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Authors: Dolores Redondo

Tags: #Intriga, #Terror

El guardián invisible (5 page)

BOOK: El guardián invisible
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—No sé cómo la soporta —comentó Ros.

—Ya no lo hace, ¿olvidas que están separados? —dijo Amaia.

—¿Que no lo hace? Lo tiene como un perro. Y ni come ni deja comer.

—Bueno, esa frase define bien a Flora —terció tía Engrasi.

—Ya os contaré, tengo que ir a verla.

Fundada en 1865, Mantecadas Salazar era una de las fábricas de dulces más antiguas de Navarra; seis generaciones de Salazar habían pasado por ella, aunque había sido Flora, relevando a sus padres, la que había sabido darle el impulso necesario para mantener un negocio de esas características en la época actual. Se mantenía el cartel original enmarcado en la fachada de mármol, y las anchas contraventanas de madera se habían sustituido por gruesas cristaleras ahumadas que no permitían ver el interior. Rodeando el edificio, Amaia llegó hasta la puerta del almacén, que cuando trabajaban permanecía siempre abierta. Golpeó con los nudillos. Mientras entraba observó a un grupo de operarios que empaquetaban pastas mientras charlaban. Reconoció a algunos, los saludó y se dirigió al despacho de Flora aspirando el aroma dulzón de la harina azucarada y de la mantequilla derretida que durante años formó parte de su ser, impregnando su ropa y su cabello como una huella genética. Sus padres habían sido los precursores del cambio, pero Flora lo había llevado a cabo con pulso firme. Amaia vio que había sustituido todos los hornos excepto el de leña y que las antiguas mesas de mármol sobre las que amasaba su padre eran ahora de acero inoxidable. Ahora había unos dispensadores con pedal y las diversas zonas estaban separadas por cristales limpísimos; de no haber sido por el penetrante olor del almíbar le habría recordado más a un quirófano que a un obrador. Por contra, el despacho de Flora resultaba sorprendente. La mesa de roble que reinaba en un rincón era el único mueble propio de una oficina. Una gran cocina rústica con una chimenea y una encimera de madera hacían las veces de recepción; un gran sofá floreado y una moderna cafetera exprés completaban el conjunto, que era realmente acogedor.

Flora preparaba café disponiendo las tazas y platos como si fuese a recibir invitados.

—Te esperaba —dijo sin volverse al oír la puerta.

—Pues debe de ser el único sitio donde esperas, saliste corriendo del cementerio.

—Es que yo, hermana, no tengo tiempo para perderlo, tengo que trabajar.

—Como todos, Flora.

—Como todos no, hermana, unos más que otros. Seguro que Ros, o mejor dicho, Rosaura, como quiere que la llamen ahora, tiene tiempo de sobra.

—No sé por qué lo dices —dijo Amaia, entre sorprendida y molesta por el tono despectivo con el que hablaba su hermana mayor.

—Pues lo digo porque nuestra hermanita tiene de nuevo problemas con ese desgraciado de Freddy. Últimamente se pasaba las horas colgada del teléfono intentando localizarlo, eso cuando no traía los ojos hinchados como panes de llorar por ese mierda. Yo se lo decía, pero ella ni caso… Hasta que un día, hace dos semanas, dejó de venir a trabajar con el pretexto de que estaba enferma, y ya te puedo decir yo lo enferma que estaba… Lo que estaba era con un berrinche mayúsculo gracias al campeón de la PlayStation ése, que no sirve para otra cosa que para gastarse el dinero que Ros gana, jugar a la Play y ponerse hasta arriba de porros. Resumiendo, hace una semana se digna la reina Rosaura a aparecer por aquí y me pide el finiquito… ¡Qué te parece! Me dice que no puede continuar trabajando conmigo y que quiere el finiquito.

Amaia la miraba en silencio.

—Eso ha hecho tu hermanita; en lugar de deshacerse del desgraciado ése viene a mí y me pide el finiquito. El finiquito —repitió indignada—, ella tendría que indemnizarme a mí por tener que aguantar sus mierdas y sus llantos, su cara de santa en el martirio, siempre como un alma en pena, por una pena que sólo ella se ha buscado. ¿Y sabes qué te digo? Que mucho mejor, tengo veinte empleados y no tengo que ver lagrimitas de nadie, a ver si ahora a donde vaya le permiten la mitad de las que le he pasado yo.

—Flora, tú eres su hermana… —susurró Amaia sorbiendo su café.

—Claro, y a cambio de ese honor tengo que aguantar mares y mareas.

—No, Flora, pero una espera que su hermana sea más comprensiva que el resto del mundo.

—¿Crees que yo no he sido comprensiva? —dijo alzando la cabeza ofendida

—Quizás un poco de paciencia no te habría venido mal.

—Bueno, esto es el colmo.

Resopló emprendiendo un repaso de orden a su mesa. Amaia prosiguió:

—Cuando estuvo tres semanas sin venir a trabajar, ¿fuiste a verla?, ¿le preguntaste qué le pasaba?

—No, no lo hice, ¿y tú? ¿Fuiste tú a preguntarle qué le pasaba?

