El hombre inquieto (15 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

BOOK: El hombre inquieto
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—¿Wallander? —gritó el hombre—. Kurt, ¿eres tú?

—¡Sí, soy yo!

—Aquí Steven Atkins. ¿Sabes quién soy?

—Sí —exclamó a su vez Wallander—. El amigo de Hakan.

—¿Ha aparecido ya?

—No.

—¿Has dicho que no?

—Eso he dicho: ¡no!

—O sea, que lleva una semana desaparecido.

—Sí, más o menos.

La línea empezaba a fallar de nuevo. Wallander supuso que Steven Atkins lo llamaba desde el móvil.

—Estoy preocupado —continuó Atkins siempre a voz en grito—. Él no es de los que desaparecen sin más.

—¿Cuándo fue la última vez que hablaste con él?

—El domingo hace ocho días. Por la tarde,
Swedish time
.

«Un día antes de que desapareciera», calculó Wallander.

—¿Lo llamaste tú o fue él quien se puso en contacto contigo?

—Fue él quien me llamó. Me aseguró que había llegado a una conclusión.

—¿Sobre qué?

—No lo sé, eso no me lo dijo.

—¿Y nada más? ¿Sólo que había llegado a una conclusión? Algo más tuvo que decirte, ¿no?

—Pues no tenía por qué, en absoluto. Era un hombre muy cauto cuando hablaba por teléfono. A veces, incluso me llamaba desde una cabina.

La línea volvía a fallar. Wallander contuvo la respiración, pues no quería perder el contacto.

—Quiero saber qué sucede —continuó Atkins—. Estoy preocupado.

—¿Te dijo si pensaba salir de viaje o algo parecido?

—Hacía mucho tiempo que no lo notaba tan feliz. Håkan a veces podía parecer sombrío. No le gustaba envejecer, temía no disponer de tiempo suficiente. ¿Tú cuántos años tienes, Kurt?

—Sesenta.

—¡Bah! Eso no es nada. ¿Tienes dirección de correo electrónico?

Wallander le deletreó su dirección con cierta dificultad, pero le advirtió que apenas la usaba.

—Te escribiré, Kurt —vociferó Atkins—. ¿Por qué no vienes a verme? Bueno, pero antes encuentra a Håkan, ¿vale?

La línea volvió a flaquear antes de cortarse bruscamente. Wallander se quedó atónito con el auricular en la mano.
Why don't you come over
? Colgó y se sentó a la mesa de la cocina. Desde la lejana California, Steven Atkins le había proporcionado una serie de datos nuevos, así, de forma directa.

Revisó punto por punto, réplica a réplica, la conversación con el submarinista norteamericano. Un día antes de su desaparición, Håkan von Enke llama a California. No a Sten Nordlander, ni tampoco a su hijo. ¿Fue una elección meditada? Y precisamente aquella llamada ¿la hizo también desde una cabina? ¿Acaso salió Von Enke de su casa justo para eso, para llamar por teléfono? Aquella pregunta carecía de respuesta. Siguió escribiendo hasta haber repasado a fondo toda la conversación. Cuando terminó, se levantó, se apartó unos metros de la mesa y observó el bloc de notas como un pintor al estudiar de lejos el cuadro que descansa en el caballete. Naturalmente, fue Sten Nordlander quien le dio su número a Steven Atkins, no había nada de extraño en ello. Atkins estaba tan preocupado como los demás, claro… ¿O acaso no lo estaba? De pronto, mientras hablaban por teléfono, a Wallander se le pasó por la cabeza que Håkan von Enke podría estar junto a Steven Atkins. Desechó la idea de inmediato, como si hubiese sido una indecencia pensarla siquiera.

Sintió un súbito hastío de aquella historia. Claro que podía estar preocupado, igual que los demás, pero no era su misión buscar al desaparecido ni andar especulando sobre las diversas circunstancias. Intentaba colmar su ociosidad a base de fantasmas, se reprochó. Tal vez como ejercicio previo a lo que lo aguardaba cuando también él se viese atrapado por la ineludible jubilación.

Preparó la comida, limpió un poco con desgana e intentó leer un libro, regalo de Linda, sobre la historia de la policía sueca. Se había dormido con el libro en el regazo cuando, de improviso, el teléfono lo sacó del sueño.

Era Ytterberg.

—Espero no llamar en mal momento —se disculpó.

—En absoluto, estaba leyendo.

—Hemos encontrado algo —le reveló—. Y quiero que lo sepas.

—¿Algún… muerto?

—Carbonizado. Lo hemos encontrado hace un par de horas en Lidingö, en un barracón de obreros reducido a cenizas. Nada lejos de Lilljansskogen. La edad puede encajar. En realidad no hay indicios de que sea él, de modo que aún no le diremos nada ni a su mujer ni a nadie de la familia.

—¿Y la prensa?

—Ni una palabra.

Aquella noche, Wallander volvió a dormir mal. Se levantó una y otra vez, echaba mano del libro sobre historia del Cuerpo de Policía de Suecia para volver a soltarlo enseguida. Jussi dormitaba ante la chimenea y lo seguía con la mirada. A veces, Wallander le permitía dormir en el interior de la casa.

