Read El hombre equivocado Online
Authors: John Katzenbach
Se acercó al lavabo y se mojó la cara una y otra vez, como si de esa manera pudiera librarse de lo que se le venía encima. No quería ser adalid de ninguna causa y tampoco perder la confianza de las estudiantes, que tanto le había costado conseguir.
—Nada de eso ha sucedido nunca —le había dicho al decano—. Nada. Pero ¿cómo puedo demostrar mi inocencia sin nombres, fechas, horas, etcétera?
Él estuvo de acuerdo y accedió, por el momento, a no dar curso a la denuncia, aunque tendría que discutirlo con la dirección del colegio y tal vez incluso informar al presidente del consejo. Hope sabía que los rumores eran inevitables. El decano le sugirió que continuara con su actividad normal hasta que hubiera más información.
—Siga entrenando a las chicas, Hope —dijo Wilson—. Gane el campeonato. Mantenga todas sus citas de tutoría con las estudiantes, pero… —Vaciló.
—¿Pero qué? —preguntó Hope.
—No haga nada equívoco.
Mientras se miraba a los ojos enrojecidos en el espejo del lavabo, Hope nunca se había sentido más vulnerable. Salió del cuarto de baño, comprendiendo que el mundo donde se había creído relativamente a salvo se había vuelto muy peligroso.
Sally se esforzó por encontrar sentido a aquellos documentos mientras, acalorada, sudaba como en un entrenamiento.
Alguien había conseguido acceder a su clave electrónica y había creado el caos en la cuenta de su cliente. Estaba furiosa por no haber creado una clave más difícil de descifrar. Como el caso en cuestión era un divorcio, había elaborado la clave «Divley». Tras contactar con los encargados de seguridad de los diferentes bancos que habían recibido los depósitos de la supuestamente inviolable cuenta de su cliente, había podido devolver gran parte del dinero, o al menos congelarlo para que nadie pudiera tocarlo. Los bancos habían accedido a colocar trampas electrónicas en algunos de esos fondos, de modo que todo aquel que intentara retirar cualquiera cantidad, bien a través del ordenador o en persona, sería localizado. Pero no tuvo un éxito completo al manipular el dinero. Varias transacciones habían sido colocadas a través de una mareante serie de depósitos y extracciones, hasta desaparecer finalmente en una cuenta extranjera en la que Sally no pudo entrar, y cuando llamó a los bancos, no mostraron tanta comprensión hacia su historia del robo de identidad como habría esperado.
Su instinto le decía que contratara a su propio abogado, pero lo pospuso por el momento. En cambio, sacó todo el dinero del seguro de la casa que compartía con Hope y lo depositó en la cuenta del cliente, compensando el desequilibrio, al precio de cargarse ella misma, junto con su desprevenida compañera, con una deuda importante. Tardaría meses en ganar lo suficiente para reparar aquel daño económico, pero esperaba estar a salvo.
Redactó una declaración jurada para el Colegio de Abogados. Comentó algunas de las transacciones, y dijo que habían sido realizadas por alguien desconocido, pero que ella había restaurado la cuenta de su cliente con sus propios fondos y, de acuerdo con el banco, la había puesto a salvo de nuevas manipulaciones electrónicas. Esperaba que esa declaración detuviera cualquier acción judicial, al menos hasta que se supiera quién le había hecho esto. Pensó en solicitar información sobre quién había presentado la denuncia ante el colegio de abogados, pero sabía que de momento no iban a revelarle nada. Así que estaba destinada a permanecer a oscuras durante algún tiempo.
Sally nunca se había considerado una abogada particularmente dura. Su punto fuerte era la mediación, o conseguir acuerdos entre partes contrarias. Odiaba los casos en que el compromiso ya no era posible.
Pero cuando se giró en el sillón de su despacho y contempló las hojas impresas de transacciones bancarias que cubrían su mesa, sólo sintió desesperación. «Quienquiera que haya hecho esto —pensó— debe de odiarme con toda su alma.»
