad febril lograron hacerse una idea, si bien aún incompleta, del imperio de Alfred Harderberg, que les permitió ver que las lagunas y los agujeros negros eran claro indicio de la necesidad de no perder de vista al hombre del castillo de Farnholm.
Cuando keson y Wallander charlaban aquella noche del 14 de noviembre a la puerta de la comisaría, habían avanzado tanto en sus indagaciones que creían poder extraer ciertas conclusiones. Así, habían superado la primera fase, habían llevado a cabo su batida, sin que nada hubiese trascendido al exterior, y habían empezado a vislumbrar la imagen sorprendente del imperio financiero en el que Lars Borman y, en especial Gustaf Torstensson, debieron de descubrir algo que no les estaba permitido ver.
La cuestión era, pues, averiguar qué pudo ser.
El trabajo había sido agotador, pero Wallander había organizado bien sus tropas, sin dudar a la hora de responsabilizarse de las tareas más duras y, según pudieron comprobar después, menos interesantes. Revisaron la trayectoria de Alfred Harderberg, desde su cuna, como hijo de un tratante de maderas alcoholizado de Vimmerby llamado Alfred Hanson, hasta el presente, en que se encontraba en posesión de un sinnúmero de llaves que abrían las puertas de una red de negocios descomunal capaz de facturar sumas de dinero astronómicas, tanto dentro como fuera del país. En alguna ocasión, durante aquel fatigoso trabajo que resultó ser la lectura de todas las actividades económicas y de los balances contables, las declaraciones y las carteras de acciones, Svedberg sentenció:
—Simplemente, es imposible que el dueño de tanta riqueza sea un hombre honrado.
Pero, al final, fue Sven Nyberg, el huraño y quisquilloso técnico criminal, quien les proporcionó la información que precisaban. Como solía suceder, resultó ser el azar el que lo hizo tropezarse con aquella pequeña grieta en el muro de pulcritud de Alfred Harderberg, una malformación apenas visible que tan productiva resultó para ellos. Cierto que habrían corrido el riesgo de que la oportunidad se les hubiese escapado de las manos, quizá para siempre, de no haber reparado Wallander en el comentario insignificante que el técnico hizo en una ocasión, a altas horas de la noche, cuando estaba a punto de abandonar el despacho del inspector.
Eran casi las doce de la noche del miércoles. Wallander leía con avidez un informe de Ann-Britt Höglund sobre las posesiones terrenales de Alfred Harderberg, cuando Nyberg aporreó la puerta. No era el técnico un dechado de discreción, precisamente. Se movía por los pasillos de la comisaría como una apisonadora y golpeaba las puertas de los despachos de los agentes como si estuviese anunciando una detención. Aquella noche había terminado de catalogar los resultados preliminares obtenidos en el laboratorio sobre la mina que hallaron en el jardín de la señora Dunér y sobre la bomba que hizo estallar el coche de Wallander.
—Me figuro que querrás saber los resultados de inmediato —afirmó tras dejarse caer en una de las maltrechas sillas de Wallander.
—Claro. Dime, ¿qué tienes? —preguntó Wallander contemplando a Nyberg con ojos enrojecidos por el insomnio.
—Nada —reveló Nyberg.
—¿Nada?
—Ya me has oído, ¿no? —espetó Nyberg irritado—. Eso también es un resultado. Es imposible determinar dónde se fabricó la mina. Creemos que puede ser de fabricación belga, de una empresa que se llama Poudres Réunies de Belgique, o como se pronuncie. Al menos, eso es lo que sugiere el tipo de explosivo. Por otro lado, no hemos hallado ninguna partícula, es decir, que la mina explotó en vertical, lo que refuerza la conjetura del origen belga. Sin embargo, no deja de ser una conjetura y la fabricación puede ser, en el fondo, de cualquier país. En cuanto a tu coche, no hemos obtenido ningún resultado que nos permita decir si introdujeron algo en el depósito o no. Vamos, que no podemos asegurar nada en absoluto. O sea, nada.
—Te creo —aseguró Wallander, que rebuscaba entre sus notas aquélla en la que había escrito algo sobre lo que deseaba consultar a Nyberg.
—Por lo que a la pistola italiana se refiere, la Bernadelli, tampoco hemos averiguado nada nuevo —prosiguió el técnico mientras Wallander tomaba nota—. No hay ninguna denuncia de robo y los propietarios que figuran en los registros tenían su documentación en orden y estaban en posesión de la pistola. Así que Per keson y tú tendréis que decidir si las requisamos y empezamos a probarlas.