—Yo no lo sabía, Flora, si no, puedes estar segura de que lo habría hecho. Pero contéstame.

—No, no le pregunté porque ya sabía la respuesta: que ese mierda la tiene hecha una desgraciada. ¿Para qué preguntar si todos lo sabemos?

—Tienes razón, también sabíamos la causa cuando eras tú la que sufrías, pero entonces tanto Ros como yo estuvimos a tu lado.

—Y ya visteis que no os necesitaba, lo solucioné como se solucionan estas cosas: cortando por lo sano.

—No todo el mundo es tan fuerte como tú, Flora.

—Pues deberíais serlo. Las mujeres de esta familia siempre lo han sido —dijo rasgando sonoramente una cuartilla, que arrojó a la papelera.

Amaia valoró la carga de resentimiento en las palabras de Flora y pensó que su hermana las veía como a seres débiles, disminuidas, como a medio hacer, y las miraba desde arriba con una mezcla de desprecio y lástima huera, carente de cualquier clase de piedad.

Mientras Flora lavaba las tazas del café, Amaia se fijó en unas fotos de gran formato que asomaban de un sobre en la mesa. En ellas, su hermana mayor aparecía sonriente amasando una mezcla untuosa y vestida de repostera.

—¿Son para tu nuevo libro?

—Sí. —Su tono se suavizó un grado—. Son las propuestas para la portada, me las han enviado hoy mismo.

—Tengo entendido que el anterior fue un éxito.

—Sí, funcionó bastante bien, así que la editorial quiere que continuemos en la misma línea. Ya sabes, repostería básica que cualquier ama de casa pueda elaborar sin mucha complicación.

—No le quites importancia, Flora, casi todas mis amigas de Pamplona tienen el libro y les encanta.

—Si alguien le hubiese dicho a la
amona
que me haría famosa enseñando a hacer magdalenas y rosquillas no se lo creería.

—Los tiempos han cambiado… Ahora hacer bollos caseros resulta algo exótico y exclusivo.

Era fácil percibir que Flora se sentía cómoda ante los halagos y el sabor de su éxito; sonrió mirando a su hermana como si sopesase la posibilidad de hacerla partícipe de un secreto o no.

—No digas nada a nadie, pero me han propuesto hacer un programa de repostería para la televisión.

—¡Oh, Dios mío, Flora! Eso es maravilloso, enhorabuena —dijo Amaia.

—Bueno, todavía no he firmado, han enviado el contrato a mi abogado para que lo revise y en cuanto me dé el visto bueno… Sólo espero que todo este follón de los asesinatos no afecte negativamente. Hace un mes esa chica a la que asesinó su novio, y ahora lo de la niña.

—No sé en qué modo iban a afectarte para el desarrollo de tu trabajo, los crímenes son algo ajeno a ti por completo.

—Al cumplimiento de mi trabajo en absoluto, pero creo que mi imagen y la de Mantecadas Salazar están íntimamente ligadas a la de Elizondo, y tienes que reconocer que una cosa así afecta a la imagen del pueblo, al turismo y a las ventas.

—Vaya, qué raro, Flora, tú, como siempre, haciendo gala de tu gran humanidad. Te recuerdo que tenemos dos niñas asesinadas y dos familias destrozadas, no creo que sea el momento de ponerse a pensar en cómo afectará eso al turismo.

—Alguien tiene que pensar —sentenció ella.

—Para eso estoy yo aquí, Flora, para cogerlo a él o a los que han hecho esto y para que Elizondo recupere de nuevo la tranquilidad.

Flora la miró fijamente y compuso un gesto escéptico.

—Si tú eres lo mejor que la Policía Foral ha podido enviar, que Dios nos pille confesados.

Al contrario de lo que ocurría con Rosaura, los intentos de Flora por dañarla no le afectaban lo más mínimo. Suponía que los tres años pasados en la academia de policía rodeada de hombres y el hecho de ser la primera mujer que llegó a inspectora de homicidios le habían valido suficientes burlas y chanzas de los que se habían quedado por el camino como para blindar su capacidad y su aplomo. Las inquinas de Flora casi le habrían hecho gracia de no ser porque era su hermana y le azoraba el saber con certeza que era muy mala. Cada gesto, cada palabra que salían de su boca estaban destinados a herir y causar el mayor daño posible. Percibía el modo en que fruncía levemente la boca formando un rictus de contrariedad cuando ella respondía a sus provocaciones con paciencia y el tono burlón que empleaba, como si se dirigiese a una niña recalcitrante y malcriada. Iba a contestarle cuando sonó su teléfono.

—Jefa, tenemos las fotos y el vídeo del cementerio —dijo Jonan. Amaia consultó su reloj.

—Muy bien. Voy para allá, tardo diez minutos. Reúne a todo el mundo. —La inspectora colgó y le dijo a Flora sonriendo—: Hermana, tengo que irme, ya ves que a pesar de mi ineptitud también el deber me llama.

Flora hizo un gesto como de ir a decir algo, pero al final se lo pensó y permaneció en silencio.

—Pero ¿qué es esa carita? —sonrió Amaia—. No estés triste, volveré mañana, quiero consultarte una cosa además de tomarme otro de tus deliciosos cafés.

