El hombre inquieto (43 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

BOOK: El hombre inquieto
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Al saber que Baiba aún no había comido, Linda mandó a Wallander a la cocina para que le preparase una tortilla. Por la ventana abierta, oía reír a Baiba. Y su risa avivó más aún sus recuerdos, se le llenaron los ojos de lágrimas y pensó que se estaba volviendo un sentimental, algo que nunca había sido, salvo en estado de embriaguez.

Se trasladaron a la sombra y comieron en el jardín. Wallander escuchó con atención cuando Linda preguntó sobre Letonia, un país que ella no había visitado. «Por un instante, se recrea una familia», se dijo. «Pronto pasará todo y la pregunta, la más dura de todas, es qué permanecerá de todo esto.»

Linda se quedó con ellos algo más de una hora antes de volver a casa. Se había llevado una fotografía de Klara para mostrársela a Baiba.

—Puede que llegue a parecerse a su abuelo —dijo Baiba.

—¡Dios no lo quiera! —exclamó Wallander.

—No lo creas —intervino Linda—. Nada lo complacería más que ver que Klara se parece a él. Nos veremos —se despidió Linda al tiempo que se levantaba.

Baiba no respondió. No habían hablado de la muerte.

Wallander y Baiba se quedaron sentados en el jardín, hablando de sus vidas. Baiba tenía muchas preguntas que hacerle y él fue respondiendo lo mejor que pudo. Ambos seguían viviendo solos, aunque, diez años atrás, ella intentó asentarse en una relación con un médico, pero se dio por vencida después de transcurridos seis meses. No tenía hijos. Wallander nunca supo si lo lamentaba o no.

—He llevado una buena vida —aseguró Baiba con énfasis—. Cuando por fin abrieron las fronteras, pude viajar. Llevaba una vida sobria, escribía artículos y trabajaba como asesora de empresas que querían establecerse en Letonia. Quien mejor me pagó, por cierto, fue un banco sueco, hoy el más importante de mi país. Salía de viaje dos veces al año y ahora sé acerca del mundo en que vivo infinitamente más que cuando nos conocimos. He tenido una buena vida, solitaria, pero buena.

—A mí siempre me ha atormentado la idea de despertarme solo —confesó Wallander, preguntándose si lo que acababa de decir era verdad.

Baiba le respondió entre risas.

—Bueno, yo he vivido siempre sola, salvo el breve período de mi relación con el médico, pero eso no significa que siempre me haya despertado sola. No hay por qué vivir en celibato sólo porque no se tiene una relación estable.

Wallander sintió un punto de celos al imaginarse una serie de hombres desconocidos en la cama, con Baiba. Sin embargo, no dijo una palabra, naturalmente.

De pronto, Baiba empezó a hablar de su enfermedad. Lo hizo como solía cuando se trataba de asuntos de gravedad, en un tono objetivo y racional.

—Comenzó con un repentino cansancio —aseguró—. Pero pronto empecé a sospechar que había algo más, una amenaza agazapada tras ese cansancio. En un principio, los médicos no encontraban nada raro. Agotamiento, la edad, nadie me ofrecía una respuesta que yo pudiese considerar la verdadera. Al final fui a ver a un especialista de Bonn del que había oído hablar mucho, un hombre que se había especializado en casos que otros médicos no lograban diagnosticar. Tras varios días de pruebas y análisis, me informaron de que tenía un cáncer poco habitual, en el hígado. Volví a Riga con mi sentencia de muerte como un sello invisible en el pasaporte. Estoy dispuesta a admitir que recurrí a todos mis contactos y me dieron cita para la operación en un plazo extraordinariamente breve, pero ya era tarde. El tumor se había extendido. Hace unas semanas supe que las metástasis habían invadido también el cerebro. No ha pasado ni un año. No viviré la próxima Navidad, moriré este otoño. Y procuro emplear el tiempo que me queda haciendo lo que quiero. Hay varios lugares que siempre quise visitar, y algunas personas a las que quiero volver a ver. Tú eres una de ellas, quizá con la que más deseos he tenido de estar de nuevo.

