La luz de la ventana se posó en la piel que se vislumbraba por su vestido entreabierto. Ella le desabrochó el cinturón y los tejanos y le retiró la camisa de modo que pudiera quitársela de los hombros.
Momentáneamente cegado mientras se despojaba de su camiseta, Tom notó las manos de Annie en su pecho. Bajó la cabeza y la besó de nuevo entre los senos y aspiró profundamente su fragancia, como si quisiera inundar con ella sus pulmones. Suavemente le bajó el vestido.
—Oh, Annie.
Ella separó los labios pero no dijo nada, sólo aguantó su mirada, se llevó las manos a la espalda y se soltó el sujetador. Era corriente, blanco y con ribetes de encaje sencillo. Deslizó los tirantes por los hombros y lo dejó caer. Su cuerpo era hermoso, su piel pálida excepto en el cuello y los brazos, donde el sol la había vuelto de un dorado cubierto de pecas. Tenía los pechos más grandes de lo que él había pensado, pero aún eran firmes, y sus pezones grandes y erectos. Posó las manos en ellos y luego la cara, y notó que los pezones se ponían tiesos al rozárselos con los labios. Ella tenía las manos en la cremallera de sus tejanos.
—Por favor —susurró.
Él retiró la descolorida colcha de la cama, apartó las sábanas y ella se acostó y lo miró quitarse las botas y los calcetines y luego los tejanos y el calzoncillo. Y él no tuvo vergüenza ni notó que ella la tuviese, pues ¿qué motivo había para sentir vergüenza de algo que escapaba a su voluntad impulsado por una fuerza interior que no sólo conmovía sus cuerpos sino también sus almas y nada sabía de vergüenzas ni de cosas parecidas?
Tom se arrodilló en la cama al lado de Annie, que alargó la mano y tomó su pene erecto. Inclinó luego la cabeza y rozó con sus labios el borde del mismo con tal delicadeza que él se estremeció y tuvo que cerrar los ojos buscando un registro más grave más tolerante.
Cuando se aventuró a mirarla de nuevo descubrió en sus ojos la misma expresión de deseo que sabía empañaba los suyos. Ella se tumbó de espaldas y levantó las caderas para que él le quitara las bragas. Eran corrientes, de algodón gris claro. Tom pasó la mano por el promontorio que ocultaban y a continuación se las bajó con suavidad.
El triángulo de vello que revelaron era espeso, tupido, y de un ámbar muy oscuro. Sus rizadas puntas captaron el último vislumbre de luz. Un poco más arriba pasaba la cicatriz pálida de una cesárea. Al verla él se emocionó, sin saber por qué, y bajó la cabeza para recorrer su dibujo con los labios. El roce del vello en su cara y el cálido y dulce aroma que allí encontró lo impresionaron todavía más, entonces levantó la cabeza y se apoyó en los talones para recobrar el aliento y verla mejor.
Contemplaron sus respectivas desnudeces, dejando que sus ojos merodearan ávidos e incrédulos por sus cuerpos. El aire estaba impregnado de la urgente sincronía de sus respiraciones y la habitación parecía hincharse y plegarse a su ritmo, como si fuera un pulmón.
—Ven, entra —susurró ella.
—No tengo nada con que…
—Es igual. No hay problema. Entra, ven.
Frunciendo ligeramente el entrecejo en una expresión de ansiedad, ella volvió a tomar su pene erecto y al cerrar sus dedos en torno a él sintió que estaba tomando posesión de la raíz misma de su ser. Él se aproximó de nuevo y dejó que ella lo guiara hacia su cuerpo.
Mientras veía cómo Annie se abría ante él y sentía la suave colisión de sus carnes, Tom volvió a ver repentinamente aquellos pájaros sin nombre, negros y de anchas alas, planeando allá abajo sobre el verde del río. Sintió como si regresara de un exilio remoto y pensó que allí, y sólo allí, podría recuperar la integridad.
Cuando Tom la penetró, a Annie le pareció que vertía en su ijada una especie de oleada caliente que recorría lentamente su cuerpo hasta bañar y surcar los caminos de su cerebro. Sintió la hinchazón dentro de ella, sintió la deslizante fusión de sus dos mitades. Sintió en sus pechos la caricia de sus manos duras y al abrir los ojos lo vio inclinar la cabeza para besárselos. Sintió el desplazamiento de su lengua, sintió cómo le cogía el pezón con los dientes.
Su piel era pálida, aunque no tanto como la de ella, y en su torso, donde podía verse el dibujo de las costillas la cruz de pelo era de un tono más oscuro que el de su cabeza. Tal como en cierto modo Anme había esperado, el cuerpo de Tom era flexible y anguloso, debido a su ocupación. Se movía sobre ella con la misma confianza que le había visto poner de manifiesto en cada cosa que hacía, sólo que ahora, centrada exclusivamente en ella, esa confianza era a un tiempo más intensa y evidente. Annie se preguntó cómo era posible que ese cuerpo que nunca había visto, cómo esa carne, ese sexo que no había tocado jamás, le resultasen tan familiares y encajasen tan bien en ella.
