Read El hombre equivocado Online
Authors: John Katzenbach
—¿Qué tipo de problemas?
—Logró entrar en mis cuentas por Internet. Hizo algunas denuncias anónimas. En resumen, fastidió bastantes cosas. —Sally pensó que estaba minimizando el daño que O'Connell probablemente había hecho.
—Así que es un chico habilidoso este… ¿cómo lo llaman?, ¿ex novio?
—Podría decirse así, aunque de hecho sólo tuvieron una cita.
—¿Hizo todo eso por… un rollo de una noche?
—Eso parece.
Murphy vaciló, y la confianza de Sally decayó levemente.
—Muy bien. Acepto el encargo. Ese tipo parece un mal bicho.
—¿Tiene experiencia con casos así? Un tipo obsesivo…
Matthew Murphy hizo otra pausa, y ella sintió cierta inquietud.
—Sí, abogada, la tengo —dijo al cabo—. Me he topado con un par de tipos más o menos como el que me describe. Cuando estaba en Homicidios.
A Sally se le secó la garganta al oír esa palabra.
La madre de Hope acababa de terminar de rastrillar hojas cuando sonó el teléfono. Por el identificador de llamadas vio que era su hija. Como de costumbre, lo atendió con una punzada de inseguridad.
—Hola, querida —dijo Catherine Frazier—. Qué sorpresa. Han pasado semanas desde la última vez que hablamos.
—Hola, mamá —respondió Hope, sintiéndose un poco culpable—. He estado ocupada con el colegio y el equipo, y se me ha pasado el tiempo. ¿Cómo estás?
—Bueno, bastante bien. Preparándome para el invierno. Se dice que va a ser largo.
Hope tomó aire. La relación con su madre estaba marcada por una tensión subyacente. Aunque civilizada en apariencia, era como un nudo que sujetara una vela hinchada por un viento creciente. Catherine Frazier, que había vivido toda su vida en Vermont, era en extremo liberal en sus opiniones políticas, pero al mismo tiempo era una colaboradora activa de la iglesia católica local de la pequeña ciudad de Putney, vecina de Brattleboro, antaño poblada por hippies y centro agrario de la zona. Había sufrido la muerte prematura de su esposo y nunca había pensado en volver a casarse, y ahora disfrutaba viviendo sola cerca del bosque. Todavía albergaba considerables dudas sobre la relación de su hija con Sally, pero se las guardaba para sí, ya que vivía en un estado que no ponía objeciones a las uniones civiles entre mujeres. Sin embargo, los domingos rezaba fervientemente por lograr comprender aquello que había endurecido la relación entre ellas. A veces, en el pasado, había llevado esas dudas al confesionario, pero se había cansado de rezar avemarías y padrenuestros en vano.
Hope pensaba que su fracaso en ser «normal» y proporcionarle nietos era de algún modo la raíz de la tensión, que crecía cuando hablaban, y cuando no lo hablaban, pues el verdadero tema que deberían haber tratado siempre se postergaba.
—Necesito un favor —dijo Hope.
—Lo que quieras, querida.
Hope sabía que eso era mentira. Había muchos favores que podría haberle pedido y que su madre no le concedería.
—Tiene que ver con Ashley —dijo—. Necesita estar fuera de Boston una temporada.
—Pero ¿qué sucede? No estará enferma, ¿verdad? ¿Ha habido un accidente?
—No, no exactamente, pero…
—¿Necesita dinero? Yo podría ayudarla…
—No, mamá. Déjame explicar.
—Pero ¿qué pasará con sus estudios…?
—Pueden esperar.
—Querida, todo esto es muy raro. ¿Cuál es el problema?
Hope tomó aire y resopló.
—Se trata de un hombre.
Cuando Scott llamó al móvil de Ashley esa noche, una grabación le informó de que ese número no estaba operativo. Asustado, de inmediato marcó el número de su teléfono fijo. Cuando ella contestó, sintió un arrebato de ansiedad, pero se esforzó por ocultarla.
—Hola, Ash —dijo animosamente—. ¿Cómo van las cosas?
Ella no estaba segura de qué responder a esa pregunta. No podía desprenderse de la sensación de que la vigilaban, la seguían, de que escuchaban cada palabra que decía. Debía tener cautela cuando salía de su apartamento, cuando caminaba por la calle, atenta a cada sombra, a cada esquina, a cada callejón oscuro. Los sonidos corrientes de la ciudad ahora le parecían silbidos agudos, casi dolorosos. Pero decidió mentir en parte. No quería inquietar a su padre.
—Estoy bien —dijo—, aunque las cosas son un poco liosas.
—¿Has vuelto a tener noticias de O'Connell?
Ella no respondió exactamente.
—Papá, he tenido que tomar algunas medidas…
—Sí —dijo él con demasiada rapidez—. Sí, por supuesto.
—He cancelado el móvil…
—Sí, y cancela también esta línea —aconsejó Scott—. De hecho, tendrás que hacer más cosas de lo que habíamos previsto.
