El hombre sonriente (45 page)

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BOOK: El hombre sonriente
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De vuelta en su despacho, descubrió una nota sobre la mesa en la que se le indicaba que debía llamar a Sten Widén. Su amigo tardó en responder.

—Me habías llamado.

—¡Hola Roger! —saludó Sten Widén—. Nuestra amiga Sofía llamó hace un rato. Estaba en Simrishamn. Me contó algo que puede interesarte.

—¡Ah! ¿Sí?

—Sí. Al parecer, su contrato no es sólo provisional sino también de duración muy limitada.

—¿Qué quiere decir eso?

—Bueno. Por lo que ha oído, Alfred Harderberg tiene planes de abandonar el castillo de Farnholm

Wallander quedó inmóvil, con el auricular contra la oreja.

—¿Sigues ahí? —preguntó Sten Widén.

—Si, sí. Aquí estoy.

—Pues sólo era eso —repitió Widén.

Wallander se dejó caer en la silla.

Una intensa sensación de apremio lo invadió de nuevo.

15

Cuando el policía de la brigada criminal Ove Hanson regresó a su puesto de trabajo en Ystad la tarde del 25 de noviembre, puso punto final a una ausencia de más de un mes. En efecto, había pasado ese tiempo en Halmstad, donde había asistido a un curso de formación continua sobre la lucha informatizada contra el crimen, organizado por la Dirección Nacional de la Policía. Al producirse el asesinato de Sten Torstensson, Hanson llamó a Björk para preguntarle si consideraba necesario que interrumpiese el curso y regresase a Ystad. Pero Björk le contestó que continuase con lo que estaba haciendo. Tras aquella llamada, Hanson supuso que Kurt Wallander había vuelto a su puesto. Así, desde el hotel de Halmstad en que se hospedaba, llamó una noche a casa de Martinson para comprobar que así era. Martinson le corroboró la noticia y le aseguró además que, a su entender, Kurt Wallander parecía incluso más activo que antes.

Pese a estar al corriente del regreso del inspector, Hanson no estaba preparado para lo que lo aguardaba aquella mañana, cuando atravesó el pasillo de la comisaría de Ystad hasta detenerse ante la puerta del despacho que, durante la ausencia de Wallander, había sido el suyo y que ahora volvía a ocupar su antiguo propietario. Hanson dio unos leves toquecitos en la puerta, que abrió sin esperar respuesta. Al ver a Wallander, lanzó un grito de asombro y se dispuso a batirse en retirada. En efecto, el inspector, que se hallaba en el centro de la habitación sosteniendo una silla sobre la cabeza, se quedó mirando fijamente a Hanson con una expresión que, sin esfuerzo, podía interpretarse como de desvarío. Todo sucedió muy deprisa: de inmediato, Wallander dejó la silla en el suelo y recuperó un semblante algo más normal. Sin embargo, la imagen había quedado grabada en la conciencia de Hanson, que no podría olvidarla jamás. De hecho, aun después de transcurrido mucho tiempo, Hanson seguía temiendo en silencio, sin compartirlo con ninguno de sus colegas, que la locura de Wallander estallase en cualquier momento.

—Ya veo que vengo en mal momento —se excusó Hanson cuando Wallander hubo devuelto la silla a su lugar—. Sólo venía a saludarte y a comunicarte que estoy de vuelta.

—¡Vaya! ¿Te he asustado? —inquirió Wallander—. Lo siento, no era ésa mi intención. Es que acaban de darme una noticia por teléfono que me ha puesto de mal humor. Está bien que hayas venido, de lo contrario, me temo que habría estrellado la silla contra la pared.

Dicho esto, tomaron asiento, Wallander tras el escritorio y Hanson en la silla que acababa de librarse de quedar destrozada. Hanson era uno de los agentes de la brigada criminal a los que Wallander menos conocía, pese a que llevaban muchos años trabajando juntos. El carácter y la manera de ser de uno y otro diferían demasiado, lo que los hacía enredarse en discusiones exasperantes que desembocaban en incómodos enfrentamientos. No obstante, Wallander respetaba la capacidad de Hanson como investigador. Podía resultar seco y atravesado, e incluso difícil en el trabajo en equipo, pero era eficiente y persistente, y capaz de sorprender de vez en cuando a sus colegas con análisis tan perspicaces que abrían nuevas vías en investigaciones que se habían estancado. Así, Wallander lo había echado de menos repetidas veces a lo largo de todo aquel mes. Hasta consideró la posibilidad de sugerirle a Björk que lo hiciese volver de Halmstad, pero no llegó a hacerlo.

Por otro lado, Wallander sabía que, con toda probabilidad, Hanson era el colega que menos lo habría echado en falta si él no hubiese regresado nunca a su puesto, pues era bastante ambicioso, lo cual, si bien no tenía por qué ser un defecto en un policía, sí que lo había llevado a aceptar de muy mal grado que hubiese sido Wallander el heredero del halo de autoridad de Rydberg, que el propio Hanson consideraba más indicado para si mismo. No sucedió así, por lo que Wallander comprendió que Hanson no podría evitar jamás el haber quedado marcado por cierta animadversión contra él.

