—¿Estuviste en contacto con Håkan durante aquellos días de tan intensa actividad?
—Håkan me llamó.
—¿A casa o a bordo de la nave?
—Al caza. En aquella época, yo no estaba nunca en casa. Se suspendieron todos los permisos. Podría decirse que había alerta máxima. No hay que olvidar que fue durante aquella época dorada en que casi nadie tenía un teléfono móvil. Los reclutas que prestaban servicio en la centralita bajaban y nos avisaban cuando alguien nos llamaba por teléfono. Él solía llamarme por las noches. Y me pedía que hablase desde mi camarote.
—¿Por qué?
—Supongo que no quería que nadie oyese nuestras conversaciones.
Respondía con cierta hosquedad y displicencia. Y no dejaba de machacar el pastel con el tenedor.
—Entre el 1 y el 15 de octubre hablamos prácticamente todas las noches. En realidad, no creo que le permitiesen hablar conmigo como lo hacía, pero nosotros confiábamos el uno en el otro. Sentía el peso de la responsabilidad. Podían errar en el lanzamiento de alguna carga de profundidad y hundir el submarino en lugar de obligarlo a emerger.
Sten Nordlander había aplastado totalmente los restos del pastel hasta dejarlo convertido en una masa muy poco apetitosa. Dejó el tenedor y cubrió el plato con una servilleta de papel.
—La última noche me llamó tres veces. A última hora de la noche o, más bien, de madrugada, se puso en contacto conmigo por última vez.
—¿Tú seguías a bordo del caza?
—Estábamos a menos de una milla al sudeste de Hårsfjärden. Hacía viento, pero no soplaba a demasiada velocidad. A bordo teníamos alerta máxima. Obviamente, los oficiales sabían lo que pasaba, pero el resto de la dotación sólo estaba en alerta sin saber los motivos.
—¿Crees que existía la posibilidad real de que os enviaran a la caza del submarino?
—Bueno, no sabíamos cuál sería la respuesta de los rusos si hacíamos emerger a uno de sus submarinos. Cabía pensar que decidiesen intentar liberarlo. Al norte de Gotland había buques de guerra rusos que avanzaban despacio hacia donde nos hallábamos nosotros. Uno de nuestros telegrafistas dijo que jamás había visto entre los rusos un intercambio tan intenso por radio, ni siquiera durante las maniobras de mayor envergadura realizadas en la costa báltica. Estaban nerviosos, y no era para menos. Guardó silencio en cuanto Marie entró a preguntarles si querían más café, pero ambos contestaron negativamente.
—Bien, abordemos lo más importante —propuso Wallander—. ¿Qué opinabas de que se dejase ir al submarino detenido?
—No daba crédito, por supuesto.
—¿Cómo te enteraste tú?
—De repente, Nyman recibió órdenes de retroceder, de que nos retirásemos hacia Landsort y que aguardásemos allí. No nos dieron la menor explicación y Nyman tampoco es de los que hacen preguntas innecesarias. Yo estaba en la sala de máquinas cuando me avisaron de que tenía una llamada, de modo que subí corriendo a mi camarote. Era Håkan. Me preguntó si estaba solo.
—¿Solía preguntarte si había alguien cerca?
—Sólo aquel día, en las demás ocasiones no lo hizo. Le dije que sí. Insistió en que era importante que le dijese la verdad. Recuerdo que casi me enfadé. De repente me di cuenta de que había dejado el puente de mando y de que me llamaba desde un teléfono público.
—¿Cómo lo supiste? ¿Te lo dijo él?
—No, pero oí cómo introducía las monedas. En la sala de oficiales había uno de esos teléfonos. Puesto que no podía ausentarse mucho de la sala de mandos, no más de lo que invertiría en ir al lavabo, me figuro que fue hasta allí a la carrera.
—¿Te lo dijo él?
Sten Nordlander lo escrutó airado.
—Quién es aquí el policía, ¿tú o yo? ¡Lo oí jadear!
Wallander no se dejó amilanar, sino que asintió con calma y lo invitó a continuar con un gesto.
—Podría decirse que estaba indignado, iracundo y asustado a un tiempo. Parecía acorralado. Me gritaba al teléfono que aquello era traición y que pensaba negarse a obedecer las órdenes y lanzar una bomba contra aquel submarino, dijesen lo que dijesen. Y entonces se le acabaron las monedas. Sonó como si alguien cortase la cinta de una grabación sonora.
Wallander se lo quedó mirando fijamente, como aguardando a que siguiera.
—Eso son palabras mayores. Traición.
—Ya, ¡pero es lo que fue! Traición a la patria. Dejaron libre a un submarino que violó nuestras fronteras.
—¿Quién era el responsable?
—Uno, o unos, del alto mando que decidió dar marcha atrás. No querían obligar a emerger a un submarino ruso.
Un hombre con una taza en la mano entró en la sala, pero Sten Nordlander le clavó una mirada tan elocuente que el individuo se retiró enseguida y fue a buscar mesa en otra sala.