—Tengo que mudarme —dijo ella—. Me gusta este lugar, pero…
—Creo que tienes que hacer algo más que mudarte —sondeó Scott.
Ashley no respondió inmediatamente.
—¿Qué quieres decir? —repuso al cabo.
Scott tomó aire y adoptó su tono más razonable, más neutral y académico, como si estuviera analizando un trabajo de clase.
—He investigado un poco y no quiero precipitarme en mis conclusiones, pero pienso que cabe la posibilidad de que O'Connell se vuelva, digamos, más agresivo.
—¿Agresivo? Eso es un eufemismo. ¿Piensas que podría hacerme daño?
—Otras, en circunstancias similares, han resultado heridas. Sólo estoy diciendo que deberíamos tomar precauciones.
Otro silencio, antes de que ella respondiera:
—¿Qué sugieres?
—Creo que deberías desaparecer por una temporada. Es decir, dejar Boston, ir a un sitio seguro durante un tiempo. Retomarás tu vida normal cuando O'Connell se haya marchado por fin.
—¿Qué te hace pensar que se marchará?
—Tenemos recursos, Ashley. Si tienes que dejar Boston para siempre, mudarte a Los Angeles, Chicago o Miami, bueno, puede hacerse. Todavía eres joven. Tienes todo el tiempo del mundo para hacer lo que quieras. Pero ahora necesitamos tomar medidas drásticas para que O'Connell no pueda encontrarte.
Ashley tuvo un arrebato de cólera.
—Él no tiene derecho a hacerme esto —replicó alzando la voz—. ¿Por qué yo? ¿Qué he hecho mal? ¿Por qué quiere fastidiarme la vida?
Scott dejó que su hija se desahogara antes de responder. Hacía mucho tiempo que había aprendido que dejarla gritar y quejarse la calmaba, y que al final atendía, si no a razones, a algo parecido.
—Desde luego que no tiene derecho —dijo al fin—, pero tiene habilidad para algunas cosas. Así que haremos algunos movimientos que no pueda prever. El primero es alejarte de él.
Scott percibió que su hija lo sopesaba. No sabía que muchas de esas cosas ya se le habían ocurrido a ella. No obstante, Ashley pareció desanimarse y, sin que su padre lo supiera, los ojos se le llenaron de lágrimas. Nada era justo. Cuando habló, lo hizo con resignación.
—Muy bien, papá —dijo—. Es hora de que Ashley desaparezca.
—Entonces, ¿contrataron a un detective privado?
—Sí. Un tipo muy competente y con mucha experiencia.
—Parece la acción razonable que emprendería cualquier pareja moderadamente educada y con recursos financieros. Es como introducir a un experto. Creo que debería hablar con él. Debe de haber preparado alguna clase de informe para Sally. Es lo que acaban haciendo siempre los detectives privados.
—Sí, tienes razón. Hubo un informe. Uno inicial. Tengo la copia que le enviaron a Sally.
—¿Me la dejarás leer?
—¿Por qué no hablas con Matthew Murphy antes? Luego te la daré, si sigues pensando que la necesitas.
—Podrías ahorrarme la molestia.
—Tal vez —respondió ella—. No estoy muy segura de que ahorrarte tiempo y esfuerzo sea exactamente mi tarea en este proceso. Y además, creo que visitar al investigador privado será… ¿cómo decirlo? Educativo.
Sonrió sin humor, y tuve la impresión de que me estaba retando con algo. Me encogí de hombros y me levanté para marcharme. Ella suspiró, como desanimada por mi gesto.
—A veces se trata de impresiones —dijo—. Aprendes algo, oyes algo, ves algo, y deja una huella en tu mente. Es lo que pasó con Scott, Sally, Hope y Ashley. Una serie de acontecimientos se acumularon para configurar una visión bastante acertada acerca de su futuro. Ve a ver al detective privado —insistió con tono desabrido—. Eso aumentará bastante tu comprensión del caso. Y luego ya veremos si te hace falta su informe.
«Basura» fue la primera palabra que le vino a la cabeza.
Matthew Murphy estaba estudiando los antecedentes policiales de O'Connell, que revelaban una vida de pequeños encontronazos con la ley. Entre otros, algún fraude con tarjetas de crédito seguramente robadas, un robo de coche en su adolescencia, agresiones y riñas de bar. Ninguno de aquellos delitos menores había sido castigado más que con libertad condicional, aunque en una ocasión había pasado cinco meses en la cárcel del condado cuando no pudo pagar una modesta fianza. El abogado de oficio tardó lo suyo en conseguir rebajar un cargo de asalto con agresión al de simple asalto. Una multa, el tiempo cumplido en prisión y seis meses de libertad vigilada, leyó Murphy. Se recordó que tenía que llamar al oficial de libertad condicional, aunque dudaba que fuera de mucha ayuda. Los oficiales de libertad condicional solían dedicar su tiempo a criminales más importantes, y, por lo que Murphy podía ver, Michael O'Connell no era nada importante… al menos a ojos del sistema legal.
Naturalmente, pensó, había otra forma de ver su historial: O'Connell quizás había cometido muchos delitos graves, pero no lo habían pillado.
