El hombre sonriente (30 page)

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BOOK: El hombre sonriente
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Después de la conversación se preguntó qué era lo que quería defender al manifestar aquella postura opuesta a la de su colega. ¿Acaso tenía intención de defender algo, en realidad, o no sería más bien que a Ann-Britt Höglund, mujer y más joven que él, no podía dársele toda la razón así como así?

—Pues yo creo que todos pensamos así —se empecinó ella—. Los policías reaccionan como todo el mundo. Y los fiscales también. Las vacas sagradas han de poder pastar en paz…

Así anduvieron a la deriva entre los escollos, sin terminar de hallar una guía. A Wallander le daba la impresión de que los puntos de vista se apartaban, lo que venía a confirmar algo que él llevaba ya tiempo pensando: que las diferencias generacionales se harían cada vez más patentes dentro del cuerpo de Policía. Y no se trataba tanto de su condición de mujer, como del hecho de que, simplemente, ella era portadora de otras experiencias. «Ambos somos policías, pero cada uno con una imagen del mundo diferente», se decía. «El mundo tal vez sea el mismo para los dos, pero las representaciones respectivas de ese mundo difieren bastante.»

Aparte de todas estas reflexiones, cayó en la cuenta de algo que se le antojó muy desagradable. En efecto, se percató de que aquellos razonamientos que él le había estado exponiendo a Ann-Britt Höglund podrían haber sido de Martinson, de Svedberg o incluso de Hanson, el eterno alumno de cursos de formación continua. Así pues, aquella noche del viernes, mientras conversaba con su nueva colega, no hablaba sólo por sí mismo, sino también por los demás. Y su discurso respondía al de toda una generación que parecía pronunciarse de forma unívoca cuando él, se dirigía a la joven. Lo irritaba el hecho de culpar, en su fuero interno, a Ann-Britt Höglund, demasiado segura de sí misma, demasiado terminante en sus opiniones. No le gustaba que le recordasen su propia indolencia, la escasa solidez de los puntos de vista que podía manifestar acerca del mundo y de la época que le había tocado vivir.

Le daba la impresión de que ella estuviese describiéndole un país desconocido. Una Suecia que, por desgracia, no era invención suya, sino que existía fuera de la comisaría, habitada por seres humanos más que reales.

Pese a todo, la conversación fue decayendo hasta agotarse, una vez que Wallander hubo aplacado los ánimos. Fueron a buscar más café y aceptaron unos bocadillos que les ofreció un colega de tráfico el cual, agotado o tal vez hastiado, miraba fijamente al vacío. Después de comer, volvieron al despacho de Wallander donde, a fin de evitar que el asunto de las vacas sagradas resurgiese, el inspector tomó el timón y propuso un momento de reflexión constructiva.

—Yo llevaba un elegante archivador de piel en el coche cuando éste ardió —comentó—. Me lo dieron en mi primera visita al castillo de Farnholm y ya habla empezado a leerlo. Contenía documentación sobre el imperio de Harderberg, sus títulos de doctor honoris causa, todas sus hazañas. El mecenas Harderberg. El humanista Harderberg. El Harderberg amigo de la juventud, el hombre interesado por el deporte, el protector de bienes culturales, el aficionado a la restauración de antiguos pesqueros de Öland, el doctor honoris causa en arqueología, que sufraga con generosidad el coste de excavaciones de posibles yacimientos de la Edad de Hierro en Medelpad. El aficionado a la música, que corre con los gastos de nómina y Seguridad Social de dos violinistas y un fagotista de la Orquesta Sinfónica de Gotemburgo. El magnánimo patrocinador en los países nórdicos de los estudios sobre la paz. Y todo lo que he olvidado ya. Era como si presentaran a toda la Academia Sueca en una sola persona. Con las manos limpias de la menor gota de sangre. Pero ya le he pedido a Ebba que me consiga otro ejemplar, pues habrá que leerlo e investigarlo. Hemos de procurarnos sin levantar sospechas, un buen número de resúmenes de actividades y balances contables de todas sus empresas. Tenemos que averiguar cuántas compañías posee, dónde se encuentran y a qué se dedican, qué venden, qué compran. Hemos de comprobar su valoración patrimonial y su situación fiscal. En ese sentido, acepto tu comparación con Al Capone. Necesitamos saber a cuánta información tuvo acceso Gustaf Torstensson. Hemos de preguntarnos por qué lo eligieron a él, precisamente. Debemos desvelar cada secreto y adentrarnos a hurtadillas en el cerebro de Harderberg, no sólo en su cartera. Nos veremos obligados a entrevistarnos con once secretarias sin que él se dé cuenta porque, si lo hace, el portazo unísono de todas sus puertas hará temblar su imperio entero. No podemos olvidar que, por muchos recursos que movilicemos, él tiene capacidad para enviar al campo de batalla tropas aún mayores. Y siempre resulta más fácil cerrar una puerta que, una vez cerrada, volver a abrirla, o preservar una falacia construida con ingenio que descubrir una verdad difusa.

