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Authors: John Katzenbach
Una estudiante de Historia del Arte de Boston, Ashley Freeman, tiene una aventura de una noche con Michael O´Connell, un tipo que le atrae por ser todo lo contrario a sus compañeros de la universidad.
Para ella no fue más que un romance de una noche, sin embargo, él asegura estar profundamente enamorado de ella y empieza a escribirla cartas de amor, a seguirla por la calle y a observarla desde lejos.
Al principio la situación no tiene mucha importancia para Ashley, pero O´Connell, poco a poco irá aislándola para tenerla para él sólo. Pone a sus amigos en su contra, logra que la despidan del trabajo y, hackeando los ordenadores de su familia, les mete en algunos apuros legales.
Ashley comienza a darse cuenta de que O´Connell es un maniaco en potencia y es entonces cuando empieza a ver que su vida corre peligro.
John Katzenbach
El hombre equivocado
ePUB v1.0
Polifemo722.08.11
Para los sospechosos habituales:
esposa, hijos y perro.
—¿Te gustaría escuchar una historia? ¿Una historia poco corriente?
—Desde luego.
—Bien, pero primero tienes que prometerme una cosa: nunca le dirás a nadie dónde la escuchaste. Y si alguna vez vuelves a contarla, en cualquier circunstancia, situación o formato, ocultarás los detalles para que no puedan relacionarla conmigo ni con las personas de las que voy a hablarte. Nadie sabrá nunca si es verdad o no. Nadie podrá descubrir su fuente exacta. Y todo el mundo creerá que es otra de las historias que tú cuentas: inventada. Pura ficción.
—Eso suena un poco exagerado. ¿De qué trata esa historia?
—De un asesinato. Se cometió hace unos años. O tal vez nunca, claro. ¿Quieres escucharla?
—Adelante.
—Entonces dame tu palabra —pidió con recelo.
—Muy bien. Tienes mi palabra.
Ella se inclinó hacia delante y tomó aliento para comenzar.
—Supongo que podríamos decir que empezó en el momento en que él encontró aquella carta de amor.
Cuando Scott Freeman leyó por primera vez la carta que encontró en un cajón de la cómoda de su hija, dos semanas después de la última visita de ésta a su casa, arrugada y oculta tras unos viejos calcetines blancos, tuvo la súbita certeza de que alguien iba a morir.
No fue una sensación clara y definida, pero lo embargó con la intensidad de una amenaza inminente. Cuando logró sosegarse un poco, se quedó inmóvil y repasó una y otra vez las palabras escritas en el papel.
Nadie puede amarte como yo lo hago. Nadie lo hará jamás. Estamos hechos el uno para el otro, y nada lo impedirá. Estaremos juntos para siempre. De un modo u otro.
(Sin firma)
Estaba impresa en papel corriente y con letra cursiva, lo que le daba un aire anticuado. No pudo encontrar el sobre donde venía, así que no había ningún remite, ni siquiera un matasellos que él pudiera comprobar. La colocó sobre la cómoda y trató de alisar las arrugas que le daban un aspecto apremiante. Su hija debía de haberla estrujado antes de meterla en el fondo del cajón. Observó de nuevo las palabras y trató de creer que eran inofensivas. Un vehemente requerimiento de amor, un arrebato pasional de algún compañero de estudios de Ashley, tal vez una mera aventura que ella le había ocultado por pruritos románticos.
Pero nada de lo que pensó pudo borrar aquella sensación inquietante.
