El hombre que susurraba a los caballos (20 page)

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Authors: Nicholas Evans

Tags: #Narrativa

BOOK: El hombre que susurraba a los caballos
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En la cena Grace estuvo jugueteando con su comida y sólo habló cuando se le preguntaba algo. Los tres adultos se esforzaron por mantener la conversación, pero hubo momentos en que el único sonido era el de los cubiertos. Hablaron de Harry Logan, de Chatham y de un nuevo brote de la enfermedad de Lyme que tenía a todos preocupados. Elliott dijo que conocían una chica de la edad de Grace que la había cogido y cuya vida había sufrido un cambio espantoso. Connie lo fulminó con la mirada y él se puso un poco colorado y cambió rápidamente de tema.

Tan pronto terminaron de cenar, Grace dijo que estaba cansada y que si no les importaba se iba a acostar. Annie se ofreció a acompañarla, pero su hija se negó. Dio educadamente las buenas noches a la pareja. Mientras caminaba hacia la puerta, el bastón resonó en el suelo hueco y Annie captó la mirada en los ojos de la pareja.

Al día siguiente, se levantaron muy temprano y Annie condujo prácticamente sin parar hasta Iowa cruzando Indiana e Illinois. Y durante todo el día, mientras el continente se abría alrededor, Grace se refugió en su silencio.

La última noche la pasaron cerca de Des Moines, en casa de una prima lejana de Liz Hammond casada con un agricultor. La casa, que se alzaba al final de ocho kilómetros de camino en línea recta, estaba aislada como en un planeta propio donde los inquebrantables surcos del arado se extendían hacia los cuatro puntos cardinales.

Eran gente callada y religiosa, baptistas, pensó Annie, y lo más distintos de Liz que uno podía imaginar. El agricultor dijo que Liz les había contado lo de
Pilgrim,
pero Annie se dio cuenta de que al ver el caballo se sobresaltó. La ayudó a darle de comer y beber y luego rastrilló y repuso cuanto pudo de la paja mojada y cubierta de excrementos sobre la que
Pilgrim
apoyaba sus peligrosos cascos.

Cenaron a una larga mesa de madera con los seis hijos del matrimonio. Todos tenían el pelo rubio y los ojos azules de su padre, miraban a Annie y Grace con una especie de cortés admiración. La comida era sencilla y sana, y para beber sólo había leche, servida con mucha nata y tibia aún en unas rebosantes jarras de cristal.

Por la mañana la mujer del agricultor les preparó huevos revueltos, menudillos y jamón casero, y justo cuando se disponían a partir (Grace ya había subido al coche), el hombre le entregó algo a Annie.

—Nos gustaría que aceptase esto —dijo.

Era un libro viejo con una descolorida cubierta de tela. La mujer del agricultor estaba de pie junto a él y ambos miraron cómo Annie lo abría. Era
The Pilgrim's Progress
[1]
, de John Bunyan. Annie recordaba que cuando sólo tenía siete u ocho años solían leérselo en la escuela.

—Nos ha parecido apropiado —dijo el hombre.

Annie tragó saliva y le dio las gracias.

—Rezaremos por ustedes —dijo la mujer.

El libro todavía estaba sobre el asiento del acompañante, y, cada vez que Annie lo veía recordaba las palabras de la mujer.

Aun cuando Annie llevaba muchos años en Estados Unidos, esa manera candida y religiosa de hablar propiciaba una reserva típicamente inglesa anclada profundamente en su ser, que provocaba cierta inquietud en ella. Pero lo que más zozobra le causaba era que aquella perfecta desconocida hubiese visto con tanta claridad que los tres necesitaban sus oraciones. Los había considerado víctimas. No sólo a
Pilgrim
y a Grace —eso era comprensible— sino también a Annie. Nadie, jamás, había visto a Annie de esa manera.

Bajo los relámpagos que surcaban el cielo en el horizonte, algo atrajo su atención. Empezó siendo poco más que una mota parpadeante y creció lentamente a medida que ella miraba, tornando finalmente a la forma borrosa de un camión. Más allá del camión vio las torres de los elevadores de grano y algo más adelante los edificios, menos altos, de un pueblo, brotando alrededor de aquéllos. Una bandada de pequeños pájaros castaños irrumpió en la carretera y fue embestida por el viento. El camión estaba ahora casi a su altura y Annie observó que el reluciente cromado de su radiador crecía y crecía hasta que pasó de largo en medio de una ráfaga de viento que hizo que el coche y el remolque se estremecieran. Grace se agitó detrás.

—¿Qué ha sido eso?

—Nada. Un camión —respondió Annie. Miró a su hija por el espejo retrovisor: estaba frotándose los ojos de sueño—. Nos acercamos a un pueblo y necesito gasolina. ¿Tienes hambre?

—Un poco.

La carretera de salida describía una larga curva en torno a una iglesia blanca de madera, totalmente aislada en un campo de hierba seca. Ante la puerta un muchacho con una bicicleta los vio pasar, y en ese momento la iglesia quedó repentinamente bañada de sol. Annie casi esperó que entre las nubes apareciera un dedo señalando hacia abajo.

