Read El hombre equivocado Online
Authors: John Katzenbach
Estimada señora Freeman-Richards:
Por la presente la informo de una denuncia recibida por el Colegio de Abogados del Estado referida a su manejo del dinero de las cuentas de su cliente en el pendiente litigio de Johnson contra Johnson, en estos momentos ante el juez V. Martinson del Tribunal de Apelaciones.
La denuncia afirma que los fondos asociados con este asunto han sido desviados a una cuenta privada a su nombre. Se trataría de una violación de la ley 302, sección 43, y también un delito tipificado en la ley 112, sección 11.
El Colegio de Abogados necesitará esta misma semana una declaración jurada en la que usted explique este enojoso asunto, o será remitido a la oficina del fiscal del condado de Hampshire y al fiscal del Distrito Occidental de Massachusetts para su resolución.
A Sally le pareció que cada palabra se le atascaba en la garganta, ahogándola.
—Imposible —dijo en voz alta—. Completamente imposible, joder.
La palabrota resonó en la habitación. Sally resopló y fue a su ordenador. Tras teclear rápidamente, recuperó el juicio de divorcio citado en la carta. Johnson contra Johnson no era uno de sus casos más complicados, aunque estaba marcado por una clara animosidad entre su cliente —la esposa— y su hostil marido. Él era un cirujano oftalmólogo local, padre de dos hijos preadolescentes, un sinvergüenza redomado, a quien Sally había pillado a punto de desviar dinero de una cuenta conjunta a otra en un banco de las Bahamas. Lo había hecho de manera muy torpe, sacando grandes cantidades de la cuenta común, y luego cargando billetes de avión a las Bahamas a su tarjeta Visa para conseguir bonos de viaje extra. Sally había conseguido que el juez inmovilizara las cantidades y las reenviase a la cuenta de su patrocinada hasta la disolución del matrimonio, que tendría lugar poco después de Navidad. Según sus cálculos, la cuenta de su cliente debería tener algo más de cuatrocientos mil dólares.
No los tenía.
La pantalla se lo confirmó.
—No puede ser —dijo.
Al borde del pánico, repasó todas las transacciones de la cuenta. En los últimos días habían extraído más de un cuarto de millón de dólares por medios electrónicos, y los habían transferido a casi una docena de otras cuentas. No pudo acceder a esa docena de cuentas por ordenador, ya que estaban puestas a una serie de nombres distintos, tanto de individuos a quienes ella no reconocía como a dudosas corporaciones. También vio, para su creciente ansiedad, que la última transferencia de la cuenta de su cliente había sido hecha directamente a su propia cuenta corriente. Eran quince mil dólares, y de ello hacía apenas veinticuatro horas.
—No puede ser —repitió—. ¿Cómo…?
Se detuvo porque la respuesta a esa pregunta probablemente sería complicada, y además no tenía ninguna explicación a mano. Lo que sí tuvo claro fue que era más que probable que estuviese metida en un buen lío.
—Hay algo que no entiendo…
—¿Qué? —preguntó ella pacientemente.
—El motivo del amor de Michael O'Connell. Quiero decir, no paraba de decir que la amaba, pero ¿qué provocó que entendiera sus propias pulsiones con el amor?
—Difícil saberlo.
—Creo que en su mente había algo muy distinto.
—Puede que tengas razón —respondió ella, tan distante y seductora como siempre.
Vaciló, y, como hacía a menudo, pareció detenerse para organizar sus ideas. Tuve la sensación de que quería controlar la historia, pero de un modo que yo no pudiera ver del todo. Eso me produjo incomodidad. Sentía que me estaban utilizando.
—Creo que debería darte el nombre de un hombre que podría ayudarte en este aspecto —dijo—. Un psicólogo experto en el amor obsesivo. —Hizo una pausa—. Por supuesto, lo llamamos así, pero tiene poco que ver con el concepto corriente del amor. La palabra amor nos recuerda a rosas el día de San Valentín, tarjetas con frases rebosantes de sentimiento, bombones en cajas con forma de corazón, cupidos con alitas y arcos y flechas, los romances de las películas. Pero el amor guarda poca relación con todo eso. El amor está más cerca de las cosas oscuras que ocultamos en nuestro interior.
—Te veo cínica —dije—. Y resentida.
Ella sonrió.
—Supongo que lo parezco. Digamos que conocer a alguien como Michael O'Connell puede darte una perspectiva diferente de lo que constituye exactamente la felicidad. Como he dicho, redefinió las cosas para todos ellos.
Sacudió la cabeza. Se acercó a la mesa y abrió un cajón, de donde cogió papel y lápiz.
—Ten —dijo mientras anotaba un nombre—. Habla con este hombre. Dile que vas de mi parte. —Soltó una risita, aunque no había nada gracioso—. Y dile que renuncio a cualquier privilegio sobre conflicto de intereses médico-cliente. No, mejor todavía, lo haré yo misma.
Y anotó rápidamente algo en el papel.
Ashley se apartó con cautela de la ventana, como había hecho todos los días de las dos últimas semanas.