Eso la obligaba a una pregunta incómoda, porque ningún abogado consigue labrarse una carrera, sobre todo encargándose de divorcios, casos de custodia y pequeñas acciones penales, sin ganarse algunos enemigos. La mayoría de éstos simplemente se enfadaba y se quejaba. Algunos daban un paso más.
«Pero ¿quiénes?», se preguntó.
Habían pasado meses desde la última vez que alguien airado la había amenazado. La idea de que pudiera haber alguien con paciencia y habilidad para planear una venganza contra ella la hizo morderse el labio inferior.
Sally pensó que iba a tener que contarle a Hope lo sucedido. Había bastante tensión entre ellas y ahora, de repente, se encontraban en apuros económicos.
Se le ocurrió llamar a la policía. Al fin y al cabo, se había cometido un robo. Pero esto iba contra su norma, como es el caso de tantos abogados. Mientras no se supiera más, o lograse dilucidar quién y por qué lo había hecho, no quería a ningún detective hurgando en sus casos.
«Resuélvelo —se dijo—. Resuélvelo tú sola.»
Cogió su maletín, guardó en él tantos papeles como pudo y recogió el abrigo. Las oficinas estaban ya vacías y cerró con llave. Bajó rápidamente las escaleras y salió a la calle.
El aire frío pareció confundirla y se llevó la mano a la frente, como si de repente se sintiera mareada. No pudo recordar siquiera dónde había aparcado el coche. Todo daba vueltas a su alrededor y tuvo que inhalar hondo una vez, como si estuviera sufriendo un ataque de pánico. Apretó los puños y notó una súbita punzada de dolor. El corazón le palpitaba y las sienes latían. Tuvo que apoyarse en una pared para no caerse.
«Domínate», se ordenó.
Su coche estaba donde siempre, en el aparcamiento. Se abotonó el abrigo y sosegó la respiración, sintiendo que la presión en el pecho y la boca del estómago disminuía. Pero, al recuperar el autodominio, le pareció de pronto que ya no estaba sola. Se dio la vuelta, pero la acera estaba vacía, a excepción de algunos estudiantes que entraban y salían de una cafetería cercana. El tráfico de la calle principal de la ciudad discurría con normalidad. Un autobús bufó al detenerse en la parada al otro lado de la calle, delante de un viejo cine. Todo lo que vio era normal. «Todo está en su sitio», pensó.
O no.
Tomó aire de nuevo y echó a andar hacia el garaje. Una parte de ella quería correr, mientras la oscuridad se deslizaba sobre ella y la tenue luz de las farolas y marquesinas levantaba pequeños refugios contra la creciente noche.
—¿Sabe? Incluso con esta dispensa firmada me siento un poco incómodo hablando de cosas que me han sido comunicadas de manera confidencial.
—Ésa es su prerrogativa —dije, lleno de falsa comprensión—. Comprendo su postura.
—¿Lo comprende?
El psicólogo era pequeño y ladino, con un pelo rizado veteado de gris que le caía alrededor del cuello, como si estuviera conectado a extrañas y conflictivas ideas en su cuero cabelludo. Llevaba gafas que le daban una ligera apariencia de insecto, y tenía un curioso tic: expresaba una idea y a continuación agitaba la mano para recalcar las palabras ya dichas.
—Después de todo —continuó—, no estoy seguro de que la influencia que Michael O'Connell ejerció sobre esas personas haya sido aún comprendida del todo.
—¿Qué quiere decir?
Suspiró.
—Creo que se cruzó en sus vidas más o menos como un accidente de tráfico. Un puntual momento de pérdida, de miedo, de conflicto, como quiera verlo. Pero sus secuelas duran años, quizás incluso para siempre. Vidas que ya no vuelven a ser lo que eran. Cenizas y agonía durante mucho tiempo. Eso es lo que sucede en estos casos.