—Ignoro quién o quiénes fueron. La cuestión del «porqué» puede resultar más fácil de responder. Aunque, claro, serán meras especulaciones. Lo que no se sabe, no se sabe.
—A veces es necesario pensar en voz alta. Incluso para los policías.
—Supongamos que a bordo de aquel submarino había algo a lo que las autoridades suecas no debían tener acceso.
—¿Algo como qué?
Sten Nordlander bajó la voz. No mucho, pero lo suficiente para que Wallander se percatase de ello.
—Vayamos más allá en dicha suposición y digamos que no se trataba de «algo», sino de «alguien». ¿Qué habría pasado si hubiesen encontrado a bordo a un oficial sueco? Es un ejemplo, claro.
—¿Qué te hace pensar eso?
—No es idea mía. Era una de las teorías de Håkan. Y tenía muchas.
Wallander reflexionó antes de continuar. De pronto, cayó en la cuenta de que debería haber ido anotando cuanto Sten Nordlander le confiaba.
—¿Qué sucedió después?
—¿Después de qué?
Sten Nordlander empezaba a irritarse de veras, pero Wallander no supo si se debía a sus preguntas o la preocupación que sentía por la desaparición del amigo.
—Håkan me contó que estuvo haciendo preguntas —confesó Wallander.
—Sí, intentó investigar lo sucedido. Por supuesto la mayor parte de la documentación al respecto era secreta. Parte de los informes tenían incluso un sello de secreto especial, de modo que no serán accesibles hasta dentro de setenta años. El máximo en Suecia. Lo normal son cuarenta años. En cambio, en este caso, la lectura de ciertos documentos se prohibió por un período de setenta años. Ni siquiera la encantadora Marie que nos ha servido el café podrá leer esos papeles antes de morir.
—Bueno, recuerda que en su familia hay buenos genes —objetó Wallander.
Sten Nordlander no reaccionó al comentario.
—Håkan podía ser un hombre difícil… cuando se le metía una idea en la cabeza —prosiguió Nordlander—. Se sentía tan violado como las aguas territoriales suecas. Alguien había cometido una traición, y una traición grave. Pese a que había un montón de periodistas que se dedicaban al asunto de los submarinos, Håkan no estaba satisfecho. Él quería averiguarlo por sí mismo. Y arriesgó su carrera por ello.
—¿Con quiénes habló?
La respuesta de Sten Nordlander fue automática, como un golpe de fusta a un caballo invisible.
—Con todos. Preguntó a todo el mundo. Puede que le faltara el rey, pero casi. Pidió audiencia con el primer ministro, de eso estoy seguro. Llamó a Thage G. Peterson, el viejo socialdemócrata de los buenos, y le pidió una cita con Palme. Peterson le dijo que no tenía ningún hueco, pero Håkan insistió. «Pues saca la otra agenda», lo conminó. «Ésa en la que siempre se pueden meter visitas urgentes con calzador.» Y le concedieron una cita. Unos días antes de julio de 1983.
—¿Y eso te lo contó él?
—Yo lo acompañé.
—¿A ver a Palme?
—Aquel día le hice de chófer, por así decirlo. Me quedé esperándolo en el coche y lo vi con su uniforme y el capote oscuro dirigirse a la puerta y desaparecer en el edificio más sagrado del país, después del palacio real. La visita duró treinta minutos. Unos diez minutos después de que saliera del coche, un vigilante del aparcamiento dio unos golpecitos en la ventanilla para avisarme de que allí estaba permitido parar para dejar o recoger a las visitas, pero que no se podía aparcar. Bajé la ventanilla y le expliqué que aguardaba a una persona que celebraba una reunión con el primer ministro del país y que no tenía la menor intención de moverme de donde estaba. Entonces me dejó en paz. Cuando Håkan regresó, traía la frente empapada en sudor. Se marcharon directamente y en silencio.
—Nos vinimos aquí —continuó Sten Nordlander—. Y nos sentamos justo a esta mesa. Cuando salimos del coche, empezó a nevar. Aquel año, Estocolmo se tiñó de blanco. La nieve aguantó hasta Fin de Año. Entonces vino la lluvia y se la llevó.
Marie volvió con la cafetera. En esta ocasión, ambos aceptaron que les llenase la taza. Cuando Sten Nordlander se llevó un terrón de azúcar a la boca, Wallander observó que tenía dentadura postiza. Y, por un segundo, aquello lo incomodó, quizá porque se acordó de la falta de regularidad con que él visitaba al dentista.
Según Sten Nordlander, Von Enke fue muy exhaustivo con los detalles cuando le refirió su encuentro con Olof Palme. Le dispensó una afable acogida, Palme le preguntó acerca de su carrera militar y comentó con ironía su propia condición de oficial de la reserva. El primer ministro escuchó con atención lo que Von Enke había ido a comunicarle. Y Von Enke se explicó con total claridad. Según Nordlander, en lo tocante a su lealtad para con su empleador, el Ministerio de Defensa sueco, transgredió todos los límites imaginables. Al acudir al primer ministro por iniciativa propia quemó todas las naves ante el Estado Mayor y su gabinete.