Ella había escuchado su alocución con algo que Wallander interpretó como sincero interés. En realidad, él había estado intentando formular cuál era su posición, al tiempo que la exponía.

Sin embargo, no podía por menos de reconocer que había realizado cierto esfuerzo por aplastarla. Él era el policía, y ella debía considerarse a sí misma como una mocosa, aunque una mocosa de inteligencia acreditada.

—Esto es lo que tenemos que hacer —redondeó aún el inspector—. Y todo esto nos puede conducir a obtener la grandiosa recompensa que conlleva el no haber hallado nada en absoluto. Sin embargo, lo más importante de todo, por el momento, y también lo más difícil, es la cuestión de cómo llevar a cabo cada uno de los pasos sin que se noten. En el supuesto de que nuestras sospechas sean ciertas y de que Harderberg haya ordenado que se nos vigile o que intenten hacernos volar por los aires, y si es su brazo el que, oculto y desde la distancia, coloca una mina en el jardín de la señora Dunér, en ese caso, hemos de tener bien presente que ese hombre nos oye y nos ve. El desplazamiento de nuestras tropas no puede ser evidente; todo debe suceder como si nuestros movimientos se produjesen en medio de la más espesa niebla. ¿Cómo articular una investigación de este tipo? Ésa es la cuestión más importante que debemos plantearnos, antes de darnos la mejor respuesta imaginable.

—Es decir, que tenemos que hacer lo contrario —concluyó ella.

—Exacto. Hemos de izar una bandera que anuncie que «no tenemos el menor interés por Alfred Harderberg».

—¿Y si resulta demasiado evidente? —objetó ella.

—Eso no podemos permitirlo —negó Wallander—. Lo que significa que hemos de izar una segunda bandera. Hemos de declarar ante el mundo que «por supuesto que en los procedimientos de la investigación se incluye la figura de Alfred Harderberg, que nos resulta muy interesante en una serie de aspectos».

—¿Cómo sabremos si él se lo cree o no?

—No hay manera de saberlo, por lo que podemos izar una tercera bandera, que proclame que tenemos una pista de la que estamos seguros, que nos orienta en cierto sentido; una pista que, además, pueda parecer tan fiable que el propio Harderberg crea que en verdad vamos descaminados.

—Sí, pero él procurará asegurarse—Wallander asintió.

—Así es, y tendremos que aprender a detectar sus medios —declaró Wallander—. Sin embargo, no debemos fingir que no nos ocupamos de él. No debemos aparecer como una serie de policías torpes, sordos y ciegos que se despistan unos a otros. Hemos de descubrir sus estratagemas para luego interpretarlas de forma inteligente, aunque le hagamos creer que las interpretamos mal. Hemos de actuar como si sostuviésemos un espejo ante nuestra propia estrategia, para luego interpretar la imagen que aquél nos devuelva.

Ella lo miraba con expresión de profunda meditación.

—¿Crees que lo conseguiremos, que Björk aceptará? Y, además, ¿qué dirá Per Åkeson?

—Cierto, ése será nuestro primer gran problema —convino Wallander—. Convencernos a nosotros mismos de que nuestra idea es acertada. Nuestro jefe de policía tiene una habilidad que compensa buena parte de sus facetas menos afortunadas: si nosotros mismos no creemos en lo que decimos o en los puntos de partida que proponemos para la investigación, lo percibe enseguida. Entonces ataca de inmediato. Y eso es algo muy positivo.

—Y, ¿una vez que nos hayamos convencido a nosotros mismos, por dónde empezamos?

—Cuando eso suceda, tendremos que procurar no fracasar en demasiados de los puntos que nos hayamos propuesto. Hemos de cabalgar en la dirección equivocada con tanta maña, que Harderberg se lo trague. Hemos de cabalgar en la dirección equivocada y en la correcta, al mismo tiempo.

Ella se levantó y se encaminó a su despacho para buscar su bloc de notas. Entretanto, Wallander aplicó el oído al escuchar a un perro policía que ladraba en algún rincón de la comisaría,

Ann-Britt volvió de su despacho y él pensó de nuevo, al verla entrar, que era una mujer muy atractiva, a pesar de la palidez de su rostro, la piel ajada por el cansancio y las ojeras.

Revisaron sus conclusiones una vez más, siempre con intervenciones muy apropiadas por parte de la policía que indicaban los puntos débiles del razonamiento de Wallander y localizaban las contradicciones. Muy a su pesar, se dio cuenta de que sus aportaciones lo inspiraban, pues eran fruto de una mente lúcida. De repente se le ocurrió pensar que no había mantenido una conversación similar a aquella desde que su colega Rydberg murió hacía unos años. Se imaginaba que había vuelto, como una especie de doble que se hubiese aparecido para poner a su disposición su experiencia a través de aquel pálido rostro de mujer.

Salieron juntos de la comisaría, poco después de las dos de la madrugada. La noche era fría y estrellada y se oía el crepitar del suelo helado bajo sus pies.

