Continuaba buscando aquel muro de Berlín interior e inexistente.
Una tarde de primeros de junio, Wallander recibió una llamada de un anciano que al inspector le costó localizar en sus recuerdos. A pesar de que su nombre enseguida le resultó familiar, no conseguía situarlo. Cosa nada extraña, puesto que Wallander llevaba diez años sin verlo y, cuando lo conoció, sólo se cruzó con él en un par de ocasiones.
La última vez que se vieron fue en el entierro del padre de Wallander. El individuo se llamaba Sigfrid Dahlberg y era uno de los vecinos que a veces le ayudaba a su padre a retirar la nieve y a mantener despejado el pequeño sendero de gravilla. En pago y agradecimiento, su padre le regalaba uno de sus cuadros cada año. Wallander le explicó un día que al vecino podía parecerle excesivo tener en sus paredes una decena de cuadros todos iguales, pero su padre recibió la observación con desabrida mudez. Ya muerto el padre y una vez vendida la casa, Wallander perdió el contacto con la familia Dahlberg. Ahora, al cabo de los años, el viejo Sigfrid llamaba para consultar algo. Su esposa Aina, a la que Wallander no habría visto más que una vez en su vida, no tardaría en morir. En efecto, la mujer sufría un cáncer incurable, no había remedio alguno para su mal y ya se había reconciliado con su destino.
—Pero la pobre dice que quiere ver al inspector —dijo Dahlberg—. Al parecer, quiere confesarte algo, aunque ignoro qué puede ser.
Wallander dudó unos minutos, pero al mismo tiempo, tenía curiosidad, de modo que se sentó al volante y se puso en marcha camino de la residencia de Hammenhög donde residía Aina.
En la recepción lo recibió una enfermera que le explicó sonriente que había sido compañera de instituto de Linda. La joven lo acompañó a la sección de Aina Dahlberg. Wallander sintió un gran pesar al ver a todos aquellos ancianos que o bien se arrastraban con sus andadores o bien miraban fijamente la pared, inmersos en el silencio y el aislamiento. Su temor a la vejez no había disminuido con los años, antes al contrario, cada día era más intenso. Se la imaginaba como una red que, invisible y cautelosa, lo arrastraba hasta un punto en que ya no sería capaz de manejarse por sí solo. Siempre lo dejaban muy preocupado los reportajes en la prensa y la televisión que denunciaban el estado cada vez más depauperado de la atención a los mayores, por lo general en residencias privadas, donde reducían el personal mucho más allá de un mínimo decente.
La enfermera y Wallander se detuvieron ante una puerta.
—Está muy enferma —le dijo la enfermera—. Pero tú eres policía, así que habrás visto a mucha gente en los estados físicos más variados, ¿me equivoco? En ese instante, Wallander lamentó haber aceptado ir a visitar a Aina Dahlberg. La señora Dahlberg estaba escuálida, tenía la boca abierta y observaba a Wallander con ojos vidriosos y cierta expresión de lo que él interpretó como un profundo horror. Olía a orina, pensó el comisario, «exactamente igual que mi padre durante los últimos años de su vida, cuando vivía solo, cuando no estaba Gertrud para compadecerse de él». Se acercó a la cama y le rozó la mano. No la reconocía en absoluto, pero en algún lugar recóndito latía aún el destello de la mujer a la que conoció en su día. Ella sí lo reconoció y empezó a hablar enseguida, como si el tiempo apremiase, lo cual era verdad. Wallander se inclinó para oír lo que le decía. Lo que brotaba de su garganta se asemejaba más a una serie de sonidos silbantes que a una concatenación de palabras. Wallander le pidió que lo repitiese, una y otra vez, hasta que logró entenderla. Algo confuso, le preguntó cómo se encontraba: no fue capaz de impedir que aquella absurda frase se le escapase. Volvió a acariciarle la mano y se marchó.
Ya en el pasillo, vio a una mujer que dispensaba sus caricias a las hojas de una planta. Wallander se apresuró a salir de allí. Una vez fuera, recordó lo que le había dicho Aina Dahlberg. «Tu padre era un hombre que te quería muchísimo.» ¿Por qué lo habría llamado para transmitirle aquel mensaje? Sólo se le ocurría una explicación: que ella creyese que él no lo sabía y quería cerciorarse de que tuviera dicha información antes de morir.
Wallander regresó a Ystad y aparcó el coche en el puerto deportivo antes de ir a sentarse en el último banco del muelle. Era uno de los sitiales de su vida, una silla de confesión sin sacerdote a la que solía acudir cuando deseaba estar en paz y aclarar cualquier idea que lo atormentase. Había sido una primavera fría, lluviosa y desapacible, pero el calor del verano empezaba a asentarse sobre el país. Wallander se quitó la cazadora y cerró los ojos al sol. «Tu padre era un hombre que te quería muchísimo.» Él se había preguntado a menudo si era cierto. Para empezar, jamás le perdonó que se hiciera policía. Pero su vida debió de ser una mezcla de muchos elementos. Mona pensaba que su padre era un ser horrible y se negaba a acompañar a Wallander cuando éste decidía ir a visitarlo. Al final, sólo Linda y él iban a Löderup. Con Linda, el anciano siempre se mostró afable y demostró una paciencia que ni Wallander ni su hermana Kristina recordaban de su infancia.