Existían además otros motivos, por parte del propio Wallander, que no podía soportar que Hanson dedicase tanto tiempo a apostar a los caballos de aquella forma tan insensata. Así, siempre hallaba su escritorio atestado de programas de carreras e ingeniosos sistemas de apuestas. En algunas ocasiones, Wallander se irritaba pensando que Hanson dedicaba sin duda la mitad de su horario laboral a intentar dilucidar con qué resultados correrían cientos de caballos en los distintos hipódromos del país durante las carreras de los siguientes días. Y Wallander sabía que Hanson, por su parte, odiaba la ópera.

En cualquier caso, allí estaban los dos, sentados el uno frente al otro, mientras el inspector pensaba que, en realidad, lo más importante era que el agente estuviese de nuevo con ellos, ya que significaría un incremento de recursos que reforzaría la capacidad de investigación del grupo. Y aquello era lo único importante.

—Vaya, veo que has vuelto —comenzó Hanson—. La última noticia que tuve fue que pensabas dejarlo.

—El asesinato de Sten Torstensson me hizo cambiar de idea —aclaró Wallander.

—Ya, y luego vas y descubres que también mataron al padre —comentó Hanson—. Un caso que nosotros habíamos archivado como accidente de tráfico.

—Bueno, se dieron bastante maña para ocultarlo —aseguró Wallander—. En el fondo, fue pura suerte que descubriese la pata de aquella silla incrustada en el barro.

—¿La pata de una silla? —inquirió Hanson lleno de asombro.

—En fin, necesitas tiempo para ponerte al corriente de todo —le advirtió Wallander—. Y ten en cuenta que te necesitamos, sobre todo después de la conversación telefónica que acababa de terminar cuando llegaste.

—¿De qué se trataba? —quiso saber Hanson.

—Pues, parece ser que el hombre en torno al cual estamos concentrando todas nuestras pesquisas tiene la intención de mudarse. Lo que nos ocasionará graves problemas.

Hanson lo miró sin comprender.

—Tengo que ponerme al día —concluyó Hanson.

—Yo mismo te proporcionaría un repaso a fondo de los datos y detalles, si tuviese tiempo —se excusó Wallander—. Pero habla con Ann-Britt Höglund. A ella se le da muy bien eso de sintetizar lo importante y obviar lo accesorio. Es muy, buena.

—¡No me digas!

Wallander lo miró inquisitivo.

—¿Que no te diga qué?

—Que es buena. ¿Ann-Britt Höglund, buena?

Wallander recordó un comentario que había hecho Martinson cuando él acababa de incorporarse, acerca de que Hanson sentía su puesto amenazado por la llegada de la joven.

—Así es —sostuvo Wallander—. Es ya una buena policía. Y llegará a ser mucho mejor.

—Pues a mí me cuesta creerlo —atajó Hanson al tiempo que se ponía en pie.

—Ya lo comprobarás tú mismo —apuntó Wallander—. A ver si te enteras: Ann-Britt Höglund ha venido para quedarse.

—Ya, pero yo prefiero hablar con Martinson —se empecinó Hanson.

—Bueno, haz lo que quieras —repuso Wallander.

Hanson se disponía ya a salir cuando Wallander lo retuvo con otra pregunta.

—Por cierto, ¿qué has estado haciendo en Halmstad?

—Gracias a la subvención de la Dirección Nacional de la Policía, tuve la oportunidad de echarle una ojeada al futuro —aseguró Hanson—. Vendrá un tiempo en que los policías de todo el mundo trabajarán buscando delincuentes sentados ante terminales de ordenador. Un tiempo en que estaremos interconectados en una red de comunicaciones a escala mundial, en la que toda la información recabada por los policías de los distintos países se encontrará disponible en bases de datos organizadas de forma ingeniosa y exhaustiva.

—Suena aterrador —comentó Wallander—. Y aburrido.

—Si, pero quizá también eficaz —añadió Hanson—. Aunque, para entonces, tú y yo ya estaremos jubilados.

—Ann-Britt Höglund seguro que tendrá ocasión de vivirlo —comentó Wallander—. Por cierto, ¿hay, hipódromo en Halmstad?

—Una tarde a la semana —se lamentó Hanson.

—¿Qué tal fue?

Hanson se encogió de hombros.

—Unas veces mejor y otras peor, como suele ocurrir. Hay caballos que corren como deben y caballos que no.

Hanson desapareció no sin antes cerrar la puerta tras de sí y Wallander quedó allí meditando sobre el ataque de ira que había padecido cuando supo que Alfred Harderberg pensaba trasladarse. No era frecuente que perdiese los estribos de aquella manera y le costaba recordar la última vez que se había descontrolado hasta el punto de lanzar objetos por los aires.

Ahora, de nuevo a solas en su despacho, intentó reflexionar con más calma. El que Alfred Harderberg tuviese la intención probable de abandonar el castillo de Farnholm bien podía significar que, como en tantas otras ocasiones a lo largo de su vida, había decidido cambiar de domicilio. Desde luego, no tenía por qué implicar que estuviese planeando una huida pues, en realidad, ¿de qué o adónde iba a huir? Como mucho, aquella circunstancia vendría a complicar el desarrollo de la investigación. Se verían obligados a colaborar con otros distritos policiales, dependiendo de dónde decidiese establecerse.