—Pero…
—No sé si puedo hablar al respecto —dijo bruscamente—. Algunas cosas que se han dicho en esta consulta son inviolables, aunque me agrada que usted quiera contar la historia en un libro. Desde luego detestaría revelarle algo y luego recibir una citación judicial, o tener que abrir mi puerta a un par de detectives al estilo Colombo. Lo siento.
Suspiré, sin saber si frustrado o respetuoso. Él esbozó una amplia sonrisa y se encogió de hombros.
—Bien —dije—. Para que mi viaje hasta aquí no haya sido una completa pérdida de tiempo, ¿puede explicarme al menos las características del amor obsesivo de O'Connell por Ashley…?
El psicólogo hizo una mueca.
—Amor. ¡Amor! Dios mío, no tiene nada que ver con el amor. El entramado psicológico de Michael O'Connell tiene que ver con la posesión.
—Sí, lo comprendo. Pero ¿qué conseguía? No era por dinero. No era deseo. No era pasión. Sin embargo, en cierto modo, por lo que sé hasta ahora, parece que era todas esas cosas al mismo tiempo…
Él se recostó en su asiento, y de pronto se inclinó bruscamente hacia delante.
—Está siendo demasiado literal —dijo—. Un robo a un banco dice algo concreto. También un trapicheo de drogas, o matar a tiros al encargado de una tienda abierta de madrugada. O los asesinatos en serie y las violaciones repetidas. Esa clase de crímenes puede definirse fácilmente. Éste no. El proclamado amor de Michael O'Connell era un crimen de identidad. Y así, se convirtió en algo más grande, más profundo. Más devastador.
Asentí y fui a añadir algo, pero él agitó la mano, silenciándome.
—Otra cosa que ha de tener en cuenta —dijo—: Michael O'Connell era… —inspiró hondo— implacable.
Por primera vez en su relativamente corta vida, Ashley sintió que su mundo era no sólo increíblemente pequeño, sino que estaba definido por tan pocas cosas que carecía de un sitio donde ocultarse, que no había ningún lugar adonde escapar para tomarse un respiro y recuperarse.
Los pequeños indicios de que la estaban vigilando aumentaron. Su teléfono se había convertido en un pozo de miedo, lleno de silencios o respiraciones entrecortadas. Tampoco se fiaba ya de su ordenador. Se negaba a revisar el e-mail, porque no podía saber quién enviaba los mensajes.
Le dijo a su casero que había perdido las llaves de su apartamento, y éste le envió un cerrajero para poner cerraduras nuevas, aunque Ashley dudaba que sirviera para algo. El cerrajero le comentó que las nuevas cerraduras eran muy seguras, pero no inviolables para un entendido. A Ashley no le resultó difícil imaginar que O'Connell entraba en la categoría de entendido.
En el museo algunos compañeros de trabajo se quejaron de estar recibiendo extrañas llamadas y e-mails anónimos que sugerían que Ashley estaba maquinando a sus espaldas o criticándolos ante la dirección. Ashley les explicó que todo eso era falso, sólo actos insensatos de un pretendiente despechado, pero le pareció que no la creían.
Inesperadamente, una compañera lesbiana le echó en cara ser homófoba. La acusación fue tan ridícula que Ashley se quedó desconcertada, incapaz de responder. Un par de días más tarde, una compañera negra la miró con recelo y se negó a almorzar con ella ese día. Ashley le preguntó qué sucedía y ella le espetó: «Tú y yo no tenemos nada de qué hablar. Déjame en paz.»
Después de su clase nocturna de Impresionistas Modernos Europeos, la profesora la llamó a su despacho y le dijo que corría el riesgo de suspender si no asistía a las clases con regularidad.