«Era un hombre escurridizo», se dijo Wallander. «¿Me estaré volviendo como él?»
Un hombre más o menos de su edad limpiaba unas redes sentado en la borda de su bote.
Estaba completamente concentrado y amenizaba su trabajo tarareando una cancioncilla. Wallander se quedó observándolo un buen rato y pensó que en aquel instante se habría cambiado por él, del banco a la red, de la comisaría a un barco de madera bellamente barnizada.
Su padre constituyó un misterio para él. ¿Sería él también un misterio para Linda? ¿Qué diría su nieta de su abuelo? ¿Sería para ella un sombrío y taciturno ex policía que, recluido en su casa, recibiría cada vez menos visitas, cada vez a menos gente? «Temo que así ocurra», se confesó Wallander a sí mismo. «Y me asisten todas las razones del mundo para tener miedo, pues en verdad no he apreciado ni cultivado mi amistad con los demás.»
Ahora era, en muchos casos, demasiado tarde. Algunas de las personas con las que había tenido una relación íntima estaban muertas. Sobre todo, Rydberg, pero también su viejo amigo, el entrenador de caballos Sten Widén. Wallander jamás comprendió a quienes afirmaban que no había por qué interrumpir la relación con una persona sólo porque estuviese muerta, sino que la conversación bien podía continuar después de que descansaran bajo tierra. Él no lo había conseguido. Los muertos eran rostros que ya apenas recordaba y sus voces habían dejado de hablarle.
Muy a su pesar se levantó del banco, pues debía volver a la comisaría. La investigación de las agresiones en el transbordador había concluido con un condenado, pero Wallander estaba convencido de que, en realidad, fueron dos los que maltrataron a la mujer. Tenía la sensación de que no habían llegado al fondo y resultó una victoria a medias, uno fue condenado y la otra obtuvo justicia, si es que podía hablarse de tal cosa cuando a uno le habían destrozado la cara. Sin embargo, uno de los delincuentes se había escapado entre los hilos de la red y Wallander no estaba del todo seguro de que no hubiesen podido llevar a cabo la investigación de un modo mucho más exhaustivo y eficaz.
Habían dado las tres de la tarde cuando regresó de su excursión al puerto y halló sobre el escritorio un mensaje en el que le advertían de que Ytterberg lo había llamado. Quien hubiese redactado la nota añadió que era urgente. Como siempre en la vida policial de Wallander. Jamás en toda su carrera había recibido un mensaje que no fuese perentorio. De ahí que no llamase de inmediato, sino que se sentó a leer un memorando de la Dirección Nacional de la Policía, sobre el que Lennart Mattson le había pedido su parecer. Abordaba el informe una de las perennes reorganizaciones a que se veían sometidos los distintos distritos policiales del país. En esta ocasión se trataba de crear un sistema que dotase las calles de mayor presencia policial durante los fines de semana, no sólo en las grandes ciudades, sino también en núcleos urbanos más pequeños como el de Ystad. Wallander leyó los documentos con creciente indignación ante el enrevesado lenguaje burocrático y, una vez concluida la lectura, pensó que en realidad no entendía en qué consistía el asunto. Así que escribió unos comentarios sin contenido y lo guardó todo en un sobre que pensaba dejar en la taquilla del comisario cuando dejase la comisaría al final de la jornada.
Hecho esto, llamó a Ytterberg, que respondió de inmediato.
—¿Querías hablar conmigo? —preguntó Wallander.
—Sí. Ella también ha desaparecido.
—¿Quién?
—Louise. Louise von Enke. Tampoco hay rastro de ella.
Wallander se quedó sin aliento. ¿Había oído bien? Ytterberg rebuscó entre sus notas para ofrecerle una síntesis exacta.
—La familia Von Enke lleva varios años contratando los servicios de una asistenta búlgara con permiso de residencia. Si no me equivoco, se llama Sofia, como la capital de su país. Va tres veces a la semana, lunes, miércoles y viernes, y tres horas al día. El lunes pasado, cuando estuvo allí, todo parecía en orden. La asistenta búlgara es una persona que infunde confianza cuando hablas con ella, no creas. La información que nos ha dado es clara y concreta y parece de todo sincera. Además, habla extraordinariamente bien el sueco, con un toque fascinante de argot sureño que a saber de dónde viene. En fin, cuando dejó el apartamento hacia la una de la tarde del lunes, Louise se despidió diciéndole «nos vemos el miércoles». Sin embargo, cuando Sofia llegó el miércoles a las nueve, no había nadie en la casa. Algo perfectamente normal, Louise no estaba siempre en casa, de modo que Sofia no le dio más importancia. Pero al llegar esta mañana, se dio cuenta de que algo no iba bien. Tiene la certeza absoluta de que Louise no ha estado en el apartamento desde el miércoles. Todo ofrecía el mismo aspecto que cuando ella se marchó después de limpiar. Louise nunca había estado fuera tanto tiempo sin avisarle, pero no había dejado ningún mensaje, nada, sólo encontró el apartamento desierto. Sofia llamó a Copenhague para hablar con el hijo de Louise, que le comunicó que habló con su madre el domingo, es decir, hace cinco días. Y el hijo me llamó a mí. Por cierto, ¿tú tienes idea de a qué se dedica exactamente?