La boca de él excavó el hueco de su brazo. Annie notó que su lengua lamía el vello que desde su llegada al rancho había dejado crecer de nuevo. Volvió la cabeza y vio las fotografías enmarcadas en lo alto de la cómoda. Y durante una fracción de segundo, aquella visión supuso para ella la amenaza de conectar con otro mundo, un lugar que estaba en trance de modificar y que, sabía, la colmaría de culpa si se permitía aunque sólo fuera una mirada. «Todavía no», se dijo, y le levantó la cabeza con ambas manos buscando a ciegas el olvido de su boca.
Cuando sus bocas se separaron, él se echó hacia atrás y la miró, y por primera vez sonrió mientras se movía sobre ella al lento vaivén de sus cuerpos acoplados.
—¿Recuerdas el primer día que fuimos a montar? —dijo ella.
—Perfectamente.
—Aquellas águilas, ¿las recuerdas?
—Sí.
—Eso es lo que somos nosotros ahora. Una pareja de águilas.
Él asintió. Se miraron a los ojos, esta vez sin sonreír, dominados por una urgencia anticipada, hasta que ella vio la crispación en su cara y lo sintió estremecerse y, después, explotar, inundando su interior. Annie elevó las caderas y al mismo tiempo sintió en su ijada un lento implosionar de carne que corría hacia sus entrañas y luego daba sacudidas y se extendía en oleadas hasta el último rincón de su ser, llevándolo a él consigo hasta que llenó todo su cuerpo y fueron un único e indistinguible ser.
Tom despertó al alba y al instante sintió la tibieza de ella durmiendo a su lado, pegada a su cuerpo, acurrucada en el abrigo de su brazo. Podía notar su aliento en la piel y el suave subir y bajar de sus pechos contra el costado. Annie tenía la pierna derecha encima de la de él, que podía notar en el muslo el cosquilleo de su vientre. Tenía la palma de la mano derecha sobre el pecho de él, a la altura del corazón.
Era ese momento esclarecedor en que normalmente los hombres se marchan y las mujeres quieren que se queden. El mismo había conocido muchas veces ese impulso de escabullirse al amanecer como un ladrón. Era algo que parecía ser fruto no tanto de la culpa como del miedo, miedo a que ese bienestar o esa camaradería que las mujeres parecían desear a menudo tras una noche de sexo fuese en cierto modo demasiado comprometedora. Tal vez estaba en juego alguna fuerza primordial, uno sembraba su semilla y salía pitando.
De ser así, esa mañana Tom no sintió lo mismo.
Permaneció muy quieto y se le ocurrió que quizá temía que despertara. En ningún momento, a lo largo de sus muchas horas de incansable avidez, había mostrado ella síntoma alguno de remordimiento. Pero él sabía que con el alba vendría, si no el arrepentimiento, sí un punto de vista más frío. Así, permaneció quieto en la luz que empezaba a revelarse, atesorando bajo el brazo la descuidada calidez sin culpa de su cuerpo.
Se durmió otra vez y despertó más tarde al oír el motor de uncoche. Annie descansaba ahora de costado y él estaba acoplado a los contornos de su espalda, con la cara hundida en su nuca perfumada. Al apartarse un poco, ella murmuró algo pero sin despertarse. Él salió de la cama y recogió su ropa en silencio.
Era Smoky. Había aparcado junto a sus dos coches y estaba inspeccionando el sombrero de Tom, que había quedado toda la noche sobre el capó del Chevrolet. Su gesto de preocupación se tornó en sonrisa de alivio cuando oyó cerrarse la puerta mosquitera y vio que Tom se acercaba a él.
—Hola, Smoky.
—Pensaba que te habías ido a Sheridan.
—Sí. Ha habido un cambio de planes. Perdona, pensaba llamarte por teléfono.
Había telefoneado al hombre de los potros desde una gasolinera en Lovell para decir que lo sentía mucho pero no podía ir a verlo, pero se había olvidado totalmente de Smoky.
Smoky le pasó el sombrero. Estaba empapado de rocío.
—Por un momento he pensado que te habían raptado unos extraterrestres. —Miró el coche de Annie. Tom se dio cuenta de que intentaba comprender la situación—. ¿Así que Annie y Grace no se han ido al este?
—Grace sí, pero su madre no pudo conseguir pasaje. Se ha quedado hasta el fin de semana, cuando vuelva Grace.
—Ya —dijo Smoky, y asintió lentamente, pero Tom comprendió que no estaba nada convencido de lo que estaba pasando. Tom miró la puerta abierta del Chevrolet y recordó que las luces también habían quedado encendidas toda la noche.
—Anoche tuve problemas con la batería —dijo—. ¿Podrías echarme una mano para ponerlo en marcha?
No aclaraba las cosas pero sirvió, pues la perspectiva de hacer algo concreto pareció disipar a Smoky todas las dudas que aún persistían.
—Cómo no —dijo—. Tengo unos cables en la camioneta.