Wallander no pudo contenerse y empezó a llorar. Baiba le tomó la mano y, con ese gesto, la situación le resultó aún más dolorosa. Se levantó, se alejó hacia la parte posterior de la casa y no regresó hasta que se hubo serenado.

—No quería traerte tristeza —declaró Baiba—. Espero que comprendas que no tenía más remedio que venir a verte.

—Nunca he olvidado el tiempo que pasamos juntos —le respondió Wallander—. Y no han sido pocas las ocasiones en que he deseado que volvieras. Ahora que te tengo aquí, he de hacerte una pregunta: ¿lamentaste alguna vez tu decisión?

—¿La de decirte que no cuando me propusiste matrimonio?

—Sí, me lo he preguntado mil veces.

—Jamás. En aquel momento fue lo correcto y debo seguir opinando lo mismo después de tantos años.

Wallander guardó silencio. La comprendía. ¿Por qué iba a considerar siquiera la posibilidad de casarse con un policía extranjero cuando su marido, también policía, acababa de ser asesinado? Wallander recordaba cómo intentó convencerla entonces. Pero, si hubiese sido al contrario, ¿cómo habría reaccionado él? ¿Qué habría hecho en su lugar?

Permanecieron en silencio un buen rato, hasta que Baiba se levantó, pasó la mano por el cabello de Wallander y entró en la casa. Él se había percatado de que los dolores volvían a atormentarla y supuso que iba a ponerse otra inyección. Al ver que no volvía, fue a buscarla. La halló dormida en su cama. Se despertó a primera hora de la tarde y, una vez que se hubo recuperado del desconcierto al ver dónde se encontraba, le preguntó si podía pasar allí la noche, antes de tomar el transbordador hacia Polonia para continuar en coche hasta Riga.

—Es un trayecto demasiado largo para que conduzcas tú sola —le dijo Wallander preocupado—. Yo iré contigo, te llevaré a casa. Regresaré en avión.

Ella negó vehemente con la cabeza. Quería volver a casa sola, como había llegado. Ante la insistencia de Wallander, Baiba se irritó y empezó a gritarle, para enseguida guardar silencio y pedirle perdón. Él se sentó en el borde de la cama y le tomó la mano.

—Sé lo que estás pensando —le dijo Baiba—. ¿Por cuánto tiempo? ¿Cuándo morirá Baiba? Bueno, si tuviera la menor sospecha de que me había llegado la hora, no te habría pedido que me dieras cobijo esta noche. Ni siquiera habría venido. Me quedan un par de meses más, seguro. Cuando sienta que se acerca el fin absoluto e irrevocable, no pienso prolongar los padecimientos. Dispongo tanto de pastillas como de inyecciones. Pienso morir con una botella de champán junto a mi cama. Y brindaré porque, a pesar de todo, tuve la oportunidad de experimentar la extraña aventura de nacer, vivir y, un día, volver a las sombras.

—¿No tienes miedo?

Wallander pensó que debería haberse mordido la lengua. ¿Cómo era capaz de preguntarle tal cosa a una persona que se estaba muriendo? Pero ella no se molestó. Con una mezcla de desesperación y de vergüenza, Wallander pensó que, seguramente, ella se había acostumbrado hacía tiempo a su torpeza, que casi nunca era malintencionada.

—No —dijo Baiba—. No tengo miedo. Me queda muy poco tiempo. No puedo perderlo en algo que sólo sirve para empeorar las cosas.

Se levantó de la cama y recorrió su casa. De repente se detuvo ante una estantería, donde vio el libro sobre Letonia que ella le había regalado.

—¿Lo has abierto siquiera alguna vez? —le preguntó con una sonrisa.

—Montones de veces —respondió Wallander. Y era cierto.