Existía además otra posibilidad que Wallander necesitaba confirmar sin dilación, de modo que llamó a Sten Widén. Fue una de las chicas quien respondió al teléfono. Por el timbre de su voz dedujo que era muy joven.

—Sten está en las cuadras. Ha venido el herrero.

—Pero si tiene teléfono en las cuadras —señaló Wallander—. Puedes pasarle la llamada.

—Es que ese aparato está estropeado —aclaró la muchacha.

—Pues entonces ve a buscarlo. Dile que Roger Lundin quiere hablar con él.

—¿Qué pasa ahora? —preguntó Widén, irritado por la interrupción.

—¿Dijo Sofía si Alfred Harderberg tenía la intención de irse muy lejos?

—¿Y cómo cojones iba a saberlo ella?

—No, si era sólo curiosidad. ¿No dijo nada de que pensase abandonar el país?

—Me dijo lo que ya te he contado, y nada más.

—Tengo que verla. Hoy mismo, lo antes posible.

—Te recuerdo que tiene un trabajo.

—Tendrás que inventarte algo. Ha sido empleada tuya…, algunos papeles que tenga que firmar o algo así… Tiene que haber un medio.

—Pues yo no tengo tiempo. El herrero está aquí; y el veterinario en camino. Además, tengo varias citas con algunos propietarios.

—Es importante, te lo aseguro.

—Está bien, lo intentaré. Luego te llamo.

Wallander colgó el auricular. Eran ya las tres y media de la tarde, pero decidió esperar. A las cuatro menos cuarto fue por una taza de café. Cinco minutos después, Svedberg llamaba a su puerta antes de entrar en el despacho.

—Podemos descartar al hombre de Östersund —afirmó—. Le robaron el coche matrícula efe, hache, ce, ochocientos tres en Estocolmo, hace una semana. No hay motivo para dudar de su palabra. Además, es concejal.

—¿Y por qué habríamos de confiar más en la palabra de un concejal que en la de los demás ciudadanos? —objetó Wallander—. ¿Dónde le robaron el coche? ¿Cuándo? Procura obtener una copia de su denuncia.

—¿De verdad que es tan importante? —inquirió Svedberg.

—Puede que lo sea —sentenció Wallander—. Además, no representa una cantidad de trabajo desproporcionada. ¿Has hablado con Hanson?

—De pasada —admitió Svedberg—. Está con Martinson, revisando todo el material de la investigación.

—Pues déjale a él esa tarea —ordenó Wallander—. No está mal, para empezar.

Svedberg se marchó y dieron las cuatro y cuarto sin que Widén llamase por teléfono. Wallander fue a los servicios tras solicitar en recepción que tomasen nota de las posibles llamadas. Alguien se había olvidado un periódico vespertino que él se puso a hojear distraído. A las cinco menos veinticinco se hallaba de nuevo sentado ante el escritorio. Cuando Sten Widén llamó por fin, había destrozado doce pinzas sujetapapeles.

—Bueno, les he largado una historia como un castillo —aseguró Widén—. Pero podrás verla en Simrishamn, dentro de una hora. Le dije que tomase un taxi, que tú lo pagarías. Hay una pastelería en la cuesta que baja hasta el puerto. ¿Sabes dónde está?

Wallander sabia a qué pastelería se refería su amigo.

—Recuerda que no dispone de mucho tiempo —le advirtió Sten Widén—. Y llévate unos papeles, para que pueda fingir que está rellenando algo.

—¿Crees que sospechan de ella?

—¿Cómo coño voy a saberlo yo?

—Bueno, gracias por el favor.

—Oye, tendrás que pagar también el taxi de vuelta al castillo.

—Salgo hacia allá ahora mismo —afirmó Wallander.

—Pero, ¿qué es lo que ocurre? —quiso saber Sten Widén.

—Te lo contaré cuando lo sepa —prometió Wallander—. Ya te llamaré.

A las cinco en punto, el inspector abandonó la comisaría. Cuando llegó a Simrishamn, aparcó el coche en las inmediaciones del puerto y se dirigió a pie a la pastelería. Tal y como él esperaba, la joven aún no había llegado, de modo que salió a la calle y cruzó a la acera de enfrente antes de continuar pendiente arriba. Se detuvo ante un escaparate sin dejar de observar la entrada a la pastelería. Eran las seis y ocho minutos cuando la vio acercarse caminando desde el puerto, donde supuso que la habría dejado el taxi. La muchacha entró en la pastelería mientras Wallander se quedó observando a las personas que pasaban por allí. Una vez que estuvo tan seguro como era posible estarlo de que nadie la había seguido, cruzó la calle a toda prisa. Lamentaba no haberse llevado a nadie que le ayudase a mantener los ojos abiertos. La descubrió en cuanto entró en la pastelería. Se había sentado ante una mesa situada en una esquina y, al verlo, lo miró sin saludarlo cuando llegó hasta donde ella se encontraba.

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