Read El hombre equivocado Online
Authors: John Katzenbach
«Ella llamará —pensó—. Hoy. Tal vez mañana.» Era predecible. Él había puesto en juego fuerzas que la atraerían. «Estará molesta —se dijo—. Furiosa.» Le espetaría una serie de reproches y exigencias, ninguno de los cuales significaría nada para él. «Y esta vez acudirá sola. Desquiciada y vulnerable», pensó.
Tomó aire. Durante un instante le pareció sentir a Ashley a su lado, cálida y suave. Cerró los ojos y se dejó envolver por esa sensación. Cuando se desvaneció, sonrió.
Siguió tendido en el suelo, mirando el techo blanco y la bombilla desnuda de cien vatios. Una vez había leído que ciertos monjes de una orden olvidada de los siglos XI y XII permanecían en esa postura durante horas, en completo silencio, ignorando el calor, el frío, el hambre, la sed y el dolor, experimentando visiones y contemplando los inmutables cielos y la inexorable palabra de Dios. Para él tenía todo el sentido del mundo.
Lo que preocupaba a Sally era una cuenta extranjera que había recibido varias transferencias de la cuenta de su cliente. La suma en cuestión rondaba los cincuenta mil dólares, una escasa parte del total robado. Pero eran las únicas transferencias enviadas a un sistema bancario que denegaba el acceso por Internet.
Cuando llamó al banco en Gran Bahama, se mostraron corteses y le dijeron que necesitaría autorización de su propio banco, algo muy difícil de obtener incluso para los investigadores del fisco, y probablemente imposible para una abogada que careciese de una orden judicial o el apoyo del Departamento de Estado.
Lo que Sally no podía imaginar era por qué alguien capaz de acceder a la cuenta de su cliente sólo había robado una quinta parte de la cantidad depositada. Las otras sumas, dispuestas en una serie mareante de transferencias a través de bancos de toda la nación, podían seguirse y probablemente recuperarse. Había conseguido congelar las cuentas en casi una docena de instituciones, donde permanecían intactas bajo nombres diferentes, todos falsos. ¿Por qué no habían transferido todo el dinero a cuentas en el extranjero, donde era muy probable que fuera irrecuperable?, se preguntó. La mayoría del dinero estaba simplemente flotando allí, no robado, sino esperando a que ella se tomara la engorrosa molestia de recuperarlo. Eso la preocupaba. No podía identificar con precisión qué clase de delito se había cometido. Lo único que sabía era que su reputación profesional recibiría un buen golpe, como mínimo, y lo más probable es que quedara afectada para siempre.
Tampoco estaba segura de quién la había hecho objeto de aquel robo informático.
Su primera sospecha recayó en la parte contraria del caso de divorcio. Pero no comprendía por qué haría algo así: tan sólo retrasaría el asunto y complicaría las cosas, además de llamar la atención del tribunal, lo que la pondría en una posición desventajosa. La gente se comportaba de modo irracional en los divorcios, eso lo sabía muy bien, pero esto la desconcertaba. La gente se mostraba vociferante e intratable cuando buscaba crear problemas, nunca hacía gala de una sutileza como la que suponía aquel robo.
Así pues, sus sospechas se dirigieron a otros casos. Debía de ser alguien a quien hubiera derrotado en el pasado.
Esto la inquietó aún más. La idea de que alguien mantuviese intacta su sed de venganza durante meses o años era muy inquietante, algo salido directamente de
El Padrino.
Se había marchado temprano de su despacho y se encontraba en un restaurante céntrico que tenía nombre irlandés y un bar tranquilo, donde bebía su segundo escocés con agua. Al fondo, los Grateful Dead cantaban
Friend of the Devil.
«¿Quién me odia?», se preguntó.