Más tarde, Wallander recordaría el día que pasó con Baiba como un espacio donde todos los relojes se hubiesen detenido y todo movimiento hubiese cesado. Baiba apenas comía, más bien dormía o simplemente descansaba en la cama, acurrucada bajo una sábana. De vez en cuando se ponía una inyección. Y quería que él estuviese a su lado. Ambos yacían en la cama, despiertos, hablando a veces, a veces en silencio, cuando Baiba se sentía demasiado cansada para seguir la conversación o cuando, sencillamente, caía vencida por el sueño. También Wallander dormitaba, pero enseguida se despertaba sobresaltado, tan sólo unos minutos después, ante lo inusual de tener a alguien a su lado.

Ella le habló de los años transcurridos y de la sorprendente transformación experimentada por su país.

—Cuando nos conocimos, yo no sabía nada —le dijo—. ¿Recuerdas a los boinas negras soviéticos que alguna vez dispararon sus armas de forma totalmente arbitraria y salvaje por las calles de Riga? Hoy puedo admitir que entonces jamás pensé que la Unión Soviética nos dejaría libres. Me imaginaba que la opresión se recrudecería. Lo peor era que nadie sabía en quién confiar. ¿Tenían algo que ganar los países vecinos con nuestra libertad o, por el contrario, la temían? ¿Quién le enviaba información al omnipresente KGB, una oreja gigantesca de la que nadie podía escapar? Ahora sé que estaba equivocada y me alegro de ello. Al mismo tiempo, nadie sabe cuál será el destino de Letonia. El capitalismo no soluciona los problemas del socialismo ni de los planes económicos. La democracia tampoco resuelve todas las crisis económicas. En realidad, yo creo que en estos momentos vivimos por encima de nuestras posibilidades.

—¿No hablan de los tigres bálticos? —preguntó Wallander—. ¿De estados con tanto éxito económico como los países asiáticos?

Ella negó con un gesto de amargura.

—Vivimos de dinero prestado. Por Suecia, entre otros países. No digo que yo sea una economista experta ni especialmente informada, pero estoy segura de que los bancos suecos le prestan a mi país unas sumas de dinero impresionantes, a cambio de muy malas garantías. Y eso sólo puede terminar de una manera.

—¿Mal?

—Muy mal. También para los bancos suecos.

Wallander pensó en los primeros años de la década de los noventa, cuando él y Baiba se conocieron y vivieron su romance. Recordaba el miedo que todos parecían haber sentido durante tanto tiempo. ¡Aún seguía sin comprender tantas de las cosas que sucedieron entonces! Aparentemente, un gran suceso político había cambiado Europa de forma radical y con ello también la relación de poder entre Estados Unidos y la Unión Soviética. En aquella ocasión, antes de viajar a Riga para intentar contribuir a la resolución del caso del asesinato de los dos hombres cuyos cadáveres aparecieron en el bote de goma, Wallander jamás había pensado que tres de los vecinos más próximos de Suecia estaban ocupados por un poder extranjero. ¿Cómo era que tantas personas de su generación, nacidos a finales de los años cuarenta y, por tanto, después de la segunda guerra mundial, nunca se dieron cuenta de que la guerra fría era eso, precisamente, una guerra, con territorios ocupados y gente oprimida? Hubo una época, en los años sesenta, en que el lejano Vietnam parecía más próximo a las fronteras suecas que los países bálticos.

—También a nosotros nos costaba entenderlo —explicó Baiba ya a altas horas de la noche, cuando la luz del amanecer ya empezaba a otorgarle otro color al cielo—. Detrás de cada letón había un ruso, solíamos decir. Pero detrás de cada ruso también había alguien.

—¿Quién?

—También en los países bálticos, lo que Estados Unidos hiciese en el mundo marcaba el pensamiento ruso.

—Es decir, que detrás de cada ruso había un americano, ¿no es eso?

—Sí, claro, podría decirse que sí. Pero nadie lo sabrá hasta que los historiadores rusos cuenten la verdadera historia de todo lo que sucedió entonces.