—¿Crees que merecerá la pena? —inquirió Wallander.
—Puede que sí y puede que no —repuso Nyberg—. Yo opino que debemos efectuar un control de las Smith Wensson robadas, antes de requisar las otras. Eso nos llevará unos días.
—Pues eso haremos —aceptó Wallander al tiempo que garabateaba una nota recordatoria para sí mismo, antes de continuar repasando las conclusiones de Nyberg.
—No hallamos huellas dactilares en el despacho de los abogados —reveló Nyberg—. Quienquiera que disparase contra Sten Torstensson no se detuvo a dejar el dedo contra el cristal de la ventana, precisamente. Tampoco el análisis de las cartas de Lars Borman dio resultado alguno, salvo la confirmación de que era, sin duda, su letra la que había plasmada en ellas. Svedberg ha estado hablando con sus dos hijos.
—¿Qué dijeron de su manera de expresarse en las misivas? —quiso saber Wallander—. Se me olvidó preguntarle a Svedberg sobre ello.
—¿Qué pasa con la manera de expresarse?
—Sí, las cartas estaban escritas en un estilo un tanto extraño.
—Creo que Svedberg nos contó en alguna reunión que Lars Borman era disléxico, ¿no es así?
Wallander frunció el entrecejo.
—Pues yo no recuerdo nada de eso.,
—Ya; a lo mejor habías ido por una taza de café justo en aquel momento.
—Sí, es posible. Pero, de todos modos, tengo que hablar con Svedberg. ¿Algo más?
—Bueno, he estado revolviendo en el coche de Gustaf Torstensson —comentó Nyberg—. Allí tampoco detecté huellas dactilares. He examinado la cerradura del maletero y el contacto. Y también estuve hablando con el patólogo de Malmö. Creo poder afirmar que estamos de acuerdo en que no recibió el golpe en la nuca de forma accidental, al verse bamboleado contra el techo del coche, por ejemplo, pues la superficie de la herida no tiene correspondencia alguna posible en la carrocería del coche. Así que sólo cabe concluir que fue una mano dura la que lo abatió. Además, debía de estar fuera del coche cuando sucedió, a menos que hubiese alguien en el asiento trasero.
—Sí, yo también he pensado en ello —apuntó Wallander—. Lo más verosímil es que se hubiese detenido en mitad del camino y hubiese salido del coche. Entonces, alguien vino por detrás y lo golpeó. El accidente fue, pues, amañado. Pero ¿por qué se detendría en medio de la niebla? ¿Y qué lo haría bajarse del coche?
—A eso no te puedo contestar —confesó Nyberg.
Wallander dejó el bolígrafo y se echó hacia atrás en la silla. Le dolía la espalda y pensaba que debería marcharse a casa a dormir un poco.
—El único objeto llamativo que encontramos en el coche fue un recipiente de plástico, fabricado en Francia —comentó Nyberg.
—¡Vaya! Y, ¿qué contenía?
—Nada.
—Entonces, ¿por qué te resultó tan llamativo?
Nyberg se encogió de hombros y se levantó de la silla.
—Una vez vi uno igual. Hace cuatro años, durante una visita de prácticas al hospital de Lund.
—¿En un hospital?
—Así es. Yo tengo buena memoria. Aquél era exactamente igual.
—Y, ¿para qué lo utilizaban?
Nyberg había puesto ya la mano sobre el picaporte.
—¿Cómo quieres que lo sepa? —le espetó—. Comoquiera que sea, el recipiente de plástico que había en el coche de Torstensson estaba químicamente limpio de toda sustancia. Tan limpio como puede estar un recipiente que nunca ha contenido nada en absoluto.
Dicho esto, se marchó. Wallander pudo oír el eco de sus zapatazos que se alejaban hasta desaparecer pasillo arriba.
Ya solo en el despacho, apartó los montones de papeles y se levantó dispuesto a marcharse a casa cuando, chaqueta en mano, se le ocurrió una idea.
Algo de lo que Nyberg había dicho justo antes de salir del despacho le había llamado la atención.
Algo acerca del recipiente de plástico.
Enseguida cayó en la cuenta de qué se trataba, así que volvió a ocupar la silla, aún con la chaqueta en la mano.
«No puede ser», razonó. «¿Por qué habría un recipiente de plástico totalmente nuevo, sin usar, en el coche de Torstensson? Además, un recipiente vacío y de un tipo muy especial.»
Sólo se le ocurría una respuesta sensata.