El hombre inquieto (21 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

BOOK: El hombre inquieto
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—¿Y qué hacía si no podían hablar?


Ella
no puede hablar. Él, en cambio, se sentaba a su lado y le contaba. Era absolutamente conmovedor. Le contaba lo que había ocurrido, le hablaba de lo cotidiano, de las cosas grandes y pequeñas de la vida. Le hablaba como a un adulto normal, sin aburrirse.

—¿Qué pasó mientras estuvo de servicio en alta mar? Håkan von Enke fue, durante muchos años, comandante de submarinos y otros buques de guerra.

—Siempre avisaba cuando iba a ausentarse. Era sobrecogedor oír cómo se lo explicaba a Signe.

—Y ¿quién venía entonces a visitarla? ¿Su madre?

La respuesta de Källberg fue clara y fría. E inequívoca.

—Ella no ha estado aquí jamás. Yo llevo desde 1994 trabajando en Niklasgården. Esa mujer no ha venido nunca a ver a su hija. El único era su padre.

—¿Dices que Louise von Enke no ha estado aquí jamás para ver a su hija?

—Nunca.

—¿No resulta eso un tanto extraño?

Källberg se encogió de hombros.

—No necesariamente. Hay personas que no soportan ver el sufrimiento ajeno, así de simple.

Wallander se guardó el bloc de notas preguntándose si sería capaz de leer después lo que había escrito.

—Me gustaría verla —dijo—. A menos que eso la altere.

—¡Ah, olvidé mencionarlo! —recordó Källberg de pronto—. Tampoco ve bien. Al parecer, según creen los médicos, sólo distingue a las personas como figuras borrosas recortadas sobre un fondo gris.

—Entonces, ¿reconocía a su padre por la voz? —preguntó Wallander.

—Sí, probablemente. A juzgar por sus gestos, diría que sí.

Wallander se levantó, pero Källberg no se movió de la silla.

—¿Estás completamente seguro de que quieres verla?

—Sí —confirmó Wallander—. Estoy seguro.

Por supuesto, aquello no era verdad, pues lo que él deseaba ver en realidad era la habitación de Signe.

Cruzaron las puertas de cristal que se cerraron silenciosas a su espalda.

Källberg empujó una puerta que había al final de un pasillo. Había luz y una alfombra de poliéster en el suelo. Varias sillas, una librería y una cama donde yacía enroscada Signe von Enke.

—Déjame solo con ella —le pidió Wallander—. Espérame fuera.

Cuando Källberg salió, Walander miró rápidamente a su alrededor. «¿Por qué una librería en la habitación de una persona que es ciega y no tiene entendimiento?» Dio un paso más hacia la cama y observó a Signe. Llevaba el cabello rubio muy corto y se parecía a su hermano Hans. Tenía los ojos abiertos, pero miraba al vacío. Respiraba entrecortadamente, como si cada suspiro le doliese. A Wallander se le hizo un nudo en al garganta. ¿Por qué había personas que tenía que sufrir tal tortura? ¿Llevar una existencia en la que jamás podría acercarse siquiera a lo que le otorgaba a la vida un atisbo de sentido, por más que fuese ilusorio? Siguió observándola, pero ella no parecía consciente de su presencia. El tiempo quedó suspendido. Sintió que se encontraba en una especie de extraño museo, en un lugar donde se veía obligado a contemplar a un ser encerrado entre muros. La joven de la torre, se dijo, encerrada dentro de sus propios muros.

Miró la silla que había junto a la ventana. «En la que Håkan von Enke solía sentarse cuando la visitaba.» Se acercó luego a la librería y se acuclilló ante los libros. Estaba llena de libros infantiles, de cuentos ilustrados. El desarrollo de Signe von Enke se vio interrumpido desde el principio, aún era una niña. Wallander revisó la librería detenidamente, sacando los libros y comprobando que no había nada detrás.