Fuera quien fuese, tenía que contárselo a Hope. Con toda la tensión que había entre ambas, eso era lo último que necesitaban. Bebió un largo sorbo de whisky. «Ahí fuera hay alguien que me odia y soy una cobarde», pensó. Contempló el vaso, decidió que no había, suficiente alcohol en el mundo para aliviar lo mal que se sentía, lo apartó y, con la poca firmeza que le quedaba, regresó a casa.
Scott terminó su carta al profesor Burris y la releyó con atención. La palabra que había elegido para describir lo sucedido era «engaño»: presentó la alegación como si todos hubieran sido objeto de una elaborada y retorcida broma estudiantil.
Sólo que Scott no se reía.
La única parte de la carta con la que se sentía cómodo era el párrafo en que recomendaba a Burris que tuviera en cuenta los logros académicos de Louis Smith. De ese modo tal vez podría darle al joven un empujoncito en su carrera.
Firmó el e-mail y lo envió. Luego volvió a su casa y se sentó en su viejo y ajado sillón de orejas y se preguntó qué significaba todo aquello. No se creía que la carta que acababa de enviar lo librase de todos los problemas. Todavía tenía que verse con aquel periodista del campus a finales de semana. La habitación se ensombreció a su alrededor, mientras el día moría, y Scott supo que en algún momento del futuro tendría que defenderse. Que la acusación no tuviera fundamento era más o menos irrelevante. Alguien, en alguna parte, se la creería.
Todo aquello lo enfurecía. Permaneció allí sentado con los puños apretados, la cabeza dolorida, preguntándose quién le había hecho aquella vileza. Ignoraba que la misma pregunta acosaba a Sally y a Hope, y que si todos hubieran conocido los problemas de los demás, el origen de éstos les habría resultado obvio. Pero, por las circunstancias y la mala suerte, todos estaban separados.
Ashley estaba recogiendo sus cosas para marcharse del museo cuando alzó la cabeza y vio que el subdirector la estaba esperando, incómodo, a unos pasos de distancia.
—Ashley —dijo, recorriendo con la mirada la habitación—, me gustaría hablar con usted.
Ella soltó la pequeña mochila y lo siguió diligentemente a su despacho. El silencioso museo pareció de pronto una cripta donde resonaban sus pasos. Las sombras parecían afectar a los cuadros de las paredes, desdibujando las formas y mezclando los colores.
El subdirector le indicó una silla y él se sentó a su escritorio. Se ajustó la corbata, suspiró y la miró a los ojos. Tenía la costumbre de frotarse las manos en momentos tensos.
—Ashley, tenemos algunas quejas sobre usted.
—¿Quejas? ¿Qué clase de quejas?
Él no respondió.
—¿Ha tenido dificultades últimamente?
La respuesta era sí, pero no quería que el subdirector supiera más de lo necesario de su vida privada. Lo consideraba un hombre pueril y metomentodo. Tenía dos hijos pequeños y una casa en Somerville, detalles que rara vez le impedían tirarles los tejos a las nuevas empleadas jóvenes.
—Nada fuera de lo normal —mintió—. ¿Por qué lo pregunta?
—Entonces, ¿diría que las cosas son normales en su vida? ¿Nada nuevo?
—No estoy segura de adonde quiere ir a parar.
—Sus puntos de vista sobre, hum, la vida en general, ¿no han cambiado recientemente de forma abrupta?
—Mis puntos de vista son mis puntos de vista —respondió ella.
Él volvió a vacilar.
—Me lo temía. No la conozco bien, Ashley, así que supongo que nada debería sorprenderme. Pero tengo que decir… Lo expresaré de esta forma: sabe que en este museo tratamos de ser tolerantes con los puntos de vista y opiniones de los demás, así como con sus, por decirlo así, estilos de vida. No nos gusta tener prejuicios. Pero hay ciertas líneas que no pueden cruzarse, ¿de acuerdo?
Ella no tenía ni idea, pero asintió.
—Por supuesto —dijo—. Ciertas líneas, claro.
El subdirector pareció a la vez triste y enfadado. Se inclinó hacia delante.
