Read El hombre equivocado Online
Authors: John Katzenbach
El estómago se le tensó, y la náusea del miedo finalmente la venció. Abrió la puerta y vomitó en la acera todo el té Earl Grey de la señora Abramowicz.
Scott empezó temprano a la mañana siguiente. Se despertó en su hotel barato antes del amanecer, y condujo bajo la mortecina luz de noviembre hasta un lugar frente a la casa donde había crecido Michael O'Connell. Apagó el motor y permaneció en el coche, esperando, sintiendo los primeros atisbos del invierno colarse en el interior. Era una calle triste, un poco mejor que un camping de caravanas, pero no demasiado. Todas las casas ofrecían un aspecto paupérrimo y necesitaban reparación. La pintura se desconchaba y los canalillos se habían soltado de los tejados, había juguetes rotos, coches abandonados y vehículos para la nieve desmantelados ensuciando más de un patio. Las puertas mosquiteras se agitaban con el viento. Más de una ventana estaba remendada con láminas de plástico grueso. Parecía un lugar dejado de la mano de Dios. Un sitio para whisky barato y latas de cerveza, billetes de lotería y sueños moteros, tatuajes y borracheras de sábado por la noche.
Los adolescentes se preocupaban probablemente por los embarazos y el hockey a partes iguales, y las personas mayores se consumirían preguntándose si sus pequeñas pensiones los salvarían de la beneficencia. Era uno de los lugares menos acogedores que había visto Scott.
Como en el instituto la tarde anterior, se sabía completamente fuera de lugar.
Permaneció en el coche, viendo la corriente matutina de niños hacia los autobuses escolares y hombres y mujeres al trabajo con la fiambrera bajo el brazo. Cuando las cosas se calmaron, se apeó. Tenía un fajo de billetes de veinte dólares en el bolsillo y calculó que iba a gastar unos pocos esa mañana.
Volviendo la espalda a la casa de O'Connell, Scott se dirigió a la de enfrente.
Llamó con los nudillos e ignoró los frenéticos ladridos de un perro. Tras unos segundos, una voz de mujer le ordenó al perro que se callase, y la puerta se abrió.
—¿Sí? —Tenía más de treinta años y un cigarrillo le colgaba de los labios; vestía una bata rosa con el logotipo de unos grandes almacenes. En una mano sujetaba una taza de café y con la otra retenía al perro por el collar—. Lo siento —dijo—. Es muy bueno, pero se asusta de la gente y les salta encima. Mi marido me dice que tengo que adiestrarlo mejor, pero… —Se encogió de hombros.
—No importa —dijo Scott, hablando a través de la mosquitera exterior.
—¿En qué puedo ayudarle?
—Pertenezco al departamento de libertad condicional de Massachusetts. Estamos haciendo una comprobación previa a la sentencia sobre alguien acusado por primera vez. Un tal Michael O'Connell. Solía vivir aquí. ¿Lo conoció usted?
La mujer asintió.
—Un poco. No lo he visto desde hace un par de años. ¿Qué ha hecho?
Scott lo pensó un segundo antes de contestar.
—Es una acusación por robo.
—Ha robado algo, ¿eh?
«Exacto», pensó Scott, y dijo:
—Eso parece.
La mujer hizo una mueca.
—Y lo han pillado por tonto, ¿eh? Siempre pensé que haría algo más inteligente.
—Un tipo listo, ¿eh?
—Se hacía el listo. No estoy segura de que lo sea.
Él sonrió.
—En realidad lo que nos interesa es su historial. Todavía tengo que entrevistar a su padre, pero, ya sabe, a veces los vecinos…
La mujer asintió vigorosamente.
—No sé gran cosa. Sólo llevamos aquí un par de años. Pero el viejo… bueno, lleva aquí desde la Edad de Piedra. Y no es demasiado popular.
—¿Cómo es eso?
—Vive de una pensión. Trabajaba en el astillero de Portsmouth. Tuvo un accidente hará unos diez años. Dice que se lastimó la espalda. Recibe tres cheques todos los meses: de la compañía, del estado y de los federales también. Pero, para ser un tipo incapacitado, parece en buena forma. Hace chapuzas arreglando tejados. Mi marido dice que cobra en negro. Siempre supuse que algún tipo de Hacienda acabaría por aparecer haciendo preguntas.
—¿Sólo por eso tiene mala fama?
—Es un borracho cabrón. Y cuando se emborracha, arma jaleo. Grita a viva voz en mitad de la noche, aunque no tiene a nadie a quien gritarle. A veces sale y dispara una escopeta que guarda en esa leonera que llama casa. Hay chiquillos cerca, pero no le importa. Una vez le pegó un tiro al perro de unos vecinos. No al mío, por suerte. Disparó sin ningún motivo, sólo porque podía. Es un mal bicho.
—¿Y el hijo?
—A ése apenas lo conocí. Pero ya sabe, de tal palo tal astilla.
—¿Qué hay de la madre?