Entre un montón de libros de Babar halló lo que buscaba. No un álbum de fotos, en esta ocasión, y tampoco lo esperaba. En realidad ignoraba qué creía estar buscando, pero algo faltaba en el apartamento de Grevgatan, estaba convencido de ello. Bien porque alguien hubiese hecho limpieza entre los documentos, bien porque el propio Håkan los hubiese escondido. Y, en este caso, ¿dónde podría haberlos ocultado si no en aquella habitación? Entre los libros de Babar, que tanto él mismo como Linda leyeron de niños, había un gran archivador de duras pastas negras. Dos gomas anchas lo sujetaban. Wallander vaciló un instante preguntándose si debía abrirlo allí, pero tomó una rauda decisión: se quitó la cazadora y cubrió con ella el archivador. Signe seguía tumbada, con los ojos abiertos, inmóvil.

Wallander abrió la puerta. Källberg removía con el dedo la tierra demasiado reseca de una maceta.

—Es muy triste —declaró Wallander—. Me ha entrado un sudor frío nada más verla.

Regresaron a la recepción.

—Hace unos años vino una joven estudiante de arte —le contó Källberg—. Su hermano estaba interno aquí, pero ya falleció. Nos preguntó si podía dibujar a los pacientes. Era muy buena, nos trajo algunos de sus dibujos para que comprobáramos lo que era capaz de hacer. Yo estaba totalmente a favor de lo que proponía, pero la dirección consideraba que podía violar el derecho a la intimidad de los pacientes.

—¿Qué ocurre cuando mueren?

—La mayoría de ellos tienen familia, pero a alguno que otro hay que enterrarlo sin la presencia de familiares. Entonces procuramos acudir todos. No somos muchos los que trabajamos aquí y llega un momento en que constituimos su única familia.

Cuando se despidieron, Wallander se dirigió a Mariefred y buscó una pizzería donde comer. En la acera había un par de mesas y, después de comer, se acomodó en una de ellas con un café. Un frente tormentoso se perfilaba en el horizonte. Había un acordeonista ante la puerta de un pequeño centro comercial cercano. Tocaba tan mal que partía el corazón de los transeúntes. Era un pordiosero, no un músico callejero. La música llegó a ser insoportable, de modo que Wallander apuró el café y regresó a Estocolmo. Acababa de entrar en el apartamento de Grevgatan cuando sonó el teléfono. El timbre resonaba desolado difundiéndose por las habitaciones desiertas. No dejaron ningún mensaje en el contestador. Wallander escuchó los mensajes anteriores, de un dentista y una costurera. A Louise le adelantaban la cita con el dentista debido a una cancelación, pero ¿para cuándo? Wallander anotó el nombre del dentista, Sköldin. La modista dijo que «el traje estaba listo», pero no mencionó su nombre ni tampoco el día en que debían recogerlo.

La lluvia empezó a caer de súbito sobre Estocolmo, una lluvia intensa y recia. Wallander se colocó junto a la ventana y miró a la calle. Se sentía como un invasor, pero la desaparición del matrimonio Von Enke tenía repercusión en la vida de otras personas, algunas de las cuales le importaban mucho a él. Y ésa era la razón por la que ahora se encontraba allí.

Una hora más tarde empezó a remitir la tormenta, una de las peores sufridas aquel verano en la capital. Se inundaron los sótanos, los semáforos se estropearon por los cortocircuitos. No obstante, todo aquello le pasó inadvertido a Wallander, que estaba totalmente absorto en el archivador que Håkan von Enke había dejado escondido en la habitación de su hija. Tan sólo unos minutos después de empezar a ojearlo comprendió que lo que tenía ante sí era un lío descomunal. Había haikus, extractos fotocopiados del diario de guerra del comandante, fechados en 1982, aforismos más o menos imprecisos formulados por Håkan von Enke y mucho, mucho más. Recortes de prensa, fotografías e incluso algunas acuarelas emborronadas. Wallander iba pasando las hojas con la creciente sensación de que aquel curioso diario, si así podía llamarse, era lo último que esperaba de una persona como von Enke. En primer lugar, hojeó el libro, intentó hacerse una idea. Luego volvió a mirarlo, con más detenimiento, en esta ocasión. Cuando por fin lo cerró y se estiró un poco para desentumecerse un poco, concluyó que, en realidad, aquello no le había aclarado nada.