—La reunión de mañana se presenta muy larga —auguró Wallander—. Va a haber muchas objeciones, pero hablaré antes con Björk y le pediré a Per Åkeson que asista también. Si ellos no se ponen de nuestra parte, perderemos mucho tiempo buscando los medios de convencerlos.

La sorpresa de ella parecía sincera cuando afirmó:

—No les queda otro remedio que comprender que tenemos razón, ¿no?

—Bueno, no es seguro.

—¡Uf! A veces me da la impresión de que la policía sueca es una organización demasiado torpe.

—Ya, pero para eso no hace falta ser un policía recién salido de la academia —aseguró Wallander—. Björk calcula que, con el actual incremento de personal administrativo y de otras categorías que no se dedican al trabajo de campo como los investigadores o los agentes de tráfico, la actividad normal de la policía verá su fin para el año 2010. Según él, en ese año, los policías pasarán el tiempo enviándose documentos los unos a los otros.

Ella rió de buena gana.

—Vaya, puede que, después de todo, hayamos elegido la profesión equivocada.

—Quizá no sea la profesión lo erróneo —precisó Wallander—, sino la época.

Se separaron y se marcharon a casa cada uno en su coche. Wallander no dejaba de observar el retrovisor mientras atravesaba la ciudad en dirección a la calle de Mariagatan, pero no vio que lo siguiera nadie. Se sentía muy cansado aunque, al mismo tiempo, experimentaba una sensación de plenitud, como si, de repente, se hubiese abierto una puerta ante la solución al caso que tenían entre manos. Barruntaba que se acercaban días de duro trabajo.

La mañana del sábado 6 de noviembre, Wallander llamó a Björk poco después de las siete. Fue su mujer quien respondió y le pidió que llamase unos minutos más tarde pues, según le explicó, su marido estaba en la bañera. Wallander aprovechó para llamar a Per Åkeson que, le constaba, era muy madrugador y solía levantarse sobre las cinco cada mañana. El fiscal contestó de inmediato. Wallander le expuso, en pocas palabras, la conexión que creía haber detectado y en razón de la cual podía colegirse que el interés que Alfred Harderberg pudiera tener para la investigación era ya de otra naturaleza. Per Åkeson lo escuchó en silencio, sin hacer comentario alguno. Una vez que Wallander hubo concluido, le hizo una pregunta. Sólo una.

—¿De verdad crees que eso es sostenible?

Wallander se lo pensó antes de responder.

—Así es. Yo creo que esa perspectiva puede darnos la clave.

—En tal caso, no tengo objeciones que oponer, claro está. Y estoy contigo en que debemos concentrarnos en dar profundidad a la investigación. No obstante, soy de la opinión de que todo debe producirse con la mayor discreción. Lo último que necesitamos en Ystad es una situación similar a la del caso Palme.

Wallander entendía bien a qué se refería Per Åkeson. El asesinato del primer ministro sueco, aún sin resolver, constituía un misterio de diez años de antigüedad, un trauma que no sólo sumía en el abatimiento a la policía, sino también a gran parte de la población sueca. Demasiadas personas, tanto dentro como fuera del cuerpo de Policía, sabían que, con toda probabilidad, aquel asesinato no se había aclarado debido a que, desde el primer momento, la investigación fue mal dirigida porque quedó en manos de un jefe provincial de la policía que se designó a sí mismo como responsable y que resultó ser un perfecto inútil como investigador. En todas las comisarías de policía suecas se discutía sin descanso, en ocasiones con indignación, otras veces con desprecio, sobre cómo se les habrían escurrido de entre las manos el asesinato, el asesino y el plan entero. Uno de los errores más funestos de aquella investigación tan catastrófica había sido precisamente que los mandos policiales hubiesen impuesto a los investigadores unas directrices concretas para las pesquisas, sin contar con la cobertura suficiente para sus prioridades. Wallander estaba, pues, de acuerdo con Per Åkeson: un crimen tenía que estar prácticamente resuelto antes de que la policía pudiese permitirse el lujo de poner toda la carne en el asador.

—Me gustaría que estuvieses presente en la reunión de esta mañana —rogó Wallander—. Hemos de tener muy claro nuestro objetivo. No quiero que el equipo de investigación llegue a dividirse pues, si eso sucede, nuestras posibilidades de hacernos con la nueva situación disminuirán de forma drástica.

—Claro, iré —prometió Per Åkeson—. En realidad, pensaba ir a jugar al golf esta mañana pero, con el tiempo que hace, no me importa dejarlo para otro día.

—Seguro que en Uganda hace calor —lo provocó Wallander—. ¿O era a Sudán adonde ibas?

—Ni siquiera he hablado de ello con mi mujer —repuso Per Åkeson a media voz.

Tras concluir la conversación, se tomó otra taza de café y llamó de nuevo a Björk. En esta ocasión fue el propio comisario jefe quien respondió a la llamada. Wallander había tomado la determinación de no decir una palabra acerca de los hechos que habían precedido a su primera visita al castillo de Farnholm. Prefería no hacerlo por teléfono, pues consideraba necesario tener a Björk frente a sí para referírselo. De modo que fue bastante escueto por teléfono.

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