Scott Freeman no se consideraba un hombre receloso, ni proclive a la cólera o a tomar decisiones precipitadas. Le gustaba considerar detenidamente cualquier elección, examinar cada aspecto de su vida como si fuera la arista de un diamante puesto al microscopio. Era metódico por trabajo y por naturaleza, pese a que llevaba el pelo largo y desordenado para recordarse sus años de juventud a finales de los sesenta. Le gustaba vestir vaqueros y una chaqueta de pana gastada con parches de cuero en los codos. Usaba unas gafas para leer y otras para conducir, y siempre llevaba ambas encima. Se mantenía en forma haciendo ejercicio a diario, corriendo cuando el clima lo permitía o en una cinta sin fin durante los largos inviernos de Nueva Inglaterra. En parte lo hacía para compensar las ocasiones en que bebía demasiado, acompañando a veces el whisky con un porro. Scott se enorgullecía de sus clases, que le permitían ciertos alardes de vanidad cuando se enfrentaba a un aula repleta. Le encantaba su especialidad, la historia, y esperaba cada septiembre con entusiasmo, sin el cinismo que aquejaba a muchos de sus colegas de facultad. No obstante, pensaba que llevaba una vida demasiado apacible, así que ocasionalmente se permitía alguna conducta alocada; por ejemplo, un Porsche 911 de hacía diez años que conducía hasta la época de las nevadas, con rock and roll a toda pastilla en la radio. Reservaba la vieja furgoneta para los inviernos. Tenía algún ligue ocasional, pero sólo con mujeres de más o menos su edad, más realistas en sus expectativas, y reservaba sus pasiones para los Red Sox, los Patriots, los Celtics, los Bruins y todos los equipos deportivos de la facultad.
Se consideraba un hombre rutinario, y a veces pensaba que sólo había tenido tres aventuras de verdad en su vida adulta. Una, cuando recorría en kayak la rocosa costa de Maine y una fuerte corriente y una niebla súbita lo apartaron de sus compañeros, dejándolo durante horas en medio de una gris bruma de tranquilidad, rodeado únicamente por el sonido de las olas que lamían el kayak y el ocasional chapoteo de una foca o una marsopa. El frío y la humedad lo envolvían y empañaban su visión. Comprendió que estaba en grave peligro, pero conservó la calma y esperó hasta que una embarcación de la Guardia Costera surgió de la húmeda bruma que lo rodeaba. El oficial le dijo que se encontraba muy cerca de una corriente traicionera que con toda seguridad lo habría arrastrado mar adentro, y por eso se asustó mucho más después de ser rescatado que cuando estaba en peligro.
Ésa fue una de sus aventuras. Las otras dos duraron más. En 1968, cuando Scott tenía dieciocho años y acababa de ingresar en la universidad, rechazó un recurso para prorrogar el reclutamiento porque le parecía inmoral permitir que otros se jugasen la vida mientras él estudiaba, a salvo de todo. Este romanticismo trasnochado le pareció muy ético en su momento, pero lo dejó sin aliento cuando recibió la carta de alistamiento. En un santiamén se encontró convertido en soldado y camino de una unidad de apoyo en Vietnam. Durante seis meses sirvió en una unidad de artillería. Su trabajo consistía en transmitir las coordenadas que recibía por radio al comandante del asentamiento artillero, quien ajustaba la puntería de los cañones y luego ordenaba hacer fuego. Las sucesivas descargas producían un estruendo más ensordecedor que cualquier trueno. Más tarde, tuvo pesadillas por haber tomado parte en una matanza invisible, más allá de su vista y su oído, y en mitad de la noche se preguntaba si había matado a docenas o tal vez cientos de personas, o tal vez a ninguna. Lo devolvieron a casa un año después, sin haber disparado nunca contra un enemigo visible.
Después del servicio militar, evitó la protesta política que sacudía la nación y se dedicó a sus estudios con una tenacidad que lo sorprendió incluso a él. Después de ver la guerra, o al menos una parte de ella, la historia era algo que lo reconfortaba: sus decisiones ya estaban tomadas, sus intereses se remontaban a los tiempos pasados. No hablaba de su estancia en el ejército, y ahora, maduro y con una cátedra, dudaba que ninguno de sus colegas supiera que había luchado en Vietnam. A veces incluso le parecía que había sido un mal sueño, tal vez una pesadilla, y llegaba a pensar que su año en el frente apenas había existido.