Salió a comer. El fuerte viento y la lluvia habían cesado. Eran las nueve de la noche cuando regresó al apartamento vacío. Por tercera vez tomó el libro de negras pastas y empezó a repasar el contenido.

Buscaba, se dijo,
el otro contenido
. El invisible, escrito entre líneas.

Un contenido que tenía que existir. Estaba seguro de ello.

13

Eran cerca de las tres de la mañana cuando Wallander se levantó del sofá y se acercó a la ventana. Había empezado a llover otra vez, una leve llovizna que mojaba las calles ya húmedas. Una vez más, volvió a recrear, cansado, el día de la fiesta de Djursholm, cuando Håkan von Enke le habló de los submarinos. Wallander estaba convencido de que ya entonces había documentos escondidos en los libros de Babar que Signe tenía en su habitación. Aquélla era la habitación secreta de Håkan, más segura que una caja fuerte. El que Wallander estuviese tan seguro de aquello se debía, sencillamente, a que Von Enke había fechado algunos de los documentos. Y la última anotación temporal databa del día anterior a la fiesta de cumpleaños. De modo que debió de visitar a su hija una vez más, como mínimo; el día antes de desaparecer, pero entonces no escribió nada.

«No puedo avanzar más, había dejado escrito. Pero ya he averiguado bastante.» Aquéllas eran sus últimas palabras. A excepción de una más que, al parecer, añadió después, con otro bolígrafo. «Ciénaga.» Sólo eso. Una única palabra.

Seguramente la última de su puño y letra, se dijo Wallander. No podía tener certeza de ello, y por el momento tampoco le dio la sensación de que fuese importante. Mucho más le revelaron acerca del autor del diario otras cosas que halló entre las pastas del libro.

Ante todo, las copias de los diarios de guerra del comandante Lennart Ljung. En realidad, lo que revestía verdadera importancia no eran los diarios en sí, sino los comentarios que Håkan von Enke había añadido en el margen, a menudo escritos en rojo, a veces subrayados o corregidos; apéndices y, más adelante, en algunos casos, incluso años después, razonamientos totalmente nuevos. A veces también dibujaba monigotes, diablillos con hachas o con tridentes en las manos. En una de las copias había pegado una carta de navegación de Hårsfjärden, en tamaño reducido. Había marcado en ella una serie de puntos de color rojo y dibujado un borrador de diversas vías marítimas para buques desconocidos, todo lo cual lo borró después a la desesperada para volver a empezar desde el principio. Allí mismo anotó, además, la cantidad de cargas de profundidad lanzadas, diversas líneas de minas existentes bajo el agua, contactos de sonar. En ocasiones todo se confundía en una mezcolanza ininteligible a los ojos cansados de Wallander. Entonces iba a la cocina y se enjuagaba la cara para despabilarse, antes de volver sobre ello.

En más de una ocasión, Von Enke había apretado el bolígrafo sobre el papel con tal fuerza que lo había perforado. Las notas indicaban que el viejo capitán de submarinos poseía un carácter casi obsesivo, quizá rayano en la locura. Ni rastro había de la serenidad con la que pronunció el monólogo en aquella habitación sin ventanas.

Wallander seguía junto a la ventana y oyó a unos jóvenes que gritaban obscenidades mientras atravesaban la noche tambaleándose camino de casa. «Los que no han conseguido que pique nadie son quienes gritan», se dijo Wallander. «Aquellos que vuelven a casa solos. Igual que yo mismo hice en tantas ocasiones, hace ya cuarenta años.»