—Murió hará unos ocho o diez años. Yo no la conocí. Fue un accidente, o eso dicen. Algunos piensan que se quitó la vida. Otros le echan la culpa al viejo. La policía lo investigó a fondo, pero luego la cosa se enfrió. Tal vez haya algo en los periódicos de entonces, no lo sé. Sucedió antes de que yo llegara aquí.
El perro ladró una vez más, y Scott retrocedió.
—Gracias por su ayuda —dijo—. Y, por favor, que esto sea confidencial. Si la gente empieza a hablar, puede estropear nuestra investigación…
—Ah, claro —dijo la mujer. Empujó al perro con el pie, y le dio una calada al cigarrillo—. Oiga, ¿no pueden ustedes meter al viejo entre rejas junto con el hijo? Seguro que la vida sería más tranquila por aquí.
Scott pasó el resto de la mañana en el barrio, fingiendo ser distintos investigadores. Sólo una vez le pidieron que se identificara, pero se libró de esa entrevista rápidamente. No descubrió gran cosa. Parecía que la familia O'Connell era anterior a la mayoría de los actuales habitantes, y la mala impresión que había causado limitaba su contacto con los vecinos. Su falta de popularidad ayudó a Scott en un sentido: la gente estaba dispuesta a hablar. Pero sus palabras simplemente reforzaban lo que Scott ya había oído, o suponía.
El viejo O'Connell no salió de su casa en ningún momento. Al lado había una pequeña furgoneta Dodge negra y Scott supuso que era el vehículo del viejo. Sabía que tendría que llamar a esa puerta, pero todavía no estaba seguro de por quién hacerse pasar. Decidió ir a la biblioteca local para indagar sobre la muerte de la señora O'Connell.
La biblioteca, en contraste con los cascados edificios y el camping de caravanas, era un edificio de dos plantas de ladrillo y cristal, adjunto a una comisaría de policía nueva y un complejo de oficinas.
Scott se acercó al mostrador y una mujer delgada y pequeña, tal vez diez años mayor que Ashley, dejó de colocar tarjetas en los libros y le preguntó:
—¿Puedo ayudarlo?
—Sí —dijo él—. ¿Tienen ustedes archivados los anuarios del instituto? ¿Y podría ver los microfilms de la prensa local?
—Claro. La sala de microfilms está ahí mismo —dijo la mujer, señalando una habitación lateral—. ¿Necesita ayuda con la máquina?
Scott negó con la cabeza.
—Podré arreglármelas. ¿Y los anuarios?
—En la sección de consulta. ¿Qué año busca?
—Lincoln High, curso de mil novecientos noventa y cinco.
La joven hizo un gesto de sorpresa y luego sonrió con tristeza.
—Mi clase. Tal vez pueda ayudarlo.
—¿Conoció usted a Michael O'Connell?
Ella se quedó inmóvil.
—¿Qué ha hecho? —susurró por fin.
Sally revisaba textos legales y artículos de revistas buscando algo, pero no estaba segura de qué exactamente. Cuanto más leía, calibraba y analizaba, peor se sentía. Una cosa era indagar en el aspecto intelectual del delito, se dijo, donde las acciones se veían en el mundo abstracto de los tribunales, con alegatos y pruebas, investigaciones e interrogatorios, confesiones y forenses. El sistema de justicia penal estaba diseñado para sangrar a la humanidad de sus acciones. Neutralizaba la realidad de un delito, convirtiéndolo en algo teatral. Y en ese proceso ella se sentía cómoda y familiarizada. Pero ahora estaba dando un paso en una dirección muy distinta.
Elegir un delito.
Luego pergeñar cómo hacérselo cometer a O'Connell.
Después meterlo en la cárcel por una larga temporada.
Y finalmente retomar sus vidas normales.
Parecía sencillo. El entusiasmo de Scott había sido contagioso, hasta que ella se sentó y se puso a estudiar las diversas posibilidades.
Lo mejor que había encontrado hasta ahora era fraude y extorsión. Sería difícil, pero probablemente podrían reunir todos los actos de O'Connell hasta entonces y lograr que parecieran un plan para chantajearles a ella y a Scott a cambio de dinero. Sí, podría conseguir que todo lo que había hecho O'Connell (sobre todo su acoso a Ashley) apareciera como un plan perverso y premeditado. Lo único que tendría que idear era alguna amenaza clara e inequívoca, del tipo «si no me pagas tanto dinero, os destruiré a ti y a tu familia». Por un lado, Scott podría declarar bajo juramento que le había entregado cinco mil dólares en Boston, que O'Connell había exigido más y que lo había presionado con amenazas. Podrían incluso justificar por qué no habían llamado a la policía antes, alegando que tenían miedo de la reacción de O'Connell.
El problema («o el primer problema de una larga lista», pensó Sally con tristeza) era lo que Scott dijo después de entregarle los cinco mil dólares: su impresión de que O'Connell llevaba un micrófono oculto que grabó toda la conversación. Si eso era cierto, serían considerados perjuros. O'Connell saldría libre, ellos podrían enfrentarse a una acusación, y su trabajo y el de Scott podrían correr peligro. Volverían a punto cero, estarían metidos en problemas y no habría nada que se interpusiera entre Ashley y la ira de O'Connell.