En algún momento de aquella vacilante conversación sobre un tiempo ya pretérito cesó también su repentino encuentro. La última vez que Wallander miró la hora antes de dormirse eran las cinco de la mañana. Cuando se despertó, poco más de una hora después, Baiba había desaparecido. Salió corriendo al jardín, pero su coche tampoco estaba. Sobre la mesa, bajo una piedra, había dejado una fotografía. Era una instantánea tomada en mayo de 1991, en Riga, junto al monumento a la libertad. Wallander recordaba el momento. La tomó un transeúnte. Ambos sonreían, muy juntos, Baiba con la cabeza apoyada en su hombro. Junto a la foto, dejó una nota que parecía arrancada de una agenda. No había ningún texto escrito, había dibujado un corazón.

Wallander pensó en dirigirse enseguida a Ystad, a los transbordadores de Polonia. Y ya estaba al volante con el motor en marcha cuando comprendió que eso era lo último que ella deseaba que hiciera. Volvió a entrar en casa y se tumbó en la cama, que aún conservaba el aroma del cuerpo de Baiba.

Estaba exhausto y lo venció el sueño. Cuando despertó unas horas más tarde, lo hizo pensando en lo que ella le dijo. Detrás de cada ruso había alguien. Sintió que Baiba le había ofrecido un derrotero por el que discurrir relacionado con Håkan y Louise von Enke.
Detrás de cada ruso había alguien
.

«¿Quién estaría detrás de ellos?», se preguntó. «¿Y cuál de ellos estaría detrás del otro?» En ese momento no halló respuesta, pero intuyó que la pregunta podría ser importante para el caso. Y a ella se aferraría. Salió al jardín, sacó la escalera que solía usar el deshollinador y subió al tejado con unos prismáticos. Desde allí podía otear el transbordador blanco rumbo a Polonia. Gran parte de su época más intensa y feliz iba a bordo del mismo, para no volver nunca más. Sentía un dolor y una tristeza prácticamente insoportables.

Cuando llegó el camión de la basura, aún seguía en el tejado. Pero el hombre que recogió la bolsa no se percató de que estaba allí arriba, sentado en su propio tejado como un cuervo.

27

Wallander vio partir el camión de la basura. El transbordador a Polonia había desaparecido en una nebulosa que avanzaba hacia la costa de Escania. Sus pensamientos lo aterraban. Tras aquella larga noche, Baiba se había marchado, mientras él dormía, hacia el barco y hacia la eternidad. Aunque nadie sabía si tal eternidad existía. Sin embargo, ella estaba más cerca del precipicio que conducía directo a lo desconocido. Baiba le dijo que tenía unos meses, poco más.

De repente, lo vio con total claridad. Un hombre cargado de una enorme dosis de autocompasión, una figura totalmente patética. Allí estaba, sentado en el tejado, y lo único que consideraba importante era que sería Baiba quien moriría, no él.

Al final bajó y sacó a
Jussi
a dar un paseo que más parecía una huida. Él era el que era, atinó a pensar al fin. Un hombre bueno en su profesión, incluso sagaz. Durante toda su vida se había esforzado por formar parte de las fuerzas benignas en este mundo, y si no lo había conseguido, tampoco era el único. ¿Qué podía hacer un hombre, sino intentarlo?

Había empezado a nublarse. Caminaba con
Jussi
, a la espera de que lloviera, por campos recién sembrados, en barbecho o listos para la cosecha. Caminaba e intentaba pensar una nueva idea cada quincuagésimo paso, pero sin éxito. Era un juego al que solía entregarse con Linda cuando ésta aún era una niña. Pero el juego se había convertido en seria realidad unos años atrás, el día en que intentó identificar a un asesino que, allá por el solsticio de verano, intentó matar a un grupo de jóvenes disfrazados. Aquella investigación generó en él no poca angustia y la creciente sensación de haber perdido por completo la capacidad de interpretar el escenario de un crimen y las escasas pistas que, al fin y al cabo, tenían a su disposición. En aquel caso, ese juego le fue de utilidad, logró esclarecer el asunto
caminando paso a paso
por las distintas fases de la investigación. Ahora intentaba pensar sobre su propia persona, sobre su vida y sobre el coraje de Baiba ante el golpe de aquel trance, y también sobre el coraje de que él mismo carecía. Fue recorriendo caminos de tractores y cunetas, no demasiado deprisa, y con
Jussi
trotando libremente a su alrededor.

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