Había un pequeño restaurante junto a la gasolinera, y después de llenar el depósito comieron unos emparedados de huevo y ensalada rodeadas de hombres que llevaban gorras de héisbol en las que se leían nombres de productos agrícolas, que hablaban en voz muy baja del trigo en invierno y del precio de las habas de soja. Para Annie, fue como si se expresaran en una lengua desconocida. Fue a pagar la cuenta y luego volvió a la mesa para decirle a Grace que iba un momento al lavabo y que se encontrarían en el coche.

—¿Puedes mirar si
Pilgrim
necesita agua? —dijo.

Grace no respondió.

—¿Me has oído, Grace? —preguntó Annie. Se acercó a su hija, consciente de que los granjeros que las rodeaban habían dejado de hablar. El enfrentamiento era deliberado, pero ahora lamentaba haber suscitado la curiosidad del público. Grace mantuvo la mirada baja. Terminó su Coca-Cola y el ruido del vaso al dejarlo sobre la mesa interrumpió el silencio.

—Hazlo tú —dijo Grace.

La primera vez que Grace había pensado en suicidarse fue aquel día en que regresaba en taxi de ver a la ortopeda. La pierna falsa se había hincado en la cara inferior de su fémur, pero ella había fingido que la sentía bien mientras seguía el juego a la resuelta jovialidad de su padre y se preguntaba cuál sería la mejor forma de acabar con su vida.

Hacía dos años, una niña de octavo se había lanzado a la vía del metro. Al parecer nadie había logrado comprender el motivo y Grace, como todos, se había sentido profundamente conmocionada por la noticia. Pero también secretamente impresionada; pensó en el valor que habría necesitado la niña en ese momento decisivo. Recordaba haber pensado que ella nunca sería capaz de mostrar un valor semejante y que aunque lo intentase sus músculos se negarían de un modo u otro a ejecutar esa última flexión para lanzarse.

Sin embargo, ahora veía las cosas de una manera muy distinta y podía considerar la posibilidad —aunque no el método en concreto— de forma más o menos desapasionada. La sensación de que su vida era una ruina se veía reforzada por el modo en que quienes la rodeaban procuraban fervientemente demostrar lo contrario. Deseaba con todas sus fuerzas haber muerto aquel día en la nieve junto a Judith y
Gulliver.
Pero a medida que transcurrían las semanas empezó a pensar —casi con desilusión— que ella no era de las que se suicidaban.

Lo que la frenaba era la incapacidad de ver las cosas únicamente desde su punto de vista. Le parecía muy melodramático y extravagante, más en la línea de las excentricidades propias de su madre. No se le ocurrió que tal vez era la Maclean que llevaba dentro, esos genes de abogado maldito, lo que la hacía objetivar de tal forma su propia muerte. Pues en aquella familia la culpa siempre iba en la misma dirección. Las faltas sólo las cometía Annie.

Grace quería a su madre casi en la misma medida en que se sentía injuriada por ella, y muchas veces por el mismo motivo. Su aplomo, por ejemplo, y porque siempre tenía razón. Qué bien conocía a Grace, la manera en que reaccionaría, qué le gustaba y qué no, cuál sería su opinión sobre un tema concreto. Era probable que todas las madres tuviesen esa perspicacia con respecto a sus hijas, y a veces resultaba agradable sentirse tan comprendida. Pero en general, y sobre todo últimamente, se había convertido en una monstruosa invasión de su intimidad.

Por esa y otras mil injusticias menos específicas, Grace se estaba vengando. Pues al fin, gracias a su silencio, parecía disponer de un arma efectiva. Advertía que su actitud afectaba a su madre y lo encontraba gratificante. La tiranía de Annie solía ejercerse sin ápice de culpabilidad o desconfianza en sí misma. Pero Grace sentía las dos cosas. Parecía existir un reconocimiento tácito de que no estaba bien haber obligado a Grace a sumarse a aquella aventura. Vista desde el asiento de atrás del Ford Lariat, su madre parecía un jugador apostando la vida en una última y desesperada vuelta de ruleta.

Fueron siempre hacia el oeste hasta el Missouri y luego se desviaron al norte con el río, ancho y marrón, serpenteando a su izquierda. Al llegar a Sioux City cruzaron a Dakota del Sur y siguieron nuevamente hacia el oeste por el itinerario que las llevaría hasta Montana. Atravesaron los Badlands septentrionales y vieron cómo el sol descendía sobre Black Hills en una franja de cielo naranja sangre. Viajaban en silencio y la siniestra tristeza que había entre ambas parecía ensancharse hasta mezclarse con los otros millones de penas que hostigaban aquel paisaje inmenso e implacable.

Ni Liz ni Harry conocían a nadie que viviera en aquella zona, de modo que Annie había reservado una habitación en un pequeño hotel próximo a Mount Rushmore. Nunca había visto ese monumento y siempre había querido visitarlo en compañía de Grace. Pero cuando aparcaron en el desierto aparcamiento del hotel era de noche y llovía y Annie pensó que lo único bueno de estar en aquel sitio era que no tendría que dar conversación a unos anfitriones que no conocía de nada y a quienes no volvería a ver.