Ahora ya no había vuelta atrás. Pero él tenía que decir la verdad. Le llevó más de diez minutos exponer su punto de vista. Y Palme lo escuchó, según le contó Von Enke, con la boca medio abierta y sin dejar de mirarlo a los ojos. Después, cuando él terminó, Palme reflexionó un instante antes de comenzar a formular sus preguntas. Ante todo, quería saber si los militares estaban seguros de la nacionalidad del submarino y si de verdad pertenecía al bloque del Pacto de Varsovia. Håkan respondió con otra pregunta, le explicó Sten Nordlander. Le preguntó de dónde habría podido ser si no. Palme no respondió, sólo hizo una mueca y meneó la cabeza. Cuando Håkan empezó a hablar de traición a la patria y de escándalo político-militar, Palme lo interrumpió y le dijo que aquella discusión debía desarrollarse de otro modo, no a solas con el primer ministro. No pasaron de ahí. Un secretario asomó discretamente por la puerta para recordarle a Palme que tenía otra cita. Cuando Håkan salió, estaba sudoroso pero al mismo tiempo aliviado. Palme lo había escuchado, dijo. Lo embargaba el optimismo y pensaba que algo ocurriría. Estaba convencido de que el primer ministro había tomado nota y comprendido su explicación del asunto de la traición. Y de que les daría un tirón de orejas a su ministro de Defensa y a su jefe del Estado Mayor y les exigiría una explicación. ¿Quién había abierto la jaula y dejado escapar así al submarino? Y, ante todo, ¿por qué?
Sten Nordlander guardó silencio y echó una ojeada a su reloj.
—¿Qué pasó después? —quiso saber Wallander.
—Era Navidad. La cosa estuvo tranquila durante unos días, pero justo antes de Fin de Año citaron a Håkan a una reunión con el jefe del Estado Mayor. Recibió una buena reprimenda por haber visitado a Olof Palme a sus espaldas. Claro que Håkan comprendió perfectamente que las críticas iban dirigidas en realidad al propio primer ministro, que no debería haber recibido a un oficial de la marina a sus espaldas.
—Pero Håkan continuó indagando sobre el asunto, ¿no es cierto? No se dio por vencido pese a que le hicieron el vacío.
—Lleva con ello desde entonces. Desde hace veinticinco años.
—Tú eras su mejor amigo. Y supongo que habló contigo de las amenazas que recibió. —Sten Nordlander asintió en silencio, sin hacer el menor comentario—. Y ahora ha desaparecido.
—Está muerto. Alguien lo ha asesinado.
Fue una respuesta fulminante y expresada con toda crudeza. Sten Nordlander mencionó la muerte de su amigo como si de una obviedad se tratase.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—¿Acaso cabe alguna duda?
—¿Quién crees que lo ha matado? ¿Y por qué?
—No lo sé. Quizás estaba en posesión de alguna información que a la larga pudiera ser peligrosa.
—Hace veinticinco años que aquellos submarinos violaron las aguas territoriales suecas. ¿Qué puede resultar ahora tan peligroso después de tantos años? ¡Por Dios santo! ¡Si ya ni siquiera existe la Unión Soviética! El muro de Berlín ha caído. Y la Alemania del Este. Todo eso pertenece al pasado. ¿Qué sombras del pasado podrían surgir ahora?
—Nosotros creemos que ya pasó todo, pero puede que haya alguien que haya estado entre bambalinas todo el tiempo y que ahora se haya cambiado de chaqueta. El reparto puede ser otro, pero la escena es la misma. —Sten Nordlander se puso de pie—. Podemos seguir otro día —le dijo a Wallander—. Me espera mi mujer.
Lo llevó de vuelta al hotel y, justo antes de despedirse, Wallander cayó en la cuenta de que tenía otra pregunta que hacerle.
—¿Confiaba Håkan en alguna otra persona tanto como en ti?
—Él no se confiaba a nadie. Quizás a Louise. Los viejos lobos de mar suelen ser reservados. No les gusta la estrechez en el terreno de la intimidad. No es que él y yo tuviésemos mucha confianza mutua, sólo algo de
más confianza
, por así decirlo.
Wallander notó que Nordlander vacilaba, como si estuviese sopesando algo. ¿Pensaba decirlo o no?
—Steven Atkins —dijo al fin—. Un capitán americano del arma submarina. Varios años más joven que él. Creo que cumplirá setenta y cinco el año que viene.
Wallander sacó el bloc de notas y apuntó el nombre.
—¿Tienes su dirección?
—Vive en California, a las afueras de San Diego. Antes estaba destinado en Groton, la gran base naval.
Wallander se preguntó la razón de por qué Louise no había mencionado antes su nombre, pero no quería molestar a Nordlander con esa cuestión, pues el hombre parecía tener prisa y ya pisaba impaciente el acelerador.
Wallander vio desaparecer pendiente arriba el reluciente turismo.
Después subió a su habitación y se puso a reflexionar sobre cuanto había oído. En cualquier caso, Håkan von Enke seguía desaparecido y él no parecía haberse acercado un solo paso a la verdad de lo ocurrido.