Murphy sacudió la cabeza. No era precisamente un experto en criminología, pensó.
Contempló el montón de papeles que tenía en el regazo. Cinco meses en la cárcel del condado. No era tiempo suficiente para un escarmiento de verdad. Sólo la oportunidad para aprender varias habilidades de los reclusos más experimentados, si mantenías los ojos y oídos bien abiertos y conseguías no ser víctima de los tipos duros de la prisión. El crimen, como cualquier especialidad, necesitaba tiempo de estudio.
Había dos fotos en blanco y negro de O'Connell, una de frente y otra de perfil. «¿Así es como empezaste tu carrera delictiva?», le preguntó mentalmente. Lo dudaba. Esos cinco meses a la sombra sólo habían sido un cursillo de posgrado. Sospechaba que O'Connell ya había aprendido mucho antes de pasar por la prisión.
El oficial de la policía estatal que le había facilitado la ficha no había podido acceder a los antecedentes de O'Connell durante su minoría de edad. No se podía saber qué podía haber allí. Con todo, mientras examinaba las páginas, vio sólo pequeñas muestras de violencia, y eso lo tranquilizó un poco. «A lo mejor sólo eres un bravucón —pensó—. No un psicópata con una 9 mm.»
No obstante, obtuvo más información del expediente policial. O'Connell era un chico de la costa de New Hampshire, criado cerca de un
camping
de caravanas. Probablemente había tenido una infancia dura. Ninguna casita de paredes blancas con una tarta de manzana cocinándose en el horno y niños jugando al fútbol en el patio delantero. Notas bastante buenas en el instituto… cuando asistía. Había algunas lagunas. «¿Una temporada en un correccional juvenil?», se preguntó Murphy. Consiguió graduarse en el instituto. «Apuesto a que les diste algún que otro quebradero de cabeza a tus tutores.» Suficientemente listo para ingresar en la facultad local. Lo dejó. Volvió. No terminó. Se mudó a UMass-Boston. Bueno en trabajos manuales: mecánico con cierta experiencia. Obviamente, había empleado otras capacidades para aprender informática. Había bastante donde investigar, pensó, si eso era lo que Sally Freeman-Richards quería. Intuía más o menos lo que iba a encontrar. Un padre abusivo y una madre borracha. O tal vez un padre ausente y una madre casquivana. Divorcio, trabajos domésticos o trabajos basura y violencia los sábados por la noche, provocada por demasiada bebida.
Matthew Murphy estaba aparcado delante del cutre apartamento de Michael O'Connell. Era una tarde soleada y prometedora. Rendijas de brillante cielo asomaban entre los ajados edificios de apartamentos, y desde la esquina se distinguía en la distancia el cartel de CITGO colgado sobre Fenway Park. Miró la manzana de arriba abajo y se encogió de hombros. Era como muchas calles de Boston, advirtió. Lleno de jóvenes en ascenso hacia algo mejor y viejos en descenso de algo mejor. Y unos cuantos, como O'Connell, que la usaban como parada en el camino para algo peor.
Había sido fácil que un amigo de la policía le consiguiera la documentación sobre O'Connell que tenía en el regazo. Ahora quería echarle un buen vistazo al sujeto. Tenía a su lado una moderna cámara digital con teleobjetivo, la principal herramienta del detective privado.
Murphy era cincuentón, justo en esa edad previa a la ansiedad de hacerse viejo. Estaba divorciado, no tenía hijos, y lo que más echaba de menos eran los días de agente uniformado, cuando era joven y salía de la comisaría al volante de un coche patrulla. También echaba de menos su época en Homicidios, aunque, con los enemigos que se había ganado, jubilarse allí habría sido problemático. Sonrió para sí. Toda su vida había tenido la habilidad de salir bien parado de los problemas en que se metía, un paso por delante del martillo que caía rozándole la espalda. Un año después de alistarse en la policía, cuando se estrelló con su coche patrulla en una persecución, había salido sólo con un par de rasguños, mientras que los niños ricos y borrachos del BMW de papá que perseguía eran atendidos infructuosamente por una UVI móvil. En un tiroteo con unos traficantes, una noche le dispararon el cargador entero de una 9 mm, sólo para estampar cada bala en la pared que tenía detrás, y él había disparado un único tiro con los ojos cerrados, acertando al pecho del otro tipo. Había salido de tantas situaciones apuradas que ya le costaba recordarlas todas, incluyendo un enfrentamiento con un asesino en serie que esgrimía un cuchillo de carnicero en una mano y retenía a una niña de nueve años con la otra, con el cuerpo de su ex esposa a los pies y su suegra en el suelo de la cocina en un charco de sangre. Murphy recibió una recomendación por ese arresto. Una recomendación y una amenaza del asesino, que juró convertirlo en una de sus próximas víctimas si alguna vez salía libre, cosa bastante improbable. Matthew Murphy consideraba el número de amenazas que había acumulado el baremo más adecuado de sus logros. Tenía demasiadas que contar.