Todas las habitaciones llevaban nombres de presidentes. La suya era la Abraham Lincoln. La barba de Lincoln destacaba en las estampas plastificadas que llenaban las paredes, y encima del televisor, oscurecido en parte por un llamativo anuncio en cartulina de películas para mayores de dieciocho, había un extracto del famoso discurso de Gettysburg. Había dos camas grandes, una al lado de otra, y Grace se tumbó en la más apartada de la puerta mientras Annie salía otra vez para echar un vistazo a
Pilgrim.

El caballo parecía habituarse poco a poco a la rutina del viaje. Recluido en la angosta casilla del remolque, ya no se ponía furioso cuando Annie entraba en el espacio protegido que la separaba del caballo.
Pilgrim
se arrinconaba en la oscuridad, a la expectativa. Ella notaba su mirada mientras le ponía heno y empujaba hacia él los cubos de comida y agua.
Pilgrim
nunca los tocaba hasta que ella se iba. Annie percibió la menguante hostilidad del caballo, cosa que la asustó y emocionó a la vez, de modo que al cerrar la puerta del remolque el corazón le latía con violencia.

De regreso en la habitación, Annie vio que Grace se había desnudado y ya estaba acostada. Tenía la espalda vuelta hacia la puerta y Annie no supo si estaba dormida o sólo fingía.

—¿Grace? —dijo en voz baja—. ¿No quieres comer algo?

No obtuvo respuesta. Pensó en bajar al restaurante, pero no tuvo valor. Se dio un baño caliente, pensando que el agua la relajaría. Todo lo que consiguió fue que la incertidumbre se apoderase de ella. Flotaba en el aire cargado de vapor, envolviéndola. ¿Qué diablos se había creído, arrastrando a esos dos seres afligidos por todo el país en una nueva y horripilante versión de la locura de los colonos? El silencio de Grace y el vacío inexorable de los lugares que habían atravesado hicieron que de repente se sintiese terriblemente sola. Para eliminar aquellos pensamientos, deslizó las manos entre sus piernas, empezó a palparse, a tocarse, rehusando hacer concesiones al pertinaz entumecimiento inicial hasta que por fin sintió que se humedecía, y se dejó llevar.

Aquella noche soñó que caminaba con su padre por una montaña nevada, unidos por cuerdas como los escaladores, aunque era algo que nunca habían hecho. Abajo, en la ladera opuesta, se alzaban paredes de roca y hielo que se perdían en la nada. Se encontraban en una cornisa, sobre una delgada capa de nieve que, según había asegurado su padre, era segura. Él iba en cabeza y se volvía y le sonreía como lo había hecho en el momento en que le tomasen la fotografía favorita de Annie; era una sonrisa que expresaba con absoluta confianza que él estaba con ella y que todo iba bien. Y mientras sonreía, Annie vio que una grieta avanzaba en zigzag hacia ellos y de pronto el borde de la cornisa empezó a resquebrajarse y a caer. Ella quería gritar pero no podía, y un momento antes de que la grieta los alcanzara, su padre se volvió y la vio. Y entonces se hundió en el abismo y Annie advirtió que la cuerda que los unía serpenteaba tras él y comprendió que el único modo que tenían de salvarse era saltar al otro lado. Así, Annie se lanzó al vacío, hacia el otro lado del escollo. Pero en vez de sentir la sacudida de la cuerda al sujetarla, no hizo más que caer al vacío.

Cuando despertó era de mañana. Habían dormido mucho. Fuera llovía con más fuerza que la noche anterior. El monte Rushmore y sus efigies de piedra estaban ocultas tras un torbellino de nubes. La recepcionista les dijo que el tiempo no mejoraría pero que cerca de allí había otra talla en la roca que tal vez podrían ver, una efigie gigante de Caballo Loco.

—No, gracias —dijo Annie—. La tenemos muy vista.

Desayunaron, bajaron el equipaje y Annie condujo de nuevo hasta la interestatal. Cruzaron la frontera de Wyoming y luego de bordear el sur de Devil's Tower y Thunder Basin, cruzaron el río Powder y siguieron hasta Sheridan, donde por fin dejó de llover.

A medida que avanzaban crecía el número de conductores que lucían sombrero de vaquero. Algunos se tocaban el ala y levantaban ceremoniosamente la mano a modo de saludo. El sol dibujaba arcos iris en los penachos de humo que dejaban al pasar.

Llegaron a Montana por la tarde. Pero Annie no se sintió aliviada ni satisfecha en sentido alguno. Había intentado con todas sus fuerzas que el silencio de Grace no la afectase. No había parado de cambiar de emisora en la radio del coche, escuchando predicadores de Biblia y puñetazo en la mesa, informes ganaderos y más clases de música country de las que había creído que existiesen. Pero no hubo manera. Se sentía comprimida en un espacio cada vez más angosto, limitado por el peso del pesimismo de su hija y de su propia ira desbordante. Por fin, no pudo más. Ya llevaban recorridos unos sesenta kilómetros en Montana cuando, sin mirar ni preocuparse de a donde conducía, se desvió por la primera salida de la autopista.

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