Su tercera aventura era Ashley.
Scott Freeman se quedó con la carta en la mano y se sentó en el borde de la cama de su hija. Tenía tres almohadas, una de ellas bordada con un corazón que él le había regalado por su cumpleaños hacía más de diez años. También había dos ositos de peluche, llamados
Alphonse
y
Gaston,
y una colcha ajada que le habían regalado al nacer. Scott contempló la colcha y recordó que había sido un episodio divertido: en las semanas anteriores al nacimiento de Ashley, sus dos futuras abuelas le regalaron sendas colchas. La otra, lo sabía, estaba en una cama similar en la casa de la madre de Ashley.
Contempló el resto de la habitación. Fotografías de Ashley y sus amistades pegadas en una pared; baratijas; notas escritas a mano con la letra florida y ampulosa de las adolescentes. Pósters de atletas y poetas, y el poema enmarcado de William Butler Yeats que terminaba con «Anhelo ese beso tuyo que he de poseer, y que echaré de menos cuando crezcas»; él se lo había regalado por su quinto cumpleaños, y a menudo se lo susurraba mientras ella se dormía. También había fotografías de sus diversos equipos de fútbol y softball, y una foto enmarcada del baile de graduación, tomada en ese momento exacto de perfección adolescente, cuando su vestido silueteaba cada curva recién hallada, el cabello le caía perfectamente sobre los hombros desnudos y su piel resplandecía. Scott reparó en que estaba contemplando una colección de recuerdos: la infancia documentada de manera típica, probablemente no muy distinta de la habitación de cualquier otra joven, pero única a su modo. Una arqueología del crecimiento.
Había una foto de los tres, tomada cuando Ashley tenía seis años, quizás un mes antes de que Sally lo abandonara. Estaban de vacaciones familiares en la costa, y le parecía que las sonrisas que todos esbozaban tenían cierto matiz de fatalidad, pues apenas enmascaraban la tensión que había dominado sus vidas. Ashley había construido un castillo de arena con su madre aquel día, pero la marea y las olas lastraron sus esfuerzos, derribando cada estructura, aunque no cejaban en cavar fosos y levantar murallas de arena.
Escrutó las paredes y la mesa, sin ver ningún rastro de algo fuera de lo normal. Esto lo preocupó aún más.
Scott echó otro vistazo a la carta. «Nadie puede amarte como yo lo hago.» Sacudió la cabeza. Eso no era cierto, pensó. Todo el mundo amaba a Ashley.
Lo que le asustaba era que el remitente pudiera tomarse en serio aquel sentimiento exagerado. Por un instante, trató de convencerse de que estaba siendo demasiado protector. Ashley ya no era una adolescente, ni siquiera una estudiante universitaria. Estaba a punto de iniciar un curso para posgraduados de Historia del Arte en Boston, y tenía su propia vida.
No traía firma. Eso significaba que ella conocía al remitente. El anonimato era una firma tan clara como cualquier nombre escrito.
Junto a la cama había un teléfono rosa. Lo cogió y marcó el número del móvil de Ashley.
Ella respondió al segundo tono.
—¡Hola, papá! ¿Qué tal? —Su voz irradiaba juventud, entusiasmo y confianza.
Él suspiró lentamente, aliviado.
—¿Cómo estás? —repuso—. Sólo quería oír tu voz.
Una vacilación momentánea.
A Scott no le gustó.
—Sin novedad. La facultad está bien y el trabajo, bueno, es trabajo. Pero eso ya lo sabes. La verdad es que nada ha cambiado desde que estuve en casa la última vez.
Él tomó aire.
—Apenas te vi. Y no tuvimos muchas ocasiones de hablar. Sólo quería asegurarme de que todo va bien. ¿Ningún problema con tus profesores? ¿Has oído algo del curso en que te has matriculado?