Ashley se quedó anonadada. Abrió la boca y miró a la mujer, que apenas alzó la cabeza de los papeles, diapositivas y voluminosos libros de arte que cubrían su mesa. Ashley trató de encontrar algo donde enfocar la mirada e impedir la sensación de mareo que la embargó.
—Pero nunca he faltado a ninguna clase… —logró decir—. En las hojas de asistencia ha de constar mi nombre.
—Por favor, no me venga con excusas —repuso la profesora, envarada.
—Pero si no…
—Uno de mis ayudantes las repasa y las introduce en el sistema informático del departamento. De las clases semanales y las presentaciones de diapositivas adicionales, de las que hemos tenido más de veinte hasta ahora, sólo consta su nombre en dos ocasiones. Y una de ellas es la de esta noche.
—Pero he asistido a todas —insistió Ashley—. No comprendo. Déjeme mostrarle mis apuntes…
—Cualquiera puede hacer que le copien los apuntes o se los presten.
—Pero he estado en todas las clases. De verdad. Alguien ha cometido un error.
—Claro. Ahora resulta que es culpa nuestra.
—Profesora, creo que alguien está saboteando mi registro de asistencias…
La profesora vaciló.
—Pero ¿qué dice? ¿Qué sentido tendría que alguien…?
—Un ex novio despechado —dijo Ashley.
—Repito, señorita Freeman: ¿qué sentido tendría?
—Quiere vengarse…
La profesora vaciló.
—Bien —dijo lentamente—. ¿Puede demostrar esta acusación?
Ashley tomó aire muy despacio.
—No sé cómo —admitió.
—Ya. Bien, como recordará, en la primera clase dejé bien claro que la asistencia es obligatoria. No soy inflexible, señorita Freeman. Si alguien tiene que perderse una clase o dos por motivos personales, lo comprendo. Pero asistir a clase y estudiar el temario es su responsabilidad. No creo que pueda usted aprobar este curso…
—Hágame un examen. Mándeme un trabajo. Algo que me permita demostrar que he asimilado toda la enseñanza impartida…
—No encargo trabajos especiales ni concedo tratamientos especiales —replicó la profesora, hosca—. Si lo hiciera, tendría que hacer lo mismo con cada estudiante perezoso o poco dedicado que se siente donde está usted sentada, señorita Freeman, para aducir una excusa u otra, incluyendo las típicas de mi perro se comió mi trabajo o mi abuelita ha muerto. Las abuelas parecen morirse en mis clases con deprimente frecuencia y regularidad, y a menudo más de una vez. Así que, señorita Freeman, empiece a asistir a clase y consiga una excelente nota en el último examen. Tal vez así consiga aprobar… ¿Ha considerado dedicarse a otra cosa? Quiero decir, quizás el arte y los estudios de posgrado no son lo suyo.
—El arte ha sido siempre…
La profesora la interrumpió alzando una mano.
—¿De veras? Bien, buena suerte, señorita Freeman. La necesitará.
Ashley salió del despacho a un pasillo que resonaba de vacío. En algún lugar, en una escalera u otra planta, oyó una risa lejana, casi fantasmal. Se quedó inmóvil. Él estaba allí, vigilándola. Giró lentamente, como si él estuviera a un paso, como una sombra que la siguiera a todas partes. Prestó atención a cualquier sonido, una respiración, un susurro, cualquier cosa que le confirmara que O'Connell estaba realmente allí, pero no oyó nada.
Los ojos se le empezaron a llenar de lágrimas. No tenía duda de que de algún modo era aquel demente quien había conseguido borrar su nombre de las listas de asistencia. Se apoyó contra una pared, respirando con dificultad. Todas las clases a las que había asistido, toda la atención que había prestado, las notas tomadas, la información, el conocimiento, la apreciación de las formas, estilos y belleza de los artistas estudiados, en aquel momento no valían nada. Era como si todo aquello existiera en una dimensión diferente donde la Ashley que creía ser continuaba con su vida, dispuesta a convertirse en la persona que quería ser.