No era consciente de lo que les estaba sucediendo a las tres personas que constituían su familia, estaba absorta en la sensación casi constante de que la vigilaban. El problema era que, cada vez que la sensación amenazaba con abrumarla, no lograba encontrar ninguna prueba concreta de ello. Si se volvía súbitamente mientras iba a clase o al trabajo en el museo, sólo veía un peatón sorprendido por su brusco gesto. Se acostumbró a correr para coger el metro justo cuando las puertas estaban cerrando, y luego observaba a todos los otros pasajeros, como si la anciana que leía el
Herald
o el obrero con la vieja gorra de los Red Sox pudiera ser O'Connell disfrazado. En casa, se acercaba a un lado de la ventana y escrutaba la calle arriba y abajo. Pegaba el oído a la puerta en busca de algún sonido delator antes de salir. Empezó a variar su ruta cuando salía, aunque sólo fuera para ir al almacén o la farmacia. Compró un teléfono fijo con identificador de llamada, y añadió el mismo servicio a su móvil. Preguntaba a sus vecinos si alguno había visto algo fuera de lo corriente o, en concreto, a un hombre que encajara con la descripción de Michael cerca de la entrada, o en la esquina o al fondo de la calle. Nadie recordaba haber visto a alguien así ni que actuara de manera sospechosa.
Pero cuanto más se obligaba a imaginar que Michael ya no la rondaba, más al acecho parecía él.
No tenía nada concreto para decir en voz alta «es él», pero había docenas de detalles, indicios delatores, que le decían que aquel hombre no había salido de su vida, que en realidad andaba por allí cerca. Un día llegó a su apartamento y descubrió que alguien había marcado una gran X en la puerta, usando probablemente algo tan vulgar como una navajita o una llave. En otra ocasión le habían abierto el buzón, y un puñado de facturas y publicidad se esparció por el suelo del vestíbulo.
En el museo descubrió que los artículos de su mesa se movían continuamente. Un día el teléfono estaba a la derecha y, al siguiente, a la izquierda. Un día llegó y encontró el cajón superior cerrado con llave, cosa que ella nunca hacía, pues no guardaba dentro nada valioso.
Tanto en el trabajo como en casa el teléfono solía sonar una o dos veces, y luego enmudecía. Cuando contestaba, sólo oía el tono de llamada. Y cuando comprobaba la identificación de llamada, aparecía «número desconocido». Varias veces intentó usar la opción de rellamada, pero siempre encontraba señal de ocupado o interferencia electrónica.
No estaba segura de qué hacer. En sus llamadas diarias a sus padres, comentaba algunas de estas cosas, pero no todas, porque algunas parecían demasiado extrañas para ser ciertas. Otras parecían los incordios habituales de la vida moderna, como cuando uno de sus profesores no pudo acceder a sus trabajos por e-mail, y los ordenadores de la facultad no lograron solucionarlo porque encontraron bloqueados sus archivos. Los eliminaron, pero sólo después de considerables esfuerzos.
Mientras se mecía en su sillón a solas en su apartamento, contemplando caer la noche, pensó que todo era por culpa de O'Connell y nada por culpa de O'Connell, y no supo qué hacer. Y esa incertidumbre le producía una sensación de frustración y rabia.
Después de todo, él había dado su palabra. Se lo repetía, aunque en realidad no se lo creía. Y cuanto más lo pensaba, menos se lo creía.
Scott pasó una noche inquieta esperando que llegara por mensajero el paquete enviado desde Yale por el profesor Burris. Hay pocas cosas más peligrosas para una carrera académica que una acusación de plagio. Scott tenía que actuar con rapidez y eficacia. El primer paso que dio fue buscar en el sótano la caja donde había almacenado todas sus notas para el artículo de la
Revista de Historia Norteamericana.
Luego envió mensajes electrónicos a los dos estudiantes que había reclutado tres años antes para que lo ayudaran con las citas y la investigación. Tenía suerte, pensó, de disponer de direcciones de contacto de ambos. Cuando les escribió, no especificó exactamente de qué lo acusaban. Sólo dijo que un colega historiador había hecho algunas preguntas sobre el artículo y podrían serle útiles sus recuerdos del trabajo. Fue un intento de ponerlos sobreaviso, mientras esperaba a que el material en disputa llegara a su puerta.
Era todo lo que podía hacer.
Se sentó a su escritorio en la facultad cuando el repartidor le entregó un sobre grande. Lo firmó rápidamente, y empezaba a abrirlo cuando sonó el teléfono.
—¿Profesor Freeman?
—Sí.
—Soy Ted Morris, del periódico de la facultad.
Scott vaciló un momento.
—¿Asiste usted a alguna de mis clases, señor Morris? Si es así…
—No, señor. No asisto.
—Estoy muy ocupado —dijo Scott—. Pero, dígame, ¿en qué puedo ayudarle?
Sintió cierta reluctancia en la pausa que hizo el estudiante antes de responder.
—Hemos recibido una filtración, una acusación en realidad, y lo estoy investigando.
—¿Una filtración?
—Sí, eso es.
—No entiendo —dijo Scott, pero era mentira: lo entendía perfectamente.