Ytterberg lo llamó a las seis de la mañana. El cuerpo carbonizado que hallaron en Lidingö no era el de Håkan von Enke: el anillo que el cadáver llevaba en el dedo les permitió identificarlo como otra persona. Wallander se sintió aliviado y logró volver a conciliar el sueño hasta las nueve. Y acababa de sentarse a desayunar cuando lo llamó Lennart Mattson.

—Ya está —le anunció su superior—. El departamento de personal ha dictaminado condenarte a cinco días de reducción de salario por haber olvidado el arma.

—¿Eso es todo?

—¿No te parece suficiente?

—Más que de sobra. Bien, en ese caso, me reincorporo al trabajo. Este mismo lunes.

Y así fue. La mañana del lunes, bien temprano, Wallander volvía a ocupar su asiento ante el escritorio de su despacho.

Ahora bien, del paradero de Håkan von Enke seguían sin tener el menor rastro.

9

El hombre continuó desaparecido. Wallander se incorporó al trabajo y fue acogido por sus colegas con una sonrisa, contentos de que la medida disciplinar impuesta hubiese sido tan suave. Hubo incluso quien sugirió organizar una colecta para suplir el dinero que el Estado sueco retuviese de su salario, pero lógicamente no llegaron a tanto. Wallander sospechaba que alguno de los que le dieron la bienvenida se regocijaba en secreto de su mal, pero decidió no darle importancia. No pensaba dedicarse a detectar a los posibles hipócritas, no tenía tiempo para esas cosas. Si se acostaba pensando en los colegas que se burlaban de él a sus espaldas sólo conseguiría dormir peor por las noches.

Después de acabar con éxito investigación del caso de armas, que le valió un ramo de flores de la joven criadora de caballos, su primera tarea digna de tal nombre fue un caso de agresión grave. Sucedió en uno de los transbordadores que cubrían el trayecto entre Ystad y Polonia, una triste historia de insólita brutalidad que tenía como punto de partida la clásica situación en que no existe un solo testigo fiable y en que todos se acusan mutuamente. La agresión se produjo en un angosto camarote, la víctima fue una joven de Skurup que había emprendido aquel desafortunado viaje con su novio, al que ella sabía celoso y hombre de mal beber. Durante el viaje trabaron amistad con un grupo de jóvenes de Malmö que viajaban con un único objetivo: beber sin parar. Durante la investigación, Wallander reflexionó mucho sobre aquella circunstancia. ¿Cómo podía alguien considerar que beber sin medida y no recordar nada al día siguiente podía ser la mejor manera de pasar una noche libre?

En un principio llevó el caso él solo, con la asistencia ocasional de Martinsson, pero no fue necesario aplicar más recursos, puesto que los autores se encontraban con total probabilidad entre los jóvenes que la muchacha había conocido a bordo. De modo que si agitaba el árbol con la contundencia necesaria, sus frutos caerían al suelo sin más y él sólo tendría que seleccionarlos y clasificarlos en el cesto adecuado, uno para los inocentes y otro para aquel o aquellos que a punto estuvieron de matar golpes a la chica y de arrancarle la oreja izquierda.

En cuanto al caso Von Enke, seguían sin novedad. Wallander hablaba casi a diario con Ytterberg, que continuaba sin creer que el capitán hubiese desaparecido por voluntad propia. Como indicaba el hecho de que se hubiera dejado el pasaporte en casa y de que no se hubiese registrado ningún movimiento bancario en el historial de su tarjeta de crédito. Pero ante todo, insistía Ytterberg, era el carácter mismo del desaparecido lo que desmentía la posibilidad de la fuga voluntaria. Håkan von Enke no era el típico sujeto que se quitaba de en medio y abandonaba a su esposa. Aquello no encajaba.

Wallander también solía hablar con Louise. Siempre era ella quien llamaba, por lo general hacia las siete, cuando él ya estaba en casa cenando cualquier cosa cocinada sin esmero. Wallander intuía que la mujer ya se había reconciliado con la idea de la muerte de su marido. De hecho, le confesó que ya podía conciliar el sueño por las noches, aunque no sin consumir grandes dosis de somníferos. «Todos permanecen a la espera», se decía Wallander una vez concluida la conversación con Louise. «En estos momentos se considera que ha desaparecido sin dejar el menor rastro. Se ha esfumado, como suele decirse. Pero ¿estará corrompiéndose en algún lugar o se encontrará cenando tranquilamente en estos momentos? Quizás en otro planeta, con otro nombre, compartiendo mesa con alguna celebridad para nosotros desconocida».

¿Qué opinaba el propio Wallander? Sabía por experiencia que todos los indicios de que disponían apuntaban a que el viejo capitán estaría ya muerto. Wallander temía que llegase el día en que saliera a la luz que fue a consecuencia de un suceso banal, quizás una agresión que lo abocó al fin. En cualquier caso, no podía estar seguro. No se animaba a recoger todas las velas, quizás existiese una mínima posibilidad de que Von Enke se hubiese marchado voluntariamente, por más que no fuesen capaces de averiguar la razón de tan inesperada maniobra por su parte.