—Dinero —respondió Wallander—. Dinero y nada más.
—Vaya, suena a que tiene un trabajo fascinante —replicó Ytterberg meditabundo. Tras este inciso, volvió a sus notas—. Hans me dio el teléfono de Sofia, que estuvo conmigo cuando fui a inspeccionar el apartamento. Resulta que la dama búlgara posee un profundo conocimiento del contenido de los armarios y esas cosas. Y me dijo lo último que habría deseado oír. Supongo que te imaginas qué.
—Sí —afirmó Wallander—. No faltaba nada.
—Exacto, eso me dijo. Ninguna maleta, nada de ropa, ni el monedero, ni siquiera el pasaporte, que estaba en el cajón donde Sofia sabía que ella lo guardaba.
—¿El móvil?
—Lo había dejado cargando en la cocina. Te aseguro que cuando lo vi, empecé a preocuparme de verdad.
Wallander no dejaba de darle vueltas a todo aquello. Jamás se habría imaginado que tras la desaparición de Håkan von Enke vendría otra más.
—Es muy desagradable —afirmó al fin—. ¿Existe alguna explicación lógica?
—No que yo haya podido descubrir. He llamado a sus amigos más íntimos, pero ninguno la ha visto ni ha sabido nada de ella desde el domingo, día en que llamó a una tal Katarina Lindén para preguntarle qué tal era un hotel de montaña noruego en el que la señora Lindén por lo visto se había alojado. Según Katarina Lindén, su amiga Louise von Enke sonaba como siempre. Después de esa conversación nadie parece haber hablado con ella. Los que llevamos la desaparición del marido vamos a celebrar una reunión y quería llamarte antes. A decir verdad, para saber cuál es tu primera reacción.
—Lo primero que se me ha ocurrido pensar es que ella conoce el paradero de Håkan y que ha decidido ir a su lado, pero claro, el pasaporte y el móvil indican lo contrario.
—Sí, yo también pensé algo parecido, aunque lo dudo tanto como tú.
—¿No crees que podría existir una explicación plausible? Podría haber enfermado o haberse caído por la calle, ¿no?
—En cuanto me dieron la noticia llamé los hospitales. Según Sofia, de la que no hay motivo alguno para dudar, Louise no salía sin llevar el documento de identidad en el bolsillo de la chaqueta o del abrigo, y puesto que no lo hemos encontrado en casa hemos de pensar que lo llevaba consigo cuando salió. Wallander se preguntó por qué Louise no le habría contado que tenían una asistenta que iba a limpiar tres veces por semana. Tampoco Hans la había mencionado. Claro que aquello no tenía por qué significar nada. La familia Von Enke pertenecía a una clase social donde las asistentas se daban por supuestas: no había que hablar de ellas; sencillamente, existían.
Ytterberg le prometió que lo mantendría informado, y ya a punto de dar por finalizada la conversación, Wallander le preguntó si había hablado con Atkins, y le contó que él y el amigo norteamericano de Von Enke se habían conocido durante su visita a Estocolmo.
—¿Crees que posee algún tipo de información? —preguntó Ytterberg incrédulo. A Wallander le resultó un tanto extraño que Ytterberg no conociese el grado de intimidad de las dos familias. ¿Acaso Atkins le dio a él una versión distinta de la que le había ofrecido a Wallander?
—¿Qué hora es en California? —preguntó Ytterberg—. No tiene ningún sentido llamar para despertar a la gente a media noche.
—La diferencia horaria con la costa este de Estados Unidos es de seis horas —aclaró Wallander—. Ignoro cuál será con California, pero puedo averiguarlo y llamarlo yo mismo.
—De acuerdo —resolvió Ytterberg—. Pide la llamada a través de operadora, así puedes cargárnosla a nosotros.
—Mi teléfono del trabajo no está bloqueado aún —respondió Wallander—. No creo que permitan que la policía se vea abocada a la quiebra por no pagar el teléfono. Aún no hemos llegado tan lejos.
Wallander llamó al número de información telefónica, donde le dijeron que existía una diferencia horaria de nueve horas con California. En San Diego eran las seis de la mañana, de modo que decidió esperar un par de horas antes de llamar a Atkins. En cambio, sí que llamó a Linda. Su hija ya había hablado más que de sobra con Hans, que seguía en Copenhague.
—Pásate por aquí —le dijo Linda—. Yo no voy a salir y Klara duerme en el cochecito.