Y aunque tuvieran éxito, no había ninguna garantía de que O'Connell no consiguiera una sentencia reducida. ¿Un par de años? ¿Cuánto tiempo entre rejas haría falta para que Ashley se liberase de su obsesión? ¿Tres años? ¿Cinco? ¿Diez? ¿Podría estar alguna vez completamente segura de que O'Connell no iba a aparecer en su puerta?
Sally se reclinó en el asiento.
«Mátalo», se dijo. Dejó escapar un gemido. No podía creer lo que su propia mente le estaba sugiriendo. «¿Qué tiene de especial tu vida como para que no pueda ser sacrificada?»
Aquella pregunta en principio descabellada tenía cierto sentido. Sally no amaba su trabajo y tenía serias dudas respecto a su relación con Hope. Habían pasado meses desde la última vez que experimentara alegría por ser quien era. ¿El significado de la vida? Quiso echarse a reír, pero no pudo. Era una abogada de una ciudad pequeña que se hacía vieja y veía las arrugas de la preocupación grabarse en su cara cada día. Le parecía que la única marca que dejaría de su paso por la vida era Ashley. Su hija podría haber sido el resultado de una mentira de amor, pero era lo mejor que Sally y Scott habían conseguido en su breve tiempo de convivencia.
«Merece la pena morir por su futuro.»
De nuevo Sally se sorprendió a sí misma. «Estoy pensando locuras.» Pero locuras que tenían sentido.
«Mátalo», se repitió.
Y luego tuvo otro pensamiento aún más extraño: «O haz que él te mate a ti. Y luego pague por ello.»
Se echó hacia atrás y contempló los libros y textos que la rodeaban.
Alguien tenía que morir. De pronto estuvo segura de ello.
Tuve pesadillas por primera vez desde que me había involucrado en aquella historia.
Llegaron de improviso y me hicieron dar vueltas en la cama, empapado de sudor en el sueño. Me desperté en mitad de la noche, fui dando tumbos al cuarto de baño para beber agua y me miré en el espejo. Luego recorrí el pasillo alfombrado y fui a mirar a mis hijos, para asegurarme de que su sueño era apacible.
—¿Todo va bien? —murmuró mi esposa cuando regresé a la cama, pero se quedó dormida de nuevo antes de que pudiera responderle.
Apoyé la cabeza en la almohada y contemplé los infinitos filos de la oscuridad.
Al día siguiente, la llamé por teléfono.
—Necesito hablar con los protagonistas de este pequeño drama —dije ásperamente—. Lo he estado retrasando demasiado tiempo.
—Sí. Esperaba que tarde o temprano lo pidieras. No estoy segura de que estén dispuestos a hablar contigo en este momento.
—¿Están dispuestos a que se cuente su historia, pero no a hablar conmigo? —repuse incrédulo.
Cuando ella habló, percibí una lejana pugna en su interior; algunos acontecimientos de la historia se volvían más críticos. Me estaba acercando.
—Tengo miedo —dijo.
—¿Miedo de qué?
—Hay muchas cosas en equilibrio. Una vida equilibra una muerte. La oportunidad se equilibra con la desesperación. Hay mucho en juego.
—Puedo encontrarlos —dije bruscamente—. No tengo que jugar a este juego del gato y el ratón contigo. Podría buscar en listas de universidades. En bases de datos legales. Ir a páginas web de estudiantes. Webs de mujeres gays. Chats de psicópatas. No sé. Alguno de ellos tendrá suficiente información para que pueda asignar nombres reales, lugares reales y verdades a lo que me has contado.
—¿Crees que no te he contado la verdad?
—No. Sólo estoy diciendo que sé suficiente para poder continuar por mi cuenta.
—Podrías hacerlo, pero entonces yo dejaría de responder a tus llamadas. Y tal vez nunca sabrías lo que sucedió en realidad. Puede que conozcas algunos hechos, o que logres reunir los detalles para tener la epidermis de la historia. Pero no los órganos vitales bajo la superficie, los que te dicen el porqué. ¿Lo quieres así?
—No —respondí.
—Eso pensaba.
—Jugaré según tus reglas, pero no mucho tiempo más. Estoy llegando al final de la cuerda.
—Sí, lo noto en tu voz —dijo ella, pero no parecía que eso la afectara en absoluto.
Y, sin más, colgó.
Ashley seguía molesta por haber sido excluida de la decisión más crucial de su vida. Catherine, menos airada, se pasó una hora al teléfono, haciendo llamadas en voz baja, antes de decirle a Ashley:
—Hay algo que tú y yo tenemos que hacer.
La chica estaba en la cocina con una taza de café, mirando el rincón donde se hallaba el cuenco de
Anónimo,
ahora vacío. Se sentía atada a un poste mientras a su alrededor sucedían cosas que la afectaban directamente pero que no podía ver.
—¿Qué?
—Bueno —dijo Catherine en voz baja—, nunca me ha gustado ser una mera espectadora.
—Ni a mí.
—Creo que deberíamos movernos un poco en una dirección que no creo que alguien de esta familia haya considerado. —Cogió las llaves del coche—. Vamos.