Linda era quien con más ahínco se oponía a la hipótesis de que hubiese fallecido. Cuando se veía con Wallander en la pastelería del centro a la que solían acudir llevándose a la pequeña dormida en el carrito, ella sostenía casi indignada que no era el tipo de hombre al que se asesina sin más. Sin embargo, tampoco ella alcanzaba a comprender por qué Von Enke se habría marchado sin previo aviso. Hans nunca lo llamaba directamente, pero gracias a las preguntas y reflexiones de Linda, Wallander tenía la sensación de estar siempre al corriente. En cualquier caso, él nunca se mezclaba en sus vidas.

Steven Atkins comenzó a escribirle largos mensajes de correo electrónico, de varias páginas. Cuanto más largos eran, más abreviaba Wallander en sus respuestas. Le habría gustado extenderse más, pero su inglés era tan limitado y se sentía tan inseguro, que no se atrevía a enredarse en frases demasiado complejas. No obstante, se enteró de que Steven Atkins vivía en California, en Point Loma, cerca de la gran base naval de San Diego. El norteamericano poseía allí una casita en una zona habitada casi exclusivamente por militares veteranos. De hecho, en el barrio había hombres suficientes «para dotar casi por completo, hasta el último soldado, uno e incluso dos submarinos». Wallander se preguntó cómo sería la vida en un barrio habitado sólo por ex policías. Se estremeció de espanto.

Atkins le hablaba de su vida, de su familia, de sus hijos y nietos e incluso le mandaba fotografías en documentos adjuntos que Wallander no era capaz de abrir sin la ayuda de Linda. Se trataba de imágenes soleadas, con buques de guerra al fondo, el propio Atkins de uniforme y rodeado de su numerosa familia, todos sonriéndole a Wallander. Atkins era calvo y enjuto y rodeaba con el brazo a su esposa por los hombros, sonriente y también enjuta, aunque no calva. Wallander se imaginó la foto en un anuncio de detergente o de una nueva marca de cereales para el desayuno. Desde aquellas fotos lo saludaba la sonrosada familia norteamericana.

Un día, Wallander comprobó en el calendario que hacía exactamente un mes desde que Håkan von Enke salió del apartamento de Grevgatan y cerró la puerta tras de sí para no volver nunca más. Justo ese día, Ytterberg y Wallander mantuvieron una larga conversación telefónica. Era el 11 de mayo y una lluvia torrencial azotaba las calles de Estocolmo. Ytterberg parecía desanimado, aunque Wallander ignoraba si a causa del tiempo o de la marcha de la investigación. Él, por su parte, no paraba de pensar en cómo dar con el culpable del triste caso de agresión acontecido en el transbordador. En otras palabras, quienes conversaban aquel día eran dos policías cansados y de mal humor. Wallander volvió a preguntarle si los servicios secretos seguían interesados por la desaparición.

—De vez en cuando se presenta por aquí un tipo llamado William —respondió Ytterberg—. A decir verdad, ignoro si ése es su nombre o su apellido. Y tampoco es que me importe mucho. La última vez que vino sentí deseos de estrangularlo. Le pregunté si tenían algo que pudiese facilitarnos la tarea, algo así como un intercambio normal de servicios, eso que se supone constituye la base de este país democráticamente constituido que llamamos Suecia. La menor sospecha, por insignificante que fuese, de lo que podía haber sucedido. Pero claro, William no tenía nada que ofrecer. Al menos eso me dijo. A saber si es verdad. La existencia de los servicios secretos se basa en un juego cuyos principales y más afilados instrumentos son la mentira y el engaño. Y el hecho de que nosotros, los policías normales y corrientes, caigamos de vez en cuando en sus trampas forma parte de ese juego, aunque ése no sea el punto de partida de nuestra existencia, por así decirlo…

Después de la conversación, Wallander volvió a concentrarse en el archivador donde guardaba los interrogatorios y junto al cual tenía la foto del rostro maltratado de una joven. «Por eso me dedico a mi trabajo», se dijo. «Porque esta mujer acabó así golpeada por alguien hasta casi matarla.»

Cuando llegó a casa aquella tarde,
Jussi
estaba enfermo. El animal yacía en su caseta, no tenía apetito y tampoco quería beber. Wallander se preocupó muchísimo y llamó enseguida a un veterinario al que conocía de haberlo ayudado en una ocasión a encontrar a un individuo que maltrataba de forma brutal a los potros que pacían en las dehesas de Ystad. El veterinario vivía en Kaseberga y le prometió que acudiría enseguida. Después de examinar a
Jussi
, le aseguró que lo más probable era que el animal hubiese ingerido algo en mal estado y que no tardaría en recuperarse. Aquella noche
Jussi
durmió en una alfombra ante la chimenea bajo los cuidados de Wallander. La mañana siguiente se levantó algo mejor, aunque aún débil.

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