Cuando salía del obrador a punto estuvo de tropezar con Víctor, que entraba con un enorme ramo de rosas rojas.

—Gracias, cuñado, pero no tenías que haberte molestado —exclamó Amaia riendo.

—Hola, Amaia, son para Flora. Hoy es nuestro aniversario de boda, veintidós años —dijo sonriendo a su vez. Amaia se quedó en silencio. Flora y Víctor llevaban separados dos años y, aunque no se habían divorciado, ella se había quedado en la casa común y él se había trasladado al magnífico caserío que su familia tenía a las afueras. Víctor percibió su desconcierto.

—Ya sé lo que estás pensando, pero Flora y yo aún estamos casados, yo porque todavía la quiero y ella porque dice que no cree en el divorcio. Me da igual por lo que sea, pero aún me queda una esperanza, ¿no crees?

Amaia puso su mano sobre la de él, que sostenía el ramo.

—Claro que sí, cuñado, que tengas suerte.

Él sonrió.

—Con tu hermana siempre la necesito.

7

La nueva comisaría de la Policía Foral de Elizondo había adoptado la modernidad en su diseño, igual que los cuarteles de Pamplona o Tudela, huyendo de la arquitectura común en todo el pueblo y en el resto del valle. Sus muros de piedra blanquecina y los gruesos cristales repartidos en dos plantas rectangulares, en las que la segunda sobresalía sobre la primera formando un escalón invertido que le daba cierto aire de portaaviones, caracterizaban un edificio realmente singular. Un par de coches patrulla aparcados bajo el saliente, las cámaras de vigilancia y los cristales espejados ponían de manifiesto la actividad policial. En la breve visita al despacho del comisario de Elizondo volvieron a repetirse las mismas frases de apoyo y colaboración que éste ya le había hecho llegar el día anterior y la promesa de prestarle toda la ayuda que pudiera necesitar. Las fotografías de gran resolución no revelaron nada que se les hubiera pasado por alto en el cementerio. Había sido un entierro multitudinario, como suelen serlo en estos casos. Familias al completo, mucha gente que Amaia conocía desde pequeña, entre los que reconoció a algunos compañeros de clase y antiguas amigas del instituto. Estaban todos los profesores y la directora del centro, algunos concejales, los compañeros de clase de la chica y las amigas de Ainhoa formando un corro de niñas llorosas que se abrazaban entre sí. Y nada más, ni delincuentes, ni pederastas, ni sospechosos en busca y captura, ningún hombre solitario enfundado en una gabardina negra y relamiéndose mientras la luz se reflejaba en sus afilados colmillos lobunos. Lanzó el montón de fotos sobre la mesa con un gesto hastiado pensando en cuántas veces el trabajo era así de frustrante y desalentador.

—Los padres de Carla Huarte no asistieron al entierro ni al funeral, tampoco estuvieron en la recepción de después en el domicilio de Ainhoa —apuntó Montes.

—¿Es eso raro? —preguntó Iriarte.

—Bueno, es curioso, las familias se conocían, aunque sólo fuera de vista, y teniendo en cuenta esto y las circunstancias de las muertes de las dos chicas…

—Quizás haya sido por evitar comentarios, no olvidemos que durante este tiempo, para ellos, Miguel Ángel ha sido el asesino de su hija… Tiene que ser duro saber que no lo tenemos y que encima va a salir de la cárcel.

—Puede ser —admitió Iriarte.

—Jonan. ¿Qué me dices de la familia de Ainhoa? —preguntó Amaia.

—Después del entierro recibieron en su casa a casi todos los asistentes. Los padres, muy afectados, aunque bastantes enteros apoyándose el uno en el otro, se mantuvieron todo el tiempo cogidos de la mano y no se soltaron ni un instante. El que está peor es el chaval, daba pena verlo, sentado en un sillón, él solo, mirando al suelo, recibiendo el pésame de todo el mundo pero sin que sus padres se dignasen a dedicarle ni una mirada. Una lástima.

—Culpan al chaval, ¿sabemos si el chico de verdad estuvo en casa? ¿Pudo salir y recoger a la hermana? —inquirió Zabalza.

—Estuvo en casa. Otros dos amigos estuvieron todo el tiempo con él, por lo visto tenían que hacer un trabajo para el instituto y después se liaron con la PlayStation; a última hora se les unió otro más, un vecino que pasó a echar una partida. También he hablado con las amigas de Ainhoa. No dejaban de llorar y de hablar por el móvil a la vez, una combinación de lo más curiosa. Todas dijeron lo mismo. Pasaron la tarde juntas en la plaza y dando una vuelta por el pueblo, y después se fueron a un local que tienen montado en un bajo de la casa de una de ellas. Bebieron, según ellas un poco. Algunas fuman, aunque no Ainhoa; aun así, eso explicaría el olor a tabaco de su pelo y su ropa. Hubo una cuadrillita de chavales bebiendo cerveza con ellas, pero todos se quedaron cuando Ainhoa se marchó; por lo visto era la que tenía la hora más temprana de regreso a casa.

—De poco le valió —comentó Montes.

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