Wallander leyó los textos seleccionados de los diarios de guerra con tal atención que estaba en disposición de recitarlos de memoria. «Miércoles 24 de septiembre de 1980.» El comandante visita un regimiento de defensa antiaérea cerca de Estocolmo, toma nota de que aún tienen problemas para reclutar oficiales pese a las grandes partidas de dinero invertidas en la renovación de los cuarteles, a fin de hacerlos más atractivos. En ese apartado, Von Enke no ha introducido un solo comentario. Al final de la página, en cambio, esgrime raudo el bolígrafo rojo, como si blandiese una espada. «De nuevo se ha sacado a colación a lo largo del día la cuestión de los submarinos en aguas territoriales suecas. La semana pasada descubrieron un submarino cerca de Utö, sin lugar a dudas, dentro de las fronteras territoriales. Lo vieron en emersión, con piezas MED DELAR SID 179. La identificación del sumergible apunta de forma unívoca a que se trata de un submarino de la clase Misky. La Unión Soviética y Polonia poseen ese tipo de submarinos.»

En ese punto, las anotaciones empezaban a resultar algo ilegibles. Wallander tomó la lupa del escritorio de Von Enke y logró leer por fin lo escrito. Se pregunta qué tipo de «piezas» son esas que dicen haber visto. ¿El periscopio? ¿La torre? Cuánto tiempo se mantuvo visible en la superficie, quién lo avistó, qué rumbo llevaba… Von Enke parece irritado ante la falta de detalles ofrecidos en el diario. Junto a la expresión «de la clase Misky», Von Enke ha escrito: «OTAN» y «Whiskey». Es decir, la denominación occidental de dicho submarino. Con el bolígrafo rojo ha subrayado los últimos renglones de esa página. «En esta ocasión hicieron fuego de advertencia, tanto con armas de fogueo como con cargas de profundidad. No lograron obligar a emerger al submarino. Y supusieron que después abandonó las aguas territoriales suecas.» Wallander permaneció un rato cavilando sobre qué sería un arma de fogueo, pero no halló en las notas que tenía ante sí ninguna explicación, ni lo había oído nunca. En el margen se leía: «Es imposible obligar a un submarino a que emerja con armas de fogueo, sólo se consigue con fuego real. ¿Por qué permitieron que escapara aquel submarino?»

Las notas continúan hasta el 28 de septiembre. Ese día, Ljung mantiene una conversación con el jefe de la Marina, que había estado de visita en Yugoslavia. Eso a Von Enke no le interesa. Ni una sola anotación, ni un monigote, ningún signo de exclamación. Pero más abajo, en esa misma página, Ljung se muestra insatisfecho con las declaraciones del responsable de la sección de prensa de la Marina. En ella lo exhorta a reprender al responsable. En el margen, una nueva anotación en rojo: «Habría sido más importante conceder prioridad a otras anomalías».

El submarino avistado cerca de Utö. Wallander se acordaba de que Von Enke le habló de él en Djursholm. «Fue entonces cuando empezó todo, creía recordar que le dijo, aunque no sus palabras exactas.»

El segundo fragmento del diario de guerra era mucho más largo y abarcaba del 5 al 15 de octubre de 1982. «Ahí empieza el verdadero espectáculo mundial», pensó Wallander. Suecia está en el punto de mira del mundo entero. Todos siguen con interés el despliegue de la Marina sueca y sus helicópteros para localizar los submarinos, o los presuntos submarinos, o constatar la inexistencia de tales submarinos. Al mismo tiempo, Suecia está en pleno cambio de gobierno. El general en jefe vive el infierno que supone mantener informado al gobierno saliente y al entrante. Cuando Olof Palme expresa su indignación ante el hecho de no haber recibido información suficiente acerca de lo que está sucediendo en Hårsfjärden, se produce la circunstancia de que Torbjörn Fälldin parece olvidar en algún momento que está a punto de terminar su mandato. El general en jefe no goza de un minuto de tranquilidad. Como una lanzadera va y viene de Berga a donde se hallan los representantes de ambos gobiernos, se pisan el uno al otro. Además, tiene que responder a los comentarios insidiosos del líder moderado Adelsohn, que es incapaz de comprender por qué no pueden obligar a emerger a los submarinos. En ese punto, Von Enke añade unas líneas llenas de ironía, pues ha dado con un político que se hace las mismas preguntas que él mismo.

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