—Lo han acusado de estar implicado en, bueno, a falta de mejor expresión, un asunto de integridad académica. —Ted Morris escogía sus palabras con cuidado.
—¿Quién le ha dicho eso?
—¿Es relevante, señor?
—Bueno, podría serlo.
—Al parecer procede de un estudiante descontento. De una universidad del Sur. Es todo lo que puedo decirle.
—No conozco a ningún estudiante de ninguna facultad del Sur —repuso Scott con falsa serenidad—. Pero «descontento» es un adjetivo aplicable a cualquier estudiante en un momento u otro, ¿no le parece, Ted? —dejó a un lado el formal «señor Morris» para recalcar sus roles respectivos. Él tenía autoridad y poder, o al menos quería que Ted Morris, del periódico del campus, lo creyera.
Ted hizo una pausa y no se dejó distraer.
—Pero la cuestión es muy simple. ¿Ha sido usted acusado…?
—Nadie me ha acusado de nada. Al menos que yo sepa —replicó Scott rápidamente—. Nada que no sea rutinario en los círculos académicos… —Inspiró hondo. Seguramente Ted Morris estaba anotando cada palabra.
—Comprendo, profesor. Rutina. Pero sigo pensando que debería hablar con usted en persona.
—Estoy muy ocupado. No obstante, tengo horas de tutoría el viernes. Pásese por aquí entonces…
Eso le daría varios días.
—Tenemos cierta premura, profesor…
—Lo siento. Las cosas hechas deprisa son inevitablemente confusas o, peor, erróneas. —Era un farol, pero tenía que librarse de aquel impertinente.
—Muy bien, el viernes. Y, profesor, una cosa más.
—¿Qué, Ted? —repuso con su voz más condescendiente.
—Debería saber que colaboro con el
Globe
y el
Times.
Scott tragó con dificultad.
—Me alegro —dijo, afectando todo el entusiasmo que le fue posible—. Hay muchas historias en este campus que podrían interesar a esos periódicos. Bien, nos vemos el viernes, pues —concluyó, rogando que el estudiante esperara al viernes antes de llamar al redactor jefe de esos periódicos para dinamitar toda su carrera.
Colgó. Nunca había creído que estaría tan asustado, no, tan aterrado, por la voz de un estudiante. Se dedicó a estudiar rápidamente el material enviado por el profesor Burris, más ansioso a cada frase que leía.
Hope entró en el servicio contiguo a la oficina de admisiones, sabiendo que probablemente era el único sitio del colegio donde podría estar a solas unos momentos. Apenas la puerta se cerró tras ella, estalló en un sollozo profundo y desesperado.
La acusación había llegado al decano a través de un e-mail anónimo. Decía que Hope había acosado a una estudiante de quince años en las duchas del vestuario femenino, cuando la chica estaba sola después de una sesión de entrenamiento. Describía cómo Hope le había acariciado los pechos y tocado la entrepierna, mientras le susurraba las ventajas de probar el sexo con una mujer. Como la adolescente se resistió, continuaba la acusación, Hope la amenazó con manipular sus notas si alguna vez comentaba el episodio a las autoridades o a sus padres. El e-mail terminaba instando a los administradores a tomar «las medidas que fueran necesarias» para evitar un pleito y tal vez una acusación penal. Usaba palabras como «depredadora» y «violación de la confianza» junto con «reclutamiento homosexual» para describir la supuesta conducta de Hope.
Ni una sola palabra era cierta. Nada de aquello, descrito con detalle casi pornográfico, había sucedido jamás. Pero Hope dudaba que la verdad la ayudara a salir bien parada de aquella encerrona.
Aquel catálogo de mentiras concluía con una serie de suposiciones disparatadas, pintando a Hope poco menos que como un monstruo corruptor de menores.
Que los hechos nunca hubieran sucedido, que ella no supiera quién era aquella joven, que nunca hubiera entrado en el vestuario femenino sin otro miembro del claustro presente para evitar precisamente ningún malentendido, que se comportara con recato de monja cada vez que algo de naturaleza vagamente sexual se producía en el colegio, y que hubiera tenido cuidado de no exhibir nunca su relación con Sally… de repente nada de eso valía para nada.
Que la denuncia fuera anónima tampoco significaba nada. Las habladurías correrían por todo el colegio, y los rumores se centrarían en adivinar a quién le había ocurrido, no si había ocurrido de verdad. En un instituto o una escuela privada, nada es tan explosivo como una acusación de conducta sexual ilícita. Nunca habría una valoración razonada y fundada de los cargos contra ella, Hope lo sabía. También le preocupaba la reacción en la comunidad que Sally y ella consideraban su hogar. Otras mujeres en su misma situación probablemente saldrían en su defensa. Imaginó sentadas y proclamas, artículos en la prensa y manifestaciones delante del colegio. Muchas mujeres como Hope odiaban ser estigmatizadas y clamarían por justicia. Esto era inevitable. Y eso mismo desvirtuaría cualquier posibilidad de librarse del asunto sin llamar la atención. O sea, estaba condenada.