—¿De verdad cree que el Holocausto no sucedió?
Ashley parpadeó.
—¿Qué?
—¿Que el asesinato de seis millones de judíos fue simple propaganda y nunca ocurrió?
—No entiendo…
—¿Son los negros una raza inferior? ¿Poco más que animales salvajes?
Ella no respondió, muda de sorpresa.
—¿Que los judíos controlan el FBI y la CIA? ¿Y que la pureza de raza es el asunto más importante al que se enfrenta hoy nuestra nación?
—No sé qué preten…
Él alzó una mano, la cara enrojecida. Señaló su ordenador.
—Venga aquí y entre con su contraseña —ordenó con aspereza.
—No entiendo…
—No me tome por tonto —la cortó él.
Ashley se acercó a la mesa e hizo lo que le pedían. El ordenador emitió un sonido familiar, y una imagen del museo llenó la pantalla, seguida de una pantalla que rezaba: «Bienvenida, Ashley. Tienes mensajes no leídos en tu buzón.»
—Muy bien —dijo Ashley, incorporándose.
El subdirector se apoderó del teclado.
—Aquí —dijo—. Búsquedas recientes.
Pulsó una serie de teclas. La imagen del museo fue sustituida por una pantalla negra y roja y una música marcial llenó los altavoces. Una gran esvástica apareció de repente, seguida por otra música. Ashley no reconoció la canción
Horst Wessel,
pero captó su naturaleza. Abrió la boca asombrada y trató de hablar, pero sus ojos estaban clavados en el ordenador, que mostraba antiguas fotografías en blanco y negro de un grupo de personas alzando el brazo con el saludo nazi mientras
Sieg Heil!
se repetía media docena de veces. Reconoció imágenes de
El triunfo de la voluntad,
de Leni Riefenstahl, que fueron sustituidas por un «Bienvenido a la página web de la Nación Aria». Al instante apareció una segunda pantalla, que proclamaba: «Bienvenida, soldado de asalto Ashley Freeman. Por favor, introduzca su clave de acceso.»
—¿Tenemos que continuar? —preguntó el subdirector.
—Esto es una locura —dijo Ashley—. No es mío. No sé cómo…
—¿No es suyo?
—No. No sé cómo, pero…
El subdirector señaló la pantalla.
—Bien —dijo—. Teclee su clave del museo.
—Pero…
—Hágalo —dijo él fríamente.
Ella se inclinó y tecleó. Sonó otra fanfarria musical, algo de Wagner.
—No comprendo…
—Ya.
—Alguien lo ha manipulado —dijo Ashley—. Un ex novio. No sé cómo, pero es muy bueno con los ordenadores y debe de…
El subdirector alzó una mano.
—Pero acaba de decirme que no hay nada raro en su vida. «Nada fuera de lo normal.» Un ex novio que la inscribe en una página web de neonazis, bueno, yo lo consideraría fuera de lo normal.
—Es que él…
El subdirector sacudió la cabeza.
—Por favor, no me ofenda con más excusas tontas. Éste es su último día aquí, Ashley. Aunque su excusa sea verdad, bueno, no podemos tolerar esto. Novio despechado o creencia auténtica, da igual. Ambas cosas resultan inaceptables en la atmósfera de tolerancia que promovemos aquí. Esto es pornografía del odio. No lo permitiré. Y, para ser sincero, no estoy seguro de creerla. Le enviaremos por correo su última nómina. Buenas noches, señorita Freeman. Por favor, no vuelva. Y por favor —añadió mientras señalaba la puerta—, no solicite referencias.
De regreso a su apartamento, Ashley pasaba de las lágrimas de frustración a la furia absoluta. A cada paso se enfurecía más, tanto que apenas veía las sombras y la oscuridad que la rodeaban. Marchaba con precisión militar por las calles, tratando de saber qué hacer, pero cegada por la cólera. Nadie en su sano juicio permitiría que alguien le fastidiara la vida de esa manera, así que decidió que aquello iba a acabarse esa misma noche.