Annie abrió los ojos y le bastó un instante para recordar dónde se hallaba. Se volvió esperando verlo allí y sintió un pequeño brotede pánico al comprobar que estaba sola. Luego oyó voces y una puerta de coche que se cerraba, y el pánico aumentó. Se incorporó y apartó las piernas del revoltijo de sábanas. Fue hasta la ventana y, al andar, sintió entre las piernas el húmedo flujo de Tom. También notó un dolorcillo que en cierto modo le resultó placentero.
Abrió apenas las cortinas y vio la camioneta de Smoky alejarse y a Tom despidiéndolo con el brazo. Luego Tom se volvió y regresó a la casa. Annie sabía que no podría verla si miraba hacia arriba y mientras lo observaba se preguntó en qué los habría cambiado la noche que habían pasado juntos. ¿Qué pensaría él de ella, después de haberla visto tan lasciva e impúdica? ¿Qué pensaba ahora ella de él?
Tom entrecerró los ojos y alzó la vista al cielo, donde las nubes ya estaban en llamas. Los perros se enredaron entre sus piernas y él les alborotó el pelo y les habló mientras caminaba y Annie supo que, al menos para ella, nada había cambiado.
Se duchó en el pequeño cuarto de baño esperando que la acometiese la culpa o el remordimiento, pero lo único que sintió fue ansiedad de saber cuáles serían los sentimientos de él. Le resultó muy extraño encontrar tan pocos objetos de tocador. Utilizó su cepillo de dientes. Colgado junto a la puerta había un enorme albornoz azul que se puso, envolviéndose en el olor de él, para volver a su habitación.
Cuando entró, Tom había descorrido las cortinas y estaba mirando por la ventana. Se volvió al oírla entrar y ella recordó que había hecho el mismo movimiento el día en que había ido a Choteau para darle su veredicto sobre
Pilgrim.
En la mesa había dos tazas humeantes. Él sonrió y Annie creyó percibir cierto recelo en su actitud.
—He hecho un poco de café.
—Gracias.
Se acercó a coger la taza y la cogió entre sus manos. De repente, juntos y a solas en aquella habitación grande y vacía parecían dos desconocidos que han llegado demasiado pronto a una fiesta. Él señaló el albornoz con la cabeza.
—Te queda bien —dijo. Ella sonrió y sorbió su café. Era fuerte y estaba quemando—. Más allá hay un baño que está mejor si quieres…
—El tuyo me parece bien.
—Smoky ha pasado por aquí. Olvidé telefonearle.
Guardaron silencio. Cerca del arroyo relinchó un caballo. Él parecía tan preocupado que Annie temió de pronto que pudiera decir que lo sentía y que había sido un error.
—Annie.
—Qué.
Él tragó saliva.
—Sólo quería decir que sea lo que sea lo que sientas, pienses o quieras hacer, está bien.
—¿Y qué es lo que sientes tú?
Él dijo simplemente:
—Que te quiero. —Luego sonrió, se encogió ligeramente de hombros y añadió—: Eso es todo.
Annie sintió que se le partía el corazón, dejó la taza sobre la mesa, fue hacia él y se abrazaron como si el mundo se hubiera doblegado ya a su separación. Ella le cubrió la cara de besos.
Tenían cuatro días antes de que Grace y los Booker regresaran, cuatro días y cuatro noches. Un prolongado momento en la estela de ahoras. Y Annie decidió que iba a pensar, vivir y respirar sólo para eso, para ese presente. Y pasara lo que pasase, fueran lo brutales que fuesen las consecuencias a que después tuviesen que hacer frente, ese momento estaría escrito de forma indeleble en sus mentes y sus corazones. Para siempre.
Hicieron otra vez el amor mientras el sol se asomaba a una esquina de la casa y se inclinaba sobre ellos con complicidad. Y después, acunada en sus brazos, ella le dijo que quería que fuesen juntos a caballo a los pastos donde se habían besado por primera vez y donde podrían estar a solas, sin nadie que los juzgara a excepción de las montañas y el firmamento.
Vadearon el arroyo poco antes del mediodía.
Mientras Tom ensillaba dos caballos y cargaba otro con todo lo que necesitaban, Annie había vuelto en coche a la casa delarroyo para cambiarse y recoger sus cosas. Cada uno aportaría comida. Aunque ella no lo dijo ni él lo preguntó, Tom sabía que ella telefonería a Nueva York para darle a su marido una excusa. Él había hecho lo mismo con Smoky, que estaba un poco aturullado con tanto cambio de planes.
—Conque a inspeccionar el ganado, ¿eh?
—Sí.
—¿Solo o…?
—No. Con Annie.
—Oh. Bueno.
Siguió una pausa y Tom casi oyó cómo Smoky sumaba mentalmente dos y dos son cuatro.
—Smoky, te agradecería que no se lo contaras a nadie.
—Pues claro, Tom. Descuida.
Dijo que iría a echar un vistazo a los caballos tal como habían quedado. Tom sabía que en ambas cosas podía confiar en él.
Antes de partir, Tom bajó a los corrales y llevó a
Pilgrim
al campo junto con algunos potros que había entrenado. Normalmente
Pilgrim
echaba a correr enseguida con ellos, pero esa vez se quedó pegado a la puerta viendo cómo Tom volvía a donde había dejado los caballos ensillados.