Una vez llegó a casa, arrojó la chaqueta y la mochila sobre la cama y fue directa al teléfono. Marcó el número de Michael O'Connell.
La voz de él sonó soñolienta.
—¿Sí? ¿Quién es?
—Sabes jodidamente bien quién es —le espetó Ashley.
—¡Ashley! Sabía que llamarías…
—¡Hijo de puta! ¡Has arruinado mis estudios y mi trabajo! ¡¿Qué clase de gusano eres?!
Él guardó silencio.
—¡Déjame en paz de una vez! ¡¿Me has oído, asqueroso bastardo?!
Él continuó en silencio.
Ella se embaló.
—¡Te odio con toda mi alma! ¡Maldito seas mil veces, Michael O'Connell! ¡Te dije que se había acabado y se acabó! No quiero verte ni en pesadillas. No puedo creer que me hayas hecho esto. ¿Y dices que me amas? Eres una persona enferma y malvada. ¡Desaparece de mi vida! ¡Para siempre! ¿Lo entiendes, cabrón de mierda?
Él siguió sin responder.
—¿Me oyes, cabronazo? ¡Se acabó! Aléjate de mí o te arrepentirás. ¿Has comprendido?
Esperó una respuesta, pero no obtuvo ninguna. El silencio la envolvió como una enredadera.
—¿Sigues ahí? —preguntó. De repente pensó que había colgado y que sus palabras desaparecían en el vacío electrónico—. ¿Lo entiendes? Se acabó…
Más silencio.
Le pareció oír su respiración.
—Por favor —dijo, serenándose—, esto tiene que acabar.
Cuando él habló por fin, la desconcertó.
—Ashley —respondió casi con alegría—, es maravilloso oír tu voz. Cuento los días que faltan para que volvamos a estar juntos. —Hizo una pausa y luego añadió—: Para siempre.
Y colgó.
—¿Pero sucedió algo? —pregunté.
—Sí —respondió ella—. Muchas cosas, en realidad.
La miré a la cara y vi que se debatía con los detalles de lo que quería decir. Se vestía de reluctancia igual que algunos se ponen un jersey grueso en invierno, en previsión del frío y un empeoramiento del clima.
—Bueno —dije, un poco molesto por sus reticencias—, ¿cuál es aquí el contexto? Me metes en esta historia diciendo que yo debía encontrarle sentido. De momento no estoy seguro de haberlo hecho. Puedo ver los juegos que preparaba Michael O'Connell. Pero ¿con qué fin? Puedo ver que el crimen va tomando forma… pero ¿de qué crimen estamos hablando?
Ella levantó una mano.
—Quieres que las cosas sean simples, ¿no? Pero el crimen no es tan simple. Cuando lo examinas, intervienen muchos elementos. A veces creo que todos ayudamos a crear la atmósfera psicológica y emocional necesaria para que las cosas malas y terribles echen raíces y luego florezcan. Nosotros mismos somos una especie de invernadero para el mal. ¿No te parece a veces?
No respondí. Me limité a observarla contemplar su taza de café, como si ésta pudiera decirle algo.
—¿No te parece que vivimos vidas increíblemente difusas, inconexas? En otros tiempos crecías y te quedabas en tu lugar natal. Probablemente comprabas una casa enfrente de la de tus padres y ayudabas a llevar el negocio familiar. Así todos permanecíamos relacionados, en la misma órbita. Tiempos ingenuos. Los
Honeymooners
y
Papá lo sabe todo
en la televisión. Qué idea tan extraña: papá lo sabe todo. Ahora nos educan y nos marchamos. —Hizo una pausa—. ¿Qué harías tú si alguien decidiera arruinarte la vida? —preguntó, y añadió—: Desde nuestra perspectiva, mirando lo ocurrido desde nuestro lugar seguro, es fácil ver que había un tipo tratando de destruir sus vidas. Pero ellos no podían verlo…